Abril de 1969
En los trescientos siete años transcurridos desde que Trencoms abriera sus puertas por primera vez, la tienda nunca había estado cerrada más de una semana. El periodo más largo que había permanecido cerrada fue en 1728, tras la muerte sospechosa del viejo Alexander Trencom. Pero incluso entonces volvió a abrir pasados apenas seis días. Ahora, tras el desastre del diluvio, había cerrado definitivamente. Edward Trencom no demostraba interés alguno por reparar los daños. Se pasaba casi todo el tiempo en la biblioteca de Southwark y rara vez se acercaba a Lawrence Lane para echar un vistazo a las ruinas todavía rezumantes de su antaño boyante negocio.
El señor George se había hecho cargo de la situación casi desde el momento en que se enteró del desastre. En cuanto las bombas achicaron el agua, bajó a los sótanos y empezó a sacar a mano las miles de cajas de cartón y madera empapadas. Tardó más de una semana en sacar los quesos apestosos de la caverna de los sótanos. Los que nos estaban muy sucios, se los llevó a su casa, donde los engulló con entusiasmo Dubonnet: el único ser vivo que se benefició de la riada. El señor George pasó diez días más limpiando el almacén del cieno que había dejado la inundación. Más de un empleado se habría resistido a semejante tarea, pero al señor George le producía cierto placer crear el orden a partir del caos. Era como abrirse paso a través de una montaña de platos sucios, solo que a escala gigantesca.
Vamos volviendo poco a poco a la normalidad, se dijo cuando la primera capilla lateral estuvo limpia de basuras. Dentro de una semana, más o menos, habremos acabado.
Estaba acostumbrado a la soledad, pero en ocasiones se sentía solo en los sótanos húmedos y goteantes. Una o dos veces se llevó a Dubonnet (un lujo para los dos) y algunos días tuvo la compañía de los ingenieros que estaban reparando las paredes agrietadas de la capilla.
—¿Es usted el señor Trencom? —le preguntó uno de ellos.
—No, no, gracias al cielo —dijo el señor George—. No me gustaría estar en su pellejo.
—¿La tienda no es suya, entonces? —preguntó otro.
El señor George se echó a reír y chasqueó la lengua al mismo tiempo.
—Yo no podría llevar esa carga —dijo—. No es para mí. Me gusta salir y olvidarme de ella por las tardes.
Los ingenieros inspeccionaron cuidadosamente los muros y techos y le informaron de que no había daños estructurales permanentes.
—Pero la humedad tardará por lo menos tres meses en secarse lo suficiente —dijeron—. Sobre todo, si van a tener quesos aquí abajo.
El señor George trasladó toda esta información a Edward y sugirió que empezaran a pedir quesos, sobre todo los que tardaban meses en llegar.
—¿Podría empezar usted? —le preguntó Edward—. Me quitaría un gran peso de encima.
—Considérelo hecho —le dijo el señor George—. Por cierto, he podido salvar algunos libros de pedido. Los tengo secándose en los radiadores. Pero me da en la nariz que hay cuatro o cinco que no tienen salvación. Los de los quesos españoles y portugueses casi no se pueden leer.
—Bueno, llámeme si necesita ayuda —dijo Edward—. Ya sabe dónde encontrarme.
—Sí —masculló en voz baja el señor George—. En la biblioteca pública de Southwark, seguramente.
Aquel comentario podría haber salido fácilmente de la boca de Elizabeth Trencom.
—Tu problema ya no es la nariz —le dijo ella a Edward una noche—. Es que has perdido por completo el sentido de la realidad. Ese asunto de tu familia… Lo siento, pero me da pánico. Tienes que dar un paso atrás y ver lo que te está pasando. Hay gente que te sigue. Gente que te amenaza. Te han dicho que bajo ninguna circunstancia sigas hurgando en tu pasando. ¿Y qué haces tú? Justo lo contrario.
Cruzó los brazos con decisión, como para subrayar lo que acababa de decir. Pero no había acabado aún.
—Sugiero encarecidamente que te olvides de tu familia un tiempo… que dejes correr el asunto. Y también que vayas al médico por lo de tu olfato, que averigües qué está pasando de verdad. Tenemos que recuperar el sentido común. No hay mucho por aquí últimamente. Tú mismo dijiste que a tu padre le pasó lo mismo. Seguramente sea hereditario. Algo que pueda curarse.
—¡Exacto! —exclamó Edward, que parecía haber cobrado vida por primera vez desde hacía días—. Tienes razón, cariño, es hereditario. Es lo que yo sospechaba desde el principio. Todo lo que ha pasado, absolutamente todo, está relacionado de algún modo con mi nariz.
Richard Barcley paseó la mirada por su despacho y volvió a fijarla en Edward. Su amigo se estaba comportando de manera muy extraña y Richard se daba cuenta de que la tensión empezaba a pasarle factura.
—Debo confesar que me he perdido —dijo después de un largo silencio—. No estoy seguro de qué quieres decir. ¿Intentas decirme que ese desastre, la inundación, está relacionado de alguna manera con tu nariz?
—La lógica no puede explicarlo todo —contestó Edward, exasperado—. Coge un cuenco de leche, añade un fermento láctico y a los pocos días tienes queso. Ahora dime: ¿qué lógica hay en eso? ¿Y qué me dices del roquefort? Está lleno de moho verdoso y sin embargo tiene un sabor delicioso. Tú mismo lo has dicho. ¿Hay alguna lógica en eso? Es un error apoyarse en la lógica, Richard. Un grave error. No todo puede explicarse.
—Bueno, lo único que puedo decir —respondió Barcley— es que me alegro mucho de que tus clientes no sean todos como tú. Si no, me habría quedado sin trabajo.
—Pensaba que tú lo entenderías mejor que nadie —dijo Edward melancólicamente.
—No, me temo que esta vez me he perdido —contestó Richard—. Y tengo la sensación de que tú corres el riesgo de perderte también.
Edward se vio reflejado en la ventana del despacho de Barcley. Qué raro, se dijo, que el sol brillara justamente en su nariz.
—Todo se encamina hacia un fin —dijo—. Ya no tengo que esperar mucho más. Solo me queda un Trencom por investigar: el viejo Humphrey, el fundador de Trencoms. Y estoy seguro de que en él está la clave de todo.