5 de marzo de 1969
—Hola, señor Trencom —dijo cariacontecido el señor Cooper, el dueño del bar de enfrente—. ¿Qué tal está hoy? No le envidio la suerte. Las bombas llevan funcionando ya dos días enteros, los motores no han parado ni un momento. Había agua suficiente para llenar un embalse.
Edward lo miró con expresión avergonzada. Estaba al borde de las lágrimas.
—Bueno —dijo—, le estoy muy agradecido por todo lo que ha hecho, señor Cooper. Lamento que esos motores no le dejen dormir.
—Bah, no me dé las gracias —dice el hostelero—. Hice lo que habría hecho cualquiera. Ojalá hubiera podido llamar a los bomberos un par de horas antes.
Mientras estaban los dos charlando en la calle, pasó la señora Tolworth.
—Buenos días, señor Trencom —dijo—. Cuánto siento lo que ha pasado. ¿Cómo se lo ha tomado la señora Trencom?
—Va tirando, señora Tolworth —contestó Edward—. Eso intentamos todos.
—Bueno, aunque no pueda hacer otra cosa por usted —dijo la señora Tolworth—, siempre puede contar conmigo para tomar una tacita de té. Y si necesita un hombro en el que llorar… —Se paró en seco y se sonrojó. De pronto se había dado cuenta de que se estaba tomando demasiadas confianzas con un hombre al que casi no conocía.
—Gracias, señora Tolworth —dijo Edward—. Puede que le acepte esa taza de té. Puede que lo necesite después de esto. —Señala la tienda y hace ademán como de irse—. En fin, no puedo posponerlo más. —Y con esas desaparece en la tienda.
Esta vez no iba a sentir (sniff, sniff) aquel grato olor a queso cuando bajara a la bodega. El diluvio había causado una terrible destrucción: la catástrofe más grande y devastadora en los trescientos siete años de historia de Trencoms.
—¿Y bien? —preguntó Elizabeth esa tarde.
—Bueno —contestó Edward—, no sé por dónde empezar. Es terrible… terrible.
Los destrozos causados por la inundación eran, en efecto, incalculables. Todo el género de Trencoms (más de tres mil variedades de queso) había quedado destruido por el agua sucia que arrojaba la tubería. Muchos de los quesos procedían de aldeas remotas e inaccesibles, y se tardaría semanas o incluso meses en reemplazarlos.
—Y algunos —dijo Edward— puede que sean irremplazables.
Estaba pensando en los fragantes quesos de cabra de Al Bint, cuyos restos empapados había sostenido en la mano unas horas antes. Aquellos quesos solo se fabricaban en la aldea montañesa de Bi’r Ibn Sarrar, en el sur de Arabia. Se transportaban en camello hasta Bani Thaur y de allí, en coche, hasta el puerto de Jeda, en el mar Rojo. Desde allí, eran trasladados en avión hasta el aeropuerto londinense de Heathrow y por fin, tras un viaje de dieciséis días (y a menudo muchos más) eran entregados (Inshallah) en la quesería Trencoms.
Lo mismo pasaba con el resto de los quesos: con los de Transilvania, con los de la región de Douro, en Portugal, y con los de las granjas montañesas del centro de Cerdeña.
—Y lo que más me fastidia —dijo Edward— es haber perdido todos los tulumotiri. Me costó tres meses hacerme con ese cargamento.
Le resultaba imposible calcular con exactitud cuántos quesos había perdido, pero adivinaba que debían de rondar los veinte mil.
—He estado intentando echar cuentas —le dijo a Elizabeth—. Servíamos a más de cincuenta restaurantes en Londres y a ciento veintitantos en el resto del país. Tenemos por lo menos ochocientos clientes privados que suman más de la mitad de nuestras ventas. ¿Sabes, querida?, puede que incluso lleguen a cuarenta mil quesos.
—Bueno, ¿y qué va a pasar ahora? —preguntó Elizabeth.
Hubo un largo silencio antes de que Edward contestara.
—La tienda —dijo— o, mejor dicho, lo que queda de ella, voy a dejarla en manos del señor George… por lo menos de momento. Ahora mismo, es más capaz que yo de enfrentarse a este desastre. Nunca lo había visto trabajar con tanta energía. Esta mañana llegó a la tienda antes que yo y ya estaba trabajando en los sótanos.
—Pero Edward…
—He decidido… No tengo más remedio que consagrar todo mi tiempo a ellos. —Señaló sus papeles familiares—. Y averiguar qué está pasando.
—Ah, no —dijo Elizabeth, angustiada—. No, Edward, en un momento así, no. ¿Es que te has vuelto loco? ¿Qué es lo que te pasa?
—Tú no puedes entenderlo, cariño. Tengo que saber más de ellos, llegar al fondo de todo esto. ¿Es que no lo ves? Es tan evidente… Todas estas cosas… todas estas cosas extrañas que han pasado… están relacionadas. Sí, en cierto modo forman parte de una historia mucho mayor. Mis antepasados, todos y cada uno de ellos, se han visto atrapados por esto. Sí. Y muy pronto me pasará a mí lo mismo. No puedo evitarlo. Tiene vida propia, y escapa completamente a mi control. Pero tengo que llegar al fondo de esto, Elizabeth. Debo hacerlo… aunque sea lo último que haga.