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12 de abril de 1769

Hace ya largo rato que ha amanecido cuando el sol penetra por fin en los patios interiores del Topkapi Sarayi. La fina torre de la sala del consejo proyecta sobre las baldosas una sombra diagonal y los muros del tesoro imperial sumen un lado del patio en una penumbra gris pálida. Pasada una hora, poco más o menos, el sol penderá directamente sobre el palacio y bañará con su luz el recoleto jardín de recreo, con sus lechos de tulipanes en flor.

En un rincón del patio, junto a la Puerta de la Felicidad, una cuadrilla de trabajadores está preparando tres grandes crucifijos. Clavan los maderos en perpendicular a los postes y abren agujeros en la tierra seca. El sultán Mustafá III ha ordenado una crucifixión y está ansioso por contemplar el espectáculo desde la cómoda sala del consejo.

—Ordeno —le dice a su visir— que los prisioneros sufran. Crucificadlos. Es lo que merecen esos perros.

Es casi mediodía cuando los tres convictos son conducidos al patio por el jefe de verdugos. Un grupo escogido de cortesanos ha sido invitado a contemplar el acontecimiento y se halla sentado bajo el dosel decorativo de la sala del consejo. El sultán, fuera de sí de emoción, no se habría perdido una ejecución como aquella por nada del mundo. Bebe de su sherbet y mira por la rejilla dorada.

—Ah, ahí llegan, ahí llegan. —Da palmas con entusiasmo infantil y suelta una risa aguda y peculiar—. Veamos cómo van a la muerte.

Dos de ellos son ladrones corrientes, cristianos del barrio de Fener condenados por el robo de una barca de remos. El tercero es un extranjero, aunque está claro que también él es cristiano. Con su llamativa nariz y su vientre rotundo, casi resulta familiar. Pero, bueno, ¿acaso no es Samuel Trencom, de Trencoms, Londres? ¿No es el mismo Samuel que descubrió las criptas y los sótanos que yacen bajo el suelo de la tienda? ¿Cómo demonios ha llegado a ser prisionero del sultán Mustafá III? A fin de cuentas, hace unos meses, estaba agrandando y reformando la tienda de quesos más concurrida de Londres.

—Es una buena pregunta —dice—, una pregunta que…

Mira los crucifijos extendidos en el suelo y casi se desmaya.

—No… no debería haberme ido de casa. Pero me arrastraron aquí… me arrastró no sé qué… —Su voz se desvanece en el silencio cuando los verdugos lo conducen por la fuerza hacia la cruz.

—Echaos —gruñe el que manda—, o probáis esto.

Les enseña a los tres su cizalla y señala luego el surtido de herramientas que lleva colgado alrededor de la cintura. Los tres se tumban en las cruces y aguardan su destino.

Contemplar una crucifixión no es para débiles de estómago, y sin embargo el sultán y sus cortesanos observan y escuchan con avidez mientras se desarrolla el truculento proceso. Está el martilleo de los clavos. Los chillidos de los hombres. La erección de los crucifijos, que se deslizan en sus agujeros con un espeluznante golpe seco. Los tres hombres, condenados a una muerte lenta y dolorosa, gimen agónicamente. Pasarán cinco horas antes de que Samuel Trencom sea por fin declarado muerto.