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2 de marzo de 1969, 11 de la noche

La preocupación de Elizabeth Trencom por la humedad en la quesería de los Trencom iba a resultar profética. Una de las cañerías que abastecían Lawrence Lane y la calle Trump llevaba más de una semana perdiendo agua y mojando el subsuelo arcilloso que albergaba las paredes de caliza de la bodega de Trencoms. Ahora, la noche del 2 de marzo, la cañería victoriana estalló espectacularmente, arrojando más de cuatro mil litros de agua por minuto a la arcilla que la rodeaba. La presión era tal que el agua pronto encontró grietas y fallas en el subsuelo, atravesó bolsas de aire y abrió a la fuerza nuevos canales. A los pocos minutos, los primeros hilillos y chorritos empezaron a calar los sótanos de Trencoms, fluyendo libremente por las paredes de caliza y formando un pequeño charco sobre el suelo de baldosas.

La causa inmediata del desastre iba a dar mucho que hablar durante las semanas que siguieron. Pero no es descabellado aventurar que el estruendoso gruñido que Edward y Richard oyeron en el sótano estuviera de algún modo relacionado con la rotura de la cañería.

Fue una suerte que el agua encontrara un cauce natural cuesta abajo, hacia la bodega de Trencoms. En cuanto encontró la ruta de salida más fácil para escapar de la cañería rota, concentró todas sus energías en agrandar los surcos y crear su propio sistema hídrico subterráneo. Poco después, al chorro de agua que caía por la pared del sótano se unieron muchos otros regueros y torrentes. Un segundo charco se formó sobre el suelo de la bodega. Y luego un tercero. Y apenas unos minutos después, el primer charco se unió con los otros dos para formar un estanque mucho más grande.

Había algo fascinante en el modo en que el agua buscaba expandirse por el suelo de la bodega. Se extendía velozmente por las grietas y ranuras de las baldosas, buscando con ansia aquellos lugares que ya estaban húmedos. Como seguía las llagas de las baldosas, corría siguiendo patrones por los que no solía fluir el agua, doblaba abruptas esquinas, esquivaba ángulos rectos y formaba charcas minúsculas en las mellas y huecos de la piedra envejecida.

El agua había entrado por el rincón del fondo de la capilla más pequeña, que albergaba los salados quesos de cabra del oeste del Sáhara. Allí, el suelo era varios centímetros más bajo que en el resto del sótano, una feliz coincidencia, pues gracias a ello el agua estuvo retenida un rato en una zona pequeña. Corrió alegremente por las grietas y hondonadas hasta que se detuvo al llegar al pequeño escalón (una catarata invertida) que llevaba de la capilla lateral a la cripta principal y, de allí, a las otras cinco capillas.

A los diez minutos de romperse la cañería, había más de treinta regueros de agua cayendo por las paredes de la capilla. A ellos se sumaron muy pronto finos chorros de vapor que salían siseando por las grietas y rendijas de la piedra. Al poco rato, las pozas fluviales que se habían formado en los huecos se habían unido y comunicado por medio de las rajas y las hondonadas. Poco después, había más de dos centímetros de agua en el suelo de la capilla.

La acumulación del agua de la cañería era tal que creaba una enorme presión tras las paredes de la bodega. Era como si cinco o seis hombres fornidos empujaran con todas sus fuerzas los bloques de piedra trabados. Los albañiles medievales que habían construido aquellas paredes eran muy hábiles. El techo abovedado, que descansaba sobre el sólido cuerpo de los muros, ejercía suficiente presión hacia abajo como para haber mantenido la estructura en su sitio durante más de ocho siglos. Pero ahora, por primera vez desde su construcción, aquellas mismas paredes afrontaban el desafío de la alta presión del agua. Éste empezaba a filtrarse y a burbujear, a arremolinarse y a girar, desalojando la arcilla mojada y convirtiéndola en una sopa líquida antes de introducirla por las rendijas que había entre las piedras. Lentamente pero sin pausa, comenzaron a formarse grandes bolsas de agua tras las paredes de la bodega.

Las paredes construidas de piedra labrada no se derrumban como las de piedra seca. Se quita un bloque de una de estas y (¡cataplún!) es probable que se desplome todo un lienzo. Pero los albañiles de la Inglaterra medieval construían sus paredes con mucha mayor atención por el detalle. Se ha calculado que en la mayoría de las catedrales podría quitarse uno de cada cinco bloques de piedra y el edificio aguantaría. En el caso de Trencoms, el techo abovedado ejercía tal presión en sentido vertical que es posible que hubiera podido quitarse un sillar de cada cuatro sin que la pared se derrumbara.

Pero el agua es un agente destructor mucho más insidioso que la mano del hombre. No buscaba echar por tierra la estructura del sótano, ni deseaba minar sus cimientos. Su único propósito era encontrar una salida para su frustración, siempre creciente, por estar atrapada tras bloques de piedra.

Su hora llegó muy pronto. Comenzó a revolverse y a echar una espuma que arañaba y restregaba la arcilla suelta. Poco después, varias piedras de la pared se hallaron faltas de apoyo. Y en ese preciso instante un súbito torrente de agua atravesó la arcilla y golpeó la pared con tal fuerza que arrancó de cuajo dos sillares labrados. En el mismo momento, y simultáneamente a este desastre, un grueso chorro de agua amarilla y pardusca brotó en el antaño reseco desierto del Sáhara occidental.

Los primeros afectados fueron los quesos condimentados con ocra de Mauritania. El agua golpeó las cajas de madera con la fuerza de un hidrante y la pila entera se derrumbó, cayendo al agua con un chapoteo de mal agüero. Al caer, una de las cajas rozó un montón de domiati egipcio y lo hizo tambalearse. El montón podría haber seguido en pie, de no ser porque el agua había debilitado la caja del fondo, hecha de madera endeble. Aquel leve roce bastó para que el montón de domiati se uniera a los quesos de Mauritania en las profundidades siempre crecientes de aquel diluvio.

El nivel del agua subía a velocidad alarmante. A los pocos minutos había superado el escalón y empezaba a mojar el resto de los sótanos, abriéndose paso por la cripta principal y, desde allí, por el resto de las capillas laterales. Arrojó arroyos y regatos a través de Poitou-Charentes y Languedoc-Rousillon, y retrocedió luego hacia los fértiles pastos de Borgoña. Allí, aprovechando una concavidad de la piedra, se recogió en una pequeña laguna antes de tomar impulso y lanzarse hacia los prados del valle del Ródano. Las tierras bajas de Lombardía fueron las siguientes en sentir sus aguas cenagosas; luego, apenas unos minutos después, todo el este de Europa se halló anegado bajo cuatro o cinco centímetros de agua.

La inundación de la cripta principal siguió la misma tónica que en la capilla lateral. Se formaron pozas. Luego fiordos. Y a los pocos minutos los golfos y estuarios separados se fundieron en una gran extensión de agua. La península Ibérica estaba ya a ocho o nueve centímetros de profundidad. La Europa del Este era una marisma acuosa. Y entonces, espectacularmente, aquellos dos litorales pantanosos confluyeron en algún lugar cerca de los quesos del Ticino, formando un océano gigante.

¡Dong! El reloj de arriba dio la una. Hacía casi dos horas que el agua inundaba Trencoms, creando un escenario de absoluta desolación. En la primera capilla en la que había entrado, los montones y las cajas habían caído al suelo, arrojando su contenido al agua sucia. Quedaban un par de torres enhiestas y secas. Los quesos de cabra saharianos de los montes Ahaggar aguantaban la arremetida del oleaje y la marejada. Lo mismo podía decirse de los quesos de leche de oveja de Qasr Bint Bayyah, en el Wadi Bashir libio. Pero aquellos eran los únicos supervivientes en el páramo balneario: castillos fortificados de quesos que se mantenían en pie, indomables, contra la marea creciente.

La forma en que las pilas de quesos se derrumbaban o permanecían en pie carecía de lógica. Cabía esperar que los samsoes daneses se mantuvieran más tiempo en pie sobre sus pilotes que los chevrotins del Loira. Y sin embargo fueron de los primeros en caer al agua. Cuando ésta superó los sesenta centímetros de profundidad, la tasa de daños aumentó exponencialmente. Hasta ese momento se habían derrumbado montones individuales, pero no se había producido un desplome generalizado. Ahora, con las cajas del fondo inundadas y los rápidos fluyendo a velocidad creciente, comenzaron a desplomarse secciones enteras.

Uno de los ejemplos más espectaculares fue el de los quesos de Aquitania, que sufrieron el ataque del agua desde dos frentes. La corriente feroz que bajaba por los Pirineos se unió a un segundo chorro que se precipitaba desde el Macizo Central. Súbitamente, todos los Pirineos occidentales se hundieron y a continuación se derrumbaron. Más de cuatrocientos quesos se salieron de sus cajas y cayeron al agua.

Parecidas escenas de devastación tenían lugar por doquier, a través de Asia y Europa. Toda Escandinavia se hallaba bajo un metro de agua. La Europa central estaba inundada. Australasia sufría una marea creciente. Norteamérica logró resistir más tiempo porque estaba separada de Europa occidental por un escalón de buen tamaño. Pero no pasó mucho tiempo antes de que los quesos del Misisipí se hallaran sumergidos, junto con los cornhuskers de Nebraska y los poonas de Nueva York.

Catorce kilómetros al sur de Trencoms, en el municipio londinense de Streatham, Edward Trencom estaba pasando una noche agitada. Se había quedado dormido nada más meterse en la cama y, una noche normal, no se habría despertado hasta las seis y media de la mañana. Pero esa noche en concreto se despertó pasadas dos o tres horas y no pudo volver a dormirse. ¿Qué me pasa?, se preguntaba. ¿Por qué no puedo dormir? Cuando por fin se quedó amodorrado, lo atormentaron sueños tan vividos y perturbadores que tenía el pijama empapado en sudor cuando se despertó por segunda vez.

Apenas dos días antes había llevado a casa todos los papeles de la familia y los había extendido sobre la mesa grande del cuarto de estar. Ahora, tras pasar un rato dando vueltas en la cama por segunda vez esa noche, tomó la inusitada decisión de levantarse y bajar. No tiene sentido quedarse aquí sudando, se dijo. Más vale que invierta el tiempo en algo útil. Se puso a hojear los pocos papeles relativos a Joshua Trencom, buscando algún indicio de por qué había sentido el impulso de irse al extranjero. A Grecia, otra vez. Y otra vez para involucrarse en la lucha contra los turcos. Pero ¿por qué?

Había descubierto también, para su perplejidad, una referencia misteriosa a una de las hermanas de Joshua, Anne Trencom. El año 1769, Anna había recibido en Londres la visita de un emisario de Catalina la Grande de Rusia, nada menos, quien al parecer estaba buscando una esposa para su hijo mayor, el zarevich Pablo. El motivo por el que la zarina rusa se había fijado precisamente en Anne Trencom era un completo misterio. La chica tenía apenas quince años, andaba mal de salud y trabajaba en la quesería de los Trencom desde que tenía seis años. A Edward le pareció improbable que supiera leer o escribir, y mucho menos cómo conversar con una de las monarcas más poderosas de Europa. Así que, ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Edward podía deducir que Anne había rechazado el ofrecimiento de Catalina, dado que había muerto en Londres unos años después. Pero aquel giro, tan atrayente como todos los demás, complicaba extraordinariamente el acertijo. Grecia, Turquía y ahora Rusia. Aquello no tenía ni pies ni cabeza.

Edward entró en la cocina y se preparó una taza de té. Qué curioso. Seguía sin tener olfato. Se rascó la cabeza y se preguntó si debía ir al médico. Pero no. ¿Qué va a decirme el médico? Pronto descubriré qué está pasando.

Soltó un bostezo gigantesco y de pronto se sintió increíblemente cansado. Menos mal que mañana es… Se rascó la nariz cansinamente. ¿Qué día es ya?, se preguntó, soñoliento, mientras bostezaba de nuevo. Casi lunes. Ay, Dios. No sé si tengo fuerzas para ir a trabajar. Quizá debería llamar al señor George…

Y con esa idea en la cabeza, volvió a la cama y se quedó dormido casi inmediatamente. Unos segundos después, se vio transportado de nuevo al mismo turbio paisaje onírico.