24 de febrero de 1969
Tres días después de este delicioso encuentro, la señora Trencom tomó el tren para ir a la ciudad. Al acercarse la hora de la comida, se encontró cerca de Trencoms y decidió hacerle a Edward una visita sorpresa.
Hace semanas que no voy a la tienda, pensó. Voy a entrar a saludar. Recorrió toda la calle Trump y dobló luego a la derecha, hacia Lawrence Lane, la estrecha callejuela en la que estaba la quesería. Era uno de esos esplendorosos días de primavera que a Elizabeth le recordaban la infancia. Notó que el sol caía a raudales sobre la fachada del edificio, resaltando todas las irregularidades del cristal del escaparate: las burbujas, los bultos y ondulaciones. El cristal distorsionaba los quesos expuestos en el escaparate, que parecían haberse recalentado hasta el punto de que sus superficies estaban fundidas y líquidas. Elizabeth se quedó un momento fuera y miró por uno de los paneles de cristal rugoso. Vio claramente la cabeza de su marido y le pareció extraño cómo las irregularidades del cristal destacaban su nariz y la distorsionaban, dándole una forma rarísima. Movió un poco la cabeza y la nariz volvió a ser normal. Pero ahora era la parte de atrás de la cabeza de Edward la que aparecía distorsionada. El cristal la había alargado y agrandado.
Basta de tonterías, pensó cuando abrió la puerta de la tienda y oyó sonar la campanilla con su tintineo de siempre.
—Buenas tardes, buenas tardes —dijo el señor Trencom al levantar con nerviosismo la vista de su cuaderno—. Ah… ¡hola, cariño! Qué sorpresa tan agradable. Se me había olvidado que ibas a venir a la ciudad.
—Oh, Edward —dijo ella en tono de fingido reproche—. Eres bobo. ¿Es que nunca te acuerdas de nada? Te dije esta mañana que tenía que venir… ya sabes… a recoger las cortinas.
—Ah, sí —contestó Edward—. Pues me alegro mucho de que te hayas pasado por aquí. Ven, vamos abajo.
Llamó al señor George, que estaba rellenando pedidos en la bodega, y le pidió que despachara unos minutos mientras él se tomaba un descanso.
Elizabeth paseó la mirada por la tienda y lo que se ofreció a sus ojos bastó para causarle cierta alarma. Un vistazo rápido a los quesos expuestos fue suficiente para convencerla de que algo raro pasaba en Trencoms. En la tienda siempre había sido costumbre tener los quesos más vendidos expuestos en los mostradores de mármol. Elizabeth notó, sin embargo, que había menos de la mitad expuestos y que faltaban muchos de los favoritos. No había ni époisses ni emmental. ¿Y dónde estaba el gouda? Elizabeth reparó también en que, de los quesos que había a la vista, había poca cantidad. Solo había tres remoudou belgas sobre el mostrador y el monterey jack de California casi se había agotado.
—Edward, cielo —dijo cuando su marido volvió a aparecer—, ¿por qué faltan tantos quesos? Tengo la impresión de que, al final, monsieur D’Autun tenía razón. Faltan muchos de los quesos de siempre.
—Ah, no, no, no —respondió Edward—. Es que tenemos que subir más del sótano. La verdad es que pensaba hacerlo esta misma tarde.
Se metió en la boca una galleta de avena y masticó con un enérgico crujido; con un crujido tan enérgico que bastaba para zanjar cualquier pregunta.
—No te preocupes. Es verdad que estamos teniendo problemas con algunas entregas. Pero ¿quién no los tiene hoy día? Esos dichosos sindicatos… De todas formas, hemos aguantado trescientos siete años y… —dos crujidos más— tengo la seguridad de que aguantaremos unos cuantos años más.
Enlazó a Elizabeth por la cintura y la subió a la escalerilla.
—Vamos, huyamos de la tienda, vámonos a la bodega. Hay unos papeles de la familia que me apetece enseñarte. Y un par de quesos que quiero que pruebes.
Cuando Edward se fue a buscar unos moulis del Pirineo, Elizabeth aprovechó la oportunidad para pasear por la bodega, cosa que no hacía desde hacía muchos meses. Mientras deambulaba por Borgoña y el Jura, y al adentrarse en los prados alpinos del Valais suizo, sintió una inquietud creciente. Algo no iba bien: algo no iba bien en absoluto.
—¿Edward? —dijo al ver asomar la cabeza de su marido entre dos montones de oschtjepek eslovaco—. Aquí hay mucha humedad. Muchísima.
—Tonterías —contestó él mientras hurgaba en unas cajas en busca del katschkawalj serbio—. Hay la humedad de siempre. Además, cariño, a los quesos les gusta la humedad. —Su voz quedó sofocada cuando se agachó para recoger un monostorer transilvano—. Sí, sí. Un ochenta y cinco por ciento de humedad. Eso es lo que les gusta.
—Hmm —dijo Elizabeth, que no estaba muy convencida—. ¿Dónde tienes el lector de humedad viejo? Antes estaba en la escalera. Estoy segura de que aquí hay más humedad de la que debería.
—El lector de humedad, el lector de humedad… —repitió Edward a medio camino entre los Dolomitas y los Apeninos—. Ah, sí. Se rompió hace un par de semanas. Caray, me lo acabas de recordar. Siempre estoy queriendo llevarlo a arreglar.
Elizabeth se adentró más aún en la bodega, pasando junto a los pioras del Ticino y los saanen de Berna. Luego, al descubrir que en las criptas laterales había mucha menos humedad, volvió hacia el este de Francia y recogió un bleu du Haut-Jura que había quedado olvidado encima de una caja medio abierta. Lo olfateó y frotó luego la tersa superficie con el dedo. Qué curioso. Al mirar más de cerca, notó que tanto su dedo como el queso estaban cubiertos de una capa de moho polvoriento.
—Edward —dijo alzando la voz, y le contó lo que había encontrado—. ¿Seguro que esto es normal? ¿Tiene que ser así?
—Deja de preocuparte, cariño —contestó Edward mientras hojeaba unos papeles que había sobre el altar—. No pasa nada. ¿Un bleu du Haut-Jura, dices? Pues sí, claro que tiene que estar mohoso. Penicillium glaucum, para ser más concretos.
—Lo sé, Edward, pero este moho está encima de la corteza, no forma parte de ella. Y puede que yo no sea una experta, pero estoy segura de que eso no es normal.
Edward apenas la escuchaba.
—Si hubiera algún problema con nuestros quesos, querida, creo que yo sería el primero en saberlo. ¿Te acuerdas de la señora Burrows? Siempre se queja cuando hay alguna pega con un queso.
Se detuvo un momento antes de volverse hacia Elizabeth con una sonrisa ávida.
—Y ahora, si tiene la amabilidad de acompañarme al norte de España (sí, aquí, entre los quesos de Asturias), hay un asuntillo que me gustaría aclarar con usted, señora Trencom.
—¡Vamos, Edward! Aquí no —dijo Elizabeth—. ¡No podemos hacerlo aquí!
—¿Por qué no? —contestó su marido—. No todos los días puede uno hacer el amor en las montañas del norte de España.
—Nunca pensé —susurró Elizabeth unos cinco o seis minutos después—, ni en un millón de años, que diría que sí a eso. Ahora, señor Trencom —dijo mientras se enderezaba la falda y se alisaba las arrugas—, usted tiene que trabajar… y yo tengo que recoger unas cortinas. Te veré esta noche.
Le lanzó un beso y volvió a subir por la escalera.
—Y no olvides —dijo— llevar a arreglar el higrómetro.