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21 de febrero de 1969

A las doce menos diez del tercer viernes de febrero, Richard Barcley cogió su abrigo y se lo echó sobre los hombros. Luego, volviéndose hacia el espejo del pasillo, frente a su despacho, se puso firmemente el bombín sobre la calva y lo movió ligeramente hasta que estuvo derecho. Había algo inmensamente satisfactorio en llevar bombín, pensó. Le hacía sentirse, en fin, vestido.

—Bueno, señora Clarke —dijo al pasar delante del mostrador de recepción—, me marcho. Volveré luego.

—¿Tiene idea de cuándo? —preguntó la señora Clarke, que parecía estar contando sus clips—. Por si viene alguien a verlo.

—Pues si le digo la verdad —contestó Richard tranquilamente—, no tengo ni idea. Tengo una cita en la City y no sé cuánto tiempo me va a llevar.

—Bueno, yo voy a estar en mi mesa —dijo la señora Clarke—. No voy a ir ninguna parte. A no ser, claro, que la naturaleza reclame…

—Gracias, señora Clarke —la interrumpió Barcley.

Hubo un silencio momentáneo mientras la señora Clarke repasaba mentalmente las últimas frases que había dicho Richard Barcley.

—Está usted muy misterioso —dijo con una sonrisa sagaz.

Se sintió horrorizada al darse cuenta de que, al decir esto, a su ojo izquierdo se le había escapado un guiño involuntario. Para disimular su azoramiento, bromeó con maternal sentido del humor.

—Una misión secreta, entonces. Eso es lo que diré si llama alguien.

—Gracias, señora Clarke —respondió Barcley por segunda vez en dos minutos. Tenía la sensación de que su tono y actitud habían rebasado el límite entre la profesionalidad y la confianza—. Volveré cuando vuelva —dijo—. Usted siga contando los clips.

Y con esas salió por la puerta.

Cuando echó a andar por la calle Queen, se estremeció y se subió el cuello del abrigo. Al hacerlo, miró hacia el otro lado de la calle, hacia el número 14, y notó que las cortinas seguían echadas. Había pasado casi toda la mañana vigilando el edificio por si veía movimiento. Que él supiera, no había entrado ni salido nadie desde que había llegado a trabajar, a las nueve de la mañana.

Miró su reloj. Era casi mediodía. Preocupado por llegar tarde a su cita, se apresuró al tomar Cheapside, pasó con energía frente a la Bolsa y entró en la calle Threadneedle. Al llegar a la calle Old Broad, se detuvo un momento. Llegaré enseguida, se dijo. Me pregunto si ya estará esperando.

Era casi la hora de comer y las secretarias y los empleados de banca salían de sus oficinas. Pero aunque la calle estaba repleta de gente, Barcley veía con bastante claridad, a unos treinta metros de distancia, una figura alta que aferraba un fajo de papeles.

Es él, se dijo Barcley. Es él, no hay duda. Iba con traje y corbata, y lucía, en garboso ángulo, un elegante sombrero tirolés.

El hombre se volvió al acercarse él.

—Ah, señor Barcley —dijo con refinado acento británico—. Estoy encantado de conocerlo al fin. Lamento mucho que no hayamos coincidido antes. Soy el señor Makarezos. Trabajamos en la misma calle.

Barcley no pudo menos que sonreír al oír aquello.

—En efecto —dijo—. Casi podría decirse que somos vecinos.

El señor Makarezos sonrió a su vez y luego escudriñó con cuidado la calle atestada de gente.

—He reservado mesa en La Mano en el Guante —dijo—. Hay un salón privado arriba. ¿Le parece bien?

—Estupendo —contestó Barcley, antes de añadir con buen humor—: Siempre y cuando no intente secuestrarme. Makarezos frunció el ceño.

—Nadie va a secuestrar a nadie —dijo, bajando la voz—. Pero alguien corre el peligro de ser asesinado. Y por eso precisamente tenemos que hablar. En secreto.

Mientras comían anguila en gelatina, bistec y pudín de riñón, el señor Makarezos le contó muchas cosas acerca de quién era y por qué había estado siguiendo a Edward.

—Lo que voy a decirle debe quedar en la más estricta confidencialidad —comenzó—. Confío en que usted, como abogado, sepa apreciar la importancia de guardar un secreto. Si se supiera que nos hemos reunido… en fin, todos podríamos estar en peligro.

—Yo, chitón —dijo Barcley, antes de darse cuenta de que su compañero de mesa no entendería aquella expresión—. No se preocupe —dijo—. No diré nada.

El señor Makarezos empezó por contarle que era, en efecto, la persona que había estado siguiendo a Edward.

—Tenía que averiguar qué sabía —dijo—, y hasta qué punto estaba yo en peligro.

—¿Hasta qué punto estaba usted en peligro? —repitió Barcley, incrédulo.

—Sí, así es. El señor Trencom se ha convertido en peón de un juego muy peligroso —continuó Makarezos—. Y podría destruirnos a todos. Hay mucha gente que lo considera su salvador. Y mucha gente a la que le encantaría verlo a él, a mí, y quizá a usted, muertos.

—Habla usted con adivinanzas —dijo Barcley, irritado—. Y me temo que me ha despistado por completo. ¿Podemos empezar otra vez, desde el principio? Dígame, ¿a qué bando en concreto pertenece usted?

Makarezos soltó una risilla.

—A decir verdad, a ninguno —dijo—. O, mejor dicho, prefiero abstenerme. Verá, me encuentro en una situación extremadamente delicada.

Se inclinó sobre la mesa y le explicó que le habían contratado ciertos poderes griegos que deseaban deshacerse de Edward Trencom.

—No puedo decirle por qué. Al menos, por ahora —dijo—. Tendrá que aceptar de buena fe que hay mucha gente que quiere verlo muerto.

Makarezos contó que tenía órdenes de seguir a Edward, descubrir cuánto sabía sobre sí mismo y su historia familiar y luego, llegado el momento, librarse de él.

—¿Librarse de él? —preguntó Barcley.

—Matarlo —susurró Makarezos—. Liquidarlo.

Barcley sofocó un grito al oír aquello.

—¿Y?

—Y soy incapaz de cumplir mis órdenes —continuó Makarezos—. En primer lugar, he descubierto que el señor Trencom sabe muy poco de su historia familiar. No creo que sea ni remotamente consciente de que las dinastías de media Europa cortejaron a su familia antes de que acabara en Piddletrenthide. Y también sé que, sin ayuda de fuera, es poco probable que progrese mucho más.

»En segundo lugar, bueno… —Makarezos soltó un suspiro largo y bajo—. No sé muy bien cómo explicar esto —dijo—, porque quizá no me crea.

—Póngame a prueba —dijo Barcley—. Soy notario. Se me puede convencer de cualquier cosa.

—¿Alguna vez escucha usted música y tiene la sensación de que ha penetrado hasta el fondo mismo de su alma? ¿Ha leído alguna vez un libro que le haya removido las entrañas? ¿Qué le haya hecho estremecerse? ¿No es cierto que, en casos así, siente uno el deseo de conocer al creador? Siente uno instintivamente que esas personas deben poseer algo extraordinario, algo que las separa del resto del mundo. Algo que, en fin, toca el espíritu.

Barcley asintió con la cabeza, aunque tenía que confesar que nunca había experimentado aquellas sensaciones. En realidad, la novela de misterio que estaba leyendo le aburría mortalmente dado que a la altura de la página treinta y dos había descubierto que el autor del crimen era el doctor McLachlan.

—Bueno, pues puede que esto le suene ridículo —prosiguió Makarezos—, pero eso es lo que me ha pasado con Edward Trencom. Hace unas dos semanas, cierta persona cuya identidad no viene a cuento me trajo un tulumotiri del señor Trencom. ¿Y sabe qué? Era el tulumotiri más fino, más delicado, más exquisito que he probado nunca. Me retrotrajo directamente a mi infancia, a mi pueblo en Grecia, donde mi tío solía hacer ese mismo queso. Y tan pronto lo probé y descubrí que el señor Trencom en persona había elegido ese queso, me di cuenta de que ya no podía llevar a cabo mi misión. Verá, señor Barcley, hay cientos de quesos tulumotiri de producción local. Y pese a todo él había elegido el más fino de Grecia. Un queso poco menos que perfecto. En el acto comprendí que no podía matar a alguien con una nariz de tan divina inspiración. Sería… ir contra natura. Y contra Dios.

Barcley se limpió la salsa que le chorreaba por la barbilla y procuró grabar en su cerebro las palabras exactas que había usado Makarezos. Edward querrá saberlo todo, pensó. Hasta el más pequeño detalle.

—Entiendo —dijo cuando pareció que Makarezos había acabado de hablar—. ¿Y es por eso, quizá, por lo que el otro día lo amenazaron en la habitación de arriba de sus oficinas? Era sobre las cinco y media del día cinco, si no recuerdo mal. Lo presencié todo.

—Han empezado a sospechar —contestó Makarezos—. Sospechan que he cambiado de bando. Por eso tuve que entrar en la tienda. Tenía que buscar lo que más desean.

—¿Qué es…?

—Que es algo que no puedo decirle —dijo el señor Makarezos, rasgueando con los dedos sobre la mesa—. Verá, no puedo decírselo porque pondría la vida del señor Trencom en mayor peligro si cabe. Además, ya no tiene importancia. Es una suerte para él que el documento en cuestión ya no esté en manos de la familia Trencom. Es casi seguro que está en Grecia.

Richard Barcley bebió un largo trago de cerveza y se recostó en la silla.

—¿Quién es usted? —dijo por fin—. Perdóneme por preguntárselo, pero ¿es por casualidad pariente de Nikolaos Makarezos?

Se hizo un largo silencio mientras el compañero de mesa de Barcley sopesaba los pros y los contras de decirle la verdad.

—Sí —contestó con gran deliberación—. Lo soy. Es primo mío. Pero eso es algo que debe usted guardar estrictamente en secreto. Repito: estrictamente en secreto.

—¡Uf! —dijo Barcley, cada vez más impaciente—. ¿Y ahora qué pasa? ¿Qué vamos a hacer?

—Tenemos que ganar tiempo —dijo Makarezos—. En Grecia las cosas están cambiando rápidamente. Pronto habrá una crisis y quien salga vencedor decidirá el futuro del señor Trencom. Hasta entonces, debemos proceder con extrema precaución. Su amigo debe seguir con su vida normal. Yo continuaré siguiéndolo, porque tengo órdenes de hacerlo, pero no debe intentar ponerse en contacto conmigo en ningún momento. Y jamás debe ir a nuestras oficinas en la calle Queen. Mientras no haya nada raro, estará a salvo. De momento.

»Y otra cosa, señor Barcley. ¿Podría usted recordarle que es de vital importancia que deje de indagar en su genealogía? Porque esa es la manera más segura y rápida de que acaben matándolo.

—Bueno, bueno, bueno —dijo Edward, preocupado, esa noche—. No sé qué pensar. De verdad, no lo sé. Por un lado, hay gente que al parecer quiere matarme. Y por otro hay gente que me ve como su salvador. Y en cuanto a mí, bueno, ¿sabes qué, Richard? Yo solo quiero organizar mi árbol genealógico y, en fin, regresar a mi vida tranquila de siempre.

Barcley bebió un sorbo de vino y se compadeció de su amigo sacudiendo la cabeza. Había ido a ver a Edward después del trabajo para contarle con detalle su comida con el señor Makarezos. Pero en cuanto hubo repetido todo lo que le había dicho aquel, se dio cuenta de que había descubierto muy pocas cosas.

—La única cosa que parece clara —dijo— es que tienes que dejar de indagar sobre tu familia. Y desde hoy mismo. Enseguida. Esta misma noche. Vigilan todo lo que haces, Edward. Absolutamente todo. No podrás ocultárselo. Y aunque sabemos que, por el momento, el señor Makarezos está de nuestra parte (¿o debería decir de tu parte?), ¿quién te dice que no volverá a cambiar de idea? A fin de cuentas, tiene contactos personales con los hombres que gobiernan Grecia. Son de la familia.

Edward lo miró como si estuviera loco.

—De eso ni hablar —dijo rotundamente—. Está absolutamente descartado. Si algo me ha convencido de que tengo que averiguar más cosas sobre mi familia es lo que acabas de decirme. Estás muy equivocado, Richard. Tengo que llegar al fondo de este misterio urgentemente, y está claro que nadie va a ayudarme. Piénsalo. Ya he contactado con los dos hombres implicados en este… en este embrollo. Y no he conseguido averiguar casi nada.

Richard se rascó la cabeza, bebió otro trago de vino y vio por el rabillo del ojo izquierdo que, aunque no era propio de la estación, un segador se había posado en su hombro. Lentamente, con tan poco movimiento como le fue posible, fue subiendo y subiendo la mano derecha, preparándose para aplastar al desgraciado bicho. Pero le hizo detenerse un instante. El segador dobló dos de sus largas patas, se las frotó con aparente delectación y se lanzó luego al aire impregnado de olor a queso. Justo cuando se echaba a volar, en esa misma fracción de segundo, Richard bajó la mano y se dio un fuerte golpe en el hombro, ahora vacío.

—¡Ay! —exclamó, viendo cómo se alejaba volando el insecto—. Condenados bichos. —Sacudió la cabeza como si una nueva idea lo hubiera distraído—. Por cierto —dijo—, ¿qué descubriste sobre el viejo Charles Trencom? Nunca me lo has dicho.

—No es tanto lo que he descubierto —respondió Edward— como lo que no he descubierto. Y lo que más me intriga es por qué ese tal Comité Griego eligió a Charles Trencom, nada menos, para ir a Grecia. Es muy raro. Y todavía más raro es que dijera que sí.

Richard alargó la mano hacia una carpetilla llena de documentos y pensó en por qué habría ido a Grecia Charles Trencom.

—Siempre hay una manera lógica de abordar tales asuntos —dijo—. Nunca subestimes la lógica, Edward: a mí me ha mantenido en este negocio más de una década. Ahora… echemos otro vistazo a las pruebas.

Barcley hojeó el montoncillo de papeles que Edward había extendido sobre el altar.

—Veamos. Dos, no, tres cartas. Varias referencias a ese Comité Griego y (cielos, amigo mío), esta carta está firmada por el propio Byron. Yo diría que debe de valer una pasta. Ojo, que a mí nunca me han gustado los poemas de Byron:

Las montañas dan sobre Maratón

y Maratón da sobre el mar;

y allí meditando a solas una hora

soñé que Grecia aún podía ser libre.

»Don Juan, ¿no? Recuerdo que lo estudié en el colegio. Qué cosa más horrorosa. A mí me va más Betjeman. Edward carraspeó.

—Esto, Richard —dijo, asiendo el pequeño fajo de cartas de Byron—, es una de las cosas más emocionantes que he encontrado hasta ahora. Imagínate, un antepasado mío, un pariente directo, fue amigo de lord Byron. ¿A que es emocionante?

—Regular —contestó Barcley con su predecible falta de pasión.

—¡Regular! —exclamó Edward—. Esa carta, la que tienes en la mano, la escribió Byron de su puño y letra. Un día se sentó con esa hoja de papel delante. Sacó su pluma. Escribió esas palabras. Ésa es su letra. Una cosa te digo, Richard: esto es mejor que coleccionar monedas.

—Hmm… no estoy seguro de que estemos de acuerdo —dijo Richard—. De hecho, ni siquiera estoy seguro de que quisiera que mi familia estuviera vinculada a Byron. La oveja negra y todo eso.

—Pues a mí me hace muchísima ilusión tener un vínculo con Byron —contestó Edward—. Y más todavía que en una de sus cartas se refiera a Charles por su nombre de pila. Escucha esto, Richard, escucha lo que Byron le escribe a sir Francis Burdett. Espera un momento. ¿Dónde está? Ah, sí, aquí lo tengo. «No considero al señor Charles Trencom el héroe griego que necesito en este momento preciso, ni creo que sea, de hecho, el héroe que usted asegura que es. ¡Mi Grecia, señor mío, es la Grecia de los Antiguos! ¡La noble Grecia de Sófocles! ¡La sabia Grecia de Platón! ¡Oh, Sócrates, do estás ahora! ¡Oh, Aristófanes, ¿qué se hizo de tu ingenio? Una Grecia independiente, señor, exige hombres de la más alta cuna, no simples villanos».

Barcley silbó por lo bajo.

—Eso es ponerse desagradable sin venir a cuento —dijo con una risa sofocada—. Qué poca amabilidad. Bueno, una cosa está clara, Edward. Tu familia sabía cómo sacar de quicio a lord Byron.

—Sí —reconoció Edward—. Pero ¿qué significa? ¿Y qué me dices de esto? —Cogió otra carta doblada—. Esto —dijo— es igual de desconcertante. Es la carta de Charles a su esposa, Caroline. Échale un vistazo. Léela con atención. Verás que hay algo que no encaja. Algo siniestro.

Richard desdobló la carta y la leyó de cabo a rabo. Estaba escrita con letra dieciochesca y erizada, pulcramente encuadrada en la página.

—¿Siniestro? —dijo en tono de sorpresa—. Yo no estoy tan seguro de que sea siniestro. Ya me has dicho que Charles estaba enfermo… de no sé qué fiebres, ¿no? Y también me has dicho que Missol…

—… Onghi…

—Eso, onghi, era célebre por sus fiebres.

—Sí, Richard, sí. Pero ya has leído lo que dice Charles: asegura que ha sido envenenado. Envenenado por el mismo médico que debía curarlo.

—Delirios de una mente enferma —dijo Barcley—. Lo he visto en uno de mis clientes. No puedo decirte cuál: la ética profesional y todo eso. Pero los moribundos a menudo se creen engañados por completo. Es un hecho bien conocido. Hasta tiene un nombre.

—Sencillamente, no acepto que Charles estuviera delirando. —Edward, que se había ido animando, cogió la carta para leer en voz alta la frase pertinente—. Vamos, Richard. Lógica, lógica. Tú mismo lo has dicho. ¿No te parece raro que los dos, Byron y Charles, murieran el mismo día, a la misma hora y con los mismos síntomas?

Se quedó callado un momento mientras hojeaba otro archivo.

—Y no olvidemos que mi padre murió en extrañas circunstancias, ¿eh? Igual que mi abuelo. Y, Richard, ahora resulta que mi bisabuelo murió asesinado. Y en cuanto a mi tatarabuelo Henry… Lo mataron a tiros los guardaespaldas del sultán turco. Casi parece una comedia Ealing, si no fuera porque es tan tétrico. Así que, en mi opinión, no es ilógico pensar que, quizá, también se cargaran a Charles Trencom. Que lo eliminaran.

—Tienes razón —concedió Barcley mientras meditaba sobre lo que le había dicho el señor Makarezos durante la comida. Se sirvió más vino y le dio vueltas en la copa—. Mmm… qué rico. Si no te importa, voy a coger otro trocito de tu…

… lumotiri.

—Sí, Makarezos tenía razón en una cosa. Está verdaderamente delicioso. ¿Sabes qué, Edward? Casi se saborea la cabra.

Se llevó un trozo a la nariz y Edward hizo lo mismo. Pero entonces…

—Richard —dijo lentamente—, hay algo más… y es lo más raro de todo. Hoy me ha pasado una cosa… una cosa de lo más peculiar. Llevo todo el día acercándome quesos a la nariz, y nada. No huelo nada.

Richard soltó un silbido largo y prolongado.

—No me digas. ¿Ni siquiera esta peste a cabra vieja? ¿Cuánto tiempo llevas así? ¿Ha empezado hoy?

—No —contestó Edward—. Si no recuerdo mal, la primera vez que me pasó fue un par de días después de encontrar estos papeles. Y, bueno, me pasa desde entonces. —Su voz se apagó un momento mientras se preguntaba si debía o no debía continuar—. El caso es que… Puede que esto te suene ridículo, pero es casi como si las dos cosas estuvieran unidas. Estos documentos y mi olfato. No puedo remediar sentir que mi nariz intenta advertirme de algo. Solo que no tengo nada claro de qué intenta advertirme.

—¡Qué! —rió Richard—. ¡Vamos, Edward! Ahora sí que tienes la cabeza a pájaros.

—No, Richard. No te rías. Hablo en serio. Es como si estos personajes del pasado (mis antepasados) estuvieran tocándome las narices. Fíjate en este tulumotiri, por ejemplo. Sé que huele a cabra, que apesta incluso, pero ahora mismo no huelo nada.

Richard estaba a punto de reírse, pero un trozo de tulumotiri que se le pegó a la tráquea ahogó su arranque de risa. El susto de ahogarse le devolvió el sentido común.

—Bueno, bueno —dijo muy serio—. No me gusta reconocerlo, pero tienes razón, a fin de cuentas. ¿Recuerdas lo que me dijiste de tu abuelo? George, ¿no? Dijiste que él también se quejaba de que había perdido el olfato.

—Sí, así es —confirmó Edward—. Y lo mismo le pasó a Emmanuel, mi bisabuelo.

Richard bebió unos sorbos más de vino para tragarse los últimos restos del tulumotiri y luego se puso a tamborilear con los dedos sobre el altar.

—Puede que este no sea el mejor momento para decirlo —dijo— o puede que sí. No sé muy bien cómo decirte esto, amigo mío, pero, en fin, hay algo que quería contarte desde hace un par de semanas. Pero no estaba seguro de cómo hacerlo.

Edward lanzó a su amigo una mirada inquisitiva.

—Bueno… el caso es que… si soy completamente sincero, ahora mismo no pareces el mismo. Si no te importa que te lo diga, como amigos de hace tiempo, por supuesto, te estás comportando… ¿cómo podríamos decir?… de manera un poco rara últimamente.

Fue en ese preciso momento, justo cuando Barcley pronunciaba aquellas palabras, cuando se oyó un gruñido estremecedor que parecía proceder de debajo del edificio. Era un sonido fantasmagórico (a Edward le sonó como un cruce entre un suspiro bajo y un bostezo), de registro tan grave que pareció hacer vibrar ligeramente el suelo de piedra.

—¡Santo Dios, Edward! —exclamó Barcley—. ¿Qué demonios ha sido eso?

Edward negó con la cabeza. Había palidecido de pronto y notó que las manos le temblaban incontrolablemente.

—No tengo ni idea —dijo—. Ni idea. Pero me alegro de que estés aquí. Tú eres mi testigo. Es casi como si… como si algo muy por debajo del edificio se estuviera despertando de su sueño.

Se quedaron los dos en completo silencio, esperando a medias oír de nuevo aquel ruido. Pero no fue así. Todo parecía normal en los sótanos medievales de Trencoms.

Pasado un intervalo de varios minutos sin que se repitiera el sonido, ambos empezaron a relajarse.

—No sé —dijo Barcley con un largo suspiro—. A veces creo que el que está chiflado soy yo. Lógica, lógica. Puede que pase demasiado tiempo pensando en la lógica. El problema es, Edward, que lo llevo muy arraigado. Nosotros hemos sido notarios desde que yo tengo uso de razón. Y la lógica lleva en mi familia generaciones.

Para nosotros, uno más uno siempre equivale a dos, mientras que en tu familia, sospecho, a menudo equivalía a tres, a cuatro o hasta a cinco.

Se sentó en una caja de quesos y procuró eliminar la lógica de sus pensamientos.

—Bueno… vamos a pensar en esto largo y tendido. ¿Es posible que una parte de tu cerebro esté despistando a tu nariz? ¿O es tu nariz la que está despistando a tu cerebro? ¿O son los dos? ¿O ninguno? Tenemos que analizarlo desde distintos puntos de vista antes de llegar a alguna conclusión.

—La verdad es —repuso Edward— que ahora mismo no me encuentro muy bien. Verás, desde que hice este descubrimiento… desde que empecé a investigar a mi familia… en fin, no me siento el mismo en absoluto.

Edward llegó a casa bastante más tarde de lo normal. Tenía las mejillas coloradas por el vino que había bebido con Richard Barcley y andaba con un alegre trotecillo. Los días anteriores, el camino a casa desde la estación lo había llenado de ansiedad. Nunca sabía si lo estaban siguiendo, si había alguien vigilándolo. Ahora, por alguna razón desconocida, se sentía de pronto de un inexplicable buen humor. Había vuelto andando desde Streatham Hill con la sensación creciente de que su vida era mucho más estimulante desde hacía un tiempo. Era cierto que le habían ocurrido ciertas cosas extraordinariamente raras. Era cierto, también, que estaba en considerable peligro. Y pese a todo, la vida era infinitamente más emocionante cuando estaba llena de sorpresas.

—Buenas noches, señor Trencom. Vaya, sí que parece usted contento esta noche.

Era la señora Salmon, la del número 36.

—Buenas noches, señora Salmon. Sí, en efecto, estoy muy contento.

Edward la saludó alegremente con la mano y siguió caminando. Casi había llegado a casa y veía ya el rectángulo de luz de la ventana de su cuarto de estar. Ya casi estoy en casa, casi estoy en casa. Veamos, déjame pensar. ¿Le digo a Elizabeth que sé que ha estado hablando con Richard? No, mejor no. Dejemos las cosas como están, al menos de momento.

Edward metió la llave en la cerradura y la giró con energía.

—Hola —dijo Elizabeth—. ¿Eres tú? —Salió de la cocina, le dio un beso en la mejilla izquierda y luego otro en los labios—. ¿Va todo bien? Hacía mucho tiempo que no te veía tan contento.

—Va todo viento en popa —dijo Edward—. Perdona que llegue un poco tarde, pero… —Miró a su mujer de arriba abajo y, al hacerlo, sintió de repente un hormigueo incontrolable en las venas—. No sé muy bien cómo decirte esto, cariño, pero… sugiero que… a no ser que tengas graves razones para oponerte… nos vayamos arriba y en los próximos tres minutos… segundo más, segundo menos… nos metamos en la cama. O mejor aún… sí, ¿por qué no? Aquí mismo… ahora… servirá.

Elizabeth soltó una risilla que contenía más que un asomo de complicidad.

—Dios mío, no sé cómo responder a semejante sugerencia —dijo en un tono de fingida seriedad. Había una faceta del nuevo Edward que le resultaba sumamente excitante—. Pero, bueno, si insiste usted, Don Queso, deme un momento.

—Ni hablar —contestó él—. Solo tengo unos minutos. Verá, señora Trencom, es un caso de extrema urgencia… y no hay tiempo para subir.

Dicho esto, Edward procedió a desabrocharle y quitarle la blusa y la falda: la primera vez en su vida que intentaba desvestir a su esposa. Habría seguido con su ropa interior si le hubiera dado tiempo. Pero Elizabeth le tomó la delantera. Se desabrochó el sujetador, se quitó las bragas y se volvió hacia él completamente desnuda.

—Bueno, ¡feliz Navidad! —dijo.

Edward tragó saliva para sus adentros y también se quitó la ropa. Ni Elizabeth ni él se pararon a pensar que las cortinas estaban descorridas. Ni parecieron preocuparse porque todas las luces estuvieran encendidas. En un santiamén, un animado señor Trencom y una excitada señora Trencom se hallaban presa de los estertores de un enérgico encuentro amoroso en doce asaltos.

—¡Cielo santo! —exclamó la señora Hanson, la del número 47, al otro lado de la calle, que en ese mismo momento miró hacia el cuarto de estar de los Trencom desde su dormitorio en la planta de arriba—. ¿Qué están haciendo?

—Qué suertudo —murmuró el señor Clarkson, el del número 43, que los espiaba desde detrás de las cortinas—. No me importaría estar en su posición.

—Ni a mí —añadió el señor Waller, el del número 39—. Es un hombre muy afortunado, ese señor Trencom.

Y era cierto.