20 de febrero de 1969
Poco después de las siete de la tarde de un día cálido y ventoso, Edward y Elizabeth Trencom salieron de su casa en el número 22 de Sunnyhill Road, en Streatham, y montaron en el taxi que los aguardaba.
—Estás muy… apetitosa… cariño mío —le dijo Edward a su mujer.
Y al decir esto le apretó un poco la mano. Elizabeth, poco acostumbrada todavía a que su marido hiciera abiertas manifestaciones de afecto, se quedó de piedra.
—Y usted, Don Queso, está muy, muy… guapo —dijo, inclinando la cabeza para verlo mejor—. Ah, sí. Dame un abrazo. Me dan ganas de comerte.
Edward y Elizabeth no solían coger taxis porque lo consideraban una extravagancia innecesaria. Pero esa noche fue una excepción a la regla. Iban camino de la cena anual de la Honorable Compañía de Entendidos del Queso y el taxi era gratis para los setenta «entendidos».
—Una de las ventajas del oficio —le dijo Edward al conductor alegremente—. Nunca hay que rechazar una invitación amable.
La cena anual era el plato fuerte de la temporada quesera. Se esperaba que asistieran los fabricantes y distribuidores de quesos más prestigiosos del país, además de un puñado del continente. A Edward, como presidente vitalicio y maestro de ceremonias, le correspondía abrir oficialmente el banquete. También había aceptado dar el discurso final al acabar el plato de quesos.
Había dos motivos por los que siempre esperaba con impaciencia este evento. Primero, porque le permitía comprobar (delante de los allí reunidos) que tenía la mejor nariz de Gran Bretaña. Era además una oportunidad para recibir los cumplidos de algunos de los mejores productores de quesos del país, cumplidos que él aceptaba con elegancia y gratitud.
—Y mi gratitud es sincera —le dijo a Elizabeth mientras avanzaban por la calle Borough High—. Lo es de verdad.
Y lo era, en efecto. Edward se tomaba muy a pecho su papel de principal entendido en quesos de Gran Bretaña y le encantaba que los diversos maestros del queso reconocieran su talento.
Pero había otra razón por la que Edward se enorgullecía de sus cumplidos. No era hombre vengativo, ni gozaba viendo sufrir al prójimo. Pero siempre sentía un estremecimiento de placer cuando la asamblea lo reelegía Comerciante del Año. Desde hacía once años, había un pretendiente al trono, un tal Henri-Roland d’Autun, propietario de la tienda de quesos D’Autun en la calle Saint James, en Piccadilly. D’Autun estaba siempre celoso por verse relegado al segundo puesto (aunque se esforzaba por disimularlo) y ello procuraba a Edward cada año un leve soplo de satisfacción.
—Buenas noches, señor Trencom —dijo el portero del histórico Salón del Queso, ese imponente refectorio jacobino situado cerca del Ayuntamiento, en la City de Londres—. Y usted debe de ser la señora Trencom. Muy buenas noches, señora.
—Buenas noches, buenas noches —dijo Edward, dirigiéndose al mismo tiempo al portero y a un grupo de caras conocidas que había en el vestíbulo revestido de paneles. Le hizo un gesto cordial al señor Gresham, de la granja Colsham, fabricante de un colsham blue excepcional. Estrechó la mano de John y Mary Walstone, productores del ribblesdale original. Y luego se volvió y vio a…
—Ah, Henri-Roland. Buenas noches. ¿Qué tal va el negocio?
Al ver al maître D’Autun, Edward Trencom sintió un inexplicable destello de mala conciencia. Era casi como si se avergonzara de estar en la misma habitación que él; como si se avergonzara no por sí mismo, sino porque, siendo un espíritu sensible, sabía que su presencia amargaría la velada al francés. A pesar de todo, dedicó a su rival una sonrisa conciliatoria y lo saludó con todo el buen humor del que fue capaz.
Su jovialidad avergonzada no fue correspondida por Henri-Roland D’Autun, para quien Edward Trencom era un moho antiestético en la superficie de un chèvre por lo demás impecable.
—Bonne soirée, monsieur —dijo, cortante, hablando con un acento provenzal tan fuerte que casi podían olerse los campos de lavanda púrpura—. Tengo entendido que ha tenido… ¿cómo deciglo?… muchos pgoblemas récemment.
—¿Problemas? —contestó el señor Trencom algo perplejo—. ¿Y qué problemas son esos?
—Ah —dijo Henri-Roland, sintiéndose a su vez avergonzado. De pronto se dio cuenta de que estaba a punto de mostrarse innecesariamente grosero—. Bueno… non. Pog favog, discúlpeme. He oído que tenía pgoblemas con el suministgo de hors d’oevreing. —Hizo otra pausa antes de añadir—: Ya sabe, si alguna vez podemos… ayudag… pog favog, no dude en guecuguig a nuestgos segvicios. Como dicen ustedes en Inglatega, un pgoblema compagtido es un pgoblema duplicado.
—Dividido —puntualizó Edward—. Un problema compartido es un problema dividido.
—Ah —dijo Henri—. Bueno, sí… dividido. Pero, señor Trencom, no enoje a otgo y se hiega en el ojo.
—Qué hombre tan desagradable —suspiró Elizabeth cuando Edward y ella se alejaron—. No cambia, ¿verdad? Bueno, vamos al salón. Mira, sir George nos está llamando.
La señora Trencom empujó la puerta acristalada y entró en el Salón del Queso seguida de cerca por su marido.
La primera cosa en la que se fijaba uno era en el magnífico artesonado, que databa de tiempos de la fundación del palacete. Medía más de sesenta metros y sus gruesos artesones de roble labrado estaban adornados con los quesos más famosos del país. Aunque el techado databa de época jacobina, la mayoría de los artesones eran más recientes (Victorianos). En un extremo del salón, sobre una tarima elevada, se hallaba el tablero que (esa noche en particular) estaba cargado de quesos para su degustación. Las demás mesas estaban dispuestas en tres filas a lo largo del salón. El centro de cada mesa lo ocupaba una gran bandeja de quesos procedentes de todo el mundo, muchos de los cuales los había suministrado Trencoms para la cena de esa noche.
—¿Notas el olor del tulumotiri? —susurró Edward conteniendo la risa—. Ha invadido por completo el salón. —Olfateó el aire y luego arrugó la nariz a su manera peculiar—. ¿Sabes una cosa, Elizabeth? Me he dicho a mí mismo antes de salir de casa que el tulumotiri sería el primer queso que olería al llegar. Huele tanto a cabras, es tan penetrante, que no puedo creer que no lo hubiera descubierto hasta el mes pasado.
Edward no fue el único que habló del tulumotiri.
—Santo Dios, Trencom —dijo sir George al darle un vigoroso apretón de manos—. ¿De dónde demonios ha sacado esa cosa? Para serle franco, Trencom, en fin, apesta.
—No estoy seguro de que deba clasificarse como queso —dijo con una risita Christopher Grey, al que todo el mundo conocía por ser el fabricante de un excelente queso de cabra de Lincolnshire—. Es más cabra que queso. Sí, una cabra quesada.
Edward sonrió y levantó las manos como si reconociera su derrota.
—Debo admitir —dijo— que sabe y huele a cabra. Elizabeth me ha prohibido que lo lleve a casa. Pero a algunos de nuestros clientes les encanta. Sobre todo a los griegos. ¿Alguna vez han ido al restaurante Artemis, cerca de la estación de Paddington? Pues se llevan tres pellejos todas las semanas. Dicen que se ha convertido en uno de sus quesos más populares.
El salón iba llenándose de ruido a medida que llegaban vendedores y fabricantes de quesos. Elizabeth se sorprendió al ver al señor George entrar en el salón.
—Nunca antes había venido —le susurró a su marido—. ¿Cómo es que le han invitado?
—Fui yo. —Edward sonrió—. Pensé que ya iba siendo hora. Después de todo, ahora es mi mano derecha.
Edward no notó que su mujer fruncía el ceño, pues estaba muy ocupado saludando a amigos y conocidos.
—Buenas noches, señora Bassett. Su ardrahan se está vendiendo como churros. Hola, Brian. Tenemos que encargarte más toolhea.
Ah, mira, ahí está Heinrich Trautwein. Buenas noches, herr Trautwein, me alegra volver a verlo. Sí, sí, se está vendiendo bien, desde luego que sí.
Mientras charlaba de esta manera, su mirada se vio atraída por un rostro que reconoció vagamente al otro lado del salón. Pertenecía a un individuo enjuto y moreno que parecía proceder (a ojos de Edward) de algún lugar del sur de Europa. ¿De España? ¿De Yugoslavia? ¿De Grecia? Sostenía un gran trozo de tulumotiri entre el índice y el pulgar y estaba examinando cuidadosamente la textura del queso.
—¿Quién es ése? —le preguntó Edward a Elizabeth—. ¿Ese hombre de ahí? Estoy seguro de conocerlo.
—No tengo ni idea —respondió ella—. ¿Vamos a averiguarlo?
—Tú quédate aquí un minuto —dijo Edward—. Ve a charlar con la señora Bassett. Yo vuelvo enseguida.
Y mientras decía esto Edward se llevó la mayor sorpresa de su vida.
¡Dios mío!, exclamó para sus adentros. Es él. Es él. Es el hombre del grupo de turistas.
Edward cruzó velozmente el salón, olvidando saludar a muchas caras conocidas en su prisa por hablar con aquel hombre.
—Nos conocemos —dijo jadeante al acercarse al desconocido—. Soy Edward Trencom, de Trencoms.
—Sí, sí. Sé perfectamente quién es —dijo el hombre misterioso—. En realidad es usted la única razón por la que estoy aquí. Debo disculparme por no haber vuelto a la tienda, como le prometí. Pero asuntos urgentes me reclamaron en Grecia.
—¿Y quién es usted, si puedo preguntárselo? —dijo Edward con aire ansioso—. He estado loco por averiguarlo desde que estuvo en Trencoms.
—Papadrianos, Andreas Papadrianos, de Salónica. Estaba admirando su tulumotiri. Es extraordinariamente bueno.
Edward se puso tan contento por haber encontrado a alguien que sabía apreciar su tulumotiri que olvidó por un momento que al fin se hallaba cara a cara con uno de los dos hombres que habían ocupado su imaginación cada hora de vigilia de las últimas dos semanas.
—Es usted la primera persona que me lo dice esta noche —dijo—. Aunque a los griegos de Londres les gusta mucho. Quizá conozca usted el restaurante Artemis. Se llevan varios pellejos cada semana…
Se detuvo en plena frase al recordar con quién estaba hablando.
—Pero ¿quién es usted? —dijo—. ¿Y qué demonios quería decir con esos comentarios tan misteriosos? ¿Y por qué estoy en peligro? Me están vigilando, sí, en efecto, y es el mismo hombre contra el que usted me advirtió. Y alguien ha entrado en mi tienda. Lograron entrar en plena noche. Pero ¿por qué?
—Pero no encontraron lo que buscaban —dijo el señor Papadrianos con una sonrisa sagaz—. Porque ya no está en su poder. No. Nos lo entregaron hace más de un cuarto de siglo.
—¿Y qué era? ¿Y por qué? ¿Y quiénes son ustedes?
El señor Papadrianos levantó la mano para impedir que Edward siguiera preguntando.
—Escuche —dijo—. Hay muchas cosas que debe usted saber. Y, créame, entiendo que tenga tantas preguntas y que quiera respuestas. Pero debe tener un poco más de paciencia. Le prometo que muy pronto sabrá todo lo que necesita saber. Confiamos en que nuestros planes estén listos dentro de un par de meses, quizá menos. Pero ahora mismo no puedo responder a sus preguntas. Si lo hiciera, su vida correría mayor peligro aún.
—Pero ya estoy en peligro —balbució Edward, ansioso por sonsacarle alguna información—. Ya se lo he dicho: me siguen a todas partes, y me vigilan.
—Sí, en efecto —contestó el señor Papadrianos—. Así es. Pero no va a ocurrirle nada todavía. De eso estoy seguro. Simplemente lo están vigilando. Intentan averiguar lo que sabe. Y por esa razón precisamente es mejor que no sepa nada…, al menos de momento.
Edward soltó un suspiro exasperado.
—Al menos dígame una cosa —dijo—. ¿Quién es ese hombre que me persigue a todas horas? En la tienda, en casa… ¿Le dice algo el nombre de Makarezos?
El señor Papadrianos dio un respingo involuntario al oír aquel nombre.
—¿Cómo sabe cómo se llama? —preguntó—. ¿Quién se lo ha dicho?
Edward le explicó que había seguido a aquel sujeto hasta la calle Queen, usando su nariz para orientarse por la ciudad.
—¡Su nariz! ¡Claro! —dijo el señor Papadrianos—. No habrán pensado en eso. Lo mismo que pasó con su padre.
—¡Mi padre! —exclamó Edward.
—Y su abuelo. Es su nariz la que nos salvará a todos —dijo el señor Papadrianos—. Puede que no se lo hayan dicho nunca, pero tiene usted la mejor nariz desde hace generaciones.
Edward volvió a suspirar. Estaba tan irritado que tenía la sensación de que iba a explotar.
—Escúcheme —dijo el señor Papadrianos—. Dentro de poco irá usted a Grecia. Le prepararemos el viaje hasta el último detalle. Estaremos en contacto para hablar de las fechas exactas y del lugar donde irán a su encuentro. Entonces, y solo entonces, lo sabrá usted todo. Le prometo que todo le será revelado. Pero hasta ese momento no debe hacer nada. Cuídese. Compórtese lo más normalmente que pueda en circunstancias tan difíciles. Y… permítame un consejo. Deje de indagar en su historia familiar. No le hará ningún bien. Le contarán todo lo que necesita saber cuando vaya a Grecia.
—¿Voy a ir a Grecia? —repitió Edward, pasmado.
Sus palabras iban a su aire, completamente separadas de su mente y sus ideas, y las respuestas del señor Papadrianos solo servían para confundirlo aún más. Hasta entonces, le había molestado que le ocultara información y había sentido cómo le palpitaba la sangre por todo el cuerpo. Pero ahora, súbitamente, palideció. Se quedó tan blanco, en efecto, que Elizabeth, que lo miró desde el otro lado del salón, se preocupó de repente.
—Discúlpeme un momento —le dijo a la señora Bassett mientras echaba a andar hacia su marido—. Enseguida vuelvo.
Durante el tiempo que tardó en llegar hasta él, Edward experimentó una gama completa de extrañas sensaciones. Se sintió extrañamente acalorado, como si un torrente de líquido caliente brotara desde abajo y se filtrara a través de su cuerpo. Luego se sintió extraordinariamente frío, tan frío que se le puso la piel de gallina en los brazos y las mejillas. Notó que se le secaba la boca y a continuación se sintió aturdido y extrañamente amodorrado. Se notó mareado y luego, de pronto, tuvo hambre. Se sintió separado de su entorno, completamente ajeno al salón y a la gente. Oía el parloteo incesante (las voces y las conversaciones), pero era todo un guirigay confuso. Era como si no estuviera allí; como si no estuviera en el salón. Era como si estuviera observándolo todo desde algún lugar fuera de su cuerpo.
Y entonces, cuando se echaba mano instintivamente a la nariz y sentía su bulto característico, todas aquellas sensaciones desaparecieron de golpe y porrazo. Allí estaba, de vuelta en el Salón del Queso, la tarde noche del 20 de febrero de 1969, el señor Edward Trencom de Trencoms, Londres, de pie junto a un tal señor Papadrianos al que se disponía a presentar a su mujer.
—Elizabeth —dijo—, te presento al señor Papadrianos. Es de…
—Salónica —dijo el señor Papadrianos.
—Ah —dijo Elizabeth, que miraba a Edward con preocupación—. ¿Te encuentras bien, Edward? Te has quedado blanco como un fantasma.
—Le estaba hablando a su marido de la situación que vive Grecia —dijo el señor Papadrianos—. Y eso basta para hacer palidecer a cualquiera.
—Ah —contestó Elizabeth, que no tenía ni idea de cuál era la situación de Grecia—. Sí, he oído que las cosas van mal. Bueno, si nos disculpa —dijo con firmeza—, voy a tener que reclamar a mi marido un rato. Hay unas personas importantes a las que tiene que conocer.
Puso más énfasis en la palabra «importante» del que era estrictamente necesario, pues dio la clara impresión de que creía que el señor Papadrianos no lo era tanto. Y eso era exactamente lo que pretendía. Porque aunque la señora Trencom parecía tímida y a menudo bastante reservada, tenía una rara habilidad para dejar claro lo que pensaba.
Llevó a Edward a ver a Gregory Wareham, vicepresidente de la Honorable Compañía de Entendidos del Queso, que saludó a su viejo amigo con un caluroso apretón de manos y a Elizabeth con un beso casi demasiado confianzudo en la mejilla.
—Edward, viejo amigo —dijo—. ¿Se puede saber qué demonios has traído esta vez? Huele a cabra vieja.
—Bueno, y es cabra vieja, en cierto modo —contestó Edward—. Tulumotiri. Los mejores vienen de una península de Grecia, el monte Athos. Te aseguro que es muy popular entre los griegos.
—Pues a mí me va todo lo griego —dijo Gregory, y respondió a su propio chiste con una panzada de risas antes de añadir—: De todos modos, creo que ya es hora de inaugurar el acto. ¿Empezamos con la degustación?
—Sí, sí —contestó Edward, y subiéndose a una silla pidió silencio en la sala para anunciar el acontecimiento. Al hacerlo, notó que el señor Papadrianos se escabullía discretamente por la puerta.
Los quesos que había para degustar eran todos quesos de cabra del valle del Loira. Para cada reunión de la Honorable Compañía de Entendidos del Queso se elegía un país y una región distintos y cinco o seis quesos representativos de esa zona se preparaban para su degustación. Aquella iba a ser una de las competiciones más reñidas desde hacía años, dado que los quesos elegidos eran extremadamente parecidos en color, textura y sabor. Cinco miembros de la Compañía se habían ofrecido a tomar parte en la degustación a ciegas, confiando en que sus narices y papilas gustativas no les defraudaran.
Edward siempre había sido el primero entre iguales en tales concursos. Había participado en todos ellos en los últimos diecisiete años y nunca había fallado en identificar un queso. Pisándole los talones iba el maître D’Autun, cuyo talento casi rivalizaba con el de Edward. Varias veces, sin embargo, Henri-Roland había cometido errores estúpidos que le habían costado la ocasión de compartir el premio con Edward. Este año se sentía íntimamente muy seguro de sí mismo. Se conocía al dedillo los quesos del Loira y tenía grandes esperanzas de robarle el premio a su rival delante de sus narices, por así decirlo.
Edward estaba extrañamente preocupado por la degustación de ese año y le había confiado sus temores a Elizabeth.
—Tres veces, cariño, me ha fallado la nariz esta semana —le susurró—. Tres veces he perdido el olfato. ¿Qué hago si me pasa otra vez esta noche precisamente?
—Pero de momento estás bien —le dijo Elizabeth en tono tranquilizador—, ¿no?
Edward se quedó callado un momento antes de mirar a su mujer.
—Bueno… sí y no —reconoció con nerviosismo—. Debo confesar que, en fin, hace un minuto o dos perdí por completo el olfato. Ya ha vuelto, pero…
—No va a pasar nada —dijo Elizabeth, aprovechando la breve pausa—. Son los nervios y la preocupación, que te están afectando. Piensa en tus éxitos de otros años. Este año volverás a conseguirlo.
Pero, mientras decía esto, se dio cuenta de pronto de que Edward (su Edward) quizá no estuviera bien.
Los concursantes subieron y se acercaron a la mesa de la tarima, donde un fino paño de muselina cubría los quesos. Se había colocado un biombo para que todo el público del salón viera los quesos, menos quienes participaban en la degustación. Cuando los concursantes estuvieron listos y en fila, Gregory Wareham dio unos golpecitos en la mesa para llamar la atención del público. Luego, cuando se hizo el silencio en la sala, dio un breve discurso en el que anunció, entre otras cosas, que los seis quesos procedían del Loira.
—Y esa es la única pista que voy a dar —concluyó antes de retirar el paño de muselina para que el público viera lo que iba a degustarse.
Se oyó un murmullo en la sala mientras los fabricantes y entendidos intentaban identificar los ejemplares. Cuando el ruido se hizo más fuerte, Gregory pidió completo silencio, no fuera a ser que los concursantes oyeran los nombres que se cuchicheaban.
—Ahora voy a presentar a nuestros conejillos de Indias el primer queso —declaró mientras cortaba el pouligny-saint-pierre en cinco partes iguales. El primer trozo se lo dio a Edward, el segundo a Henri-Roland y así sucesivamente, hasta que todos los concursantes tuvieron el suyo.
—Ahora, permítanme recordarles las reglas —dijo el vicepresidente—. Nada de consultas, ni de discusiones. Cuando crean tener la respuesta, escríbanla. Al final de la degustación, cuando hayan probado todos los quesos, recogeremos los papeles y anunciaremos los resultados. ¿Alguna pregunta? Sí, monsieur… perdón, maître D’Autun.
Henri-Roland deseaba objetar algo.
—Oui. Es muy difícil oleg nada… nada en absoluto… estando la sala impregné de fuiu…
—… motiri —dijo Edward.
—Oui, merci, lo único que se huele es el tulumotigui. Y cada vez espeog. Tienen ustedes un dicho para esto. Cuanto más lo guemueves, más se pega.
—Bueno, me temo que no podemos hacer gran cosa al respecto —contestó Gregory—, excepto, quizá, agradecer al señor Trencom que nos haya presentado un queso que, bueno… —hizo una pausa para sonreír—… apesta a cabra vieja.
Mientras decía esto, Edward se sintió de pronto presa del pánico. Inhaló lentamente por la nariz para comprobar si, en efecto, el olor del tulumotiri dominaba la sala. Y al hacerlo se dio cuenta de que no olía absolutamente nada. Era tan extraño: unos instantes antes, podía identificar más de veinte variedades distintas de queso en la habitación, por encima del cóctel general de olores. Y ahora… nada.
—Ahora, señoras y señores, el primer queso.
Los cinco concursantes se llevaron el queso a la nariz después de examinar su textura y color. Casi todos los invitados sabían ya que era pouligny-saint-pierre, porque habían visto su característica forma cónica y su moho azul y anaranjado. Pero el moho había sido retirado antes de dar el queso a los concursantes, que solo tenían sus entrañas densas y cremosas para identificarlo.
Edward se acercó el queso a la nariz y aspiró. Ay, por favor, por favor, se dijo, que haya algo. Pero su deseo no le fue concedido. Cuando el aire llenó sus orificios y penetró en la cavidad nasal, se dio cuenta de que no olía absolutamente nada.
El maître D’Autun no tenía las facultades tan mermadas. Olfateó el queso y al instante reconoció el olor dulce de la paja y el aroma acre de las cabras.
Infiniment plus distingué que le tulumotiri, rezongó para sus adentros. Ah, oui, el moho característico, el equilibrio exquisito de sal y dulzura. Ah, la belle France…
—Bueno… alors… es obvio —le dijo a Edward con una sonrisa confiada—. Al ágbol se lo conoce por su fguto, n’est-ce pas?
—Claro… claro —dijo Edward, que estaba improvisando.
¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? Vio a Elizabeth por el rabillo del ojo. Ella lo miraba ansiosamente, consciente de que su nariz era incapaz de identificar el queso.
Esto va a ser un desastre, pensaba ella. Si no puede identificar el queso, ¿en qué lugar va a quedar Trencoms?
Ypor primera vez en su vida, vislumbró la posibilidad de que Edward perdiera su corona como autoridad indiscutible en el mundo de los grandes quesos.
Mientras los otros cuatro concursantes cogían sus cuadernos y anotaban las palabras «pouligny-saint-pierre», Edward se preguntaba qué podía hacer. Quizá pueda identificarlo por el paladar, pensó. Es muy blanco, suave, parece un chabichou… pero… no. Se detuvo un momento. Aquello era absurdo. Podía ser uno entre más de dos docenas de quesos de cabra del Loira. Y luego, de pronto, se le ocurrió una idea brillante. Cuando los otros concursantes dejaron sus cuadernos, Edward cogió el suyo y anotó algo junto a la primera casilla. Elizabeth miró a su marido y dejó escapar un suspiro de alivio. Gracias al cielo, pensó, ha conseguido identificarlo.
El segundo queso, un chavignol, planteó más dificultades a los concursantes. Había estado curándose más de cuatro meses, hasta el punto de que casi se le desmigajaba la panza y se parecía a muchos otros quesos de las zonas altas del Loira. Henri-Roland fue el primero en escribir en su cuaderno. El siguiente fue el señor Charles Storeford, de Storefords, Lancashire, seguido por lady Anshelm de Durham, fabricante del famoso durham weald. Edward confiaba en que su nariz volviera a la normalidad después de su momentánea pérdida de olfato, pero se dio cuenta de que no iba a ser así: era incapaz de oler nada. Despojado de su sentido del gusto, se metió el trozo de queso en la boca y lo masticó y le dio vueltas en la lengua. Luego, echando mano a su cuaderno y con un premeditado alarde de confianza, escribió una sola palabra junto a la casilla número dos.
Yasí siguió el acto hasta que se hubieron consumido todos los quesos. El maître D’Autun se sonreía: estaba convaincu de que los tenía todos bien, a pesar del tulumotiri. Los otros concursantes no las tenían todas consigo. Lady Anshelm había dudado en los quesos cuarto y quinto, mientras que Paul Austin (de la Compañía Quesera Dorset) se declaraba completamente desconcertado por el último queso.
—Bueno —le dijo Henri-Roland a Edward—, ¿qué tal cree que le ha ido? ¿Ha sido pan comido?
—Queso comido —bromeó Edward, que cerró su cuaderno y cruzó los brazos—. Este año era demasiado fácil, ¿no cree? Hasta Elizabeth los habría identificado.
Gregory Wareham anunció que el concurso había tocado a su fin y pidió a los cinco participantes que le entregaran sus cuadernos.
—Ahora habrá una breve pausa —anunció ante la sala—, mientras examinamos los resultados. Así que, por favor, tengan un poquito más de paciencia con nosotros.
Mientras los tres jueces revisaban las hojas, Elizabeth le hizo una seña a Edward desde el otro lado de la sala y preguntó sin emitir sonido:
—¿Qué tal lo has hecho?
Edward sonrió y respondió del mismo modo:
—Bien… bien.
Elizabeth soltó un gran suspiro de alivio.
Menos mal, se dijo. Lo ha conseguido, después de todo. Solo espero y rezo por que los tenga bien.
El jurado tardó más de lo previsto en revisar las respuestas. En cierto momento, llamaron a Gregory y todos los presentes en la sala pensaron que le estaban pidiendo consejo. El público guardó silencio al hacerse evidente que los jueces estaban perplejos por algo escrito en uno de los cuadernos.
Los jueces hablaron entre sí en voz baja y luego Gregory dijo algo que les hizo reír a todos. Aunque dos de ellos lo miraron extrañados, como si le preguntaran si estaba de veras seguro de su decisión, por fin todos estuvieron de acuerdo en lo que debía hacerse.
—Silencio… silencio —dijo Gregory Wareham alzando la voz tras más de cinco minutos de discusión—. Ruego silencio para anunciar los resultados.
El silencio se extendió poco a poco por la sala hasta que incluso el ruidoso grupito del rincón se dio cuenta de que era hora de callarse.
—Gracias. Bueno, como pueden imaginar, era un concurso muy difícil. Todos los quesos elegidos eran de leche de cabra y todos procedían del valle del Loira. Sí… no era un concurso fácil. Bien, permítanme decirles qué quesos eran, en el orden en el que han sido degustados. Primero, pouligny-saint-pierre; segundo, chavignol; tercero, sainte-maure de touraine; cuarto, chabichou; quinto, selles-sur-cher; y, por último, un valençay particularmente bueno.
Mientras iba nombrando los quesos, Henri-Roland cerró el puño en el bolsillo. Oui… oui… oui, se decía, marcándolos uno a uno de memoria. Todos correctos. Muchos granos de arena hacen una montaña. Lanzó una ojeada a los demás concursantes. Lady Anshelm y Charles Storeford sacudían la cabeza. Y también Paul Austin. ¿Y Edward?
Henri-Roland se volvió hacia su rival y vio con fastidio que estaba sonriendo.
—¿Los ha acegtado? —preguntó—. ¿Todos?
—Sí, en cierto modo —dijo Edward, que no pudo evitar soltar una risilla.
—Bueno —dijo Gregory Wareham—. Este año nos enfrentamos a una situación de lo más extraña. —Hizo una pausa y empezó a sonreír—. Una situación que ha puesto a nuestro jurado en un brete. Si hubiera un premio para las respuestas correctas y otro para las respuestas más caprichosas, no habría ningún problema. Pero, ay, no lo hay. Así que, señoras y señores, después de muchas deliberaciones, hemos decidido conceder el premio de este año conjuntamente a monsieur Henri-Roland d Autun, que ha identificado correctamente cada uno de los seis quesos, y al señor Edward Trencom de Trencoms, que ha… ¿cómo diría?… nos ha hecho reír un rato.
Cien o más rostros expectantes miraron primero a Gregory Wareham y luego a Edward Trencom.
—Sí, sí. Porque, si hubiera que creer al señor Trencom, todos y cada uno de estos quesos del valle del Loira, que tienen su sabor y características peculiares, reciben el nombre de… tulumotiri.
Cuando pronunció esta palabra, el publicó rompió a reír.
—Maravilloso… brillante —le dijo sir George a Elizabeth—. Me alegra ver que su marido no ha perdido el sentido del humor.
—Bueno, siempre hemos sabido que es un guasón —le dijo Charles Storeford a lady Anshelm—. Imagino que los ha reconocido todos inmediatamente.
Edward miró la multitud de caras de la sala y también empezó a reírse. Y, mientras la risa contraía su cara, todo el mundo empezó a aplaudir.
—Bueno, creo —dijo Gregory Wareham mientras hacía señas para que se hiciera el silencio en la sala—, que esto es un intento vergonzoso de promocionar un queso nuevo. Pero debo reconocer que el señor Trencom ha armado un buen revuelo esta noche en nuestra pequeña reunión. No creo que muchos de nosotros se olviden del tulumotiri así como así. Bien, si puedo pedirle a él y a monsieur… perdón, al maître D’Autun que se adelanten, les entregaré conjuntamente el premio, que es…
—¡Un cuchillo de queso! —gritó alguien en la sala.
—Un cuchillo de queso, en efecto —repitió Gregory Wareham antes de añadir—: Empiezo a pensar que algunos de ustedes se están familiarizando demasiado con esta reunión.
Cuando Edward y Henri-Roland se adelantaron, el francés susurró algo al oído de su rival.
—En mi humilde opinión —dijo—, no conocía usted esos quesos. No estoy segugo de que pueda identificag ninguno de ellos.
Edward se llevó el dedo a la nariz y dio unos golpecitos en la cúpula del puente.
—Una reina entre las narices —dijo en voz baja—. Sí, una verdadera reina entre las narices.