14 de febrero de 1969
Edward supo que pasaba algo raro antes incluso de meter la llave en la puerta de Trencoms. Había un olor extraño en el aire: un olor que no reconocía. Olisqueó el aire: una, dos, tres veces. Qué raro, se dijo. Es tabaco, sí. No hay duda. Pero no es el mismo tabaco balcánico. Ni tampoco… sniff, sniff… es inglés.
El olor era tan leve y difícil de detectar que Edward dedujo que, quienquiera que hubiera estado fumando, se había marchado hacía al menos cuatro horas. Y eso significa, pensó, que estuvieron aquí de madrugada.
Abrió la puerta, entró en la tienda y encendió los ventiladores. Al inhalar su primera bocanada de aire mohoso de la mañana, se llevó el susto de su vida. Ese mismo olor (aquel tabaco extranjero) podía detectarse dentro de la tienda. Y eso solamente podía significar una cosa. Alguien había entrado en Trencoms durante la noche.
Edward se alarmó; se alarmó tanto que notó que su sangre empezaba a solidificarse. Salió rápidamente y examinó la cerradura de la puerta. No mostraba signos de haber sido manipulada, y la puerta no estaba forzada. Entró de nuevo en la tienda y la inspeccionó cuidadosamente. Aparte de dos couhé-verac, que se habían despojado de sus envoltorios de hojas de castaño, todo estaba exactamente como lo había dejado la víspera.
La bodega, pensó enseguida. Tiene que ser la bodega
Corrió a la parte de atrás de la tienda y bajó por la escalerilla lo más rápido que pudo. Sniff, sniff. Allí estaba otra vez. Ese mismo olor a cigarrillos, más leve que arriba, pero fácil de detectar para el sensible olfato de Edward Trencom.
Siguió el rastro del olor a través de Normandía y Borgoña, hasta que se descubrió aproximándose a los quesos del Macizo Central. Husmeó de nuevo y enseguida se dio cuenta de adonde lo llevaba aquel olor.
—¡Claro! —murmuró—. El altar. Debería haberlo imaginado.
Edward había vuelto a ordenar el gran montón de papeles familiares poco antes de marcharse la tarde anterior. Como era muy maniático, había colocado los papeles en pulcros montoncillos y se había asegurado de que estaban ordenados cronológicamente. A simple vista, parecían estar igual que los había dejado. Pero cuando los examinó más de cerca, notó que uno de los montones (el de Humphrey) estaba descolocado. Aunque no faltaban ni libros ni papeles, no estaban en el mismo orden en que los había dejado.
Alguien, pensó, ha bajado al sótano. Y ha estado revolviendo estos papeles.
Y así era. Y sin embargo, a ojos de Edward, no parecían haberse llevado nada.
Los temores de Elizabeth a que Edward hubiera abandonado su monumental Historia del queso demostraron ser infundados. Justamente dos días después de su extraño encuentro entre las sábanas, Edward anunció su decisión de retomar la redacción de su libro.
—El señor George lo ha revisado con lupa —dijo—. Ha hecho un trabajo impecable.
—¿De verdad se lo diste al señor George? —preguntó Elizabeth—. Creía que era una broma.
—Quería una segunda opinión. El señor George lee mucho, ¿sabes? Y el libro le ha encantado. Opina que hay que cambiar muy pocas cosas. Un último empujoncito y estará acabado.
—Bueno, ¿y qué te decía yo, amor mío? —contestó Elizabeth mientras empezaba a sonreírse para sus adentros—. A mí no me hacías caso. Si es tan bien recibido como tu Enciclopedia (y se vende tan bien), sugiero que nos tomemos unas vacaciones de verdad. Necesitas un descanso. Últimamente has tenido mucho estrés. Los dos lo hemos tenido, y eso no es bueno. Mira lo que les pasó a los Patterson. Fíjate en cómo acabaron. Él se marchó a Ciudad del Cabo en busca de vete tú a saber qué, y ella está hecha polvo. La última vez que la vi me dijo que Desmond estaba viviendo con una muchacha zulú.
—Bueno, es que estar casado con Sally Patterson…
—¡Edward! —exclamó Elizabeth—. Ni lo pienses.
Elizabeth estaba encantada con el cambio de humor de Edward, pues estaba segura de que auguraba el fin de su extraña conducta. Ahora por fin podremos volver a la normalidad, se decía. Pero mientras formulaba esta idea, se descubrió añadiéndole mentalmente un pequeño apéndice. Aunque la verdad es que no me importaría nada que se repitiera lo que pasó la otra noche.
Lo que Elizabeth no sabía era que Edward había decidido abandonar casi todo lo que ya había escrito (unos cinco o seis años de trabajo) y embarcarse en una historia de la familia Trencom. La historia contaría el ascenso inexorable de los Trencom desde tiempos de Humphrey Trencom, fundador de la tienda, hasta la actualidad.
Dinastía, se dijo Edward en tono triunfal. Así debería llamarla. A los americanos les encantará. Siempre he pensado que el queso era el principio y el fin de todo. Pero mi familia es mucho más interesante.
Había barajado la idea de estructurar el libro en estricto orden cronológico, empezando con Humphrey y acabando consigo mismo. Pero cuanto más revisaba los papeles familiares, más se convencía de que aquel no era el modo de abordar el tema.
Claro que no. ¿Por qué no me habré dado cuenta antes? Hay que escribirlo hacia atrás, como si fuera un árbol familiar. Tiene que empezar conmigo y acabar con Humphrey Trencom. De ese modo, puedo hacer que el lector se remonte en el tiempo.
Aquella idea le sugirió un título distinto.
¿Qué tal La flecha del tiempo?, reflexionó. La flecha del tiempo. La flecha del tiempo. Pero no: sonaba demasiado a una de esas espantosas novelas de Kingsley Amis. Dinastía era mejor.
A fin de cuentas, se dijo, ya tengo tres muertes misteriosas en las primeras tres generaciones. Y no me sorprendería nada toparme con más esqueletos por el camino.
Lo que más le había sorprendido durante sus pesquisas era que, de las cuatro generaciones que ya había investigado, tres habían abandonado la tienda en algún momento de su vida profesional. Y a él nunca se lo habían dicho. Qué raro que el tío Harry no lo mencionara nunca. Qué raro que nunca me contara nada.
Empezaba a darse cuenta de que su tío le había ocultado también muchas otras cosas: cosas que tenían una influencia directa en su propia vida.
El tío Harry tenía que saber todas las respuestas. Tenía que saberlas. ¿Pudo ser él, incluso, quien escondió los papeles en la bodega?
Cuanto más pensaba en los documentos que había examinado, más le exasperaban las lagunas de sus conocimientos. Ya no le reportaban ningún placer, más bien lo dejaban con la inquietante sensación de que alguien intentaba deliberadamente ocultarle algo. Su padre, su abuelo y su tatarabuelo se habían ido al extranjero en busca de alguna meta desconocida, dejando Trencoms en manos de un hermano menor, un sobrino o un primo. ¿Y cuál era esa meta? Se puso a tamborilear con los dedos sobre su mesa. Bien, parece que les costó la vida (a todos y cada uno de ellos) y que exigía que fueran a Grecia o a Turquía.
La única excepción a la norma era su bisabuelo, Emmanuel Trencom, que no había viajado al extranjero (al menos en vida). Edward se había consolado en parte pensando que al menos uno de sus ancestros había logrado superar la obsesión de la familia. Y ahora resultaba que había muerto (asesinado) en el sótano de la tienda. Y eso era algo que tampoco le habían dicho nunca.
—¿Y por qué demonios se llevaron su cuerpo a Grecia? —se preguntó en voz alta—. ¿Por qué no lo enterraron en Londres?
Había otra cosa curiosa que Edward había descubierto en el curso de sus investigaciones. Poco antes de que sus antepasados abandonaran Inglaterra, la estructura de la tienda había sufrido algún tipo de percance. En un par de ocasiones, el percance había sido tan serio que podría haber asestado a Trencoms un golpe fatal de no ser por la rápida intervención de albañiles e ingenieros. En el caso de su padre, el techo de una de las capillas laterales (la que albergaba todos los bellelay suizos y los schlosskase austríacos) se había rajado como una nuez. En aquel momento, Peregrine lo achacó a la bomba incendiaria que cayó en la calle King en el verano de 1940. Pero Edward no estaba muy convencido. Las capillas de los Trencom estaban sostenidas por seis recias columnas de piedra que eran prácticamente indestructibles.
No me lo creo, pensó Edward. Otra cosa… otra cosa tuvo que hacer que se agrietara la capilla.
Luego estaba el extraño episodio de la fachada de la tienda. En 1921, pocas semanas antes de que George Trencom zarpara hacia Esmirna, la parte delantera de la tienda descendió más de cinco centímetros. Tal era el miedo a que el edificio se derrumbara que hubo que evacuar a toda prisa las fincas vecinas. George se marchó a Turquía a pesar de aquello y solo gracias a la diligencia y el ingenio de su hermano Archibald se salvó el edificio.
La causa nunca llegó a determinarse a ciencia cierta. George culpaba a la sequía que, decía, hacía que la capa de arcilla que había bajo Londres se resecara y contrajera. Pero incluso en aquel momento su opinión despertó sospechas. El señor Sampson, el de la carnicería, comentó que la sequía no había afectado a ningún otro edificio del vecindario.
La tienda había sufrido vicisitudes parecidas bajo la administración de Emmanuel y Henry Trencom. En una ocasión, se hundió parte del suelo. En otra, la escalera que llevaba a la bodega se rompió y estuvo a punto de causar la muerte de Henry.
Edward meditaba sobre estos «accidentes» y se preguntaba si había algo que los uniera. Sospechaba que sí. No se atrevía a decírselo a nadie, porque sabía que sonaría bastante ridículo. Pero había empezado a convencerse de que la tienda estaba, en cierto modo, viva. Sí: reaccionaba, de alguna manera inexplicable, a las decisiones de sus propietarios. Su padre se había ido a Grecia y la tienda casi se había partido en dos. Su abuelo se había ido a Turquía y el edificio casi se derrumba. ¿De veras pueden pasar esas cosas?, se preguntaba Edward.
Su convencimiento de que podían pasar (y pasaban) no era tan raro como pueda parecer en principio. A fin de cuentas, hacía tiempo que sostenía que los quesos de su tienda tenían vida propia. En su lógica peculiar, esto era una verdad incuestionable. Los quesos tenían su propia idiosincrasia. Edward lo sabía con toda seguridad porque siempre que él no estaba por allí se ponían a hacer travesuras.
Y dado que aceptaba que los quesos tenían vida propia, estaba claro que era posible que el edificio estuviera también, en cierto modo, vivo. Edward rememoró el momento en que había abierto la puerta esa mañana. La puerta había chirriado, el suelo había crujido y el sótano había emitido un suspiro bajo y perezoso.
El edificio está vivo, pensó Edward. Es tan sensible como un taleggio. Tan nervioso como un moularen. Cuando está preocupado, reacciona. Cuando está alarmado, encoge los hombros. Y si piensa, sí, si piensa que pasa algo raro con el dueño, algo muy, muy raro, estoy seguro como de que me llamo Edward Trencom que lo hace saber.
Se metió en la boca una loncha de cantal y masticó enérgicamente. Sabía extrañamente amargo, como si la leche se hubiera agriado antes de hacer el queso. Cortó otra loncha de otro queso y al hacerlo lo invadió de pronto el miedo: la convicción espantosa y cierta de que solo era cuestión de tiempo que él, como todos sus ancestros, también recibiera la señal.