12 de febrero de 1969
Cuatro días después de su conversación con Herbert Potinger, Edward Trencom hizo algo tan impropio de él que fue como si hubiera desentrañado ya las turbias maquinaciones de sus antepasados y se viera arrastrado centímetro a centímetro hacia las placas y fallas de la tectónica genealógica de los Trencom.
La noche es cuestión empezó prosaicamente: Edward volvió a casa del trabajo poco después de las siete y cuarto; parecía más contento que últimamente y saludó a Elizabeth con un beso cariñoso en la mejilla izquierda y otro (más indeciso) en los labios.
—Buenas, Don Queso —contestó ella con una sonrisa—. ¿Qué tal te ha ido hoy en la tienda?
Edward se quedó pensando un momento mientras se rascaba la cabeza.
—No hay nada que contar —respondió con la mayor naturalidad posible—. Todo está tranquilo en el frente laboral.
—Algo habrá pasado —dijo ella, animándolo a contarle por lo menos algún detalle de su jornada—. ¿Ha visitado algún grupo la tienda? ¿La señora Williamson ha conseguido que el señor George caiga rendido a sus pies? ¿Ha atravesado la bodega una manada de rinocerontes?
A pesar de su tono ligero, estaba más preocupada que nunca por su marido. Esa misma mañana, había descubierto que hacía más de quince días que Edward no echaba ni un vistazo al manuscrito de su Historia del queso. Cuando sacó el tema a relucir, él se limitó a comentar que se lo había llevado al señor George para que le hiciera algunas correcciones.
Elizabeth se alarmó aún más cuando supo que Edward había perdido por completo el sentido del olfato en al menos dos ocasiones la semana anterior. Eso no había sucedido nunca. Hasta cuando había tenido la gripe, que le había pegado la señora Tolworth el invierno anterior, Edward no había perdido del todo el olfato. Elizabeth sonrió al recordar cómo había logrado distinguir entre un bleu de bassillac y un bleu de laqueuille, a pesar de que sus senos nasales estaban tan taponados que le causaron un agudo dolor de cabeza detrás de cada ojo. Y luego estaba el asuntillo de la coliflor con queso, que no era menos preocupante. La noche anterior, ella le había hecho su plato preferido de coliflor con queso con una salsa confeccionada con bergkase australiano y toggenburguer suizo. Pero Edward había dado vueltas al plato como un adolescente antes de declarar que no tenía mucha hambre.
Elizabeth intentó extraerle el veneno a su marido. Probó (santo cielo) con la compasión: «Sé que no debe de ser fácil para ti»; probó con la persuasión: «Seguro que te sentirías mejor si hablaras de ello»; probó con el afecto: «Ya sabes que estoy aquí si necesitas hablar». Pero Edward no dijo nada, y Elizabeth se moría de frustración. Es un poco difícil, pensó, ayudar a alguien que no quiere que lo ayuden.
Pero Edward estaba a punto de revelar que sabía muy bien cómo ayudarse a sí mismo, aunque de un modo que Elizabeth no se esperaba en absoluto. Durante años, su vida entre las sábanas había sido tierna, convencional y rayana en lo mecánico. No es que no disfrutaran haciendo el amor: Elizabeth, en concreto, gozaba mucho de sus momentos de intimidad. Si Edward hubiera estado de acuerdo, de buena gana habría ampliado sus encuentros sexuales dominicales a otros días de la semana y (llegado el momento oportuno) quizá incluso habría comprado uno de esos curiosos manuales (invariablemente firmados por un tal doctor Comfort o un profesor Easy) que aparecían cada vez con más frecuencia en los anaqueles de las librerías. Siempre había deseado echarles un vistazo y a veces había estado a punto de bajarlos de la estantería. Pero una mano escondida se lo impedía siempre, y le avergonzaba pensar que el dependiente pudiera verla. Además, ¿para qué? La idea de que «esas cosas» pudieran aprenderse en un libro habría horrorizado a Edward.
Supongo que no tengo de qué quejarme, pensaba Elizabeth. A Virginia se le escapó una vez que hacía más de seis meses que no lo… hacía.
Cabría preguntarse por qué Edward y Elizabeth no tenían hijos. No era porque no los quisieran. La señora Trencom le decía a menudo a su marido: «Si tiene que pasar, pasará». Pero de momento no había pasado y, a decir verdad, Elizabeth, que ya tenía treinta y cinco años, se moría porque hubiera pequeños Trencom correteando por su casa de Streatham.
Las opiniones de Edward respecto a los hijos eran más ambiguas. Sí, pensaba, estaría bien tener familia, que el apellido Trencom pasara a otra generación, pero, en fin, bastante tenía con lo que tenía, muchísimas gracias. La tienda, los libros, los festivales… ¿Cómo narices iba a tener tiempo para encajar a los niños en una agenda tan apretada? Si llegaban, pues llegaban… y tan contentos. Pero él no tenía intención de esforzarse mucho por tenerlos.
Tales ideas habían permanecido imperturbables en la cabeza de Edward durante doce largos años: desde su noche de bodas hasta la noche del 12 de febrero de 1960. Fue esa misma noche cuando, de pronto, Edward manifestó un extraño deseo, una urgencia, una necesidad apremiante de copular. O, mejor dicho, de procrear. Y por suerte para él, dicho deseo iba acompañado de la súbita y sincera convicción de que Elizabeth Trencom muy bien podía ser (o era) la mujer más importante de su vida.
Eran poco más de las once de la noche cuando subieron a su habitación. Elizabeth se quitó la falda y el jersey y, todavía con el sujetador y las bragas, buscó su camisón. Se desató el pelo y al dejarlo caer sobre los hombros se vio de refilón en el espejo de cuerpo entero que había colgado hacía poco detrás de la puerta. No era una mujer vanidosa ni podía describírsela como jactanciosa (ni muchísimo menos), pero tenía que reconocer que le sorprendió agradablemente lo que vio. Un par de días antes, había estado admirando, con una punzada de envidia, la figura de las modelos de las revistas en color de la sala de espera del dentista.
A lo mejor no tengo por qué tenerles envidia, después de todo, se dijo con una sonrisa mientras daba una vuelta delante del espejo.
Edward prestaba menos atención a la silueta de su esposa que la propia Elizabeth. Una noche cualquiera, se habría ido derecho al cuarto de baño mientras ella se preparaba para meterse en la cama. Se cepillaría los dientes, iría al váter y luego se quitaría la ropa y se pondría, con cierta torpeza, su pijama de rayas. A continuación, y después de abrir la puerta del cuarto de baño y cruzar el dormitorio con cuatro pasos cuidadosamente medidos, se metería en la cama, besaría a Elizabeth en una o las dos mejillas y cogería el libro que estuviera leyendo en ese momento.
Esa noche en concreto, se lavó los dientes como de costumbre. Fue al váter como siempre. Se quitó la ropa como era normal. Pero en vez de ponerse el pijama, que colgaba del toallero, salió del cuarto de baño en calzoncillos y se metió de un salto en la cama.
Sorprendida, la señora Trencom tragó saliva y profirió un sonido que casi podía haberse confundido con un chirrido de la tarima. Ni una sola vez, en los años que llevaban casados, había presenciado un comportamiento tan extraño por parte de Edward. Su marido siempre había sido extremadamente pudibundo e indeciso a la hora de enseñar sus cosas.
Aquella entrada en escena iba a ser únicamente el preludio de los cincos actos de sorpresas de aquella extraordinaria noche de miércoles. Porque, nada más meterse en la cama, Edward empezó a besar a Elizabeth con tal vigor y entusiasmo que ella no pudo evitar preguntarse si su marido no habría hojeado alguno de los manuales del doctor Comfort. Los extraños acontecimientos que tenían lugar bajo el edredón atajaron, sin embargo, esta ocurrencia. Elizabeth soltó una risilla cosquilleante al notar que le lamía el ombligo, y se rió más bien con nerviosismo al darse cuenta de que esa parte de ella que Edward llamaba «los trópicos» recibía el ataque sostenido de lo que solo podía ser la lengua de su marido. Edward se había perdido de vista por completo. En efecto, el vaivén del edredón era la única indicación de que había dos ocupantes en el lecho conyugal del número 22 de Sunnyhill Road.
Elizabeth cerró los ojos y pensó, no en Inglaterra, sino en que al día siguiente tenía que ir a la tintorería a recoger el traje de Edward. Eso significaba que era miércoles, o sea, que no era domingo, o sea, que las cosas que estaban pasando al sur de su cintura eran aún más extraordinarias de lo que había pensado en un principio. Había estado a punto de abandonarse a aquel placer, y sin embargo de pronto se sentía incapaz de desconectar. Porque en primer plano de su mente, una aguda campanilla emitía una señal de alarma. De repente había vuelto a la realidad (aunque fuera una realidad bastante rara) y se preguntaba si la inaudita conducta de Edward no tendría algo que ver con el resto de cosas extrañas que habían ocurrido los días anteriores. ¿Dónde acabará esto?, se preguntaba.
A corto plazo, iba a acabar de un modo sumamente agradable. En todos sus años de vida conyugal, Edward y Elizabeth Trencom siempre habían hecho el amor en la postura que el doctor Comfort y el profesor Easy llamaban la del misionero. Pero esa noche en cuestión, cuando llegó el momento del coito, Elizabeth notó que Edward le daba la vuelta suavemente para ponerla boca abajo. Luego, después de mucho retorcerse (y de un ruido de chapoteo de lo más embarazoso), recibió tal vapuleo y con tal gusto que no pudo hacer otra cosa que clavar vigorosamente los dientes en la almohada de plumón de ganso. Y en el preciso instante en que soltaba su segundo chillido de la noche, las campanas de la parroquia de San Esteban dieron las doce. Segundos después, todo acabó. La cama, el dormitorio y las calles de Streatham quedaron en silencio. Los muelles de la cama volvieron a su posición original y Elizabeth pasó suavemente la mano por la almohada para alisar las marcas de sus dientes.
Santo Dios, se dijo. ¿Cómo y por qué ha pasado eso?
—Si de verdad queremos tener hijos —le susurró Edward al oído—, tendremos que practicar con mucho empeño.
Luego bostezó, se dio la vuelta y se quedó dormido. Pasaron cinco horas antes de que volviera a aventurarse de nuevo bajo el edredón.