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25 de marzo de 1878

Emmanuel Trencom olfatea el aire y suelta un tremendo estornudo. Luego, notándose muy aliviado, se frota la panza con rara energía. El caso es, se dice, que tengo hambre. Oh, sí, en efecto. El señor Emmanuel Trencom tiene un hambre de lobo.

Se soba la barriga por segunda vez como si quisiera comprobar que está realmente vacía. Luego, deteniéndose solo para anotar mentalmente que no hay clientes en la tienda (ni tampoco en la calle), coge su cuchillo y corta una gruesa cuña de vasterbotten suizo. Pero antes de metérselo en la boca se permite un segundo o dos de reflexión.

—¡Cáspita! —dice—. ¿Qué se bebe con el vasterbotten? ¿Un vaso de cerveza? ¿O una jarra grande de sangría?

En los pocos segundos que tarda en dar con una respuesta a aquella duda exasperante, tenemos el tiempo justo para esbozar la fisonomía y el talante del señor Emmanuel Trencom.

Es, sin duda, un hombre campechano y con buen humor. Es feliz en su trabajo, está loco por su esposa (la encantadora Constance) y adora a todos y cada uno de sus quince hijos. Hay que seguir teniendo pequeñuelos, se dice con un guiño pícaro. Ah, sí: no nos queda más remedio.

La felicidad de Emmanuel se refleja en la curva redondeada de su panza, que, cuando va envuelta en un delantal de muselina, da la impresión de que una sonrisa gigantesca abarca su figura. También su cara es redondeada como un tonel, y la adornan a cada lado densas patillas retoñecidas. La barriga adiposa y las frondosas patillas se cuentan, sin duda alguna, entre los rasgos más característicos de Emmanuel Trencom, pero es su extraordinaria nariz la que lo distingue como un Trencom de pura cepa.

—Mi nariz —dice mientras la toca ligeramente con una pluma estilográfica—. Mi nariz.

Larga y aguileña, tiene en el puente un abultamiento prominente y perfectamente circular.

Emmanuel da un saltito mientras se mueve a lo largo del mostrador para alcanzar una botella de cerveza.

—Sí, hay una bebida para cada queso, tantán —canturrea—. Y un queso para cada bebida.

Y, mientras se sirve un trago de la densa cerveza amarronada y rojiza en una jarra de peltre, se pone a cantar la cancioncilla juguetona que él mismo ha inventado.

—Cerveza para el pavé y jerez para el sleight. Clarete para el cantal y ponche para el tomme. Julepe para el jorkbase y sangría para el niolo. Ginebra para el gomost y grog para el gruth. Champán para el chacat y sidra para el chaource. Sí, hay una bebida para cada queso, tantán, y un queso para cada bebida.

Al acabar su canción, Emmanuel se lleva el pedazo de vasterbotten a la nariz y aspira profundamente. Sus narices temblorosas esperan el aroma resinoso de los pinos suizos y el olor denso y bochornoso del heno húmedo. Pero sus vellosidades nasales retroceden, espantadas. Algo le pasa al queso y Emmanuel se lo aparta instintivamente de la nariz y lo examina a través del monóculo. Luego, viendo satisfecho que tiene la pinta que debe tener, vuelve a acercárselo a la nariz.

—Santo Dios —dice en voz alta—, o este queso está estropeado… o es mi nariz.

Se le ha pasado el hambre y su barriga vacía ha acallado su rugido. Emmanuel tiene cosas más importantes de las que ocuparse; está ansioso por llegar al fondo de aquel misterio.

Corta una loncha de mycella y se la lleva a la nariz.

—Sí, sí —dice—, eso es.

Pero el romadurkäse alemán huele nítidamente a agrio y el piora tiene un olor que recuerda al de los gallos viejos.

—Vaya, que me aspen —dice Emmanuel, y bebe un largo trago de cerveza—. Vamos, vieja amiga —le dice a su nariz—, sobreponte.

Es precisamente en ese momento de la vida nasal de Emmanuel Trencom cuando se abre la puerta de Trencoms con un tintineo de la campanilla. Emmanuel levanta la vista y ve dos caras que no conoce.

—Buenas, buenas —dice con su bueno humor de costumbre—. ¿En qué puedo servirles, caballeros?

Mientras hace esta pregunta, su cerebro trabaja a marchas forzadas. Por alguna razón desconocida, intuye un peligro. Aquellos dos hombres tienen el cabello oscuro, van sin afeitar y llevan una ropa sumamente excéntrica. Uno va envuelto en una capa cruzada que le queda grande. El otro lleva un chaleco que Emmanuel Trencom no ve en las calles de Londres desde hace muchos años.

Son extranjeros, piensa. Sí, no hay duda, parecen extranjeros.

Su conclusión se ve confirmada cuando uno de ellos habla.

—Traemos un pedido de milhalic turco —dice.

Emmanuel espera un momento antes de contestar. Su cerebro está ocupado procesando aquella información. El caso es que no recuerda haber hecho un pedido de milhalic. Normalmente, todos los pedidos de quesos otomanos le llegan a través del señor Papadrianos, de Albert Wharf, un especiero de Constantinopla. Y no: podría jurar sobre la santa Biblia que en las últimas semanas no ha hecho ningún pedido al señor Papadrianos.

—Bueno, bueno —dice pasmado Emmanuel Trencom—. Confieso que esto es sumamente extraño. Debe de haber algún malentendido. Pero, en fin, pueden bajarlo a la bodega. Vengan conmigo, caballeros, síganme.

Los otros dos no dicen una palabra. Miran atentamente a Emmanuel mientras habla, como si intentaran adivinar si se está haciendo el tonto o no. Pero no, los dos deciden al mismo tiempo que es tonto de verdad. Sí, un tonto y un bufón.

Cuando Emmanuel los conduje a la trampilla del sótano y levanta la anilla de hierro del tirador, uno de ellos le susurra al otro en turco:

—Mira su nariz. Sí que es él.

—Allah —murmura el otro—. Allahu akbah.

—¿Eh? —dice Emmanuel, que oye parte de su cháchara—. ¿Me preguntaban algo?

—No, no —contesta uno—. Solo estábamos hablando del señor Papadrianos. ¿Lo conoce usted bien?

—Ah, sí, el señor Papadrianos… un buen hombre —dice Emmanuel—. Su familia y la mía tienen amistad desde hace muchos años.

Emmanuel ha llegado al fondo de la escalera y los dos desconocidos bajan tras él. Uno de ellos estira los brazos para coger las cestas de milhalic, el otro las baja suavemente antes de empezar a descender por la escalera.

—Veamos… ¿dónde lo quiero? —se pregunta Emmanuel—. Hmm, ¿cuál es el mejor sitio para ponerlo?

Deambula un momento entre los montones de cajas buscando un buen sitio para depositar el queso.

Ah, sí, aquí hay un buen sitio, se dice mientras mira hacia atrás, hacia los dos hombres. Y es justamente en ese momento de la vida de Emmanuel Trencom cuando su sonrisa de costumbre desaparece para siempre. Porque lo que ven sus ojos es tan chocante (tan absolutamente aterrador) que se queda helado en el sitio.

—¡Ay, no! —dice—. ¡Ay, no, esto…! ¡Ay, no, ay, Dios…!

—Por orden del sultán Abdul Hamid II, el Caritativo —dice uno de los hombres—, y con la bendición de Dios el Misericordioso.

Luego, sin decir una palabra más, los dos intrusos avanzan hacia su víctima.

Emmanuel da un paso atrás (y luego otro), pero una gran caja de rustinu de Córcega le corta el paso. Quiere darse la vuelta, huir, escapar. Pero es demasiado tarde. No hay donde esconderse.

—¡Ay, mi padre! —exclama, sin saber de fijo si se refiere al infortunado Henry Trencom o al buen Dios.

Lo último que ve son dos largos puñales que se alzan sobre su cabeza y a continuación se hunden en su cuello. Siente un dolor agudo y nota luego el sabor de la sangre en la boca. La sangre caliente envuelve su lengua y ya no puede tragar. Permanece de pie unos segundos más antes de que, con los ojos nublados, su cuerpo voluminoso se desplome. Al caer, caen también tres grandes montones de triáronles.

—Rápido —dice uno de los asesinos—. Vámonos. Hoy ya hemos hecho nuestro trabajo.

Dos días después, en algún momento entre el anochecer y el alba, el corpulento cadáver de Emmanuel Trencom es transportado en secreto al muelle de Albert Wharf. Allí lo recibe Yannokis Papadrianos, cuyas lágrimas son auténticas y fluyen libremente.

Un hombre de talento, se dice para sus adentros, que todavía podría habernos salvado.

Su hermano y él levantan el voluminoso cadáver por las piernas y lo meten en un tonel lleno de brandi. Emmanuel se hunde lentamente en el líquido, de cabeza, hasta que su espalda se comba ligeramente y sus piernas se doblan. Segundos después desaparece bajo la superficie.

—Adiós, querido amigo —dice Yannokis—. Que tu último viaje sea bueno.

Hecho y dicho esto, los dos hermanos sellan el féretro, lo llevan rodando con cuidado por el muelle y lo suben al Vasilios, un buen navío. Unas horas después, barco y tonel descienden por el estuario del Támesis, rumbo al pequeño puerto pesquero griego de Dhafni.