10 de febrero de 1969
Una luminosa tarde de lunes de la segunda semana de febrero, Edward Trencom estaba desenvolviendo quesos en la bodega de Trencoms. Llevaba todavía su sonrisa de costumbre, pero el profundo ceño de su frente sugería que no se encontraba muy bien.
¿Qué me pasa?, se dijo. No me encuentro nada bien.
Hay un grupo de dolencias, conocidas con el nombre colectivo de «síndrome de Munchausen», que se caracteriza porque la gente imagina que está enferma. Hay otro grupo que se caracteriza porque la gente, de tanto pensar que está enferma, acaba por estarlo. Y hay enfermedades que, por alguna razón desconocida, son imposibles de definir; dejan a sus víctimas maltrechas, pero de tal manera que no pueden ni comprender ni explicar lo que les pasa.
No me encuentro especialmente enfermo, pensó Edward. Pero tampoco me siento especialmente bien. Simplemente me noto distinto.
En otros tiempos, el mal de Edward quizá se hubiera achacado a un desequilibrio de humores: a la preponderancia de la hiel negra, quizá, o a un aumento maligno de flema amarilla. Tal inestabilidad de líquidos fue la perdición de muchos caballeros del Renacimiento.
Resulta difícil confirmar si Edward tenía o no un desajuste de humores, pero lo que es seguro es que estaba desequilibrado: desequilibrado como una balanza de cocina con las pesas más grandes apiladas en un solo platillo. Se había vuelto asimétrico, inestable, falto del equilibrio esencial que mantiene vagamente a los mortales más frágiles en la senda recta. Y esa es una situación sumamente peligrosa. Todo el mundo sabe que un reloj torcido deja de funcionar. Que una máquina desequilibrada no marcha. Sus engranajes se atascan. Sus pistones tiemblan y se detienen.
Yeso fue lo que pasó con Edward Trencom. No es que se parara por completo: todavía podía encontrársele un día cualquier detrás del mostrador de Trencoms. Pero estaba desincronizado y se escoraba fuertemente a estribor en las aguas turbulentas de la genealogía familiar.
Cogió una loncha de slipcote de Sussex y se la acercó a la nariz. Una tarde cualquiera le habría olido a tomillo y escaramujo, recubiertos, quizá, de un leve olor cítrico. Pero ese día le olía a… Y bien ¿a qué le olía?
¿A líquenes?, pensó. ¿A champiñones? ¿A turba?
Volvió a dejar la loncha sobre el tapete y cogió un grueso taco de bauden recién llegado de los montes de Bohemia.
Éste debería ayudarme, pensó Edward. Éste lo conozco bien.
Pero ¿dónde estaba el olor a alpage de verano? ¿Dónde las brisas gélidas de las altas laderas recubiertas por una costra de hielo?
La inquietud de Edward aumentó cuando la señora Toller, una clienta habitual de Trencoms, entró en la tienda justo cuando Edward dejaba el bauden.
—Caramba, señor Trencom —dijo—. Hoy no parece el mismo. —Paseó la mirada por el despliegue de quesos y añadió en voz baja—: Ni su tienda tampoco.
Yera cierto. Los quesos estaban en sus tapetes de costumbre, como siempre, pero los montones no eran tan altos como un par de días antes. Los ventiladores seguían girando en el techo, pero durante los días anteriores parecían haber desarrollado una languidez soporífera. Era como si el aire se hubiera espesado y adensado; como si cada giro exigiera un esfuerzo monumental.
El señor George había hecho todo lo posible porque las cosas siguieran funcionando, pero su capacidad tenía un límite. Notaba con alarma que no se habían pedido ciertos quesos y que las provisiones no se estaban reemplazando. Se había encargado de llamar para pedir más havarti danés y había telefoneado también al proveedor de limburguer bávaro. Transcurrida más de una semana sin que llegara una nueva remesa de grana lodigiana milanés, preguntó al señor Trencom si también debía pedir de aquel.
—Sí, sí, señor George —contestó Edward con una especie de desgana o desconsuelo—. Y los que hagan falta. Hay que mantener el suministro.
—Pero ¿no prefiere hacer usted los pedidos, señor Trencom? Eso siempre ha sido cosa suya.
—En efecto… en efecto. Pero si no le importa echarme una mano, me libro de esa preocupación. La tienda volverá a estar como siempre dentro de nada, de eso podemos estar seguros.
Al decir estas palabras, una extraña idea cruzó como un disparo la cabeza del señor George.
Si le pasara algo al señor Trencom… en fin… no habría nadie que se hiciera cargo de la tienda. Es el único que queda.
El señor George observó el comportamiento de Edward durante los días siguientes y empezó a temer que hubiera llegado el fin. Edward no había hecho inventario ni una sola vez desde que descubriera los papeles de la familia, hacía más de dos semanas. Ni se llevaba a casa su paquetito de quesos al final de cada semana. Incluso había dejado de ir a la tienda de la señora O’Casey a comprar sus sándwiches de mediodía. Casi todos los días anunciaba que se iba a la biblioteca municipal de Southwark a investigar y que se tomaba más tiempo para comer. El descanso solía durar tres horas enteras y al menos en una ocasión se prolongó toda la tarde. Sin embargo, las pesquisas sobre sus ancestros no parecían estabilizar a Edward; de hecho, tenían el efecto contrario. Cuanto más indagaba en los documentos de la familia Trencom, más se convencía de que allí había gato encerrado.
Elizabeth había notado con creciente alarma el cambio de su marido. Seguía ignorando muchos de los turbadores acontecimientos que le habían sucedido durante los días precedentes y le sorprendía que el descubrimiento de los papeles de su familia pudiera haber surtido tal efecto sobre él. Le preocupaba especialmente que aquello estuviera alterando también su relación de pareja. Sentía que entre ellos se había abierto una brecha. Era solo una pequeña hendidura, de momento, pero si no se le prestaba atención podía convertirse fácilmente en un abismo enorme, peligroso, de gélidas fauces.
Edward siempre le daba un beso en la mejilla cuando volvía del trabajo. Pero desde hacía varios días se le olvidaba dárselo. Solía contarle con todo detalle lo que había pasado en Trencoms. Ahora mostraba poco entusiasmo al hablar tanto de los clientes como de los quesos. Solo cuando ella le preguntaba por sus pesquisas sobre su familia parecía animarse. Podía pasarse una hora o más charlando alegremente sobre George y Peregrine Trencom.
Tengo que hacer algo, se decía Elizabeth, agarrando con tanta fuerza una copa de vino que el pie se partió en dos. Si no, esto se me va a escapar de las manos. Vio que se había cortado con el cristal roto y se limpió la sangre con el paño de cocina. Pero seguía aflorando, así que metió la mano bajo el grifo de agua fría.
No buscaba una confrontación. No, prefería considerarlo una intervención. Hacía unos días había oído a un locutor hablando de que las Naciones Unidas iban a «intervenir» en algún lugar conflictivo del mundo. «Intervenir»: eso era justamente lo que ella se proponía. Restablecer la paz y la armonía antes de que los conflictos fueran a más.
Apartó la mano del agua un momento, pero en cuando lo hizo la sangre volvió a brotar. Se mezcló enseguida con el agua que tenía en la mano, como tinta sobre papel secante, de tal modo que el corte parecía cien veces peor de lo que era. Había oído hablar de más de un matrimonio que se torcía precisamente por un fallo de comunicación (estaba pensando concretamente en Michael y Susan Whitelock) y estaba decidida a que tal cosa no le sucediera a su relación.
La tarde del 10 de febrero, Edward y ella estaban sentados uno junto al otro en su cómodo salón de Streatham. Elizabeth acababa de prepararse una taza de té de hinojo y se disponía a dar los últimos toques a su punto de cruz. Edward estaba releyendo un ejemplar del Registro Anual de 1922 sacado de la biblioteca. Pero a los dos les costaba concentrarse en lo que hacían.
Entiendo que para él tenga interés, pensó Elizabeth, pero ¿de verdad es tan interesante?
Ella no lo entiende, sencillamente, pensó Edward, y lo peor de todo es que no quiere entenderlo. Es incapaz de ver lo que hay en juego.
Quizá deba decirle algo esta noche. ¿Será buen momento para hablarlo?
Si vuelve a sacar el tema, si me dice otra vez que deje mis investigaciones…
—Edward… —dijo Elizabeth, rompiendo el silencio que reinaba en la habitación.
—¿Mmm? —contestó él sin levantar la mirada del libro.
—Edward, por favor, para un momento. Tenemos que hablar.
Allá vamos, pensó él. No sé si estoy preparado para esto.
La antaño feliz pareja se había sentado en aquella habitación casi cada noche de su vida de casados, menos cuando Edward se iba de viaje en busca de quesos. Estaban acostumbrados a pasar unas horas charlando antes de irse a la cama, o leyendo libros y hablando de las investigaciones de Edward sobre el queso. En todo ese tiempo, Edward no se había preguntado ni una sola vez (¿cómo podríamos decir esto?), nunca se había detenido a pensar qué aspecto tendría Elizabeth, su encantadora esposa, si estuviera allí sentada, en su sillón de orejas, completamente desnuda.
Pero eso fue precisamente lo que ocurrió esa noche en concreto. De hecho, estaba sucediendo en ese preciso instante. Sus pensamientos, aquellos pensamientos eróticos y extraños, se apoderaron de pronto de él. Lo arrastraron muy lejos. Por encima de las colinas y más allá.
Es imposible decir si se debió a su desequilibrio o no. ¿Era el resultado del desajuste de sus humores? ¿De su equilibrio inestable? Ni el propio Edward era capaz de decir exactamente qué pasaba dentro de la órbita confusa de su cabeza.
La cosa empezó así. Elizabeth acababa de empezar a advertir a su esposo que su interés por sus orígenes familiares se estaba convirtiendo rápidamente en una obsesión. Ya había hecho el gambito de apertura cuando sucedió lo siguiente: de pronto, y sin previo aviso, Edward le quitó la blusa. ¡Zas! Desapareció.
—Te estás obsesionando, cariño. Sí, obsesionando.
¡Zas! Fuera zapatos y medias. Elizabeth estaba ahora allí sentada, en falda y sujetador, y Edward se preguntaba qué iba a quitarle a continuación.
Las bra…, pensó. Tómatelo con calma, Edward, tómatelo con calma. Recuerda que no está acostumbrada a estas cosas.
—¿Recuerdas lo que dijo Marjory? Dijo que…
¡Zas! Fuera falda. Edward se recostó en su sillón de orejas para contemplar su obra. Vio con delectación que en las mejillas de Elizabeth aparecían dos manchas sonrosadas, señal segura de que estaba agitada.
Vaya, pensó, hasta se ha sonrojado.
—Y otra cosa, Edward…
Elizabeth estaba a punto de decirle a su marido otra cosa cuando, raudo como una centella, él le quitó el sujetador y las bragas. Ahora estaba completamente desnuda y seguía haciendo punto de cruz. Cosa rara, era este último detalle lo que más excitaba a Edward.
—¿Edward? ¿Me estás escuchando?
No, desde luego. Edward estaba en su mundo: un mundo lleno de posibilidades infinitas.
—¡Edward!
Elizabeth estaba muy enfadada.
Él parpadeó tres veces y miró a su mujer. Caramba. Estaba completamente vestida.
—Sí, sí, sí —dijo—. Vámonos a la cama.
—Pero, Edward, querido —contestó ella muy preocupada—, si no son ni las ocho y media.