6

Edward Trencom sostenía desde hacía tiempo que en la vida había dos tipos de personas. Uno, en el que se incluía el bueno de él, solo podía dar sentido al presente remitiéndose constantemente al pasado.

—Es como un buen stilton —decía—. A no ser que puedas compararlo con sus predecesores, ¿cómo demonios vas a saber si es bueno?

Al segundo tipo (del que Richard Barcley era un ejemplo sobresaliente), las cosas viejas no le interesaban lo más mínimo. Para Richard, el pasado era útil únicamente si podía proporcionarle la respuesta a un crucigrama o una réplica fulminante para algún cliente que se pasara de listo.

Solo había que echar un vistazo a la decoración de sus respectivos hogares para darse cuenta de que había más que una pizca de verdad en la pequeña teoría de Edward. La casa de Barcley estaba amueblada con sillas y mesas funcionales compradas en Arding & Hobbs con poco esfuerzo y menos dedicación. La casa de Edward, en cambio, estaba repleta de butacas y aparadores viejos, adquiridos en chamarilerías y subastas a lo largo de sus doce años de vida conyugal. Su mesa de comedor Sedgefield (de cerca de 1890) procedía de Pringles, en Honiton. Su caja para el té, que todavía conservaba un agradable aroma a jazmín, la había comprado en Antigüedades Dobson, en la calle Tower. Aunque nunca había llevado un inventario de los objetos que compraba, Edward recordaba de dónde procedía cada cosa y cuánto había pagado por ella.

Recordar estas cosas le producía casi tanto placer como la idea de que varias generaciones hubieran disfrutado de los objetos que llenaban las habitaciones del número 22 de Sunnyhill Road. Cada vez que se relajaba en su butaca Windsor, se acordaba de que le había costado dos libras y cuatro chelines: una auténtica ganga. Él era el primero en reconocer que la silla no tenía nada de particular. El cabecero no tenía adornos y las patas eran menos ostentosas que las de la mayoría de las sillas Windsor que había visto. El roble, sin embargo, había adquirido con el paso de los años esa pátina oscura de las botas viejas, y en los brazos, en los que habían descansado y se habían restregado generaciones y generaciones de codos, había surcos. Cuando Edward se sentaba en aquella butaca, notaba el olor de la cera recién dada (que ya de por sí olía a cosas antiguas), dejaba escapar un suspiro de satisfacción y pensaba en todas las personas que habían disfrutado del calorcillo de su respaldo torneado.

Tenía, además, muchos otros objetos predilectos. Unos años atrás había comprado una taza Royal Doulton de la coronación del rey Eduardo VIII: un objeto rarísimo, teniendo en cuenta que el rey había abdicado antes de ser coronado. Edward se regocijaba con la simple contemplación de la taza, no tanto por su valor (en realidad no valía gran cosa), sino porque era toda una rareza. Hacía juego con la costilla de ballena minke del siglo XVIII que colgaba sobre la chimenea.

Todos estos objetos palidecían hasta volverse insignificantes cuando los comparaba con los papeles familiares que había descubierto en la bodega de Trencoms. Y ello no únicamente porque hubiera desenterrado un cajón de trastos viejos (lo cual era en sí mismo motivo de considerable regocijo), sino porque cada uno de los objetos de la caja tenía una relación directa con su propia vida.

La tarde del 7 de febrero, Edward pasó más de una hora revisando los documentos referidos a su abuelo. Pronto se dio cuenta de que la poca información que había sobre George resultaba frustrante. Aparte de la fotografía y de los dos artículos de periódico, había seis o siete mapas del Imperio otomano. Y eso era todo.

Edward estaba a punto de recoger los papeles e irse a la cama cuando se fijó en una carta manuscrita metida entre los pliegues de uno de los mapas. Con manos temblorosas desdobló el papel y, al dirigir la mirada hacia el pie de la hoja, se dio cuenta de que era una carta de George a su esposa, Alice:

Queridísima Alice:

Todas nuestras esperanzas han tocado a su fin. Todos nuestros sueños han sido en vano. Mi última carta procedía de Afyonkarahisar, donde sufrí una herida de metralla en el codo. Teníamos esperanzas de romper las líneas enemigas y mis compañeros hablaban de que yo sería el primero en entrar en Constantinopla a caballo, ¡y en un corcel blanco, nada menos! Pero nos han hecho retroceder hasta Ushak (desde donde escribo esta carta) y nuestras fuerzas están muy maltrechas. Dentro de dos días me iré a Esmirna, desde donde intentaré encontrar pasaje para regresar a casa.

¿Cómo va Trencoms? ¿Qué tal está Peregrine? ¿Y tú? ¿Cómo estás? Lamento todo este estúpido asunto (que voy a abandonar para siempre) y te pido, cariño mío, que aceptes mis más sentidas disculpas.

Con todo mi amor y cariño,

George

Edward leyó la carta una segunda vez, y luego una tercera. Todavía no tenía claro su significado y la estudió línea por línea con la esperanza de que todo empezara a encajar. Se rascó la nariz (una costumbre que había adquirido a muy tierna edad) y se quedó mirando el techo sin verlo.

—En un corcel blanco —se dijo por enésima vez—. ¿Por qué en un corcel blanco? Eso es lo que me parece tan raro.

Todavía le preocupaban estos interrogantes a la mañana siguiente cuando, poco después de las nueve, empujó las puertas batientes recién instaladas de la biblioteca pública municipal de Southwark. Se sentó en la tercera mesa de la derecha (la de siempre) y se disponía a abrir un libro cuando divisó una cara conocida al otro lado de la biblioteca. Ajá, pensó, ahí hay alguien que puede echarme una mano, y viene para acá.

—¡Hola, Herbert!

Herbert Potinger era el bibliotecario jefe de la biblioteca pública municipal de Southwark, además de amigo y vecino de Edward. Historiador aficionado, entusiasta de las maquetas de trenes, vegetariano y amante del griego, Herbert (que era soltero) era un sujeto singularmente británico: uno de esos tipos (y era decididamente un «tipo») que cada verano se pasaba dos semanas bajo el cielo gris de Broadstairs, cobijado bajo una trenca, devorando las comedias de Aristófanes. Estaba obsesionado con todo lo griego, particularmente de la época medieval y moderna, y había adquirido para la biblioteca de Southwark una colección impresionante de crónicas bizantinas recién reeditadas (coste: 48 libras, 5 chelines y 2 peniques) y las obras completas de Kostis Palamas (coste: 13 libras con 6 chelines), todas ellas pagadas generosamente por los contribuyentes del municipio.

Herbert y Edward tenían muchas cosas en común: la afición por la historia, las monedas antiguas y los quesos extranjeros, así como cierto desconocimiento de su propio cuerpo (aunque ellos no lo supieran). En el caso de Herbert, ello era comprensible, quizá, porque verlo desnudo era ver algo difícil de olvidar. No tenía por costumbre, desde luego, quitarse la ropa en medio de la frecuentada biblioteca del municipio. De hecho, ninguno de los usuarios habituales había visto nunca al bibliotecario jefe con el aspecto con que la naturaleza, aparentemente, había pretendido mostrarlo. Pero Edward sí (una vez, en una excursión de fin de semana a la piscina de agua fría de Tooting), y aquello le había causado tal impresión que se acordaba invariablemente de ello cada vez que veía a Herbert.

Desnudo, su amigo era, en efecto, un adefesio. Y no por sus prominentes costillas en forma de xilófono, ni por su barriga pequeña pero perfectamente redondeada, sino porque la figura pálida y enjuta de Herbert Potinger era extraordinaria y antinaturalmente hirsuta. Sus partes bajas (que nunca habían entrado en acción) estaban cubiertas por una mata enmarañada de pelo anaranjado. Y también su cabeza, adornada con una corona de rizos color zanahoria que se elevaba siete centímetros por encima del punto más alto de su coronilla.

Edward le dedicó una sonrisa jovial mientras Herbert se acercaba y notó que sus cejas pelirrojas parecían haberse alargado medio centímetro desde la última vez que se habían visto. Debería recortárselas, se dijo Edward. O al menos debería recortárselas el barbero.

Herbert ignoraba las muchas cosas extrañas que le habían ocurrido a Edward los días anteriores, pero estaba al corriente del descubrimiento de los papeles familiares de su amigo. Sabía también que a Edward le estaba costando traducir los recortes de periódico que hablaban de su abuelo y se había ofrecido a echarle una mano. Ahora, dos días después, había dado con algunas respuestas.

—Menos mal que tenemos el Registro Anual —le susurró a Edward—. ¿Qué sería de nosotros sin el Registro Anual.

—El Registro Anual, el Registro Anual… —repitió Edward—. No, ahora no caigo.

—¡Chist! Baja la voz —siseó Herbert, llevándose un dedo a los labios.

Luego, tras recorrer con la mirada la sala de lectura para asegurarse de que nadie se había molestado, sacó un librito verde que llevaba a buen recaudo bajo el sobaco.

—Aquí está: el Registro Anual. Nos dice lo que pasa en el mundo cada año. Y este… —levantó el lomo del libro para que Edward lo viera claramente— es el volumen de 1922.

—¿Y? —dijo Edward.

—Y —contestó Herbert— puede que tenga un par de respuestas respecto a la cuestión de qué hacía tu abuelo en Turquía. Respuestas, sí. Pero me temo que debo advertirte que cada una de ellas parece plantear varias preguntas más. Vamos a mi despacho, allí podemos hablar con más libertad.

Edward notó que la mesa de Herbert estaba repleta de altos montones de libros y folletos y se preguntó si su amigo se había pasado allí toda la noche, estudiando los volúmenes del Registro Anual.

—La historia está bastante clara —dijo Herbert—. Al acabar la Primera Guerra Mundial, Turquía se vio obligada a firmar el Tratado de Sèvres, una humillación total, como sin duda sabrás. En efecto, el tratado desmantelaba el Imperio otomano. Siria se convirtió en un país independiente. Armenia también. Y grandes partes de Turquía, incluida Esmirna, fueron entregadas a Grecia.

—Ya —dijo Edward, que de pronto se sentía extrañamente agobiado.

En el despacho de Herbert hacía un calor sofocante y faltaba el aire. Había un olor rancio a champiñones fritos, secuela duradera de su desayuno, y una aroma bastante desagradable a café soluble barato.

¿Cómo puede trabajar con este ambiente?, se preguntó Edward sin pensar ni por un instante que, para algunas personas, trabajar en una tienda de quesos con poca ventilación y un perenne olor a queso resultaría intolerable.

—Bueno, pues —continuó Herbert, que no había reparado en el temblor de la nariz de Edward—, durante un tiempo a los griegos les fue a las mil maravillas. Su ejército se adentró en Turquía y consiguió una serie de victorias sobre su enemigo histórico. Pero iban a encontrar la horma de su zapato en un tal Mustafá Kemal.

—¿Ataturk? —preguntó Edward.

—En efecto —confirmó Herbert—. Sus fuerzas barrieron las zonas griegas de Turquía. —Se detuvo un momento y bajó la voz hasta un susurro—. Un matón de tres al cuarto, Edward, un delincuente redomado. No entiendo por qué los turcos lo reverencian tanto.

Preocupado porque Herbert se lanzara a uno de sus largos monólogos, Edward intentó adelantarse con una pregunta.

—Pues a mí lo que me asombra —dijo— es esa obsesión con Grecia. ¿Qué demonios hacía George Trencom luchando con los griegos? Recuerda, Herbert, que dejó una próspera tienda de quesos para irse al extranjero, y que también abandonó a su mujer y a su hijo, mi padre. Si no hubiera sido por mi tío-abuelo, es muy posible que Trencoms hubiera tenido que cerrar.

—Debo confesar —contestó Herbert— que no conozco todas las respuestas. Pero tengo una corazonada. Escucha: el ejército griego derrotado se retiró a Esmirna, en la costa, donde creía que estaría a salvo. Y tu abuelo estaba allí en septiembre de 1922 (eso lo sabemos con seguridad) en el momento más crítico.

»Pero desde el principio has dado por sentado que estaba luchando con los griegos, y estoy de acuerdo que eso parece por su carta. Pero he llegado a una conclusión muy distinta. Creo que en realidad era reportero (sí, en efecto) y trabajaba para un periódico.

Edward le lanzó una mirada escéptica.

—Eh, eh —continuó Herbert, intuyendo que Edward se disponía a interrumpirlo—. Antes de que digas nada, Edward, ya sabes que no sería el primer reportero de guerra aficionado. Estaba también John Grimble, que luego fue jefe de la sección internacional del Times. Y estaba también ese tipo tan famoso… ya sabes… ¿cómo se llama? El de El viejo y el…

—¿Hemingway?

—Sí, Hemingway. Él también estuvo allí. Creo que tu padre era un reportero, igual que Hemingway.

Edward exhaló profundamente y por accidente se le escapó un bufido.

—No, no, Herbert. ¡Imposible! George Trencom era un comerciante de quesos, no un periodista. Y, además, contéstame a esto: ¿por qué querían las tropas que fuera el primero en entrar en Constantinopla? ¿Y por qué en un corcel blanco? ¿Eh?

—Ah, bueno —contestó Herbert visiblemente excitado. Apenas podía refrenarse: estaba deseando dar el golpe de gracia—. Verás, si aceptas mi teoría, todo tiene sentido. Tienes que entender que los periódicos británicos se habían puesto del lado de Turquía durante la guerra con Grecia. Oh, sí. Pero cuando las noticias de las masacres comenzaron a llegar a Londres, su opinión cambió de repente. De la noche a la mañana, el gran público británico pedía a gritos una victoria griega.

—¿Y? —dijo Edward.

—Pues imagínate —repuso Herbert—, imagina qué golpe: que un periodista (un reportero) fuera el primero en entrar en Constantinopla. Después de todo, seguía siendo la meta, el objetivo último del ejército griego. Piensa en lo espectacular que sería que ese mismo reportero entrara en la ciudad montado en un corcel blanco, al estilo de Mehmet el Conquistador. La noticia habría llegado hasta el Daily Telegraph, eso seguro.

Herbert se había animado tanto que sus mejillas, que normalmente tenían la palidez que solo los pelirrojos pueden alcanzar, estaban de pronto salpicadas de manchitas coloradas. La última vez que Edward había visto a su amigo tan excitado fue el día que compraron la rara edición de 1824 de Las ranas de Aristófanes en versión de a. C. Glenny.

—Bien, es una buena teoría —dijo—. Te mereces un diez. Pero ¿has visto el nombre de George Trencom en algún periódico de esa época? Lo dudo. Y, además, tampoco aclara por qué parece que también mi padre estuvo luchando con los griegos.

—Cierto —reconoció Herbert—, eso es lo raro.

—Y hay otra cosa —añadió Edward—. Mi abuelo no volvió a casa, así que supongo que murió en Esmirna.

—Ah, sí —contestó Herbert—, y de eso tratan los recortes de periódico. Por lo visto (y esto es rarísimo), George Trencom murió intentando defender a este tipo de aquí. Una especie de obispo griego.

Edward se estiró en su silla y soltó un fuerte silbido.

—¡Chist! —dijo Herbert—. Por favor, intenta recordar dónde estás.

Edward cogió uno de los dos recortes de periódico y lo miró atentamente. Era bastante extraño, pensó, lo mucho que se parecía a su abuelo. Los mismos ojos. La misma forma de la cara. Y sobre todo, sí, sobre todo, la misma nariz. Se apartó el recorte de la cara para poner cierta distancia entre la fotografía y él.

—Sí —dijo—, es el vivo retrato de mi nariz.

Luego se acercó el recorte a la cara y se lo pegó a la piel de modo que su nariz y la de George Trencom se tocaran por la punta. Y fue exactamente en ese momento, cuando las dos narices entraron en contacto, cuando Edward sintió que un cosquilleo electrizante (como si se estremeciera o se le pusiera la carne de gallina) recorría a toda velocidad la superficie de su cuerpo. El vello de los brazos se le puso de punta y los nervios de los hombros se le contrajeron involuntariamente. No le cabía ninguna duda. La nariz de George Trencom, fotografiada más de cuarenta años antes, estaba caliente al tacto.

Los observadores más descreídos dirían que el recorte había estado colocado en algún sitio donde diera un rayito de sol. Habrían advertido además que Edward lo había estado sujetando con las manos y que las tenía calientes y pegajosas. Pero a su modo de ver tales explicaciones no eran en absoluto satisfactorias. Siempre había sabido que la nariz de los Trencom tenía poderes sobrenaturales y ahora, por fin, lo había comprobado.

—Creo que George forma parte de una historia mucho más grande —dijo—. Me da la sensación de que… bueno, es difícil de concretar, pero… estoy seguro de que mi tío tenía razón desde el principio. Hay algo sospechoso en la nariz de los Trencom, algo raro sobre sus orígenes. Hay un retrato que encontré en la caja de papeles. Debe de tener por lo menos cuatrocientos años y el del retrato tiene exactamente mi misma nariz. Eso es prueba suficiente de que lleva siglos en la familia. No me extrañaría descubrir que él también murió por culpa de su nariz. Y su hijo. Y su nieto. Y todos ellos, todos, hasta mi propio abuelo y mi padre.

Herbert le lanzó una mirada escéptica.

—¿Es que no lo ves? —continuó Edward—. Sabían algo. Está claro que había algún propósito oculto que…

—Que les costó la vida —interrumpió Herbert—. Eso es cierto. Ten cuidado, Edward, ten cuidado. Puede que estés jugando con fuego.

—Les costó la vida, sí —dijo Edward—, pero a mino va a costarme la mía. A no ser, claro, que muera de frustración. No, en serio, todos estuvieron complicados en acciones bélicas. Mi padre murió en una emboscada de los alemanes. Y mi abuelo murió al final de una guerra particularmente sangrienta en Turquía. Mis circunstancias son muy distintas. Te aseguro que la curiosidad por sí sola no matará a este gato, aunque sea un gato Trencom.

—Bueno, espero que tengas razón —dijo Herbert—. El pasado es territorio peligroso.

—Por cierto —prosiguió Edward, recopilando sus pensamientos—. Tengo otra pregunta que hacerte, sobre otro asunto. Dado que eres mi entendido en temas griegos, ¿te dice algo el nombre de Makarezos? Es una empresa de la calle Queen.

—¿Makarezos? —repitió Herbert—. Pues no he oído hablar de la empresa de la calle Queen, pero claro que me suena el nombre. Y me sorprende que no te suene a ti. Makarezos es uno de los miembros de la junta militar que gobierna Grecia. Nikolaos Makarezos, si no me equivoco. Aunque me temo que no sé si tiene relación con los Makarezos de la calle Queen. Pero qué preguntas más raras haces —dijo—. ¿Por qué diantre quieres saberlo?