5

7 de febrero de 1969

Edward no llevaba mucho tiempo en el trabajo cuando la campanilla de la tienda sonó y la puerta se abrió de pronto. Se levantó de un salto, entre alarmado y temeroso, pero enseguida se tranquilizó al ver que una figura conocida entraba en la tienda.

—¡Richard! —exclamó—. Qué susto me has dado. ¡Qué sorpresa! ¿Qué te trae por aquí otra vez? —Y antes de que tuviera ocasión de acabar la pregunta, se dio cuenta exactamente de a qué había ido su amigo—. Tienes noticias —dijo en tono apremiante—. ¿Has rellenado un hueco? ¿Qué has descubierto?

—Cálmate, viejo amigo —dijo Barcley, sonriéndole con impaciencia—. Voy a contártelo todo… aunque, en fin, admito que no hay mucho que contar.

—Pero ¿has averiguado quién es?

—No —contestó Richard—. No he averiguado quién es. Pero he descubierto que ayer ocurrió algo extraño en el número 14. Algo que presencié con mis propios ojos.

—¿Qué? ¿Qué? —dijo Edward—. Vamos, cuéntamelo.

Richard hizo una pausa.

—Bueno, quizá deberíamos bajar. A la bodega. Éste no es el sitio más apropiado.

—Tienes razón —dijo Edward, y, acercándose a lo alto de la escalera, llamó al señor George para preguntarle si podía atender la tienda unos minutos.

—Enseguida —respondió el señor George, cuya aparición en lo alto de la escalera ocultaron las dos grandes cajas de camembert que llevaba en brazos—. Ah, hola, señor Barcley —dijo cordialmente—. Cuánto tiempo sin verlo. ¿A qué debemos este placer? ¿Viene por queso o de visita?

Richard sonrió.

—Tengo que pedirle prestado a Edward un momento —dijo—. Solo un momento, ojo. ¿Puede usted guardar el fuerte? ¿Mantener vivo el fuego del hogar?

En cuanto estuvieron en el sótano, Edward quiso saber con todo detalle lo que había sucedido.

—Bueno —dijo Richard—, en realidad no hay gran cosa que contar. Pero por si sirve de algo…

Le contó que, el día anterior, a eso de las cinco y media de la tarde, estaba de pie junto a la ventana de su despacho.

—Las cortinas del edificio de enfrente estaban abiertas —dijo— y veía perfectamente la habitación. No hubo nadie en todo el día, que yo sepa, pero en ese momento, poco antes de mi hora de salir, vi a tres hombres entrar en la habitación. Costaba distinguir qué estaba pasando exactamente, porque el sol se reflejaba en las ventanas. Pero estoy convencido de que uno de esos tres hombres era el que nos miraba fijamente el otro día.

—¿Qué hacía? —preguntó Edward—. ¿Y los otros dos? ¿Qué hacían ellos?

—Bueno, saltaba a la vista que estaban discutiendo. De hecho, estaban armando una bronca de mil demonios. Dos de ellos parecían estar gritando al tercero. Y en cierto momento lo agarraron por las solapas de la chaqueta.

—¿Y luego? —preguntó Edward.

—Y luego, por desgracia, me vieron en la ventana. Y entonces nada, cortinas. Que las cerraron, quiero decir.

Edward dejó escapar un largo suspiro.

—¿Ya está? —preguntó—. ¿No hay nada más?

—No —dijo Barcley—. Digo, sí. Hay algo más. Hay mucho más. De hecho, hay esto.

Sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta y lo agitó delante de Edward como si le estuviera mostrando un triunfo.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó Edward—. ¿Qué es eso?

—Ayer cuando llegué a trabajar —explicó Richard—, esto me estaba esperando. Lo habían metido por el buzón y estaba en el felpudo. La señora Clarke lo recogió cuando llegó por la mañana.

—¿Y bien? —dijo Edward, cada vez más impaciente—. ¿Qué dice?

—No mucho —respondió Barcley—. De hecho, no dice casi nada. Pero no por eso deja de ser interesante. Escucha esto. Dice: «Tenga la amabilidad de encontrarse conmigo el viernes 21 de febrero, a mediodía, en la esquina entre las calles Throgmorton y Old Broad. Tengo que comunicarle algo de la mayor importancia, algo que debe comunicar a su amigo. No puedo, por razones que me es imposible explicarle aquí y ahora, encontrarme con usted antes de esa fecha».

—¿Y eso es todo? —preguntó Edward con un suspiro largo y exagerado—. Para eso faltan dos semanas. ¿Vas a ir? No, no puedes. No puedes ponerte en peligro por mí. No, Richard, iré yo. Yo me reuniré con él ese viernes.

—No —dijo Barcley con firmeza—. Tú no puedes ir. Está bastante claro que eres tú el que está en peligro. Alguien, por razones que aún desconocemos, quiere hacerte daño. Y ya eres un blanco bastante fácil sin ir a esa cita. No, no, Edward, iré yo.

Richard cogió un trocito de gorgonzola y se lo acercó a la nariz.

—Vaya, Edward, este sí que huele. Pero es un poco pronto para esto. Y ahora —dijo, echando un vistazo a su reloj—, si no te importa, tengo que irme. La querida señora Clarke estará preocupadísima por mí. Cuídate, viejo amigo. Te mantendré informado si ocurre algo nuevo.

Y con esas, Richard Barcley cruzó el sótano en dirección a la escalera y desapareció en la tienda.