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9 de septiembre de 1922

La terraza del hotel Bristol está llena de gente: marineros americanos, comerciantes armenios, judíos, turcos y funcionarios del consulado británico. Al signor Orlando, el libretista italiano, se le puede ver bebiendo a sorbitos un vaso de café solo con azúcar. Monsieur Dupont, el fabricante de pianos de Marsella, está fumando su cachimba vespertina. Y el personaje sentado al fondo de la terraza no es otro que George Trencom, de la quesería Trencoms, de Londres. Pero ¿qué está haciendo en la ciudad otomana de Esmirna, en el Mediterráneo, un despejado día de otoño de 1922?

—La situación es desesperada —le susurra a su compañero de mesa, un individuo con barba ataviado con la vestimenta de un metropolitano griego ortodoxo—. Todo está perdido. No hay esperanza. ¿Se da usted cuenta? Es solo cuestión de tiempo que todo estalle.

El metropolitano asiente con la cabeza aunque, a decir verdad, está ensimismado.

—Kyrie eleison —dice después de un largo silencio—. El fin… el fin… —Hace otra pausa y bebe un sorbo de agua con limón antes de seguir hablando—. Sí, sí… esto marca el fin de tus sueños, Georgios, y el de los míos también. Y me temo que hemos llegado a un momento crucial. Sí. Un momento que anuncia el fin de todas las aspiraciones griegas. Avaricia y orgullo… esos son los pecados de la nación griega.

George se frota el codo mientras escucha al metropolitano Crisóstomos. La esquirla de metralla que tiene alojada junto al hueso hace que los nervios le cosquilleen de un modo de lo más desagradable.

—Este condenado brazo —masculla para sí mismo antes de explicarle a Crisóstomos—: Fue un obús turco. ¡Zas! Se me metió justo aquí. Me hirieron en Afyonkarahisar.

Apenas cinco días antes, George y sus compañeros griegos estaban combatiendo contra el ejército turco cerca de Ushak, a unos doscientos veinticinco kilómetros al este de Esmirna. La división con la que servía esperaba romper el flanco turco y avanzar hacia Constantinopla. Después de una serie de victorias, los hombres habían pasado las noches emborrachándose y hablando de cómo iban a entrar en la ciudad. Uno de ellos, un coronel muy engreído llamado Teodoro, había propuesto que George entrara en Constantinopla a caballo. En un corcel blanco, imitando la entrada en la ciudad del sultán Mehmet el Conquistador aquel día aciago de 1453.

—Tú debes ser el primero en entrar en Constantinopla —dijo el coronel Teodoro—. Tienes que ser el primero, con la bendición de Dios.

La sugerencia del coronel levantó entre sus hombres hurras fervorosos cuyo volumen y tempo aumentaron cuando George propuso un brindis por la reconquista de la ciudad a los infieles. Pero su confianza y su moral se habían hecho pedazos muy poco después. El ejército griego, que durante tanto tiempo había parecido invencible, había sido arrollado por las fuerzas de Mustafá Kemal, que había organizado un ataque relámpago en dos frentes. Los escasos supervivientes habían huido hacia la ciudad costera de Esmirna.

George había tenido la suerte de llegar primero. Había encontrado una ciudad que vivía ajena a su inminente sino. El casino estaba abierto, como siempre. El puerto estaba lleno de porteadores y estibadores que cargaban higos pringosos en los mercantes que esperaban. Los grandes navieros griegos cenaban en el Hotel d’Anglaterre; los residentes ingleses del barrio de Bornova seguían bebiendo ginebra con bitter, y la pequeña comunidad americana preparaba las fiestas y bailes del YMCA de la temporada de otoño.

George se mete en la boca un trocito de tulum autóctono. En lugar de masticarlo, como tiene por costumbre, lo aplasta lentamente con la lengua. Lo nota pasar por entre los huecos de sus dientes y pegarse a sus encías. Hmm, se dice frunciendo el ceño. Hoy no sabe tan bueno. No, tiene un sabor muy distinto. Mientras piensa esto, mira hacia el mar. Su fino olfato ha alertado a su cerebro de que algo raro está pasando en el puerto, a menos de trescientos metros de donde está sentado. Sí, la brisa arrastra un hedor espantoso que lleva consigo una historia de miseria y desesperación. Cientos, quizá miles de soldados griegos heridos están llegando a Esmirna desde el interior del país. Se tambalean, arrastran los pies, doblados casi en dos por el peso de sus macutos. Sus caras enflaquecidas y su expresión vacía denotan un sufrimiento extremo. Algunos se apoyan en sus compañeros para sostenerse en pie. Otros arrastran un pie tras otro, luchando por alcanzar los muelles de Esmirna, donde esperan encontrar refugio.

El metropolitano deja escapar un silbido bajo al ver que un fusilero herido se derrumba dolorido.

—No creí que fuera posible —dice—. Pensaba que la victoria era nuestra.

Vuelve la mirada hacia el puerto, hacia donde mira todo el mundo en la terraza del hotel Bristol, y ve acongojado a un número creciente de soldados caminar arrastrando los pies por el paseo marítimo.

—Los turcos no se atreverán a entrar en la ciudad —susurra el clérigo—. No, con todos estos extranjeros aquí.

Señala hacia el puerto, que alberga más de dos docenas de buques de guerra extranjeros. George cuenta once barcos británicos, cinco cruceros franceses y varios dragaminas italianos. Hay también tres destructores americanos, el mayor de los cuales ha llegado la víspera y está anclado junto a la terminal de la Standard Oil en el extremo norte del muelle.

—Espero que tenga razón, padre —dice George Trencom—. Espero por Dios que tenga usted razón.

Pero mientras dice esto se hace evidente que la situación está a punto de deteriorarse aún más.

En el hotel Bristol, todos los ojos están clavados en el extremo del muelle, donde se desarrolla una escena sumamente preocupante. Tan preocupante es que el metropolitano Crisóstomos se levanta sin darse cuenta y hace la señal de la cruz. Se ve a la tristemente célebre caballería turca, comandada por Murcelle Pasha, cabalgar por el paseo del puerto. Van muy erguidos en sus sillas de montar y llevan fez negro y alto, con la media luna y la estrella bordadas. En la mano derecha, cada jinete lleva una bruñida cimitarra curva. Gritan «¡Victoria! ¡Victoria!» mientras avanzan, y luego dan vítores.

—En el nombre de todo lo sagrado —dice el metropolitano, que vuelve a persignarse—, ha pasado de verdad.

Más de dos mil soldados turcos inundan Esmirna en el curso de esa tarde. Son recibidos como héroes y libertadores por la minoría turca que vive en la parte alta de la ciudad, pero en el resto de Esmirna el ánimo ha cambiado e impera un mal presentimiento. Docenas de armenios han sido asesinados a sangre fría y varios centenares de tiendas saqueadas. George Trencom mira en silencio cómo las familias griegas más ricas montan en sus embarcaciones de placer y salen discretamente del puerto. Los que se quedan atrás pasan el tiempo limpiando sus armas y preparándose para lo peor.

A las 15.22 en punto, el general Nuredín, recién nombrado comandante de Esmirna, manda decir al metropolitano Crisóstomos que se presente en su cuartel general. El metropolitano sabe que no tiene más remedio que obedecer y se encamina a la oficina del general, acompañado por el señor George Trencom, que se ha ofrecido a hacerle de truchimán. Aunque llevan una escolta de militares turcos, les cuesta considerable esfuerzo llegar al portal del edificio, pues un gentío amenazador se ha reunido para abuchear al metropolitano griego. Cuando aparece, empiezan a lanzarle guijarros y trozos de basura.

Crisóstomos entra en el improvisado cuartel del general y tiende la mano para saludar a Nuredín, con quien ha coincidido en otras ocasiones. Lo felicita por su victoria y le pide que se muestre magnánimo con los vencidos. Nuredín le niega la mano, responde con un bufido desdeñoso y luego le escupe en la cara.

—Es hombre muerto —dice con frialdad— y también los suyos. Ahora fuera de aquí. Mi gente tiene cuentas viejas que saldar.

No dirige la palabra a George Trencom, aunque el brillo de sus ojos delata que lo ha reconocido.

—¿De veras es él? —le pregunta a su teniente en jefe—. ¿Tan fácilmente lo hemos atraído a nuestra guarida?

El teniente asiente con la cabeza y dice:

—Fíjese en esa nariz. No puede ser otro.

El metropolitano Crisóstomos y George Trencom se vuelven para salir del despacho del general y bajan las escaleras hacia el vestíbulo de entrada. Antes de salir a la calle, cambian una mirada y observan con recelo al gentío. Crisóstomos hace instintivamente la señal de la cruz y masculla una oración.

—Ahora solo Dios puede salvarnos —dice.

Cuando llegan al escalón de abajo, Nuredín sale al balcón de su cuartel general. Se dirige a la multitud usando un lenguaje feroz, dándoles carta blanca para que hagan lo que se les antoje.

—Tratad a los perros como se merecen —dice—. Sobre todo a ese.

Señala a George Trencom, haciendo un gesto inequívoco de degüello antes de volver a entrar tranquilamente. Cuando cierra las puertas del balcón, la multitud avanza y agarra a Crisóstomos por la barba. George Trencom intenta defender a su amigo, pero al hacerlo alguien entre el gentío le lanza una cuchillada al cuello. Cae al suelo en estado de shock, llevándose la mano a la herida abierta.

Lo último que ve antes de perder la conciencia es el asesinato del metropolitano. Crisóstomos es degollado y los ojos le son arrancados con puñales. El gentío le corta luego la barba con una cuchilla.

La matanza sacia la furia de la muchedumbre, que pronto empieza a dispersarse. Un par de hombres se quedan atrás para colgar los cadáveres de una farola. Les ponen un cartel al cuello; un cartel escrito en turco, griego y armenio. Su mensaje se compone únicamente de tres palabras: «Constantinopla es turca».