29 de enero de 1969
A la mañana siguiente, Edward se despertó bastante más temprano que de costumbre y se vistió sin darse un baño.
—Madre mía, sí que tienes prisa esta mañana —dijo Elizabeth, que normalmente se levantaba antes que su marido. Pero más se sorprendió aún al mirar el despertador—. ¡Edward! —exclamó—. No son ni las seis y media.
—Lo sé, lo sé —dijo Edward—. Pero hoy tengo que ir temprano a la ciudad. Hay un cerro de quesos que clasificar y guardar, y además tenemos que hacer el inventario mensual.
—Vaya, me deja usted de piedra, Don Queso —contestó Elizabeth con un bostezo matutino—. Espero que esto de levantarse con los pájaros vaya a ser la excepción y no la regla. Porque cuando tú coges una costumbre, no es fácil que la rompas. Bueno, ¿quieres que baje? Supongo que yo también debería levantarme.
Edward le dijo que no sacudiendo la cabeza y bajó a la cocina, donde desayunó a toda prisa. En lugar de hacerse una tostada con mantequilla y queso fundido, para lo que tenía que calentar la parrilla, se comió una rebanada de pan y un gran trozo de queso.
No está ni de lejos tan rico como fundido, pensó mientras miraba su reloj. Pero me he ahorrado diez minutos. Si me doy prisa, cogeré el tren de las siete y dos minutos.
Después de beber tres sorbos más de té, corrió arriba a despedirse de Elizabeth.
—Intentaré volver pronto esta tarde —le dijo—. Suponiendo que todo vaya bien en la tienda.
—Bueno, espero que no vuelvas más tarde de lo normal —contestó ella con una sonrisa—, o empezaré a pensar que te has buscado a una guapa señorita.
—Y así es —dijo Edward con una sonrisa alegre—. Y se llama Elizabeth Trencom.
Eran las 6.50 cuando salió por la puerta de la calle. La mañana estaba afilada como una espada y el césped blanco de escarcha. Edward tomó una gran bocanada de aire para aclararse los pulmones. Pero al hacerlo se quedó paralizado de miedo. El aire no tenía el paladar fresco y metálico de las mañanas frías de invierno. Por el contrario, arrastraba el aroma inconfundible del tabaco balcánico. El olor no era nada fuerte (en realidad, la mayoría de los mortales no habría detectado su presencia), pero para el finísimo olfato de Edward se había infiltrado en el aire neutro con la misma sutileza que un intruso torpón en una casa cerrada a cal y canto.
Aquel olor lo pilló tan por sorpresa (y lo dejó tan espantado) que se agarró sin darse cuenta al porche y se quedó mirando distraídamente la madera labrada. Sus ojos se enfocaron en una tijereta grande y extraordinariamente gorda que bajaba por el canalón. La tijereta se paró un momento y pareció señalarlo agitando sus fórceps. Luego, sin pedir siquiera permiso, se metió por una rendija de la tubería.
Edward husmeó el aire una y otra vez. Sabía que no había esperanza de avistar a la persona que había estado fumando aquel tabaco. Por la levedad del olor, calculó que debía de haberse marchado hacía más de una hora.
Eso significa, se dijo, que sabe dónde vivo. Y también que anoche me siguieron hasta casa. Y sin embargo yo habría jurado que no ¡levaba a nadie detrás.
Aquellas dos conclusiones le causaron profunda inquietud. Se preguntó si podía dejar a Elizabeth sola en casa. A fin de cuentas, quizá ella también estuviera en peligro. ¿Y si ese individuo vuelve?, pensaba Edward. ¿Y si le hace algo?
Estuvo medio tentado de quedarse en casa; incluso pensó en llamar a la policía. Pero enseguida se dio cuenta de que ninguna de las dos opciones era práctica, ni satisfactoria.
La policía se reiría de mí si les dijera que me sigue un extranjero cuya identidad es un misterio. Y, francamente, yo no se lo reprocharía.
Decidió además no quedarse en casa porque tendría que contarle a Elizabeth todo lo que había pasado, y aún no estaba preparado para eso.
Más vale que me vaya a trabajar, pensó con un suspiro. Que siga como siempre. No debe uno ceder en estas cosas.
A pesar de su resolución y de sus valerosas palabras, estaba angustiado y sumamente nervioso cuando se fue a trabajar esa desabrida mañana de febrero.
Llegó a Trencoms poco antes de las ocho y abrió la puerta principal de la tienda. Al entrar, olfateó de inmediato el aire para captar aquel primer olor a moho, inalterado por el influjo del aire fresco del exterior.
—Ah, sí… qué delicia.
Notó, desde luego, por encima de todos los demás aromas y perfumes, el olor de los époisses de Borgoña.
—Anoche estuviste otra vez haciendo de las tuyas —bromeó con una risa sagaz—. Ah, sí, claro que sí. Vamos a ver… No me lo digas, no me lo digas. Has estado coqueteando con el soumaintrain.
Fue una mañana ajetreada en la tienda de quesos y hasta la hora de comer no paró de entrar gente. En cierto momento, un par de señoritas entraron en la tienda y pidieron indicaciones para ir a la editorial Bister & Brown.
—Santo Dios —le susurró Edward al señor George mientras miraban ambos por encima del mostrador—. Parece que han olvidado ponerse la falda.
Se rieron los dos y Edward se permitió el lujo de imaginarse a Elizabeth con semejante atuendo.
Bueno, ¿y por qué no?, pensó. Son los tiempos.
A la hora de la comida siguieron entrando clientes y Edward fue irritándose cada vez más porque justo ese día tuviera tantas cosas que hacer. Estaba deseando retirarse a los sótanos para seguir rebuscando en los papeles de la familia, pero tuvo que esperar casi hasta las 14.20 para tomarse por fin un descanso.
—Señor George —dijo—, ¿le importaría vigilar el fuerte un rato más hoy? Tengo que echarle un vistazo a unos papeles abajo.
—Como quiera, señor Trencom —dijo el señor George—. Aunque puede que tenga que llamarlo, si hay mucho lío.
Titubeó un momento, preguntándose si podía atreverse a preguntar qué eran aquellos papeles. No era asunto suyo, en realidad (él no se ocupaba del papeleo), pero había algo en la actitud del señor Trencom que levantaba sus sospechas.
—¿Son los papeles de su familia, señor Trencom? ¿Ha encontrado algo interesante?
—Oh, no, no, no —contestó Edward—. Nada que vaya a cambiar el mundo. Y además… es papeleo de la tienda. Albaranes, facturas… Ya sabe, esas cosas.
—Ah, ya, ya —respondió el señor George—. En ese caso intentaré no molestarlo. ¡Feliz papeleo!
Cuando Edward descendió al fin a los sótanos, le ocurrió algo tan extraño, tan fuera de lo corriente, que debemos detenernos un minuto a examinarlo con más detalle. Edward tenía desde hacía mucho tiempo la costumbre de pararse en el cuarto peldaño de la escalera, empezando desde abajo, para permitirse una inhalación larga y profunda. En un día normal, el olor bastaba para que se le llenara la boca de saliva. Su olfato detectaba primero el olor de los quesos más cercanos (los thenay, los saint benoît y los barberey) antes de captar matices mucho más sutiles en el aire estancado. ¿Había un tufillo a pepato? ¿Notaba acaso el pícaro olor del robiola alpino? ¿Emanaba aquel leve aroma a barro cocido del kareish de Egipto?
Tales expectativas llevaba Edward Trencom en la cabeza cuando bajó a la bodega y olfateó el aire al llegar al cuarto escalón contando desde abajo. Olisqueó; olfateó; inhaló; tragó. Pero he aquí lo raro: no había nada allí. Ningún aroma. Ningún perfume. Ningún olor. Rien de rien.
Umm, se dijo Edward. Esto es lo de lo más desconcertante. Lo intentó otra vez, dándose suaves golpecitos en la nariz como cuando tocan sus relojes algunos señores mayores. Y nada. Edward empezó a preocuparse en serio.
—Vaya, que me aspen —dijo—. ¿Qué demonios está pasando? Se disponía a inhalar por tercera vez cuando la nariz empezó a picarle. Le cosquilleó. Se le puso caliente. Y cuando aspiró profundamente el aire denso, Edward descubrió aliviado que su sentido del olfato se había recuperado. De pronto (como una ráfaga de aire) notó el olor agrio del taith irlandés.
—Gracias a Dios —dijo—. Gracias a Dios.
Edward se acercó a la caja de papeles de la familia y los puso sobre el altar. Tras detenerse un momento a olfatear el aire una vez más, quitó de la lápida de caliza los chèvre de Auvergne que había estado probando la tarde anterior.
El altar me va venir de perlas para los archivos, se dijo. Sí, de perlas.
Hasta el momento, solo había mirado por encima la mayoría de los libros y los papeles que había en la caja. Había sacado las pocas cosas que se referían a su padre y las que tenían que ver con su abuelo. Ahora lo sacó todo de la caja y se puso a ordenar los papeles en pulcros montones, generación por generación. Sobre cada uno de ellos, cuando pudo, puso un retrato de la persona en cuestión.
De ese modo, pensaba, puedo ponerles cara a los nombres.
Cada vez que sacaba una cosa de la caja, sentía un cosquilleo de emoción en todo el cuerpo.
—Están todos aquí —murmuraba—. Todos y cada uno de ellos.
Los documentos tenían un olor agradable (un olor que recordaba a las iglesias viejas del campo) y Edward iba colocando cada cosa debajo de su nariz y aspirando profundamente. Notó que varios de los documentos tenían un fuerte olor a incienso (a mirra, indudablemente), como si hubieran pasado mucho tiempo en la capilla de un monasterio.
Le sorprendió descubrir que había mucha más información sobre las primeras generaciones que sobre sus antepasados más inmediatos. Había solo dos o tres cosas relacionadas con su abuelo George y en cambio había un gran fajo de cartas y papeles referidos a Humphrey Trencom, que parecía haber muerto a fines del siglo XVII. Algunas cosas no parecían tener relación evidente con ningún miembro de su familia. El icono, por ejemplo. ¿A quién había pertenecido? ¿Y de quién eran los libros publicados en griego? Edward no sabía que entre sus ancestros hubiera habido algún lingüista. Pero lo más desconcertante de todo era un grabado en cobre que representaba a un hombre de mirada cruel y barba partida. Tenía la cabeza envuelta en un voluminoso turbante de tela y parecía oriental; turco, quizá. La nariz era el elemento más chocante del retrato: era larga, aguileña y tenía un bulto prominente y perfectamente circular en el puente. Edward se llevó la mano a la nariz instintivamente mientras estudiaba el grabado.
—Dios mío —murmuró—. Qué raro. Sea quien sea, tiene exactamente la misma nariz que yo.
Estaba tan sorprendido por el retrato que no oyó que el señor George bajaba al sótano para pedirle que le echara una mano en la tienda.
—Señor Trenc… —empezó a decir, pero se detuvo en mitad de la frase.
Hmm, conque papeleo, ¿eh?, se dijo. Albaranes y facturas. Meneó la cabeza con aire de reproche, dio media vuelta y volvió a subir la escalera sin hacer ruido. En fin. Me alegro de que por lo menos a uno de los dos no le falte un tornillo.
Se volvió hacia la cola cada vez más larga y dio unas palmadas como anunciando que estaba listo.
—Bueno, señoras, ¿a quién atiendo?
Edward, que era un tipo metódico, decidió ir revisando el montón de documentos en orden cronológico inverso. Había en total nueve generaciones que abarcaban tres siglos completos. Un par de cosas parecían incluso más antiguas. El grabado podía muy bien datar del siglo XVI, mientras que el icono parecía pintado en la Edad Media.
Se metió un chèvre entero en la boca antes de echar mano del fajo de documentos que se referían a su abuelo, George Trencom. Edward no había conocido a George, que murió mucho antes de que él naciera y cuyo nombre rara vez se mencionaba en casa. Edward recordaba claramente haber preguntado por su abuelo, siento todavía un niño.
—Ah, ese —había resoplado su madre—. Un bobo… y un egoísta, además. Como todos los Trencom.
—Pero ¿por qué? —había preguntado Edward.
—No te preocupes por tu abuelo —contestó Emily—. Ni por tu padre tampoco. En este mundo no hay que pensar demasiado en el pasado.
Y eso fue todo. A la edad de once años, Edward lo ignoraba todo acerca del carácter, la personalidad, la vida o el aspecto de su abuelo paterno, a quien conocía no como «el abuelo» o «el abuelo George», sino simplemente como George Trencom.
Ahora, por fin, tenía en la mano una fotografía firmada por George Trencom. La fotografía representaba a un joven guapo, vestido con ese conjunto de levita y pantalones de cuadros que estaba de moda en el Londres de fines de la década de 1890. Edward sonrió al ver que su abuelo estaba delante de Trencoms (la fachada de la tienda se reconocía enseguida) y que sujetaba lo que parecía ser una caja grande de weisslackerkäse alemán. Claro, claro, se dijo Edward. Era el queso preferido del príncipe de Cales. Cuando el príncipe de Gales ascendió por fin al trono después de pasarse media vida esperando, Trencoms suministró el weisslackerkäse para las festividades de la coronación.
El elemento más agradable de la fotografía de George Trencom era el hecho de que tuviera la misma nariz que Edward. Ah, sí, sí, pensó Edward. Y esas napias son tan fabulosas como las mías. Sí, son idénticas.
Dio la vuelta a la fotografía y vio que alguien había escrito al dorso las fechas de nacimiento y muerte de George Trencom. «Nacido en 1869, muerto en septiembre de 1922».
Cielos, mi padre tenía que ser muy pequeño cuando murió George, pensó Edward. Muy pequeño, sí. Es curioso cómo se repite la historia.
Dejó la fotografía y pasó rápidamente los demás papeles y documentos. Parecía haber muy poca información sobre su abuelo, pero los pocos papeles que se referían a él eran de lo más curioso. Dos de ellos eran artículos de periódico amarillentos; uno de ellos estaba escrito en árabe y el otro en griego. Edward no se habría enterado de que mencionaban a su abuelo de no ser porque en ambos recortes aparecían sendas fotografías de George Trencom. Su abuelo aparecía de pie delante de una gran basílica, acompañado por un hombre que parecía un sacerdote griego. En el margen del recorte griego aparecía una sola palabra escrita en inglés: Smyrna.
Qué extraño, pensó Edward. ¿Qué diablos estaría haciendo allí?
Miró la fecha del periódico, que estaba escrita en alfabeto latino: 12 de septiembre de 1922. Si no me equivoco, y revisó la fotografía para asegurarse de que no se equivocaba, fue el mismo mes en el que murió.
En cuanto se dio cuenta de esto, sintió que un escalofrío helado le recorría el cuerpo desde las uñas de los pies a las rodillas y de allí a las caderas y el cuello. Se le entumecieron los dedos. Y también los brazos. Y hasta sintió que la carne de la nariz se le ponía de gallina en una oleada, cosa que nunca antes le había ocurrido.
George Trencom, se dijo, el abuelo George, tuvo que morir en Esmirna. El segundo miembro de la familia muerto en el extranjero. Y eso es algo que me resulta de lo más peculiar.
—¿Peculiar? —dijo Barcley esa tarde—. No es tan peculiar. Muchas familias tienen antepasados que murieron en el extranjero. Es interesante, eso lo reconozco. Pero no peculiar. A no ser que tú quieras que lo sea.
Edward dejó escapar un suspiro cansino. Richard y él nunca parecían ponerse de acuerdo en ciertas cosas y estaba claro que la historia familiar iba a ser una de ellas.
—Es como coleccionar monedas —explicó Edward—. Estoy seguro de que no entiendes mi emoción cuando consigo una moneda con el retrato de un emperador que me faltaba. Pero, en fin, ¿no ves lo satisfactorio que puede ser? La primera vez que compré un denario del emperador Olibrio me duró la alegría días y días. Olibrio reinó solamente cuatro meses. ¡Cuatro meses! Y yo llevaba buscando una de sus monedas casi una década.
»Pues con esto de los papeles familiares pasa lo mismo. Cada vez que abro la caja, me corre un escalofrío por la espalda.
—Pero ¿por qué? —preguntó Richard con una extraña risilla—. Lo digo porque todavía no has encontrado ni una sola respuesta. De hecho, en tu historia familiar hay muchas más lagunas que datos probados.
—Has puesto el dedo en la llaga —dijo Edward—. Lo que me gusta son las lagunas. Tú has visto mi colección: has visto mis monedas romanas expuestas en sus bandejas. Una ranura para cada emperador. Pues son los huecos lo que lo hace tan emocionante. Las que faltan. Verás: llegará el día en que consiga rellenar todos esos huecos.
Se quedó callado un segundo, preguntándose si alguna vez conseguiría comunicarle su pasión a Richard.
—Hubo ciento cinco emperadores romanos, si se excluye a los usurpadores, y noventa y un emperadores bizantinos. Eso hace un total de ciento noventa y seis. Ya tengo ochenta y seis monedas de los romanos, y sesenta y dos de los bizantinos. ¡Así que solo quedan cuarenta y ocho huecos! Pero esos huecos, Richard… Sueño con ellos. ¡Me persiguen día y noche!
»La vez que conseguí comprar una moneda con el retrato del emperador Manuel III Paleólogo… te juro que fue uno de los momentos más felices de mi vida. La compré en la calle Villiers, en el mercado de monedas de los sábados. ¿Y sabes por qué me hizo tan feliz? El emperador Manuel vino a Londres en 1400. Y pasó las Navidades con el rey Enrique IV en el palacio de Eltham. Y yo, por la exigua suma de una libra y tres chelines, me convertí en el orgulloso propietario de una moneda con su retrato. Si eso no es historia hecha vida, no sé qué es.
—Los placeres de la caza —dijo Richard con una sonrisa irónica—. Es como mis casos jurídicos, supongo. Con la excepción de que a mí me pagan al final, mientras que tú tienes que gastarte el dinero rellenando tus huecos.
—Antes solo me interesaban los emperadores romanos —continuó Edward, que escuchaba a medias a su amigo—. Nerón, Calígula, Adriano. Pero ahora cada vez me atraen más los bizantinos. ¿Y sabes por qué? Es porque son más difíciles de encontrar. Desde que Elizabeth dejó Percy’s, me cuesta encontrarlos. Y eso nos vuelve a llevar a los huecos. El día que consiga comprar una moneda de Constantino XI Paleólogo, el último emperador bizantino, será un día muy feliz para mí.
—Salvo porque habrás rellenado el hueco —respondió Richard, rápido como una centella.
—Cierto. —Edward sonrió—. Un hueco habrá desaparecido. Pero ahora, con todos estos papeles familiares, tengo un montón de huecos que rellenar. Docenas, de hecho. Y pienso rellenarlos, Richard, te lo digo muy en serio.
—Oh, te creo —repuso Richard—. Y la verdad es que empieza a preocuparme.