28 de enero de 1969
El quinto día después de su visita de mediodía a la oficina de Richard Barcley, Edward regresó a casa del trabajo bastante más temprano de lo acostumbrado. Aunque ver a aquel hombre mirándolo desde el edificio de enfrente le había causado una profunda conmoción, ya estaba más tranquilo: habían pasado tres días enteros y no había vuelto a verle el pelo. Aun así, se sentía inquieto. Dos veces había soñado que alguien lo perseguía por un laberinto de calles que se comunicaban entre sí, y esa misma noche se había despertado envuelto en un sudor frío. Estaba atrapado en una pesadilla en la que un espectro sin rostro lo agarraba con fuerza por el pescuezo.
Cada día, en el trabajo, Edward aguardaba contra toda esperanza que el hombre del grupo de turistas reapareciera. Una y otra vez reflexionaba sobre lo que le había dicho, y sin embargo no lograba encontrarle sentido. «Lo necesitamos. Todas nuestras esperanzas están puestas en usted». ¿Por qué, por qué, por qué? ¿Y por qué diantre él, Edward Trencom, que nunca le había hecho daño a nadie (que él recordara), de pronto se hallaba en grave peligro?
Era todo sumamente extraño. Incluso había telefoneado a la señora Williamson para preguntarle si recordaba algo más sobre aquel hombre.
—No mucho, señor Trencom —le dijo la señora Williamson, encantada por que Edward la llamara a casa—. Pero si quiere podemos vernos para tomar un café, iré encantada. Puede que me acuerde de algún detalle, si me pongo a pensar en ello.
—Oh, no, señora Williamson. No quiero molestarla.
—No, si no es molestia —repuso la señora Williamson—. De veras. No es molestia en absoluto.
—Pero llámeme a Trencoms —continuó Edward—, si se acuerda de algo más.
Le deseó buenos días y colgó el teléfono. Éste sonó menos de un minuto después.
—Sí que me acuerdo de una cosa —dijo la señora Williamson—. Era de Salónica, sí, y dijo que había venido por negocios. Hasta me acuerdo de que le pregunté que a qué se dedicaba, lo que pareció molestarlo.
—¿Por qué? —preguntó Edward—. ¿Qué dijo?
—Me dijo que era personal —contestó la señora Williamson—. Y tuve la clara impresión, señor Trencom, de que pensó que estaba cotilleando. Y no es cierto, por supuesto. Simplemente, me gusta enterarme de las cosas.
—Lo sé, lo sé —dijo Edward—. Es usted demasiado simpática y amable, señora Williamson.
—¿Usted cree? —preguntó una voz azorada al otro lado de la línea—. Me llamo Edith, por cierto. O Edie. Lo que usted prefiera. No sabía que fuera usted tan… bueno… que le pareciera tan…
Edward sintió de pronto tal alarma por las repercusiones que podía tener su llamada a casa de la señora Williamson que decidió zanjar la conversación antes de que ella llegara más lejos.
—Bien, buenos días —dijo con voz firme, pero cordial—. Si duda la veré en el próximo tour.
—Sí —dijo una voz cargada de emoción al otro lado del teléfono—. Y estaré impaciente por probar los quesos que elija para mí.
El desasosiego de Edward por la forma en que le había hablado la señora Williamson era equiparable a la inquietud que le embargaba cuando despachaba en Trencoms. Ya no sentía ningún placer, ni satisfacción, cuando sonaba la campanilla de la puerta. Ahora, su tintineo generaba en él dos emociones opuestas. Estaba el miedo a que anunciara la aparición del hombre misterioso de la calle Queen. Y la esperanza, aunque leve, de que el sujeto del grupo de turistas volviera a aparecer para explicarle exactamente qué había querido decir con su críptica advertencia.
En momentos tan difíciles, la presencia del señor George era un bálsamo. Edward se consolaba pensando que, pasara lo que pasase, el señor George siempre estaría allí. No le había revelado sus temores; de hecho, había intentado comportarse con normalidad, desempaquetando quesos y atendiendo a los clientes con la misma jovialidad con la que se había ganado una clientela leal. Pese a todo, el señor George, que era muy intuitivo, había notado ya que algo andaba mal. Todas las noches llegaba a casa y saludaba a su gato diciendo:
—Ese señor Trencom… tiene algo metido en la cabeza.
Dubonnet, el gato, parecía asentir de todo corazón. Balanceaba la cabeza, maullaba un par de veces y arañaba con la pata la pierna izquierda del señor George.
—O mucho me equivoco, Dubonnet, o la historia está a punto de repetirse. Acuérdate de lo que te digo: va derecho a la misma trampa en la que cayó su padre.
El señor George nunca había estado seguro de cuál era aquella «trampa», ni lograba imaginar por qué el señor Trencom padre se había ido de Londres en plena guerra.
—Pero le costó la vida —dijo con un suspiro—, y me han dicho que la «trampa» también le costó la vida a su padre.
Dubonnet estuvo otra vez de acuerdo con todo lo que el señor George decía y arañó su pierna con mayor vigor cuando su amo echó mano de una lata de comida para gatos.
—Esta noche te he traído una golosina especial —dijo el señor George, acariciando a Dubonnet bajo la barbilla—. Un delicioso taco de vinney: solo para nosotros dos. Nos lo comeremos para cenar. Te apetece, ¿verdad? Sí, claro que sí. ¡Ya sé que te apetece!
Cortó el vinney en dos trozos iguales y puso uno en el cuenco metálico de Dubonnet. El otro lo dejó sobre la encimera de la cocina. Se lo comería más tarde, pensó. Después de su copita.
Al principio, Richard Barcley no se tomó en serio los temores de Edward. Todo parecía tan absurdo y rocambolesco… Pero en cuanto vio al hombre de enfrente mirando hacia su oficina, se dio cuenta de que Edward tenía motivos para preocuparse. Había, en efecto, algo extraño en la apariencia del hombre de la ventana, y Barcley prometió vigilar de cerca el edificio. Con bravuconería poco propia de él, incluso prometió seguir a aquel individuo si aparecía en la calle.
Poco antes de salir de la oficina de Barcley, Edward había preguntado a su viejo amigo si debía o no contarle a Elizabeth lo que había descubierto. Barcley se quedó pensando un momento antes de darle su opinión ponderada.
—No es buena idea, amigo mío —dijo—. Solo conseguirás preocuparla. Y no creo que quieras. Vamos a mantener esto… —se tocó sagazmente la nariz— entre nosotros. Al menos de momento. Hablaremos todos los días, nos mantendremos informados sobre el desarrollo de los acontecimientos. Y, por cierto, una cosa más…
Edward miró expectante a su amigo.
—Por el amor de Dios, ten cuidado cuando vuelvas a casa del trabajo. Sí, asegúrate de que no te siguen. No conviene que sepan (o sepa) dónde vives. A fin de cuentas, no quieres poner a Elizabeth en peligro innecesariamente, por supuesto.
Edward no había pensado ni por un momento que lo sucedido en la tienda pudiera afectar a su vida doméstica. Y sin embargo Barcley tenía razón. ¿Y si el hombre que lo estaba espiando conseguía averiguar dónde vivía? Haciendo caso del consejo de su amigo, decidió romper su rutina cuando saliera del trabajo.
Cada día tomaré un camino distinto para ir a la estación, se dijo. Y debo intentar salir de casa a horas distintas cada mañana. Y marcharme de la tienda a horas distintas por la tarde. Seguramente bastará con eso para despistarles.
Así pues, eran las seis y diez de la tarde del día 28 de enero (veinte minutos antes de lo normal) cuando Edward dejó al señor George encargado de cerrar Trencoms (era la primera vez que le confiaba las llaves) y volvió a su casa en Streatham.
Aún no le había revelado a Elizabeth su temor a que le estuvieran vigilando y siguiendo, pero le había hablado del descubrimiento de los papeles familiares.
La reacción de Elizabeth fue curiosa y contraria a lo que Edward esperaba.
—No estoy segura de que hurgar en el pasado sea siempre buena idea —dijo sin rodeos—. Hay cosas en la vida que es mejor no tocar. A no ser, claro, que uno esté bien equipado.
Su respuesta dejó tan sorprendido a Edward que ni siquiera oyó su último comentario.
—Pero, Elizabeth, tú sabes las ganas que tengo de investigar estas cosas. No sé casi nada de mi padre… y de mi abuelo sé aún menos.
—Pero lo que sabes no es muy atractivo —contestó ella, mirándolo con enojo—. Piénsalo, Eddie. Tu padre abandonó a su mujer y a su hijo pequeño, o sea, a ti, en plena guerra. Es… es…
Se quedó pensando un momento, consciente de que debía elegir con cuidado sus palabras. Después de todo, Edward nunca había asimilado del todo la desaparición de su padre. Pero luego se lo pensó mejor. No, aquel no era momento de elegir con cuidado sus palabras.
—Fue muy egoísta. Dejar a Emily así. Y a ti, encima. Debía de estar completamente obsesionado. Me temo que no le tengo ninguna simpatía. No, ni un poquito.
Edward se quedó momentáneamente sin habla. Nunca había oído a Elizabeth hablar con tanta franqueza. Reconocía que tenía razón: el comportamiento de su padre había sido extraño. Y su madre, desde luego, le había guardado rencor toda su vida. Pero eso solo avivaba la curiosidad de Edward por descubrir qué le había ocurrido, y le extrañaba que Elizabeth no pareciera entenderlo.
Más tarde, esa noche, después de secar los platos, Edward leyó otra vez una de las cartas que había encontrado entre los papeles familiares. La había estudiado una docena de veces o más, pero no lograba entenderla. Lejos de ofrecerle alguna respuesta, parecía suscitar muchos más interrogantes. La calidad del papel era de la época de la guerra y tenía estampada en la parte de arriba un águila de dos cabezas emborronada. La carta iba firmada por un hombre llamado Demetrios, líder de una organización que se hacía llamar Ejército Bizantino de Liberación Nacional. Escrita en mal inglés, con alguna que otra palabra en griego, informaba a la madre de Edward de que su marido, Peregrine Trencom, había muerto en acto de servicio.
La mañana del 15 de noviembre, un grupo de alemanes fue avistado avanzando por el lado oeste del Agion Oros. Vamos a atacarles, dejando a él [Peregrine] seguro en la cima. Luchamos contra el enemigo dos horas y matamos a todos. No sabíamos que otro grupo avanzaba por el lado oeste de montaña. No sabemos nada hasta demasiado tarde. Peregrine Trencom muere como un héroe mientras defiende su posición.
La carta concluía informando a la señora Trencom que el Ejército Bizantino de Liberación Nacional estaba desolado por la muerte de su marido. «Si toda Grecia conociera esta tragedia», decía la carta, «toda Grecia estaría de luto. Pero su muerte debe permanecer en estricto secreto, por razones obvias».
Edward volvió a guardar la carta en su sobre.
—¿Por qué, Elizabeth? —preguntó—. ¿Por qué toda Grecia? ¿Qué había hecho mi padre?
Elizabeth apartó la vista de su punto de cruz. Estaba bordando una fuente de quesos grande y complicada, y el moho del roquefort le estaba dando mucho trabajo. El hilo de algodón azul, pensó, era demasiado azul y el verde no era del tono adecuado. Era terriblemente difícil hacer bien el moho.
—¿No había nada más sobre él en la caja? ¿Tu madre no te dijo nada antes de morir? —Elizabeth dejó la aguja un segundo y procuró ponerse en el lugar de Edward—. Seguro que algo recuerdas. A fin de cuentas, debías de tener… ¿cuántos? ¿Casi nueve años?
—Sí —contestó Edward—. Y eso es lo raro. Que no me acuerdo de nada. Y ya sabes cómo era mi madre. Se negaba en redondo a hablar de él. Nunca decía una palabra. Ni siquiera sé por qué se fue mi padre a Grecia. Tenía cuarenta y tres años, no tenía por qué luchar, y aun así se fue voluntario… —hizo hincapié en la palabra «voluntario»— y nos abandonó a mi madre y a mí. ¿Por qué, Elizabeth, por qué?
—No tengo ni idea —dijo ella con una rotundidad y una aparente falta de interés que irritaron a Edward. Pero Elizabeth no había acabado aún—. Irse así… No sé… Algunos hombres se obsesionan tanto que pierden todo sentido de la proporción. No ven… —se estrujó el cerebro en busca de una metáfora adecuada— la oscuridad de las noches. Como te decía antes, debía de ser un hombre muy egoísta. Y, francamente, me alegro mucho de que no hayas salido a él.
Edward se quedó callado un momento. Se recostó en la silla y dejó vagar su mente. Y bien, solo por suponer, ¿y si su padre había tenido que irse a Grecia? ¿Podría haber estado cumpliendo alguna misión especial?
—¿Sabes qué? —dijo Edward pensando en voz alta—. Puede que estuviera trabajando para el servicio secreto. Quizá por eso no podía mencionarse su nombre en casa.
—Me cuesta creerlo —dijo Elizabeth en un tono desdeñoso raro en ella—. Te habrías enterado después de la guerra. ¿Recuerdas lo que nos contó Marjory? Su madre recibió un dossier completo de información cuando la guerra acabó por fin.
Y con estas palabras y un rápido sorbo de Earl Grey, Elizabeth volvió a fijar su atención en el roquefort de punto de cruz.
Pero Edward no podía desconectar tan fácilmente. Dejó la carta encima de la mesa baja y se quedó mirando el techo inexpresivamente.
Grecia, Grecia, Grecia, se decía. ¿Qué pasa con Grecia? Mi padre murió allí. El hombre del grupo de turistas era griego. Y el desconocido al que seguí por la calle también.
Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que no era el único que sabía que había descubierto los papeles de la familia Trencom.