Julio de 1942
Peregrine Trencom tiene entre las manos una piel de cabra arrugada e intenta resolver un interrogante sumamente difícil. Se está preguntando si la cremosa cuajada que hay dentro de la piel es el queso de cabra más aromático que ha probado nunca. ¿O es, quizá, un poco demasiado picante? Aunque su nariz (sniff, sniff) está disfrutando de lo lindo del sabroso olor a flores silvestres, a su cerebro no acaba de convencerle el acre hedor de las cabras.
La primera vez que Peregrine se acercó un trozo de tulumotiri a la nariz, le pareció extremadamente desagradable. Olía mucho a cabra. Pero, tras olfatearlo y comerlo casi cada día durante dieciocho meses, había empezado a aficionarse a aquel olor. Si alguna vez salía de aquella remota montaña (y empezaba a tener sus dudas) estaba seguro de que enseguida echaría en falta su aroma mareante.
Qué maravillosa incorporación para Trencom, dice para sus adentros. Oh, sí. Podría venderlo en su piel de cabra. Suelta una risilla al imaginarse a la señora Browning, una de sus clientas más fieles, recogiendo diariamente su piel de tulumotiri.
—Aquí tiene, señora —le diría él con voz clara—, su piel de cabra la espera.
Peregrine suspira suavemente mientras piensa en Trencoms y luego mira la casa que ocupa ahora: una choza de madera improvisada, encaramada a mil ochocientos metros por encima del Egeo. Cómo ha cambiado su vida. Salió de Londres en mitad de la Blitzkrieg, tras confiar el gobierno de la tienda de quesos a su hermano menor, Harry. Su partida había sido una sorpresa poco grata para la familia y fue recibida con lágrimas por Edward, su hijo de nueve años.
—¿Por qué te vas, papá? —había preguntado el niño a su padre—. ¿Por qué tienes que irte ahora, cuando nos están bombardeando?
Emily, la esposa de Peregrine, compartía los sentimientos del joven Edward. Le había suplicado que no se fuera y le había rogado que recapacitara. Cuando aquello no surtió efecto, se acurrucó junto a él en la cama y le hizo samsoe con tostadas para desayunar. ¿Por qué se iba a Grecia?, se repetía para sus adentros. ¿Por qué, oh, por qué? Peregrine estaba siguiendo un impulso… un impulso sumamente egoísta y peligroso. Emily le recordó que había sido un capricho así el que había mandado prematuramente a su padre a la tumba. Oh, sí. El padre de Peregrine se había topado con la muerte mientras perseguía la misma obsesión. ¿Es que no lo veía? ¿De veras estaba tan riego que no se daba cuenta de que la historia podía repetirse?
Peregrine se había negado a escuchar las súplicas de Emily.
—Tú no comprendes la importancia de mi misión —le dijo en un tono pomposo poco propio de él—. ¿Es que no lo ves, cariño mío? El destino de todo un país descansa sobre mi nariz.
Llegados a este punto de la conversación, se había detenido un momento para frotarse el bigote, una costumbre que se manifestaba cuando estaba nervioso. Luego, también involuntariamente, sacó un pañuelo y se puso a sacar brillo a su apéndice.
—Oh, sí, sí, querida. Todo un país espera esta nariz.
Emily se había encogido de hombros y había fruncido el ceño. Las ronchas rosadas de sus mejillas delataban su enfado.
—Vosotros los Trencom sois todos iguales —le había dicho con cansina resignación—. Sois cabezotas… y egoístas. Tu dichosa nariz, Perry, será tu perdición. Y a mí me dejará viuda.
El viaje de Peregrine a Grecia se había llevado a cabo con el mayor secreto. Había cambiado de barco en tres ocasiones antes de que fueran a recibirlo, como estaba previsto, en la bahía de Theodoroi. Desde allí, fue trasladado en una barca de pesca del pueblo hasta el solitario puerto de Dhafni, en la península de Athos, donde el Ejército Bizantino de Liberación Nacional esperaba ansiosamente su llegada.
Aquella banda de luchadores de la resistencia, conocida en la región como Brigada Águila, se había erigido en defensora del monte Athos en la primavera de 1940. Su labor, que ellos mismos se habían arrogado, consistía en salvaguardar los veinte monasterios diseminados por la península y detener cualquier intento por parte del ejército alemán de saquear sus tesoros. Con la llegada de Peregrine Trencom, tenían un nuevo y más importante deber que cumplir. Se habían convertido en guardianes de la nariz hereditaria de los Trencom.
El líder de la Brigada Águila era un ágil bandido que respondía al nombre de Demetrios. Había pasado tanto tiempo viviendo a la intemperie, en el monte, que su cara y sus manos habían llegado a parecerse a las rocas y peñascos del Athos. Aunque todavía no había cumplido los treinta años, tenía los ojos rodeados de surcos y la barbilla llena de pedruscos prominentes que formaban costras y verdugones. Hasta su ropa se fundía con los elementos. Su chaqueta remendada estaba en un tris de convertirse en un organismo vivo y se sabía que en primavera, si las condiciones eran las adecuadas, habían germinado semillas en las costuras de su cuello y sus puños.
Demetrios se había encontrado con Peregrine en Dhafni y lo había acompañado, bajo el manto de la oscuridad, por las abruptas laderas del Agion Oros, el monte sagrado. Cuando se acercaban a la cima y Demetrios gritó la contraseña, Peregrine se encontró de pronto ante otros cinco miembros de la brigada que salieron a saludarlo. Llevaban esperándolo casi una semana y estaban locos de contento porque al fin hubiera llegado sano y salvo.
—En nombre de Cristo y en el de Grecia —dijo Artemios, uno de los cinco— ¡sé bienvenido!
Es casi mediodía de un tórrido día de julio. Allá bajo, muy lejos, en las islas, las cabras, los granjeros y pescadores se mueven a medio gas. Pero allá arriba, a medio camino entre cielo y tierra, hay una grata frescura en el aire. Peregrine está sentado entre pequeñas matas de zarzaparrilla, mirando el Egeo centelleante, vigilando el paso de remolcadores y buques de guerra.
—Hmm —dice para sí mismo mientras se acerca otro trozo de tulumotiri al orificio izquierdo de la nariz—. Tiene gracia: hoy no huele tan bien. Menos a cabra y más a…
Y por primera vez en casi dieciocho meses, Peregrine Trencom es incapaz de decir a qué, exactamente, huele el queso.
Llama a Artemios y está a punto de pedirle que olfatee el queso cuando de pronto se da cuenta de que algo está pasando allá abajo, en la bahía.
—Vaya, que me aspen —dice, y señala abajo.
Los dos miran hacia abajo mientras una pequeña embarcación es arrastrada a la playa de guijarros. Hay ocho hombres a bordo, todos ellos soldados alemanes que parecen armados hasta los dientes.
Artemios nota con alarma que están desembarcando su armamento sin ningún disimulo.
—Verás —le dice a Peregrine—, saben que los estamos vigilando.
Pronto se hace evidente que aquellos intrusos se proponen escalar el monte, pero en lugar de ascender por el flanco oriental, la ruta más fácil, parecen dispuestos a dar un rodeo para tomar la ladera oeste, mucho más traicionera.
Esto causa considerable desasosiego entre los camaradas de Peregrine. El flanco oeste ofrece numerosas posibilidades de abrigo a quien ascienda la montaña por ese lado, y todos saben que sus salientes rocosos les harán difícil lanzar un contraataque.
—¡Dios santo! —le susurra Konstantios a Demetrios—. Deben haber descubierto que está aquí. —Señala a Peregrine—. Sí, sí, tengo el terrible presentimiento de que vienen a por él.
—Pero ¿cómo pueden saberlo? —pregunta Peregrine—. Podría jurar que nadie me vio cuando llegué.
—Posiblemente —dice Iannis—. Pero esos cerdos nos han estado vigilando. El padre Panteleimon me lo dijo. Y han interrogado a los monjes de Gran Lavra. Hasta han preguntado al abad de Stavronikita.
Peregrine se estremece a pesar de la cálida brisa y se frota la nariz. La nota fría y húmeda. Así tiene que ser, piensa. Como la de un gato. Y sin embargo… Qué raro que el tulumotiri no huela a nada.
Esta idea le recuerda sin saber por qué a su mujer y su hijo, y se pregunta cómo se las estarán arreglando sin él. ¿Qué estará haciendo el pequeño Edward en este momento? Quizá esté ayudando en la tienda. Peregrine no es una persona sentimental, pero en las últimas semanas ha pensado mucho en su hijo.
Quizá debería haberme quedado en casa. Tal vez debería haber seguido en Trencoms. Cierra los ojos un momento y sueña con una tostada con samsoe; con coliflor al queso y gratín dauphinois. No, no, se dice mientras mastica saliva. Es imposible. Piensa en las cosas extraordinarias que le han enseñado durante los cuatro meses anteriores y llega a la conclusión de que ha hecho bien al venir a Athos.
Además, se dice, ya no hay vuelta atrás. No, después de todas las cosas que he descubierto. A fin de cuentas, este monte es el único hogar verdadero que tenemos. Oh, sí, desde luego. Éste es el lugar al que pertenecemos los Trencom.
Su ensoñación se ve interrumpida por Demetrios, que aviva el fuego con la culata del rifle antes de dirigirse a sus hombres. Les ordena que se dispersen por la montaña, evitando los barrancos.
—Tardarán cuatro horas largas en llegar hasta aquí —dice—. Más, si suben por el espinazo de la montaña. Si vienen por el pedregal del oeste, lo que es posible, no llegarán hasta el anochecer. En el nombre de Cristo, los mataremos.
Demetrios ordena a Peregrine que se quede en el lado de sotavento del pico, desde donde una vieja ametralladora Krupps barre magníficamente la ladera oeste del monte.
—Dispara solo si están cerca —advierte Iannis—. Si no, te arriesgas a darnos.
Los hombres se abrazan, como hacen siempre que van a luchar.
—¡Kyrie eleison! —se dicen unos a otros—. Que el Señor se apiade de nosotros y nos proteja. —Se santiguan tres veces y recogen sus armas—. Hasta esta noche.
En cuestión de segundos, los seis desaparecen. Dos se dirigen hacia el espolón del sur. Otros dos se encaminan al escondite del promontorio oriental, conocido como «la guarida». Kostas y Iannis se van derechos al flanco oeste del monte, confiando en cortar el paso a quien suba. Peregrine se queda solo y se acerca a la ametralladora.
Pasa una hora. Y luego otra. En algún momento durante la tarde, Peregrine masca un poco de tulumotiri y se da cuenta de que el sol está ya al otro lado de la montaña.
Madre mía, dice. ¿Cómo ha sido? ¿Me he quedado dormido?
Un ruido procedente de abajo lo sobresalta de repente. Oye una piedra desprenderse de la ladera de la montaña y detecta luego el tintineo del metal golpeando contra el suelo. Se queda helado, clavado en el sitio. No son Demetrios ni sus hombres. No pueden haber vuelto aún. Tampoco puede ser un monje subiendo de uno de los monasterios de más abajo. Le habría hecho alguna advertencia. Mientras está allí sentado, mirando hacia abajo, Peregrine siente que se le pone la piel de gallina, como una oleada, en piernas y brazos. Por primera vez siente miedo. Sí, está realmente asustado. ¿Dónde están sus camaradas? ¿Por qué ha aceptado quedarse allí solo?
En absoluto silencio (y todavía temblando de miedo), Peregrine se acerca a la ametralladora. Luego, todavía en silencio, apunta el cañón del arma hacia el ruido que acaba de oír. Está seguro de que hay alguien allí.
Repara en un banco de nubes que hay en el horizonte. Qué raro, piensa. El cielo era azul brillante un momento antes. ¿Cómo es posible que no se haya fijado en aquellos nubarrones? El viento se encrespa. De pronto está helado. Peregrine se lamenta maldiciendo de no llevar más capas de ropa.
El ataque, cuando llega, es repentino y furioso. Peregrine nota un destello de movimiento en el saliente cubierto de hierba de más abajo. Uno, dos, tres soldados están subiendo: apuntan a Peregrine con sus armas. Automáticamente y sin pensar, Peregrine aprieta el gatillo de la ametralladora. Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta. La ametralladora escupe una andanada infinita de disparos, sacudiendo el brazo de Peregrine y sus omóplatos. Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta.
Está a punto de volver el arma hacia la derecha, donde ha oído un ruido, cuando nota un golpe seco en el fondo de la cabeza. Es como si le hubieran golpeado en la cabeza con una piedra. Sus ojos se ponen en blanco. Su cerebro se nubla. En menos de dos segundos, Peregrine Trencom pasa de la vida a la muerte.
Cae hacia atrás, desequilibrado por la fuerza del disparo. Su espalda golpea el filo de una roca; su cabeza aterriza con un chapoteo sobre la piel de cabra llena de queso. La conciencia lo abandona con extraordinaria velocidad. No tiene tiempo de pensar en su mujer y su hijo. En sus últimos aleteos, su mente registra vagamente el olor penetrante del queso de cabra y a dos soldados alemanes de pie junto a su cuerpo. Miran su nariz y sonríen.
—Das ist unser Mann.
Llevaban más de año y medio esperando matar a Peregrine Trencom. Y ahora yace muerto.