23 de enero de 1969
La laberíntica bodega de Trencoms no existía cuando la tienda abrió sus puertas por primera vez. No fue, en efecto, hasta la década de 1750 que un insólito accidente condujo a su descubrimiento. Una mañana, Samuel Trencom, un antepasado de Edward, abrió la tienda y descubrió que el suelo se había venido abajo.
Rayos y centellas, se dijo. Esto va a requerir los servicios del señor Joppell, el albañil. Pero su irritación dio rápidamente paso al asombro cuando, al mirar por el agujero, vio una enorme cavidad bajo la tienda. Corrió a buscar una escalera y bajó atravesando el suelo parcialmente derrumbado. Y para su inmensa sorpresa se halló en una serie de grandes capillas medievales que conservaban sus techos de piedra abovedados. Estaban parcialmente llenas de cascotes y un par de ellas tenían las puertas casi bloqueadas, pero aun así se podía pasar gateando por las habitaciones, que se comunicaban entre sí.
Samuel era bien conocido en el vecindario por su sangre fría, pero hasta a él se le aceleró el pulso al bajar a la cripta medieval. Allí, debajo mismo de su tienda, había seis grandes capillas, a cada una de las cuales se accedía a través de la bodega principal.
¡Diantre!, se dijo. Esto sí que es raro.
El almacenaje del queso había quitado el sueño más de una noche a los Trencom de época georgiana, que ya habían tenido que alquilar varios almacenes en la ciudad. De pronto, bajo su propia tienda, tenían una serie de bodegas recubiertas de piedra y bendecidas con temperatura y humedad constantes a lo largo de todo el año. Samuel no era hombre devoto (en realidad, se quejaba constantemente de lo largos que eran los servicios religiosos que se estilaban en la década de 1750), pero esa misma mañana se fue a la parroquia de San Lorenzo de la Judería, en la calle Gresham, y dejó tres chelines de plata en el cepillo.
Más tarde descubrió que las capillas subterráneas habían pertenecido a la abadía cisterciense de San Egberto, que antaño se levantaba entre lo que ahora es la calle Gutter y la calle King. La abadía fue arrasada hasta los cimientos durante la Reforma; la iglesia, el refectorio y todos los edificios exteriores fueron demolidos por la banda de vándalos, matones y saqueadores del rey Enrique VIII. Pero la vasta cripta de la abadía quedó oculta entre los cascotes. Intacta, pero enterrada, en la década de 1570 se edificó sobre ella; de ahí que pronto cayera en el olvido. La zona volvió a quedar destruida durante el Gran Fuego y cuando hacia 1680 el barrio volvió a florecer, todo el mundo se había olvidado de la existencia de las capillas.
Dos siglos después del descubrimiento de Samuel, la cripta se había convertido en el corazón orgánico de Trencoms. El personal que trabajaba en la tienda, y los grupos de turistas que iban de visita casi todos los días, entraban por una amplia trampilla situada al fondo del establecimiento. Una empinada escalera de madera llevaba directamente a la bodega principal, que contenía más de tres mil variedades de quesos.
Aquellas seis capillas llevaban divididas por regiones geográficas más tiempo del que nadie se atrevía a recordar. Cuando se llegaba al fondo de la escalera, se encontraba uno en los fértiles pastos de Nord-Pas-de-Calais, donde los estantes estaban repletos de quesos fermier, tales como el oloroso saint-winoc y el abbaye du mont des cats en salmuera. Desde allí, el pasadizo principal conducía por entre cajones y anaqueles a la Picardía y la Borgoña y (finalmente) a los montes cubiertos de matorral del Haut-Languedoc. Allí, el camino se bifurcaba y uno podía dirigirse a derecha o izquierda. El pasadizo de la izquierda llevaba a los Pirineos y a los brumosos picos del País Vasco, donde los quesos eran tan frescos y resinosos como sus laderas cubiertas de pinos. Si se seguía este camino y se entraba en una de las capillas laterales más grandes, llena hasta el techo de cajas, uno se encontraba vagando hacia el sur por España. El camino seguía adelante, cruzaba el estrecho de Gibraltar, los montes Atlas y llegaba hasta los quesos de cabra secos de las zonas arbustivas subsaharianas. Pocos miembros de la familia Trencom escogían de buena gana esta ruta, porque sabían que se perdía entre los quesos aromatizados con okra de Mauritania.
La otra ruta principal avanzaba serpeando hacia las laderas herbosas del Jura y pasaba por los moularens de Provenza y los vachards del Ródano. Ascendía luego por los Alpes cubiertos de nieve, hasta que el suelo se hundía de repente, drásticamente, y uno se hallaba penetrando en los cálidos valles del Piamonte: una llegada que anunciaba el aroma ácido del gorgonzola. Allí el camino se dividía de nuevo. Una ruta llevaba hacia Nápoles y los grandes quesos del sur italiano. La otra conducía hacia el este, hacia Macedonia, Tracia y las verdes llanuras de Anatolia. Una vez cruzado el Helesponto, uno se encontraba en las grandes ciudades queseras de Sivas, Erzincam y Erzurum. Unos pocos pasos más lo conducían a uno a las provincias más remotas de Persia oriental. Allí estaban los yogures batidos a mano de Bakhtaran; los quesos zoroástricos de Atashkade y Yazd. Y, más allá, uno se encaminaba hacia el norte de nuevo, hacia los agrios requesones de cabra que tanto gustaban a los nómadas turcomanos. Desde allí, se entraba en lo más profundo del almacén de Trencoms: la vacía vastedad de Kazajstán, Chechenia, las ciudades de Astracán, Tiflis y Yerevan. Veredas, callejones y pasillos que atravesaban las otras bodegas, más pequeñas, conducían a cada rincón del globo: a Asia, la India, las Américas y Australasia.
¿Y qué decir de los grandes quesos de las islas británicas: los cheshires, los wensleydales y los apestosos bishops? La familia Trencom nunca había considerado que Gran Bretaña perteneciera a Europa. Separados por una reja de hierro y guardados bajo siete llaves, los quesos de Inglaterra, Gales y Escocia se almacenaban juntos en una de las capillas medievales laterales.
El famoso altar de los Trencom se levantaba en el corazón mismo de la cripta principal: una gruesa losa de piedra de Purbeck que descansaba sobre dos recias patas. Siglos antes, era allí donde los monjes de la abadía de San Egberto se reunían para decir su misa diaria. Allí era donde consagraban el pan y el vino, y donde sus abates tonsurados cantaban loas al Señor. Alberto de Wichbricht celebró una vez la liturgia sagrada en aquel altar. San Branoc peregrinó allí en 1198. El rey Enrique II oyó misa allí antes de dirigirse a caballo a Herefordshire para aplastar la revuelta de los barones.
Ahora, un culto bien distinto tenía lugar en el altar. En aquella misma losa de piedra se cortaban y olían, se examinaban y probaban los quesos. Los monjes de San Egberto (los huesos de algunos de los cuales yacían bajo el suelo) se habrían revuelto en sus tumbas si hubieran podido ver lo sucedido con el paso de los siglos. San Branoc habría lanzado sus sierpes venenosas a los Trencom y les habría maldecido por semejante profanación. El abad Henri de Claraval les habría hecho quemar por herejes. Pero los Trencom no veían nada blasfemo en sus actos. Muy al contrario. Al cortar sus quesos en el altar, al comerlos en la mesa de Cristo, se veían como custodios de una tradición larga y sagrada.
La jornada laboral de Edward podía dividirse en partes que rara vez, o nunca, cambiaban. A las 8.31 de la mañana abría la puerta principal de Trencoms y entraba enérgicamente en la tienda. Se sonaba la nariz y olisqueaba los quesos. Luego, tras quedarse parado bajo los ventiladores en movimiento, bajaba a los sótanos.
Sus comidas seguían también una pauta imperturbable que convenía tanto a su temperamento como a su constitución. A la una en punto de la tarde sugería al señor George que se tomara su descanso, sabedor de que volvería a la tienda a las 13.58. Cuatro minutos después (ni más, ni menos), Edward se ponía su abrigo, se despedía alegremente del señor George y salía a la calle.
Pero el 23 de enero de 1969, dos días después de su inesperada carrera por las calles de la ciudad, Edward se encontró cambiando sus costumbres de toda la vida. En un día normal, doblaba a la izquierda, hacia Mumford Court, y otra vez a la izquierda, hacia la calle Milk. Se unía luego a la cola que había frente a la tienda de la señora O’Casey. Puntual como un reloj, compraba dos sándwiches (uno de jamón y otro de huevo, «Con extra de lechuga el de huevo, por favor») y a continuación se encaminaba al jardincito de la esquina de la calle Love. Esa tarde en particular, sin embargo, Edward no fue a la tienda de la señora O’Casey. Cierto: aun así, olfateó el aire, como solía hacer, al salir de Trencoms. Y, naturalmente, examinó el cielo para comprobar si las nubes amenazaban lluvia. Pero en lugar de torcer a la izquierda al salir de la tienda, torció a la derecha (alejándose de la tienda de la señora O’Casey) y echó a andar hacia la calle Queen.
En el fondo de su ser, Edward debía de ser consciente de que tal desviación de la norma solo podía ser un mal presagio. Tenía que saber que el señor George se llevaría un disgusto al verlo girar a la derecha al salir de la tienda. Pero aun así no flaqueó en su determinación, a pesar de que llevaba el ceño fruncido y un murmullo en el corazón.
Dos cosas importantes le habían sucedido durante las cuarenta y ocho horas anteriores. La más inquietante de las dos era el hecho de que se hallaba de pronto convencido de que estaba siendo vigilado; vigilado por alguien cuya identidad seguía siendo un completo misterio. Ello le causaba considerable alarma y no había dejado de inquietarlo, echando a perder el disfrute de su rutina cotidiana.
Otra cosa no menos misteriosa acababa de suceder en la bodega de Trencoms. Edward había hecho un descubrimiento sorprendente: un descubrimiento tan extraordinario que estaba seguro de que su vida estaba a punto de cambiar para siempre. Y aunque entre ambas cosas no había conexión alguna (al menos, en apariencia), Edward no podía evitar tener la sensación de que, de alguna extraña manera, una había llevado a la otra.
Su descubrimiento en la cripta de Trencom lo había pillado tan por sorpresa que se había pasado casi tres horas estornudando incontrolablemente. Y aunque los estornudos habían remitido al fin, Edward descubrió con desaliento que había perdido por completo su capacidad de concentración. Aunque normalmente esperaba con impaciencia su descanso de media mañana para tomar café, ese día se moría de ganas por que llegara la hora de la comida. Aunque solía disfrutar charlando con el señor George sobre los efectos de las bacterias sobre la leche, tales conversaciones le parecían de repente un perfecto tostón. Hasta el roquefort, el príncipe de los quesos, parecía haber perdido su perfume esa mañana. Una ansiedad oculta (y Edward aún no lo sabía) lo reconcomía por dentro.
Recorrió a toda prisa la calle Lawrence y empezó a seguir sus pasos de dos días antes, cuando había seguido a aquel griego misterioso. Avanzó con decisión por la calle King, como si buscara pistas, y dobló luego hacia la derecha, entrando en la calle Gresham. Tras husmear el aire en Old Jewry y Cheapside, sin apartarse de la misma acera, se halló de nuevo en la calle Queen.
Se detuvo un segundo al pasar frente a las oficinas de Christos Makarezos e Hijos y miró hacia el primer piso por si veía señales de vida. Las cortinas estaban corridas en ambas ventanas, pero Edward vio claramente que había una luz encendida en la habitación.
Tienen algo que esconder, se dijo para sus adentros. Sí, decididamente tienen algo que esconder. Y recordó que los pastores puritanos de Ámsterdam nunca corrían sus cortinas porque aseguraban que solo los pecadores tenían que ocultarse del mundo.
Echó una mirada más al edificio antes de cruzar la calle. Unos pasos más y llegó al número 11, las oficinas de Barcley, Berkleigh y Barklee, abogados y notarios. Se acercó con gran determinación a la puerta negra y reluciente y, antes de pulsar el timbre, se detuvo un momento para admirar el perfil de su nariz en la placa de chapa bruñida. Lo examinó cuidadosamente y dejó que su dedo índice masajeara despacio el estilizado promontorio. Luego sonrió. ¡Oh, sí, sí, sí! Entre todas las incertidumbres del mundo, una cosa era segura: estaba en posesión, sin duda alguna, de un tesoro inapreciable.
La joroba de su nariz le producía el mayor contento. Era dura. Sólida. Huesuda. La clase de joroba que habría causado a hombres más fatuos y vulgares un considerable disgusto. A Edward, por el contrario, no le habría importado lo más mínimo que hubiera sido un poquito más grande.
Qué maravilla, se dijo con una sonrisa. Qué estupenda nariz tienes, Edward Trencom. Y mientras se desempolvaba ligeramente las fosas nasales con un pañuelo de algodón color crema, intentó recordar la famosa cita sobre las narices. ¿Cómo era? Que la historia del mundo habría sido completamente distinta si la nariz de Cleopatra hubiera sido un centímetro más corta. ¿Era así? ¿O era un centímetro más larga?
Tocó a la puerta tres veces, con energía. Pasados unos segundos, oyó un arrastrar de pies en el pasillo, seguido por el chasquido de un pestillo al girar. La puerta se abrió y la secretaria, la señora Clarke, lo miró de arriba abajo.
—¿Sí? —inquirió.
—Vengo a ver al señor Barcley —dijo Trencom mientras se frotaba los pies en el felpudo.
—¿A cuál en concreto? —preguntó la señora Clarke—. ¿Al señor Barcley, al señor Berkleigh o al señor Barklee?
—Al señor Richard Barcley —contestó Edward—. Con y griega y no latina.
—Me temo que no está disponible en este momento —dijo la señora Clarke—, pero puedo avisarlo de que está usted aquí. ¿Quién le digo que quiere verlo?
—Mi nombre es Trencom —dijo Edward—. Quizá tenga usted la amabilidad de decirle que tengo que comunicarle algo de la mayor importancia.
La señora Clarke frunció el ceño y le hizo señas de que entrara.
—Veré si le puede recibir —dijo.
Pasaron cinco minutos antes de que la puerta de la oficina se abriera y Richard Barcley apareciera llevando en la mano una taza medio vacía de chocolate caliente y un ejemplar del Daily Telegraph. Era un hombre al que la mediana edad le había llegado con prisa indecorosa, como si estuviera ansiosa por borrar todo vestigio de su antaño juvenil figura. Era calvo, desaliñado y tenía una barriga que se expandía rápidamente y que parecía tener enfilado el último agujero, todavía sin usar, de su cinturón de ante marrón.
Richard había nacido para abogado. Era listo sin ser inteligente, astuto sin ser sabio, como un escolar espabilado que se las sabe todas y sin embargo no sabe nada. Podía citar las tablas de logaritmos con impresionante velocidad y decir (por orden) todas las estaciones de la línea Central, la de Bakerloo y la del Norte.
—Y —decía con un orgullo rayano en la jactancia—, por regla general acabo los crucigramas del Times y el Telegraph en menos de diez minutos.
Y podía, pero aquella innegable hazaña habría sido mucho más impresionante si se la hubiera guardado para él.
A pesar de su elevado coeficiente de inteligencia (y de ser miembro de MENSA),[1] Barcley era un tanto deficiente en cuestión de encanto. Como muchas personas que son conscientes de su superioridad, tenía una desafortunada tendencia a hablar a los demás dando a entender que no estaban en su longitud de onda de alta frecuencia.
«Pero ¿es que no lo ves?», era una de sus frases favoritas, a menudo pronunciada con un suspiro de exasperación después del «ves» final. «Para mí está clarísimo», era otra, obviamente destinada a demostrar que, en su opinión, debía estar igual de claro para los demás.
Así pues ¿por qué, se podría preguntar, le tenía Edward tanto aprecio? Hasta las personas menos atractivas tenían cualidades que compensaban sus defectos y Richard no era una excepción a esta regla general. Cuando su compañero de trabajo había estado gravemente enfermo, Richard se había hecho cargo de sus tareas con admirable elegancia. Y cuando a una anciana vecina suya le habían robado la pensión, durante más de un mes se había pasado cada tarde por su casa para asegurarse de que estaba bien. En resumidas cuentas, Barcley era un amigo fiable y leal (extraordinariamente leal) y cuando trababa una amistad, la mantenía de por vida.
«Un amigo en apuros», gustaba decir, «es más que nunca un amigo». No era un refrán muy original, quizá, pero Richard tenía una coletilla particular que añadía como floritura. Después de una pausa teatral decía: «¿Sabías que fue el conde de Rochester quien primero acuñó esa frase?». Edward lo sabía porque Richard se lo había dicho muchas veces, pero de todos modos asentía con benevolencia.
Ese día en concreto, Barcley no estaba de muy buen humor. De camino al trabajo, se había topado con un corte de la carretera en Sutton, y su crucigrama había quedado arruinado al soltar su pluma estilográfica, inexplicablemente, un gran glóbulo de tinta verde y brillante. Y justo cuando iba a tomarse la primera bebida caliente de esa mañana, se había dado un golpe en el codo y se la había derramado encima de la camisa y la corbata.
—Edward, amigo mío —dijo con una sonrisa lánguida al salir al pasillo—. Si hubiera sabido que eras tú quien esperaba, te habría invitado a pasar antes. La señora Clarke tiene la costumbre de confundir los nombres y las caras y mandar luego a la gente a la habitación que no es.
—Pues esta vez —dijo Edward mientras se acomodaba en el despacho de Barcley—, la señora Clarke ha atinado al cien por cien. Sí, sí, soy yo, en efecto. Y lo que es más, tengo que darte una noticia. O, mejor dicho, dos. Una es muy emocionante y quería que fueras el primero en saberla. La otra es… bueno, para ser sincero, Richard, espero que puedas ayudarme. Verás, me ha pasado una cosa bastante extraña. Una cosa que me ha dejado, en fin, muy inquieto.
Vio que un moscardón grande y gordo rodeaba la lámpara y se lanzaba a toda velocidad hacia la ventana. Se estrelló ruidosamente contra el cristal, dio dos vueltas a la habitación y saltó por encima del sillón con una voltereta antes de posarse sobre el pisapapeles del escritorio de Richard.
—Antes de seguir —dijo Richard con un asomo visible de cansancio—, tenemos que tomar algo. ¿Prefieres té o café? Si quieres té, le diré a la señora C que quieres café. Si quieres café, le diré que te haga un té. Si, en cambio, prefieres una bebida fría, sugiero que te decantes por el chocolate caliente. Es todo muy sencillo: la señora Clarke te trae invariablemente lo contrario de lo que le pides. Creo que tiene dislexia cerebral… y empeora cada año. La única cura es la extirpación total de la cabeza (¡ja, ja!), pero nuestro querido Sistema Nacional de Salud asegura que es una intervención demasiado cara.
Edward sonrió y pidió una taza de café.
—Bien. Yo también voy a tomar un café —dijo Barcley antes de pedir a gritos por el pasillo dos tazas de té—. Y señora Clarke —añadió, guiñándole un ojo a Edward—, esta vez no queremos pastas.
Se recostó en su silla y miró a su amigo.
—Bueno, viejo amigo —dijo—, ¿qué puedo hacer por ti? ¿Cuáles son esas noticias?
—¿Has notado alguna vez algo raro en mi cara? —preguntó Edward—. ¿Alguna vez me has mirado y has pensado que había algo, en fin, extraordinario en mí?
—¿En qué sentido, amigo mío?
—¿Has pensado alguna vez que tu amigo tiene una buena nariz, una nariz muy poco corriente, una nariz espléndida?
Richard se removió incómodo en la silla y luego miró a Edward a la cara. Había parte de verdad en lo que decía. Su amigo tenía una nariz extraña. Sí, una nariz bastante poco corriente.
—¿Buena? Sí. ¿Espléndida? Hmm, está bien. Pero eso no significa, ojo, que la quiera para mí.
—Echa un vistazo a mi perfil —dijo Edward, y se giró en su silla para que Barcley la inspeccionara más de cerca—. Mira el promontorio de mi nariz, fíjate en cómo empieza a descender hacia la boca.
Richard miró a su amigo con pasmado desconcierto. Edward, su amigo desde hacía más de veintidós años, a veces era un tipo muy raro.
—Ahora mira la joroba. Examínala, Richard, examínala. Es curiosa, ¿no crees? Es un redondel perfecto encaramado sobre un promontorio perfecto. Y lo que es más, Richard, tiene la forma exacta de una cúpula.
Barcley notó que Edward se había animado (o emocionado) tanto que se había puesto colorado.
—¿Es que no lo ves? Es totalmente única. Nadie en el mundo tiene una nariz como la mía. Es cien por cien original.
Richard asintió solemnemente.
—Es una buena nariz, viejo amigo. Una nariz espléndida. Pero no estoy seguro de que yo pueda hacer gran cosa al respecto. A menos, naturalmente, que se halle comprometida en una disputa legal. Si es así supongo que podríamos conseguir sustanciosas ganancias.
Se rió a carcajadas de su propia broma y quedó algo chafado al ver que Edward ni siquiera sonreía.
—He acudido a ti precisamente porque puedes hacer algo por mi nariz. En todo caso, quizá puedas ayudarme. Verás, Richard, he descubierto algo de extraordinaria importancia. Y tengo la sensación de que mi vida está a punto de cambiar de la manera más imprevista.
Richard miró a su amigo. Edward se comportaba a menudo extrañamente, pero esa tarde en particular se estaba superando.
—Entonces, ¿qué puedo hacer por ti? —empezó a preguntar, pero antes de que pudiera acabar la frase sintió… creyó… estaba seguro…
Pero no.
El estornudo remitió de repente.
—¿Te has parado a pensar alguna vez —preguntó Edward— en cómo se forma un estornudo?
¡Santo Dios!, pensó Richard, cada vez más alarmado, lo próximo que va a decirme es que tiene poderes paranormales.
—Hacen falta más de catorce segundos para que el cuerpo produzca un estornudo completo. Está el hormigueo en los pulmones. El cosquilleo en los ojos. Y antes de que te des cuenta… ¡aaaachís!
Richard le suplicó que parara. Respiró hondo, se tapó la boca y (con lágrimas en los ojos) soltó un estornudo tan fuerte que los mismísimos cimientos del edificio parecieron sacudirse.
—¡Enhorabuena! —exclamó Edward—. Y justo a tiempo. Pero permíteme que vaya al grano. Ayer, hace menos de veinticuatro horas, iba bajando por la escalera del sótano de Trencoms cuando yo también solté un violento estornudo. Igual que el tuyo. No estornudaba así desde que recibimos el último pedido de frühstückskäse y olfateé el aire para ver qué pasaba. ¿Y sabes qué ocurrió? Que me picó y me cosquilleó la nariz por segunda vez y que se me llenaron los ojos de agüilla. Y otra vez se apoderó de mí un estornudo tremendo.
»Y mientras estaba allí, preguntándome qué había provocado aquel ataque inesperado, detecté un olor extraño, pero no desagradable, que subía de las profundidades de nuestra bodega. No se parecía al olor de ningún queso con el que me haya topado en todos mis años en Trencoms. Cierto, se notaba el toque polvoriento del mistral que a menudo detecto en esta época del año. Y había también un leve aroma a paja y a lavanda que es frecuente en los quesos de cabra del Languedoc. Pero no se notaba la madurez ni la curación que están presentes en todos y cada uno de los quesos de nuestros almacenes.
Barcley levantó la mano como si quisiera detener a su amigo, pero Edward, que estaba lanzado, apenas se dio cuenta.
—Tenía el olor salado del chevrotin des aravis —dijo—, pero le faltaba su densidad cremosa. Tenía la salobridad de un bonde de gatine, pero sin su madurez ligeramente pasada. Era, desde luego, un olor viejo… de eso no me cabía ninguna duda. Pero no procedía, estoy seguro de ello, de ninguno de los tres mil ciento veintiséis quesos, yogures y fromages blancs que almacenamos en la cripta.
Aquel olor le había causado tal emoción y desconcierto, que había dejado que su nariz siguiera su rastro por los caminos y veredas que cruzaban los sótanos interconectados. Penetró en las fértiles praderas del Pas de Calais y siguió el sendero que llevaba a los quesos azules del Jura. Al pasar rozando las cajas de picadou, que llegaban casi hasta el techo, le pareció distinguir una ráfaga de nuez fresca.
Pero el olor siguió llevándolo hacia delante, en dirección sur, hacia el Piamonte y la Lombardía y el majestuoso río Po. Allí, sin embargo, el rastro se extinguía de pronto y Edward se sintió atraído hacia uno de los sótanos laterales, que estaba repleto de quesos dulces de Tracia. Siguió hacia el norte, hacia Valaquia, Moldavia y las ciudades productoras de quesos del Transdniéper. Pero el olor se desvaneció otra vez y Edward fue conducido hacia el sur, rumbo a los quesos marinados con aceitunas de Estambul.
—Y allí, Richard, el olor pareció llenar el aire de pronto. Parecía emanar de debajo de las cajas de quesos que reservamos para los restaurantes griegos y turcos del norte de Londres.
»En fin, puedes imaginar mi reacción: estaba desesperado por localizar su origen. Necesitaba saber de dónde procedía. Tenía tanta prisa que volqué dos cajas y los quesos se desparramaron por el suelo. Una tercera se estrelló contra una pila de requesones de Anatolia. Pero solo cuando desmonté la torre de feta turco noté que la caja de abajo estaba descuajada y rota. Y era allí de donde procedía el olor. Salía por una rendija de la madera.
Edward se detuvo un momento, pensando que Barcley tendría alguna pregunta. Pero, al ver que no decía nada, continuó su relato.
—Me agaché y pegué la nariz a la madera. ¿Y qué olí? Era una mezcla extraña: a cuero, manzanas mohosas y sidra avinagrada.
Detecté almizcle y lirios, violetas y mirto. Y mientras apartabas las cajas de alrededor y sacaba aquella del fondo de la pila, me di cuenta de que había descubierto algo de extraordinario interés.
—¿Y qué era? —preguntó Richard.
Había notado, mientras Edward hablaba, que la tormenta, rara en aquella estación, se había disipado y que un radiante sol invernal entraba a raudales por la ventana, chocaba con el reloj de cromo de la pared opuesta a su mesa y lanzaba esquirlas de luz chillona por las cuatro esquinas de la habitación.
—¡Ajá! —dijo Edward—, una pregunta muy oportuna. No era queso, eso seguro. No era queso en absoluto. Eran (¿estás preparado?) los archivos familiares, o parte de los archivos familiares de los Trencom. De mis ancestros. Sí, había encontrado una gran caja de documentos familiares.
Richard levantó una ceja y examinó minuciosamente su dedo índice, como si mirara a través de un microscopio. Luego se lo metió profundamente en el oído para seguir la pista y neutralizar un cosquilleo persistente. Era aquella una costumbre (bastante desagradable) que solía manifestarse cada vez que estaba intrigado o nervioso. Y estaba, en efecto, algo intrigado por lo que Edward le había dicho. Se daba cuenta de que quizá fuera de veras interesante, después de todo.
—No tenía ni idea de qué estaban haciendo allí. Ni de quién los había puesto allí. De hecho, no sabía exactamente qué había encontrado. Los archivos parecían desordenados. Quienquiera que los pusiera en la caja lo había hecho sin orden ni concierto. Pero pronto me di cuenta de que esos papeles viejos se referían a mis ancestros. Sí, a todos los Trencom que habían trabajado en la tienda.
Barcley se inclinó hacia delante y golpeó tres veces con su bolígrafo sobre la mesa.
—¿Y? —dijo.
—¿Y qué? —preguntó Edward.
—Bueno, ¿qué encontraste? ¿Qué había en la caja?
—Partidas de nacimiento, archivos bautismales y cuadernos. También declaraciones censales y un puñado de fotografías viejas. Había un libro escrito por Humphrey Trencom, el fundador de Trencoms, y una Biblia victoriana.
Edward se interrumpió un segundo mientras intentaba recordar qué más había encontrado.
—Ah, sí, y una edición de los poemas de Byron que contenía varias cartas manuscritas y algunos mapas del Imperio otomano. Había incluso un icono antiguo en la caja, además de cuatro o cinco libros escritos en griego.
—Hmm —dijo Richard, preguntándose adónde llevaba el descubrimiento de Edward.
—Y en ese momento me di cuenta —continuó Edward— de que el contenido de aquella caja quizá me ofreciera la oportunidad de descubrir la verdad acerca de mi nariz.
Aquí, bajó la voz hasta casi un susurro.
—Durante más de tres décadas, me he preguntado quién nos legó por primera vez esta herencia familiar. Nunca pude preguntárselo a mi padre, porque murió cuando yo era pequeño. Y a mi abuelo no lo conocí. Cuando, hace muchos años, intenté preguntar a mi tío sobre la nariz de los Trencom, me prohibió que volviera a mencionar el asunto.
»Desde que era niño, Richard, he reflexionado sobre la extraña forma y la estructura de mi nariz. Me he preguntado por su extraordinaria sensibilidad. Toda mi vida he querido saber cómo apareció en la familia.
»Y ahora que he desenterrado esos papeles, en fin, estoy seguro de que podré averiguar mucho más. Podré descubrir de dónde procedemos, Richard… y quién soy realmente.
Hubo un largo silencio antes de que Barcley hablara.
—Bueno —dijo con una sonrisa—, te aconsejo que no te hagas muchas ilusiones. Nunca se sabe lo que uno puede encontrar. Mi padre investigó nuestro árbol genealógico con la esperanza de descubrir que descendíamos de sir Launcelot Barkleigh, uno de los cancilleres del rey Enrique VIII. Estaba convencido de que éramos una rama de la misma familia y hasta empezó a decir que fuimos, nosotros, los Barcley, quienes instigamos el proceso contra Ana de Cleves.
»¿Y sabes qué descubrió? Que procedíamos de una larga y aburrida línea de notarios.
Barcley soltó un bufido y se sorprendió al ver que Edward no hacía caso de su broma. En efecto, su amigo parecía de pronto agitado; se había levando de su silla y estaba junto a la ventana.
—Hay otra cosa —dijo mientras miraba hacia el otro lado de la calle—. Algo que quizá tú puedas ayudarme a resolver. Ese edificio de allí… ¿quién es el propietario? ¿Es una oficina? ¿O vive alguien en él?
—¿Cuál? ¿El número 14? —preguntó Barcley, que se levantó de su mesa para reunirse con su amigo junto a la ventana—. Pues… ¿por qué preguntas eso tan de repente? ¿No irás a decirme que tiene algo que ver con tu familia?
Edward negó con la cabeza.
—Ese edificio es desde hace mucho tiempo un misterio para la señora Clarke y para mí. Nunca hemos descubierto qué pasa en él. Siempre hay gente entrando y saliendo. Siempre hay mucho movimiento.
—¿Movimiento? —inquirió Edward.
—Sí. Coches que paran. Paquetes que se entregan. Esas cosas. Y la señora Clarke pasó en coche por aquí una noche, muy tarde, cuando la calle Queen está siempre desierta, y notó que todas las luces de ese edificio estaban encendidas.
—Pero ¿de quién son esas oficinas? La placa de la puerta da a entender que es una especie de negocio familiar de El Pireo.
—Sí, en efecto… tú también has hecho tus averiguaciones. Que yo sepa, es una compañía naviera. Una especie de negocio de importación exportación. Pero, dime, ¿por qué te interesa tanto el número 14 de la calle Queen? Empiezo a pensar que tiene algo que ver con tu familia.
—No —respondió Edward—, en absoluto. Pero…
Dejó de hablar un momento mientras se preguntaba si debía hablar o no a su amigo del extraño encuentro que había tenido con el hombre del grupo de turistas. Le preocupaba que sonara todo demasiado raro. No quería que Richard pensara que había perdido la cabeza.
Sopesó sus opciones y luego, con considerable reticencia, decidió decirle exactamente lo sucedido los dos días anteriores.
—Es así —dijo—. Puede que no me creas, Richard, pero tengo la clara impresión de que me están vigilando. De hecho, es más que una impresión. Sé que me están vigilando.
Edward le contó a Barcley cómo se había acercado a él el hombre del grupo de la señora Williamson y cómo le había dicho que su vida corría peligro.
—No sé si debería creerlo —continuó—, o considerarlo un trastornado y no hacerle caso. Pero una cosa es segura, Richard. Cuando dijo que me estaban vigilando, tenía razón. Alguien me estaba observando… y ese alguien, sea quien sea, tiene algo que ver con ese edificio de ahí.
Los dos hombres miraron hacia el otro lado de la calle, hacia el número 14. Y mientras miraban, sucedió algo que hizo que un escalofrío les corriera por la espalda. Las cortinas de la ventana del primer piso (que llevaban cerradas toda la mañana) se abrieron un instante. Durante los segundos que siguieron, Edward se dio cuenta de que estaba siendo espiado por el mismo hombre al que había seguido por la calle apenas dos días antes.
—¡Santo Dios, Richard! —dijo—. Es él. Es ése de ahí. Y me está mirando fijamente.