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Hemos de indagar un poco más en la vida privada de los señores Trencom a fin de arrojar alguna luz sobre una relación conyugal curiosa y entrañable que pronto iban a poner a prueba hasta casi el punto de la ruptura dos extraños griegos a los que ninguno de ellos conocía.

Su boda tuvo lugar el 22 de mayo de 1957, en una ceremonia vespertina seguida por un banquete largo y lleno de alegría. A las diez de la noche, los últimos invitados se habían marchado ya y las damas de honor se hallaban a buen recaudo en sus camas. El vicario, que empezaba a darse cuenta de que había bebido mucho más de lo que tenía por costumbre, intentaba recordar si se había tomado demasiadas confianzas con la madre de Elizabeth Trencom.

El reloj dio la hora con un tintineo medroso, como si quisiera poner de manifiesto que aquella era la primera noche que Edward y Elizabeth pasaban juntos. A decir verdad, lo que iba a suceder les ponía a ambos un poco nerviosos. Porque los dos sabían que ese día (esa noche), en la media hora siguiente, debían sin duda alguna efectuar el acto del coitus penetratus.

El lugar exacto de ese acontecimiento memorable es de escasa relevancia. (Fue, dicho sea de paso, en el hotel White Hart de Chichester). La hora exacta tampoco importa. Pero el escenario concreto merece una atención más detenida. En la habitación 14 del hotel White Hart, podía verse a la señora Trencom de pie ante un espejo de cuerpo entero, preguntándose cómo rayos iba a desabrocharse el dichoso vestido de novia.

—Edward, cariño —dijo con voz que sonó sorprendentemente segura—, ¿podrías… desabrocharme los botones?

Edward levantó la mirada del ejemplar de Country Life que estaba leyendo con mucho empeño y se acercó a la que desde hacía unas horas era su esposa. Luego, con dedos temblorosos, comenzó a desabrochar lentamente los botones que llevaban desde el bonito cuello de la señora Trencom a su curvilíneo trasero. Y lo raro fue que, mientras hacía esto, Edward empezó a notar un curioso hormigueo en la entrepierna. Era una especie de cosquilleo. Su sangre se aceleró. Y de pronto se dio cuenta de que muy pronto iba a encontrarse en un terrible aprieto allí, delante de su flamante esposa.

Ni Edward ni Elizabeth tenían experiencia alguna en cuestiones carnales. Se habían abrazado mucho durante su noviazgo y en dos o tres ocasiones se habían besado en los sótanos de Trencoms. Durante uno de esos abrazos, Edward incluso había puesto la mano sobre el pecho de Elizabeth. Pero ni a él ni a ella se les había pasado por la cabeza hablar de lo que ocurriría su noche de bodas… y, desde luego, nunca se habían visto sin ropa. De hecho, Edward no había visto nunca a una mujer desnuda, ni Elizabeth a un hombre desnudo. Fue posiblemente la idea de ver a la señora Trencom desnuda (junto con la visión de su bonita espalda) la que hizo que ciertas partes de Edward salieran de su sopor habitual.

Es importante anotar, llegados a este punto, para no pintar un retrato demasiado desfavorable de nuestro héroe, que aquella no fue la primera erección de Edward. A menudo, al despertarse por la mañana temprano, se encontraba su apéndice (nunca estaba seguro de cómo llamarlo) apuntando al norte, en vez de al sur, como solía. Sin embargo, en esa ocasión en particular tanto las circunstancias como la sensación eran completamente distintas. Edward sentía un hormigueo incontrolable, una comezón incontenible, en esas partes que por lo general mantenía firmemente alejadas de su pensamiento. Para su espanto, comprendió que, a no ser que ocurriera algo drástico (y deprisa), no podría seguir ocultando aquel bulto que crecía y crecía a toda velocidad.

—Cariño, ¿te importaría irte al baño un momentito? —dijo Elizabeth—. Mientras acabo de desvestirme.

Edward entró en la habitación contigua considerablemente aliviado, cerró la puerta y se mojó la cara y el cuello con agua fría. Luego, cuando sus bajos habían vuelto a la normalidad (y señalaban debidamente al sur, en lugar de al nor-noroeste, un tanto torcido), se quitó el traje, la camisa, los pantalones y los calzoncillos y se puso su pijama de algodón.

—¡Lista, Edward! —gritó Elizabeth, nerviosa y excitada, desde el dormitorio—. Ya puedes salir.

Y con una rápida aspiración y un involuntario meneo de cabeza, Edward entró en la habitación y se subió muy despacio a la cama.

Hicieron falta numerosos tanteos para que Edward introdujera su cosa en la cosa de Elizabeth, pero en cuanto lo consiguió descubrió que la experiencia no era del todo desagradable. Mantuvo los ojos firmemente cerrados (no soportaba la idea de que Elizabeth pudiera verlo en posición tan embarazosa) y se concentró en lo que sucedía por allá abajo.

Esto, se dijo pasados varios minutos, es bastante agradable.

¿Y qué pensaba de todo esto Elizabeth Trencom? Una vista aérea del lecho conyugal nos la habría mostrado tendida de espaldas, con el camisón de cuerpo entero todavía puesto. Tenía las piernas un poco abiertas y con los brazos se agarraba con fuerza a los hombros de Edward. Había cerrado los ojos (no soportaba la idea de que Edward la viera en posición tan indigna) y procuraba con todas sus fuerzas concentrarse en el acto que estaba teniendo lugar.

Si había de ser completamente sincera, no estaba disfrutando especialmente. Pero al mismo tiempo sentía que, después de tantos años, aquellos eran el lugar y el momento adecuados para «hacerlo». Y Edward era, desde luego, el hombre adecuado. Elizabeth no habría soportado la idea de estar con un hombre tranquilo y lleno de confianza en sí mismo. No, se alegraba de que su flamante marido tuviera tan poca experiencia y estuviera aún más nervioso que ella.

Sabía, además, que todo aquello acabaría enseguida. Edward estaba apretando el paso y la cama empezaba a crujir con ruido y velocidad alarmantes. Y, en efecto, en el preciso momento en que ella dejó escapar un «chist» avergonzado (y con un último chirrido de los muelles), todo acabó. Edward había concluido su papel en el acto y los muelles de la cama volvieron a su posición de costumbre. La pareja de la habitación de abajo se guiñó mutuamente un ojo. Los de la puerta de al lado se miraron y sonrieron. Y el señor y la señora Trencom abrieron por fin los ojos, aliviados por haber perdido juntos la virginidad, a su manera entrañable y peculiar.

De allí en adelante, hicieron el amor una vez a la semana, los domingos por la noche, después de cenar asado. Rara vez alguno de los dos sentía estremecerse la tierra, y el acto en sí mismo siguió siendo más bien mecánico. Eran, sin embargo, una pareja muy enamorada y ambos esperaban con impaciencia sus momentos de intimidad compartida. Nunca se les ocurrió pensar que su costumbre de los domingos por la noche pudiera trastocarse algún día (o incluso transformarse por completo) por culpa de las sombras del pasado de los Trencom.