Antes de sumergirnos en el terrible destino que aguardaba a Edward, debemos conocer a las señoras Trencom. Las mujeres eran desde hacía mucho tiempo el alma y la savia vital de esta extraordinaria familia. Eran ellas quienes daban a los Trencom su sensibilidad y su espíritu; ellas quienes amamantaban a sus vástagos y les daban la primera leche. Cabe afirmar, en efecto, que, de no ser por las mujeres (o por una mujer en particular), los varones de la familia Trencom jamás habrían adquirido sus magníficas narices.
Durante siglos, los Trencom habían dicho en broma que sus mujeres se distinguían en dos campos. O fabricaban hijos (como Dorothea, la esposa de Joshua Trencom) o fabricaban quesos (como Caroline, la esposa de Emmanuel Trencom). Las primeras (según la tradición varonil) ostentaban tres papadas, amplia circunferencia y pecho generoso. Joviales y con tendencia a reír a carcajadas, solían morir jóvenes pero felices tras haber dado a luz enormes cantidades de hijos.
De las fabricantes de quesos se decía, en cambio, que eran flacas, huesudas y de pecho tan plano que ni el corsé más prieto (con ballenas que lo levantaban de abajo arriba) podía poner loma u otero en la yerma llanura de su tronco. Tenían ojos de arpía y nariz afilada, orejas diminutas y barbillas extraordinariamente puntiagudas. Eran devotas y trabajadoras, y a juzgar por lo que contaban sus maridos uno habría creído que se habían pasado la mayor parte de los siglos XVIII y XIX compilando notas sobre quesos con unos anteojos pegados a la nariz.
Había posos de verdad en todo esto, pero en realidad los hombres nunca habían entendido la esencia de sus esposas. Cierta tendencia a la estulticia, revestida de una desafortunada veta de arrogancia, les impedía olvidarse de los árboles para ver el bosque. Y había veces (generaciones enteras) en que ni siquiera veían los árboles.
Cuando Caroline Trencom se puso de parto por decimosexta vez, sobrevivió a los dolores del alumbramiento buscando en las profundidades de su voluminoso vientre, que tantas chanzas recibía, una fortaleza interior de la que los hombres de la familia carecían. Y cuando Dorothea dio al bocazas de su marido un golpe tan violento en la barriga que el hombre no pudo probar bocado en tres días, se demostró a sí misma y a su familia adoptiva que ella también tenía arrestos.
Las Trencom sabían (aunque nunca lo reconocieran) que tenían la sartén por el mango. Cuando se juntaban en las frecuentes reuniones familiares, eran conscientes de que su único vínculo evidente era de índole conyugal: a saber, estaban todas ellas casadas con miembros de la familia Trencom. Había entre ellas, sin embargo, una complicidad y una camaradería que las hacía sentirse muy a gusto en compañía las unas de las otras. Trabajaban en equipo, como segadoras en un campo… y la pasada de hoz de su charla seguía una pauta intuitiva y limpia que la mayoría de la gente solo adquiría tras muchos años de intimidad compartida.
—Nuestros hombres son como ratones —bromeó Claire Trencom en una reunión familiar mientras los hombres trasegaban grog.
—Y nosotras —añadió Theodora— somos los gatos que juegan con ellos.
—Yo doy un zarpazo —dijo Eliza.
—Y él salta —terció Grace.
—Yo echo una cabezadita —rió Katherine.
—Y él sale del friso —añadió Anne.
—Y cuando quiero mi leche —ronroneó la picara Bertha-Louise—, me acuesto con él.
Los hombres de la familia Trencom solían decir en broma que su gusto en cuestión de mujeres cambiaba con cada generación, lo cual les había resultado muy útil desde el siglo XVII. Elegían a una fabricante de hijos si necesitaban niños para trabajar en la tienda y a una fabricante de quesos si andaban escasos de existencias.
En el siglo XIX, esta pauta pendular se había convertido en la norma consuetudinaria de la familia; después de que, en 1835, Henry Trencom eligiera una oronda fabricante de hijos (que le dio veintidós vástagos), se hizo inevitable y necesario que su primogénito, Emmanuel, escogiera a una fabricante de quesos huesuda y flaca.
Pero semejante autorregulación no sobrevivió a las presiones de la edad moderna. Cuando el abuelo de Edward se casó con una fabricante de quesos pechugona, la tradición empezó a irse al garete. Y cuando ella cogió la brucelosis (una enfermedad más frecuente entre las vacas lecheras que entre las mujeres jóvenes) se temió que los dos tipos de mujeres se hubieran confundido inextricablemente.
Edward acabó de fastidiar la cosa al casarse con una mujer delgada que nunca había hecho un queso. Elizabeth (pues ya va siendo hora de que la conozcamos) era una mujer pálida y más bien delicada a quien Edward conoció en la primavera de 1957.
Daba la impresión de tener más defensas que la mayoría de las mujeres de su edad y era cierto que a veces, cuando estaba en compañía de hombres, parecía recatada. Ello no se debía a los nervios (nada más lejos de la verdad), sino a cierta reserva que ella misma se imponía. Elizabeth sentía absoluta aversión por pisar territorio ajeno. Había en ella, en efecto, una faceta peculiarmente inglesa, no en el sentido patriótico de quien ondea la bandera, canta himnos y cuece tanto el repollo que este deja de ser verde, sino más bien en el sentido de que, más que cualquier otra cosa en el mundo, valoraba la virtud, tan denostada, de respetar el espacio del prójimo.
Entendía perfectamente por qué a los empleados que tomaban el tren a Londres les gustaba esconderse tras la vasta extensión del Times. A fin de cuentas, pensaba, ¿no tenía todo el mundo derecho a unos pocos momentos de paz camino del trabajo, simplemente para disfrutar del placer de su soledad? Ella también cogía el tren para ir a la ciudad cada mañana y se enfadaba visiblemente cuando la señora Powell, la del número 7, se sentaba a su lado y se ponía a charlar por los codos.
—Y entonces me dijo… y yo le dije…, pero ella dijo…
Yasí sucesivamente, hasta que a Elizabeth no le quedaba más remedio que cerrar su libro y tomar parte en una conversación que no era ni estimulante, ni informativa, ni tenía interés alguno para nadie, excepto para la propia señora Powell.
—Me saca de quicio —le comentó a una amiga con la que se encontraba después del trabajo—. No soporto a la gente que te avasalla de esa manera. La próxima vez, pienso decirle que, aunque me gustaría ayudarla a salir de su apuro, se me da muy mal escuchar a esas horas de la mañana.
Yeso hizo, con notable efecto. Al día siguiente, la señora Powell se montó en un vagón distinto del tren de las 8.23 hacia Victoria y se pasó el cuarto de hora siguiente asaltando los oídos de otra vecina que vivía en la misma calle y también tomaba el tren.
El día que Edward conoció a Elizabeth, ella llevaba puesta su ropa más convencional. Ello incluía una falda Burberry, una blusa plisada y unos zapatos que se habrían considerado discretos y prudentes en cualquier parte, salvo en la playa de una isla tropical. Tal vez otros hombres no habrían reparado en ella, pero para Edward eran precisamente su corrección y su aparente timidez los atributos que le permitían sentirse más a gusto en su presencia de lo que solía sentirse hablando con señoritas. Poco importaba que hubiera malinterpretado completamente la aparente reserva de Elizabeth. Pasarían muchos años antes de que descubriera que en realidad ocultaba un pozo insondable de lo que en aquellos días solía llamarse «genio»: un genio que, aunque menos subido de tono, la colocaba en el mismo saco que al resto de las Trencom que la habían precedido.
En el caso de Elizabeth, su núcleo diamantino procedía sin duda alguna de su madre, una mujer curiosa que, aunque menos recatada en el hablar que su hija, era a su modo tan formidable como una tía abuela victoriana. Había pasado los últimos años de su veintena atendiendo a víctimas de la guerra y a menudo iba a trabajar con la pequeña Elizabeth a la zaga. Los años formativos de Elizabeth habían transcurrido, por tanto, en compañía de hombres cuyas mentes habían coagulado los horrores de la guerra.
Lo recordaba muy bien; lloraban a voz en grito, chillaban, gemían y se hundían buscando consuelo en el generoso seno de su madre, como si fueran niños de pecho en busca de leche. Su madre le dijo una vez:
—Cuando todos los demás están perdiendo la cabeza, es cuando más falta hace que una conserve la suya.
Elizabeth, que por entonces tenía diez años poco más o menos, le había preguntado cómo se conservaba la cabeza, una pregunta muy pertinente teniendo en cuenta que había estado leyendo un libro sobre María Antonieta.
—Tú acuérdate de estos hombres —había contestado su madre—. Y llévalos contigo allá donde vayas. Es absurdo que un ciego guíe a otro ciego.
Edward vio a Elizabeth por primera vez en la calle Throgmorton y, aunque no solía fijarse en las mujeres, recordaba que en esa ocasión le impresionaron su bonita nariz y su expresión sensible. Elizabeth tenía el cutis de un bethmale, un queso que a Edward le gustaba especialmente.
Unos días después, por casualidad, se encontró cara a cara con aquella misma mujer. Había salido de Trencoms a la hora de la comida y, como tenía por costumbre, compró dos sándwiches en la tienda de la señora O’Casey. Después de comérselos en un banco del jardincito que había en la esquina de la calle Love, volvió sobre sus pasos hasta la calle Gresham y torció luego al este, hasta que llegó a la puerta de Percy’s, Tratantes de Monedas Selectas y Antiguas. Tal visita no era infrecuente en modo alguno: como veremos, Edward poseía una excelente colección de monedas antiguas.
Para los profanos en la materia, visitar Percy’s resultaba desalentador. Los mirones ociosos nunca lo mancillaban, porque a la «sala de exposición» del primer piso solo podía accederse por una escalera señorial, forrada de púrpura intenso. Edward no era un extraño en aquel lugar, y sin embargo ese día sentía un nerviosismo inexplicable cuando comenzó a subir las escaleras.
¿Qué me pasa?, se preguntaba.
Y entonces, al mirar por el rabillo del ojo, comprendió exactamente qué le ocurría. Era ella. La chica que había visto en la calle. Estaba allí, sentada detrás del mostrador, retorciéndose el pelo para hacerse un pulcro moño.
Llegados a este punto, merece la pena detenerse un momento para explicar que Edward no tenía mucha experiencia en el arte del cortejo amoroso. Nunca había «conocido» una mujer (en el sentido bíblico), ni se había sentido particularmente atraído por las hembras de la especie.
No tenía, sin embargo, inclinaciones por su propio sexo: en absoluto. Era simplemente que, en fin, si tenía que elegir entre pasar una tarde incierta en compañía de una señorita y pasar unas horas con un amigo, se habría decidido sin pensárselo dos veces por esto último.
De modo que, cuando el 9 de marzo de 1957 se encontró cara a cara con Elizabeth (y el corazón le dio un saltito de alegría), no supo del todo cómo reaccionar.
¿Qué estará haciendo aquí?, pensó. Pero antes de que tuviera tiempo de sopesar la cuestión (o de recobrar la compostura) se topó con la sonrisa más encantadora que había visto nunca.
—¿Qué hace usted aquí? —balbució sin darse cuenta de lo que decía—. Quiero decir… ¿cómo ha…? ¿Dónde…? ¿Cómo…? Verá… ya nos hemos visto antes.
—No estoy segura de que nos conozcamos —contestó ella con dulzura, mientras sus ojos azul grisáceo brillaban de un modo no del todo inocente.
Aquella mirada sugería un atisbo de coquetería por su parte: una alegría femenina que habría causado espasmos cardíacos y anginas de pecho en los clientes habituales (y ancianos) de Percy’s.
—Soy Elizabeth Merson —añadió ella—. Y usted debe de ser el señor Trencom. He oído hablar mucho de usted.
—Trenc… ¿De mí? —dijo Edward, cada vez más perplejo—. Pero ¿cómo…?
—Oh, vamos, tanto no puede sorprenderle —repuso ella con una sonrisa encantadora—. ¿O es simple modestia? Es usted Edward Trencom, ¿verdad? El famoso autor de El mundo entero es un queso.
—Eh, sí, sí…, pero… sí.
Y por primera vez en su vida, Edward se quedó completamente sin habla.
Durante el tiempo que tardó en reponerse, Edward levantó la mirada hacia el rincón más elevado de la habitación. Notó que allá arriba, en el techo, en precario equilibrio sobre la cornisa de escayola, había un Cupido en forma de querubín.
Tiene gracia, pensó. Nunca me había fijado en él. Ni una sola vez desde que vengo aquí.
Edward era cliente habitual de Percy’s desde su primera visita, en 1950. Mucho antes de que Elizabeth se presentara como candidata a un empleo temporal, él volvía todas las semanas para aumentar su cada vez más espléndida colección de monedas romanas. Había empezado coleccionando una moneda del reinado de cada emperador, desde Augusto, en el año 27 a. C., a Anastasio, en el siglo VI. No le importaba la denominación de las monedas, ni el lugar donde se habían acuñado. Lo único que buscaba era el mejor retrato imperial que pudiera permitirse.
A los pocos meses tenía ya una colección de buen tamaño. Buscando en anticuarios, en casas de subastas poco conocidas y entre los picaros tratantes de la calle Villiers, pronto adquirió monedas que representaban a Claudio y Domiciano. Compró luego a Caracalla y a Lucio Vero. Y un sábado, mientras curioseaba en una feria de antigüedades, pagó una libra con veinticuatro chelines por una bolsa que contenía monedas de los usurpadores Valeriano, Galieno y Salonino. Menos de una semana después, compró más de una docena de monedas bizantinas, una de las cuales mostraba un retrato fabuloso del agresivo Miguel Paleólogo. De allí en adelante, Edward amplió su colección para incluir en ella a los emperadores y déspotas de Constantinopla.
Pero aquí debemos detenernos un instante y regresar a ese día de la primavera de 1957 en el que Edward y Elizabeth se conocieron.
—Estoy un poco confuso —murmuró él cuando por fin logró reponerse de la impresión—. Verá, estoy buscando una moneda con el retrato del emperador Diocleciano, pero no recuerdo ni aunque me maten si fue él o Carasio quien emitió por primera vez el follis de bronce.
Y de pronto se dio cuenta con un sobresalto de que le importaba un bledo quién emitió por vez primera el follis de bronce. Aquello carecía absolutamente de importancia.
Elizabeth puso una expresión compasiva, pero no podía hacer gran cosa por ayudarlo. Llevaba tres semanas trabajando en Percy’s y no sabía nada del sistema monetario del tardo Imperio romano.
—Me temo que no puedo ayudarle —dijo—. Pero ¿le serviría de algo ver algunas monedas? Tengo las bandejas de Diocle… de Diocleciano aquí mismo, junto a las rodillas.
—Las rodillas —dijo Edward, y su voz se extinguió en un susurro—. Sí… Me encantaría ver sus rodillas.
No bien se dio cuenta de lo que había dicho cuando sintió una aguda punzada en la espalda. Elizabeth también sintió aquel dolor. Mientras ambos se frotaban el lugar dolorido y ella sonreía para sus adentros, Edward volvió a fijar la mirada en la cornisa de escayola, donde el querubínico Cupido contemplaba la escena con la misma sonrisa.
Qué raro, pensó Edward. Habría jurado que antes tenía una flecha en el arco.
Su noviazgo fue corto pero grato: pasaron muchas tardes probando quesos en la bodega de Trencoms. Edward se enamoró de Elizabeth hasta el punto de que incluso habló al señor George de su intención de proponerle matrimonio. El señor George lo felicitó calurosamente y dijo, con los ojos empañados, que cuando se ponía su chubasquero beis, Elizabeth le recordaba a la señora George de joven.
Elizabeth, no menos prendada de Edward, disfrutaba de sus excentricidades, su entusiasmo por la vida y sus manías.
—Me encanta su pasión —le dijo a una amiga que no entendía por qué querría nadie casarse con quien aparentaba más edad de la que tenía—. Puede que no lo hayas notado —prosiguió, a la defensiva—, pero está lleno de pasión. Es un apasionado del queso, de las monedas, de la historia. Habla de todo con tanta alegría… Tal vez no sea elegante… —pronunció la palabra «elegante» con no poco desdén—, pero al menos es sincero.
Dos meses después, Edward y Elizabeth se casaron en la iglesia de Santa Margarita, en Chichester, el pueblo natal de Elizabeth. Estaban a punto de embarcarse en un viaje que los llevaría a terrenos hasta entonces ignotos.