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21 de enero de 1969

El martes 21 de enero empezó como cualquier otro día. A las 8.31 de la mañana, Edward abrió la puerta de Trencoms y entró en la tienda lleno de brío. Se sonó la nariz, comprobó la temperatura y husmeó el aire.

Hmm, se dijo. Y pensar que todavía estamos en enero. Hace un calor impropio de la estación.

Se dirigió al fondo de la tienda, deteniéndose un instante al pasar bajo los ventiladores en movimiento. Luego, satisfecho al comprobar que el aire olía tan bien como siempre, cortó una gruesa loncha de chèvre del Nièvre y se la acercó a la nariz.

Ah, sí, se dijo. ¡Qué manera de empezar el día!

Tras paladear la fragancia de las cabras y el suave amargor de la corteza, se puso manos a la obra, desempaquetando cajas y llevando los quesos arriba. Luego, a las nueve en punto, poco después de que llegara el señor George, su encargado, abrió la cerradura interior de la puerta principal de Trencoms y cambió el cartel de «cerrado» a «abierto».

A las 9.11 llegó el primer cliente y compró un buen pedazo de brie de Normandía. A las 9.32, el señor Jançek, el farmacéutico polaco, comprobó un tarro de cien gramos de cremoso edelpilzkäse. Edward se alegró al ver que el señor George estaba colocando con esmero un nuevo envío de neufchately que olisqueaba cada queso por separado antes de ponerlo sobre su esterilla. ¿Qué haría él sin el señor George?

Era un hombre absolutamente cabal, que siempre sabía lo que había que hacer.

Unas manos de fiar, reflexionó Edward mientras se limpiaba las suyas en una toalla de muselina. Unas manos de fiar. Si algo se torcía alguna vez, convenía tener al señor George detrás para que volviera a poner las cosas en orden.

El señor George era mucho más mayor que Edward y trabajaba en Trencoms desde tiempos del tío Harold. Siempre había pasado largas horas en la tienda, y desde la muerte de su querida esposa parecía dispuesto a trabajar seis días por semana, en lugar de los cinco de costumbre. A decir verdad, era un tipo solitario (aunque en modo alguno triste) y disfrutaba de la suave camaradería del trabajo en la tienda.

Los dos hombres rara vez hablaban de la difunta señora George, porque a ninguno de los dos le gustaba tocar asuntos personales. Edward nunca había sido invitado a casa del señor George, ni el señor George a la de Edward; así es como debía ser. Tampoco les parecía siquiera remotamente extraño que llevaran tanto tiempo tratándose de usted que casi habían olvidado sus nombres de pila. Un momento antes, Edward se había sorprendido rascándose la cabeza, exasperado, mientras intentaba recordar cómo se llamaba el señor George. Su nombre se le había ido por completo de la cabeza y solo cuando vendió el trozo de edelpilzkäse al señor Jançek recordó que se llamaba Edwin.

Aquel súbito recuerdo desencadenó una serie de asociaciones en las neuronas de Edward. Las que tenían conciencia histórica se aferraron a otro Edwin, el rey sajón de Northumbria cuyo reinado interesaba a Edward desde hacía tiempo. Se sorprendió recordando que el rey Edwin se había casado con la encantadora princesa Ethelburh de Kent… y se sorprendió más aún cuando se descubrió preguntándose con una sonrisilla divertida si la señora George se llamaría Ethelburh.

—Qué idea más rara e inapropiada —masculló en voz baja, y estaba reprendiéndose a sí mismo cuando algo le hizo mirar hacia la calle. Vio entonces con sorpresa e inmensa inquietud que estaba siendo observado. Sí, aquel mismo griego alto que había visto por primera vez un par de días antes lo estaba vigilando. Escudriñaba el interior de la tienda y parecía estudiar cada uno de los movimientos de Edward. Pero no bien se encontraron sus ojos, giró sobre sus talones, se volvió de espaldas al escaparate y se alejó rápidamente calle abajo.

—¿Puede vigilar el fuerte un momento, señor George? —dijo Edward—. Tengo que hacer una comprobación urgente.

Y sin esperar respuesta salió a la calle y miró a diestra y siniestra.

Había casi cincuenta metros hasta el final de la calle y sin embargo el hombre ya se había perdido de vista. Edward husmeó el aire y enseguida captó su olor.

Gradas al cielo, pensó, esto va a ser fácil. Fuma ese asqueroso tabaco balcánico.

Echó a andar calle abajo y al llegar al final dobló a la izquierda, siguiendo el rastro de aquel olor. Divisó a lo lejos a su presa, camino de la calle King.

¿Adónde irá?, pensó Edward. Y lo que es más importante, ¿quién diablos es?

El hombre andaba extremadamente deprisa y Edward (cuyas piernas eran algo más cortas) tenía que darse una carrera de cuando en cuando. Aun así no logró alcanzarlo y cuando llegó al cruce con la calle Gresham no había ni rastro de él.

Edward olfateó de nuevo y respiró hondo dos veces.

Ah, sí, se dijo. Todavía percibía un leve aroma a tabaco rancio.

Torció hacia la derecha, adentrándose en la calle Gresham, y de nuevo distinguió al hombre avanzando a toda prisa por la acera, cincuenta metros por delante de él. Qué raro, pensó Edward, cada vez más inquieto. Estoy seguro de que debería ser él quien me siguiera a mí, y sin embargo aquí estoy, siguiéndole el rastro.

El extraño giro que habían dado los acontecimientos esa mañana inquietaba a Edward, y sin embargo no podía evitar sentir un cosquilleo de emoción. Mientras atravesaba velozmente las calles de la ciudad, se imaginaba en una historia de detectives, persiguiendo al villano. Solo un par de días antes había estado leyendo Diez campanadas para medianoche, de Harry Barnsley, donde había una persecución igual que aquella. El detective Jim Moorhouse corría por las calles de la ciudad en persecución de un agente secreto, ayudado también por el olor del humo de un cigarrillo. La única diferencia era que, en el libro de Barnsley, la ciudad era Moscú y el detective Moorhouse acababa en brazos de una agente doble.

Edward miró su reloj y vio que eran casi las diez y media de la mañana. Me doy veinte minutos, se dijo. Si para entonces no lo he cogido, en fin… No puedo dejar solo al señor George tanto tiempo. A no ser, claro, que haya esperándome una agente doble.

El hombre torció bruscamente hacia Old Jewry y apretó aún más el paso. Al llegar al fondo de la calle, giró de repente hacia Cheapside. Edward estaba tan perplejo que se quedó parado un momento. Parece estar avanzando en círculos, pensó. A este paso, acabará de verdad persiguiéndome él a mí.

Pero no. El hombre torció a la izquierda, hacia la calle Queen (donde Richard Barcley, el mejor amigo de Edward, tenía sus oficinas) y empezó a andar mucho más despacio. Miró rápidamente hacia atrás, como si quisiera asegurarse de que Edward no estaba a la vista, buscó sus llaves y abrió la puerta del número 14. Unos segundos después, cuando Edward salió a la calle Queen, el hombre había desaparecido.

Se ha esfumado, pensó Edward. Habrá entrado en algún edificio. Justo enfrente de la oficina de Richard.

Siguió el aroma, que se desvanecía rápidamente, a lo largo de la calle, hasta que llegó a la puerta del número 14. Aquí es donde se ha metido, se dijo.

Se quedó mirando un momento la puerta de madera lisa y miró luego la placa de la pared. Decía: «Christos Makarezos e Hijos, El Pireo».

Entonces es verdad que es griego, pensó Edward frotándose la punta de la nariz. Eso por lo menos lo sé. Me pregunto si Richard lo conoce.

Pensó en pasarse a ver a su amigo, pero al echar un rápido vistazo a su reloj recordó que tenía que volver a Trencoms.

Mientras volvía sobre sus pasos camino de la tienda y pensaba en el desconocido que lo había abordado dos días antes, notó que se le ponía la carne de gallina en todo el cuerpo. Tiritaba y temblaba al mismo tiempo, en parte de miedo y en parte de cansancio.

¿Es posible que el hombre del grupo de turistas intentara de veras advertirme de algo?, pensó. ¿Podría ser que alguien esté espiándome? Y mientras pensaba estas cosas, se le ocurrió que quizá su vida estuviera efectivamente en peligro.

Pero no tenía absolutamente ni idea de cómo ni de por qué.