El queso formaba parte de la herencia familiar de los Trencom desde hacía aún más tiempo que sus extraordinarias narices. En el Libro de viandas, escrito en el siglo XV por el médico cortesano John Russell, se mencionaban por vez primera las empalagosas propiedades del trencom, un queso duro y envejecido hecho de leche de vaca. «El queso trencom», escribía Russell, «no satura el estómago». Unos años después de que se escribieran estas líneas, Fulke Regis, obispo de Exeter, regaló al rey Enrique VIII medio queso de cincuenta kilos.
A partir de ese momento, todo fue sobre ruedas para los Trencom. Sus quesos fueron aclamados en el Refugio de salud, de 1596, y en el enciclopédico Libro de finezas. En 1662, su fortuna dio un salto aún más drástico. Humphrey Trencom, el de la espléndida nariz, vendió un buen pedazo de la granja familiar en el valle del Piddle, en Dorset, y se marchó a Londres. Fundó Trencoms en el corazón de la ciudad y enseguida tuvo fama por la calidad de su género.
Humphrey tenía una habilidad singular para encontrar y vender los quesos más fragantes y pronto se le concedió el honor de abastecer a la corte del rey Carlos II. Fue un infortunio que el Gran Fuego destruyera la tienda y que el voluble Humphrey cometiera el terrible error de dejar que su nariz lo llevara a Constantinopla. Pero otros miembros de la familia Trencom lograron levantar de nuevo el negocio y restablecerse como los principales comerciantes de quesos de Londres.
Las pocas décadas que los vieron transformarse de granjeros en comerciantes coincidieron con la notable transformación de su fisonomía y con el cambio drástico en la sensibilidad de su recién adquirido apéndice. Sus narices tenían la extraordinaria capacidad de distinguir la composición, madurez y calidad de cualquier queso. Desde entonces, la nariz familiar había olfateado, husmeado, juzgado y catado los grandes quesos del mundo, desde los camemberts y los chèvres a los saint nectaires y los saint paulins.
Su reputación dependía lisa y llanamente de sus narices. Porque, generación tras generación, los hombres de la familia recurrían a aquel órgano exquisitamente afinado para distinguir lo bueno de lo malo y lo bello de lo nauseabundo. Su nariz era al mismo tiempo defensa y acusación, jurado y juez, y solo cuando el talento combinado de dos fosas nasales confirmaba que un queso era excepcional, se vendía este a las damas y caballeros de la ciudad.
Los Trencom no se consideraban tenderos, ni se habrían descrito como tratantes de quesos finos. Un tratante, argumentaban, se limita a comprar un producto a bajo coste y a venderlo para sacar un beneficio: era un buhonero o un mercachifle a gran escala. No. Los Trencom siempre se habían considerado conocedores y expertos, jueces y hierofantes cuyo objeto en la vida era, como había comentado una vez el sagaz Thomas Trencom, separar el requesón del suero. Lo mismo que un sacerdote reza por las almas de su rebaño, así los Trencom velaban por los paladares de sus clientes. Su tienda era un hálito de aire fresco en el mundo, más bien mohoso y maloliente, del queso.
La familia creía desde hacía tiempo que una nariz solo podía alcanzar verdadero refinamiento si se privaba del objeto de su deseo. De abuelos a nietos y de generación en generación, todos los Trencom habían pasado seis largos años rodeados de quesos sin que se les permitiera catarlos. Así había sido siempre y así había sido también con el joven Edward.
Nadie en la familia recordaba por qué tenían que pasar seis años. Era, quizá, porque hacían falta seis años para que madurara el cachaille provenzal. O tal vez porque el cantal más exquisito se hacía con leche de vacas de seis años. Fuera cual fuese el motivo, sucedió que Edward probó el queso por vez primera con ocasión de su vigesimosegundo cumpleaños. Llegó a Trencoms poco después de las ocho de la mañana, como tenía por costumbre. Olfateó el aire maloliente y respiró hondo. Luego, al mirar hacia abajo, notó que le temblaban las manos. Apenas podía refrenar su nerviosismo.
Bajó la escalera de la bodega y olfateó el aire por segunda vez esa mañana. Y mientras hacía esto salió a recibirlo su tío Harold, que había cuidado de él desde que tenía diez años. Harold estaba cortando y envolviendo un pequeño surtido de quesos.
—Ah, por fin has llegado —dijo Harold, apareciendo por detrás de una torre de tommes de Saboya en precario equilibrio—. Edward… muchas felicidades. Ojalá tu padre estuviera vivo. Hoy se habría sentido orgulloso de estar aquí.
Harold se detuvo un momento mientras limpiaba la película de moho húmedo de un tomme maduro de Mont Cenis. Luego, con gran cuidado, se frotó el bigote con el moho y aspiró profundamente.
—Ah, sí —dijo con un suave murmullo—, un queso verdaderamente escandaloso.
Edward asintió con la cabeza al detectar la frescura glacial de una brisa alpina. Luego, apenas unos instantes después, se sorprendió olfateando unos prados recién segados. Había un matiz a prímulas aplastadas, el frágil olor de la genciana.
Habían pasado cinco segundos.
Luego pasaron diez.
—Un tomme —afirmó Edward—, pero ¿de dónde?
—Espera —fue la respuesta de Harold—. Ten paciencia.
Y mientras decía esto, se sintió otra oleada de olor, esta vez más cálida y hogareña. Edward olió el sudor de las vacas y el denso aroma de un establo de ordeño.
—Claro… Es tomme de Mont Cenis —dijo con una sonrisa confiada—. Traído directamente de los Alpes del Ródano. Casi se huele… —olfateó teatralmente— la llegada inminente de la nieve.
Harold felicitó a Edward y lo condujo a un rincón de la bodega, donde había preparado un regalo de cumpleaños envuelto en grueso papel marrón. Su contenido no fue una sorpresa para Edward, que conocía bien la tradición de los Trencom. Aun así, rasgó el envoltorio con nerviosismo creciente. Dentro había, cómo no, exactamente lo que esperaba: un époisses, un stilton entero y tres chèvres de granja envueltos en hojas de castaño de color cobre. Por fin iba a probarlos.
Lenta y suavemente, quitó el envoltorio del stilton y dejó al descubierto la cosa más bella que había visto en toda su vida. Era perfecto. Recubierto de una capa de moho pardusco, firme pero sensual, tenía la corteza más fina que Edward había visto nunca.
—¿Puedo abrirlo? —preguntó. Estaba acalorado y febril y otra vez habían empezado a temblarle los dedos.
—Sí —dijo su tío—. Pero ya conoces la regla. Aparta los demás quesos. Hay que dejar que cada ejemplar respire.
Edward retiró rápidamente los otros quesos y volvió a concentrarse en el stilton. Quitó la fina muselina y la dejó caer suavemente al suelo. Luego se retiró un momento para contemplar su piel exquisita antes de acercar la nariz a una pequeña grieta de su superficie. Después, con mucho cuidado, cogió su navaja y la colocó dentro de la grieta. Se detuvo un segundo y la hundió en el corazón del stilton. De pronto hubo tal explosión de aromas y olores que Edward retrocedió, aturdido. Olía a la humedad de las iglesias y a criptas cerradas, a champiñones y madera encerada.
Harry vio cómo Edward separaba las dos mitades del queso. Él también estaba temblando, turbado por el efecto que el queso estaba surtiendo sobre Edward y eufórico ante la idea de probar un poco del rico moho azul.
—Para —dijo, acercándose al stilton. Frotó con el dedo la superficie húmeda y se frotó luego cuidadosamente el bigote, presentando un nuevo olor a su labio cerdoso—. ¡Ah, sí! Huele, huele… ¿qué puedes decirme sobre este queso? ¿Puedes decirme cuándo lo hicieron? ¿Puedes identificar la granja? ¿Conoces la vaca?
Edward inhaló profundamente, arrastrando aquel olor hasta los recovecos más lejanos de su papila olfativa. Su nariz pareció crecer y expandirse mientras dejaba que el aroma del stilton atravesara millones de pelos y poros. En cuestión de segundos, Edward se sintió transformado: notaba el olor del queso en la garganta, en la boca, en los pulmones, en todo el cuerpo. Se estremecía de arriba abajo; se sentía mareado. No había duda de que aquel queso era un verdadero gigante entre los stilton.
—Fue… —dijo apartando un instante la nariz del queso— fue elaborado en la granja de Saint Cuthbert, la que hay al lado de la iglesia de Colston Bassett. —Olfateó de nuevo—. Es un queso de agosto, no hay duda. Sí, yo diría que del 28 de agosto… por la tarde. Pero ¿la vaca? Eso es difícil.
—Sí, desde luego —contestó el tío Harry—, muy difícil.
Edward se detuvo un segundo mientras olfateaba de nuevo el queso.
—No es Botón de oro. Es demasiado cremoso para ella. Y no creo que sea Margarita o Prímula. ¿Era de Wittgenstein la leche?
—¡Has dado en el clavo! —exclamó Harold con una sonrisa—. ¡Has dado justo en el clavo! Bienvenido a Trencoms, Edward. Tienes, sin duda alguna, la mejor nariz de los Trencom desde hace generaciones.
Sonrió, pero fue una sonrisa preocupada y más bien nerviosa.
—Y espero —dijo en voz baja— que no haga caer sobre ti la misma terrible maldición… —se detuvo para enjugarse los ojos— que sobre todos los demás.
El olfato de Edward se hizo más refinado, si cabía, con el paso de los años. Pronto fue capaz de identificar con una sola aspiración la procedencia exacta de cualquiera de los grandes quesos del mundo. Se convirtió en maestro catador a la precoz edad de veinticuatro años y se convirtió luego en maître du fromage. Recibió una medalla de oro del Milchprodukte Institut de Heidelberg y se convirtió en miembro honorario de la junta directiva de la Accademia del Fromaggio de Roma. Un año después recibió el mayor honor al ser nombrado presidente vitalicio de la Honorable Compañía de Entendidos del Queso.
Escribió cuatro libros sobre el queso (todos los cuales recibieron encendidos elogios de los críticos) antes de embarcarse en su proyecto más ambicioso: su Enciclopedia del queso en doce volúmenes. Cuando se publicó, en 1967, el Daily Telegraph afirmó que era la obra sobre el queso más importante jamás escrita. El Times estuvo aún más efusivo, apodando a Trencom «el Edward Gibbon del mundo del queso».
Edward no se durmió en los laureles, pese a tales elogios. Éstos tuvieron, en realidad, el efecto contrario. Impulsado a alcanzar mayores cotas, se imaginó escribiendo una monumental Historia del queso, una obra que seguiría la evolución del queso desde tiempos neolíticos hasta el presente y que acabaría con un capítulo dedicado a la historia de Trencoms. Estaría dedicada al «noble époisses», al que Edward consideraba desde hacía tiempo el mejor queso del mundo.