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Edward Trencom poseía una nariz extraordinaria. Era larga, aguileña y tenía sobre el puente un bulto circular prominente pero perfectamente formado. Edward había estudiado la arquitectura de su nariz durante gran parte de su vida adulta y nunca se cansaba de examinar su curiosa forma. No era hombre vanidoso, en absoluto. Aparte de su costumbre de ponerse un delantal limpio cada mañana y de ser un maniático de la limpieza, su apariencia externa le importaba bien poco. Era más bien una manifestación de curiosidad ociosa (de especulación, si se quiere) lo que de cuando en cuando lo impulsaba a inspeccionar su nariz en uno de los muchos espejos que adornaban las paredes de Trencoms.

Hubo un tiempo en que le pareció modelada en el estilo perpendicular de los constructores de las catedrales inglesas, que tanto le gustaba. Pero no. Semejante conclusión invalidaba las muchas complejidades que daban encanto a su nariz. Porque el abultamiento del puente prestaba a su estructura un ramalazo de entusiasmo bizantino.

Tras años de leer e investigar, medir y anatomizar, Edward había llegado a unas cuantas conclusiones definitivas. Mi nariz, se decía, combina sensualidad (el bulto) y autoridad (su rectitud), en una perfecta fusión de lo griego y lo romano. Sí. Edward Trencom poseía una nariz auténticamente grecorromana: una nariz que se ceñía al concepto sáfico de belleza y que sin embargo lo revestía con un estricto sentido del deber de cuño virgiliano.

Aunque los Trencom poseían desde hacía cientos de años aquel apéndice hereditario, este no siempre había estado tan bien formado. Las primeras generaciones de la familia habían tenido narices a las que les faltaba cualquier atisbo de los rasgos y características que algún día serían su sello distintivo. Carecían de abultamiento oriental. Al puente le faltaba su romana rectitud. La fina fachada griega estaba aún por construir. Aquellas primeras narices eran fruto de la endogamia y la mala alimentación: malformadas y nacidas del pillaje y la violación de los sajones, nutridas con nabos y despojos, aplastadas por arcabuces, rotas en reyertas tabernarias, sometidas al hedor del matadero, heladas en invierno y maltratadas durante siglos a base de cerveza y sidra peleona. El incesto había contribuido a torcer su punta. Las violentas peleas con espadas habían dejado sus cicatrices. Y aunque los dueños de estas narices acabaran vistiendo elegantes jubones acuchillados, sus aletas nasales flácidas y enrojecidas demostraban que se hallaban en avanzado estado de deterioro. Los capilares se rompían y pelos como alambres salían de sendas fosas.

Hasta mediados del siglo XVII la familia no descubrió súbitamente que le había tocado en suerte una nariz fuera de lo corriente. En 1637, poco más o menos, cierto Humphrey Trencom nació con un apéndice que se salía claramente de la norma. Era extremadamente largo y aguileño, y particularmente notable por tener una joroba huesuda que casi parecía suspendida sobre el puente. Ningún Trencom había nacido hasta entonces con una nariz de forma tan extraordinaria, y los miembros de la familia que se reunieron en bandada alrededor del lecho del alumbramiento comprendieron que aquel espécimen procedía enteramente de la madre del recién nacido Humphrey, la exhausta pero eufórica Zoe. Ella, a su vez, había sacado la nariz de su padre, desde el que podía rastrearse su origen hasta la antigüedad, a través de padres, madres y, de vez en cuando, tías y primos. No había una lógica evidente respecto al cómo y el cuándo aparecía la nariz, pero estaba presente (orgullosa e inmutable) en cada generación.

Cuando nació Humphrey, su madre era la única superviviente de la familia poseedora de semejante nariz, y Zoe soltó un profundo suspiro de alivio (e hizo tres veces la señal de la cruz) al ver que Humphrey se hallaba en posesión del patrimonio familiar. Había cumplido con su deber en el momento perfecto y otros tomarían el relevo en las décadas y centurias siguientes. Desde el nacimiento de Humphrey, cada generación se las ingeniaba para producir al menos un vástago (normalmente, pero no siempre, ni mucho menos, el primer hijo varón) poseedor de una nariz de forma y sensibilidad formidables.

En ocasiones perdía, desde luego, un poco de su magnificencia. Su estructura se había rebajado un poco durante la época de la Regencia, y un daguerrotipo del viejo Henry Trencom demostraba que la joroba del puente se había escorado claramente hacia la izquierda. Pero tales catástrofes arquitectónicas nunca duraban mucho tiempo. A fines del siglo XIX, la nariz había recobrado su forma. El abuelo de Edward estaba tan orgulloso de su ejemplar que subrayaba sus cualidades con un exuberante mostacho. El padre de Edward también había sido bendecido con un buen espécimen que se volvía de un rosa lustroso cuando por las noches se bebía su vaso de cerveza negra.

Siendo todavía muy niño, Edward había preguntado a su tío por la nariz de la familia.

—Tío Harry —le había dicho—, ¿quién nos dio nuestra nariz?

Su tío lo había mirado con dureza y le había dado una respuesta aún más dura.

—Ese tema está estrictamente prohibido en esta casa —dijo meneando la cabeza—. Estas narices han sido el germen de nuestra familia y también su perdición.

Se detuvo un momento para enjugarse los ojos empañados con el pañuelo de color lavanda. Pensó en Peregrine Trencom (el padre de Edward) y una lágrima rodó por su mejilla. Pensó en George Trencom (el abuelo de Edward) y otra lágrima cayó al suelo.

—Pero ¿qué quieres decir? —insistió Edward—. Tienes que contármelo.

—Dios te dio tu nariz —contestó Harold—, así que debes usarla. Pero nunca preguntes por ella. Y nunca vayas en busca de sus orígenes. Nunca jamás. De aquí en adelante, Edward, queda estrictamente prohibido hablar de tu nariz en esta casa.

Y así había sido durante más de treinta años.