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Enero de 1969

La guía dio unas palmadas y dejó escapar una tosecilla impaciente. Estaba deseando empezar el four.

—Disculpen, señoras y señores. ¡Ejem! Si están listos. ¿Podría pedirles…? ¡Ejem!

El grupito guardó silencio y ella empezó.

—Lo primero de todo —dijo—, permítanme darles la bienvenida al tour. La visita dura aproximadamente cuarenta minutos y, bueno, si tienen alguna duda, no duden en preguntar.

»Bueno… ¿por dónde empezamos? Trencoms, como pueden ver, tiene su sede en un edificio muy particular. La fachada exterior es típicamente georgiana: de ladrillo rojo, con tres plantas y perfectamente proporcionada. Como comentó una vez el señor Trencom, la clase de casa en la que muchos de los personajes de Jane Austen se habrían sentido a sus anchas.

»Echen un vistazo al montante de la puerta. Es el original. Fíjense también en las ventanas. Casi todas conservan todavía los cristales del siglo XVIII. Sí, señor, tiene usted razón, es muy raro en Londres… y hay que agradecérselo al señor Albert Trencom. Fue él quien tapó con tablones todas las ventanas el día que estalló la Segunda Guerra Mundial, lo que hizo reír mucho a los tenderos vecinos…, y los tablones no se quitaron hasta el día del Armisticio.

»Encima de la puerta principal, que es de color verde oscuro desde hace más de un siglo, verán el tipo de letrero de hierro forjado que antaño podía verse por todo Londres. Trencoms, 1662. Ése fue, naturalmente, el año en el que la tienda abrió sus puertas por primera vez.

»Sí, señor… tiene usted una duda. Ah, sí… ¿qué fue de la tienda original? Bueno, la primera tienda ya no existe. Se quemó hasta los cimientos en el Gran Fuego de 1666, quedó completamente destruida. Solo llevaba cuatro años abierta cuando sufrió su primer desastre de grandes proporciones.

La guía arrastró los pies un momento y miró el suelo rápidamente.

—Quizá deba decir —continuó— que el incendio no es el único desastre que ha sufrido Trencoms a lo largo de su larga historia. Es extraño. Verán, casi todas las generaciones han tenido que afrontar un accidente u otro. —Se demoró al decir «accidente», como si diera a entender algo más siniestro—. Casi podría decirse que Trencoms está en cierto modo… maldita.

La guía había logrado captar la atención de todos con su último comentario y, en medio del dramático silencio que siguió, aprovechó la ocasión para soltar una broma muy trillada: una broma que sabía haría reír a todo el mundo.

—En fin —dijo—, esperemos que no sufra otro desastre en los próximos cuarenta minutos.

Cuando el grupo profirió debidamente una risa colectiva, la guía agradeció su buen talante inclinando la cabeza con sagacidad y siguió con la visita.

—Ahora, permítanme añadir un par de cosas más. Fíjense en la insignia real y en esas tres palabras mágicas, «Por designación regia». Estoy seguro de que algunos de ustedes las habrán visto en otras tiendas durante su estancia en Londres. ¿Sí? ¿Hmm? Veo que algunos asienten.

»Bien, pues puedo asegurarles que una “designación regia” es un gran honor. A Trencoms se le concedió ese estatus durante el reinado de la reina Victoria, que era particularmente aficionada al gloucester curado del señor Henry Trencom. El príncipe Alberto, por cierto, prefería el gewurtskäse salado del norte de Baviera. El otro día vino de visita un empresario alemán que era del pueblo donde se elabora el gewurtskäse.

Se quedó callada un momento para dejar que un recién llegado se incorporara al grupo.

—Buenos días, buenos días —dijo con su jovialidad característica, indicando al hombre con un gesto que se acercara—. Únase a nosotros, por favor. De vacaciones, ¿verdad? Díganos su nombre. Y de dónde es. Siempre me gusta saber de qué países son las personas que tengo en mis visitas.

El hombre parecía visiblemente nervioso, como si aquello fuera lo último que esperara que le preguntaran.

—Eh… Grecia. Soy de Grecia. —Hablaba titubeando y con fuerte acento—. Me llamo Papadrianos. Andreas Papadrianos —dijo, tendiendo la mano—. De Salónica.

—Ah, bien… bien —dijo la guía—. Hacía muchos meses que no venía ningún griego de visita. Un pequeño consejo: cuando entremos, pruebe un trocito del halumi del señor Trencom. Es delicioso, de verdad. No lo encontrará mejor fuera de Grecia, se lo aseguro.

Sonrió y le hizo otra pregunta al hombre.

—¿Viene por negocios o por placer?

—¿Cómo dice? —preguntó el señor Papadrianos.

—¿Está aquí por negocios o por placer? —repitió la guía, que hablaba más despacio de lo normal por dirigirse a un extranjero.

—Por negocios —contestó secamente el hombre, que parecía molesto por tener que hablar de sí mismo—. Estoy aquí por… asuntos personales.

—Entiendo, entiendo —dijo la guía, comprendiendo que de nuevo se estaba dejando llevar por su curiosidad—. Bueno, señoras y señores… y señor Papa… como sea…, si están ustedes listos, podemos entrar en la tienda. Les pediría a los que lleven cámaras que apaguen los fiases, porque está comprobado que alteran el crecimiento del moho de los quesos.

Con aquella pequeña advertencia y una última mirada a la fachada, el grupo se dispuso a entrar en la tienda de quesos más antigua, refinada y famosa de todo Londres.

La primera sensación y la más inmediata que lo asaltaba a uno al entrar en Trencoms era su olor extraordinario. El aroma penetrante del queso impregnaba el aire como si las mismísimas paredes y hasta el techo estuvieran hechos de grandes lonchas de emmental blanco y cremoso. Cada vez que un cliente o un guía cruzaba por primera vez la puerta, el olor del queso les hacía pararse en seco. No era desagradable (en absoluto), pero se necesitaba más de un minuto para que el olfato se acostumbrara a un cambio tan brusco.

Por la mañana temprano, a la hora en la que abría la tienda, era cuando el aire estaba más cargado y maloliente. Era como si, durante toda la noche, los quesos mohosos hubieran estado exhalando en sueños: bostezando, suspirando y respirando vapores rancios y olorosos. Los Trencom estaban convencidos desde hacía tiempo de que, en lo más hondo de su sopor, el stilton eructaba y el roquefort ventoseaba. ¿Y por qué no? A fin de cuentas, todos y cada uno de los quesos de Trencoms eran seres vivos: un cúmulo denso y vibrante de bacterias cremosas, azuladas y verdes.

La familia había descubierto hacía mucho tiempo que muchos de los quesos sufrían una misteriosa transformación durante las horas de oscuridad. Por la mañana, cuando llegaban, observaban como los campanudos clochettes (que estaban inmaduros unas horas antes) habían adquirido una pátina de moho nueva y verdosa. Veían que algunos de los couhé-verac se habían despojado como por milagro de sus envoltorios de hojas de castaño, como si estos fueran enaguas o saltos de cama que hubieran dejado de forma lúbrica caer al suelo.

Más de un Trencom se había entretenido pensando en lo que ocurría de noche en el mundo de los quesos. ¿Intentaban los tommes ligar con los picodons? ¿Cortejaban los gaperons a los esbeltos buchettes? Fueran cuales fuesen las travesuras que tenían lugar durante las horas en las que Trencoms estaba cerrado (y de las que nadie podía estar enteramente seguro), los quesos se las ingeniaban para llenar la tienda de un olor matutino característico, aunque ambiguo: la clase de olor ni agradable ni desagradable que de vez en cuando se encuentra atrapado bajo el edredón de dos jóvenes amantes.

—Buenos días, señor Trencom —dijo la guía al entrar en la tienda—. ¿Qué tal está esta mañana?

—Ah, buenos días, señora Williamson —contestó él, sonriendo a los visitantes—. Sí, sí… Estoy muy bien, muy bien. —Y era cierto. El señor Edward Trencom, propietario de Trencoms (la décima generación de la familia que ocupaba aquella posición) se hallaba de un humor excelente. Se dio una fuerte palmada en la tripa y a continuación le sacó brillo a su nariz con el pico del delantal. Un par de personas del grupo se rieron por lo bajo al oírlo hablar y otras se miraron al reparar en la curiosa forma de su nariz. Pero la mayoría logró mantener la compostura.

—Aquí tiene, señora Williamson: una lonchita de pencarreg para alegrarle la mañana.

La guía se sonrojó ligerísimamente y se metió el queso en la boca.

—Y si eso no le pone la piel de gallina —rió el señor Trencom—, entonces tendremos que recetarle un gran trozo de clacbitou de Borgoña.

La señora Williamson sonrió, el grupo de turistas se echó a reír y el señor Trencom les deseó una visita de lo más agradable.

El suelo de la tienda era de mármol a cuadros verdes y crema. De día, las baldosas estaban salpicadas de serrín, lo cual las volvía traicioneras para quien cometiera la estupidez de entrar en Trencoms con esos zapatos de tacón alto que a fines de los años sesenta estaban de moda entre secretarias y mecanógrafas.

A lo largo de ambas paredes había largos mostradores de mármol rematados con bastidores de bronce y cristal. Esto permitía a los clientes ver los quesos en exposición (una fracción minúscula de los que se almacenaban en la bodega) y al mismo tiempo proteger de cualquier contacto con el aliento o los dedos inquietos de la clientela. Todos los quesos reposaban sobre esterillas de paja hechas a mano que se importaban de la Camargue desde finales de la década de 1870. Eran de color y olor neutros, y dejaban respirar a los quesos sin transmitirles olores no deseados.

El interior de la tienda databa de 1873: la primera y única vez que Trencoms se había redecorado. Dos ventiladores Victorianos, instalados ese año, todavía giraban lentamente en el techo, emitiendo un leve chasquido cada cuatro vueltas. Batían el aire con pesada monotonía, mezclando los olores en un solo aroma. Había algo en el modo en el que circulaba el aire que hacía que, si uno se ponía justo debajo de los ventiladores y ladeaba la cabeza unos cuarenta y cinco grados, aquel aroma se le metiera hasta el fondo de la nariz. Sin embargo, si uno se situaba de pie al final del mostrador, el resultado era muy distinto: ligero, fragante y casi mohoso. Era desde hacía tiempo una tradición entre los Trencom colocarse en cuatro puntos distintos cada mañana y dejar que aquel olor impregnara su olfato. Les gustaba ver cuántos quesos podían identificar por separado en medio de aquel cóctel de olor acre.

Las paredes de la tienda estaban recubiertas de azulejos rectangulares cuyo color crema armonizaba con el pegajoso interior de un maroilles maduro. Por encima del mostrador había tres estantes repletos de quesos raros del Peloponeso, embotellados y conservados en aceite de oliva condimentado. Detrás de cada mostrador había un époisses en sazón, listo para comer, y una taza llena de cucharillas. A los turistas se les recibía siempre con una cucharada de époisses y una cálida bienvenida personal. A los americanos les gustaba especialmente conocer al descendiente de una familia que «llevaba en el queso» más de tres siglos.

—Y ahora —dijo la señora Williamson—, si están listos, vamos a bajar a la cripta.

Entonces, mientras el grupo de visitantes bajaba con cierto estruendo por la escalera de madera que conducía a la bodega, sucedió algo curioso: algo que iba a proyectar una sombra sobre el resto del día de Edward Trencom. El griego recién llegado al grupo se quedó rezagado como si, por cortesía, quisiera ser el último en bajar la escalera. Pero en cuanto los demás se perdieron de vista, volvió a la tienda y se acercó apresuradamente al señor Trencom.

—Saben lo suyo —susurró—. Todo. Y está usted en grave peligro. Llevan vigilándolo por lo menos una semana, quizá más. Incluso ahora lo están observando.

Edward Trencom estaba tan sorprendido de que un perfecto extraño se dirigiera a él de esa manera que su reacción inmediata fue frotarse la nariz con energía, cosa que hacía siempre que estaba nervioso o alterado. Fijó luego los ojos en el hombre que sugería que se estaba preguntando, primero, si había oído bien y, segundo, si debía echarlo de la tienda.

—Le ruego me disculpe —dijo en un tono que conservaba su amabilidad de siempre, pero un tanto más firme y más insistente del que solía con sus clientes habituales—. ¿Puedo servirle en algo? ¿Buscaba algún queso en particular?

—No puedo decirle más —continuó el señor Papadrianos, haciendo caso omiso de sus preguntas—. Pero incluso ahora le están… nos están vigilando.

Al decir esto, señaló afuera, hacia la calle. Edward volvió la mirada hacia el gran escaparate y lo que vio le causó un sobresalto. Un hombre muy alto (y que parecía tan griego como el desconocido que tenía delante) estaba mirando a través del escaparate. Sí, mirándolo fijamente. Cuando sus ojos coincidieron (y se encontraron), el desconocido de fuera inclinó súbitamente la cabeza y se escabulló calle abajo.

—Ahora no puedo hablar —dijo el hombre que había ante Edward—. Pero vigile sus espaldas… y tenga cuidado. Lo necesitamos. Todas nuestras esperanzas están puestas en usted, señor Trencom, todas nuestras esperanzas. Volveré para contarle más. No puedo decirle cuándo, pero volveré. Eso se lo prometo.

Dicho y hecho, el señor Papadrianos agitó la mano y salió precipitadamente de la tienda.

Vaya, que me aspen, se dijo Edward mientras reflexionaba acerca de la curiosa escena que acababa de tener lugar. Esto es lo más raro que me pasa desde… se distrajo un momento pensando en la última cosa rara que le había pasado. Incapaz de recordar una, volvió al asunto que lo ocupaba y chasqueó varias veces la lengua con indignación. Pero bueno, pensó, ¿de qué demontre iba todo eso? ¿Qué ha dicho? «Lo necesitamos. Todas nuestras esperanzas están puestas en usted». Vaya, vaya, ¡qué cosas! No había oído semejante sarta de tonterías en toda mi vida.

Mientras revivía la escena mentalmente (y se permitía una leve sonrisa), se metió en la boca un trozo de cremoso caussedou.

—Ah, no, no, no —dijo en voz alta cuando hubo aplastado el queso contra el paladar de su boca—. No está bueno. No, en absoluto. Hasta podría decirse que sabe a pasado.