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3 de septiembre de 1666

Humphrey Trencom se dio la vuelta y olfateó el aire. Estaba atrapado en ese feliz estado del no ser situado en algún lugar entre el sueño y la vigilia. Sentía las piernas, pero solo como un peso. De las manos, solo notaba su calor. Su nariz, en cambio, permanecía atenta al hecho de que allí, en aquel preciso instante (en aquella misma alcoba) algo no andaba bien.

En el tiempo que tardó en saltar una alarma en su cerebro soñoliento, Humphrey dejó que sus pensamientos volvieran a deslizarse suavemente hacia el mundo de los sueños. Había estado soñando con capones asados y chirivías con miel, con suculentas becadas y anguilas en gelatina. Aquella ensoñación lo había transportado al gran salón de banquetes del palacio de Whitehall, donde compartía mesa con el rey Carlos II. Su cerebro no había reparado en que aquello era tan improbable como inverosímil. Por el contrario, volvía a concentrarse en la larga mesa de roble, que parecía extenderse hasta el extremo más alejado de la habitación.

En la esfera llena de sueños de la cabeza de Humphrey, la mesa estaba cargada de empanadas de perdices, de pasteles de granada y carne de membrillo. Había frasquitos de pimienta y vasijas de aceite, jarras de chocolate y redomas de salsa. En el centro de aquel despliegue de viandas, había una gran torre de quesos ingleses: más de veinte variedades distintas, apiladas en una bandeja de peltre ornamental. El propio Humphrey había provisto los quesos para el mórfico banquete y se disponía a ofrecer su consejo de entendido al monarca, que en ese momento estaba sentado a su derecha.

—¿Y cuál —preguntó el rey con extraordinaria familiaridad— nos aconseja que probemos especialmente?

El preferido de Humphrey era desde hacía tiempo el tynwood ahumado de Norfolk. Precavidamente y con gran cuidado, Humphrey sacó el queso de la base de la torre, haciendo que el montón se tambaleara un poco. Luego, tras mostrárselo al rey, cortó una gruesa cuña del redondo queso. Se fijó en que la corteza picada de viruelas estaba recubierta por una fina película de ceniza que prestaba una tersura de roble a la cítrica pulpa del queso. Humphrey se lo acercó a la nariz y aspiró profundamente. Ah, sí: había en aquel aroma una opulencia tangible. El olor de las hogueras y el humo de leña se abría paso hasta su conciencia, haciendo que su boca todavía dormida se llenara de saliva.

Fue exactamente en ese momento del sueño cuando su olfato consciente envió un mensaje de alarma a su cerebro todavía dormido. Y apenas un segundo o dos después, Humphrey despertó bruscamente y se dio cuenta de que, aquella cálida mañana de fines de verano, no todo era como debía ser.

El olor a humo no procedía de la loncha de tynwood de Norfolk, sino que entraba por la ventana: era invisible al ojo, pero estaba presente en las delicadas fosas nasales de Humphrey Trencom.

—¡Dios misericordioso! —se dijo al incorporarse de golpe en la cama—. Aquí pasa algo raro.

Se enderezó el gorro de dormir, que se le había caído sobre los ojos, y descolgó las piernas por el lado de la cama. Al hacerlo, notó que la habitación estaba impregnada de un leve resplandor anaranjado. Cada vez más alarmado, subió los cuatro escalones que llevaban a la alta ventana emplomada desde la que se divisaba gran parte de la ciudad.

La visión que se ofreció a sus ojos era tan chocante e inesperada que tuvo que agarrarse al marco de madera para no caerse.

—¡Ay, señor! —exclamó—. ¡Ay, Dios mío!

Hasta donde podía ver, desde Saint Giles, por el norte, hasta la calle Thames por el oeste, todo Londres estaba en llamas. La calle Canning era una cortina de fuego; la Bolsa era un amasijo de madera ardiendo. El muelle de Botolph resplandecía. Incluso algunas de las casas del Puente de Londres parecían arder sin llama, desde dentro.

Humphrey tardó aproximadamente tres segundos en comprender la magnitud del desastre y otros dos en darse cuenta de que su vida estaba, casi con toda certeza, en grave peligro. El fuego consumía la iglesia parroquial de Santa Ágata, a menos de cien yardas de su hogar. El Gallo de Oro lanzaba un chorro de chispas; El Zorro y las Uvas era una ruina humeante. Humphrey miró a través de la capa de humo y vio que el tejado a dos aguas y reforzado con plomo de la vieja iglesia de San Pablo, que distinguía a duras penas, parecía un torrente fluido. De las gárgolas manaba metal líquido que caía salpicando al suelo.

Humphrey bajó corriendo las escaleras de atrás y salió a la callejuela. El aire era una mezcla caldosa de humo acre, mucho más fuerte y picante que en su alcoba. Humphrey notó un olor a brea, alquitrán y azufre.

La calle Foster estaba atestada de gente: mujeres, bebés que chillaban, soldados y criadas. Había muebles rotos dispersos por el suelo de adoquines. Carros y carretas bloqueaban la calle.

—¿Qué pasa, en nombre del diablo? —gritó Humphrey a un soldado que pasaba—. ¿Adónde podemos ir?

—Toda la ciudad está ardiendo —fue la respuesta—. Vaya a la orilla del río.

En cuanto comprendió que todavía tenía abierta aquella vía de escape, y que por tanto su vida no corría peligro inminente, los pensamientos de Humphrey volaron ansiosamente hacia su tienda.

Mis quesos, pensó, ¿qué voy a hacer con mis quesos?

Varias alternativas se le pasaron por la cabeza. Podía cargarlos en un carro. Podía pagar a algunas personas para que los llevaran a la ribera. Podía intentar bajarlos a la bodega. Pero cuando miró la calle y la vio abarrotada de gente, comprendió que ninguna de aquellas alternativas podía llevarse a la práctica. Londres ardía y nadie lo ayudaría a salvar sus quesos.

Las llamas se acercaban peligrosamente. El aire mismo quemaba como un horno y del cielo caían chispas y llamas. Las calles King y Milk estaban ardiendo y en Lothbury varias viviendas lanzaban furiosas llamas. Era solo cuestión de tiempo que aquella cortina de fuego alcanzara Trencoms.

Las llamas llegaron por fin en una oleada implacable. Se agarraron a la tienda de la esquina (la del señor George, el bodeguero) y devoraron el maderamen antes de arrancar el tejado. Humphrey observó, al mismo tiempo horrorizado y fascinado, cómo el gablete se separaba del edificio y se desplomaba en medio de un estallido de fuego. El Oso Viejo fue el siguiente en caer; las llamas, alimentadas por los barriles de coñac de la bodega, dieron cuenta en un periquete de las paredes de zarzo. Arrasaron luego el número 12 y el Almacén Viejo antes de husmear, hambrientas, la fachada seca y resquebrajada de la quesería Trencoms.

Humphrey se acercó a las llamas todo lo que se atrevió y contempló con distanciado espanto su inminente ruina. El calor era intenso (un chorro palpitante y abrasador), y sin embargo Humphrey parecía incapaz de huir hasta que hubiera presenciado con sus propios ojos la destrucción de su sustento.

Las llamas lamían las vigas de madera como si quisieran oler y catar los quesos antes de su primera gran embestida. Los maderos viejos, encastrados en el suelo desde hacía más de dos siglos, estaban tan secos como un cadáver antiguo. Hacía más de tres meses que no llovía en Londres y la superficie cuarteada de la madera se carbonizó en segundos. Luego, de pronto, toda la fachada de la tienda estalló espectacularmente en llamas.

Los pequeños vidrios de las ventanas aguantaron valerosamente el chorro de calor, pero solo unos segundos más. Humphrey no supo qué se fundió primero, si el plomo o el cristal, pero notó que la famosa fachada de Trencoms, que había costado más de veinte guineas, se descuajaba, se fundía y desmoronaba teatralmente. Un momento después, las puntas de las llamas, semejantes a dardos, comenzaron a penetrar en la planta baja del edificio husmeando todo aquello que pudiera arder.

Humphrey estaba peligrosamente cerca del fuego: a menos de treinta metros de la tienda. A pesar del calor, que estaba tostando sus quesos, permanecía clavado en el sitio, viendo con horror distante cómo las llamas hallaban su primera víctima. Sobre una mesa, junto a la vidriera, había un gran montón de carísimo gilden de Suffolk. Durante unos minutos, la fina ventana emplomada lo había preservado del calor más intenso. Ahora, ya sin la vidriera, sufría toda la fuerza de las llamaradas.

La parte de fuera se volvió brillante al empezar a fundirse. Luego, muy lentamente, el interior comenzó a licuarse. El montón iba combándose ligeramente a medida que su estructura sólida se ablandaba. El queso de arriba se fundía con el de abajo y este, a su vez, se mezcló con el gran queso redondo que estaba el último.

Unas burbujitas aparecieron en el exterior. Éste empezó a llenarse de ampollas que reventaban. Y luego, de repente, de su empalagosa panza comenzaron a caer gotas al suelo. La corteza dura aguantó todavía airosamente el calor espantoso. Pero, privados de sus órganos internos, los quesos pronto se arrugaron y se derrumbaron hacia dentro. Los gilden de Humphrey se habían transformado en un charco líquido.

Animadas por la facilidad de su éxito, las llamas se abrieron paso hacia el interior del edificio. A medida que el calor se intensificaba, más y más quesos empezaban a convertirse en bultos cerosos. Perdían su rigidez. Sus bordes se ablandaban. Y luego, finalmente, las llamas los derretían. Los charworth goteaban en los bridgeworth y los stilton se mezclaban con el queso azul.

En medio de aquella catástrofe fangosa, solo el noble parmesano conservó su forma y su figura. Más de cinco minutos aguantó, orgulloso, la acometida implacable del fuego y las llamas. Pero, desanimado quizá por el triste sino de cuanto le rodeaba, su barriga rotunda comenzó a combarse y ceder.

Durante más de dos meses, aquel tambor de cincuenta libras había procurado placer y deleite a los clientes habituales de Trencoms. Ahora, su interior reumático iba cayendo gota a gota al suelo.

Humphrey sabía que, cuando el interior de la tienda alcanzara cierta temperatura, todos los quesos que quedaran entrarían en combustión espontánea. Solo tuvo que esperar unos segundos más para que aquel triste suceso tuviera lugar. Cuando las campanas de Santa María dieron las siete (sería la última vez que sonaran), la quesería Trencoms estalló en una bola de fuego.

Humphrey miraba con una mezcla de asombro y horror. Ya se había resignado a perder su tienda y se había hecho a la idea de que aquello suponía el fin de su sustento. Y sin embargo, en medio de aquella escena de completa devastación, se enorgullecía de que sus quesos ofrecieran un espectáculo mucho más ostentoso que los demás edificios en llamas. La taberna había desaparecido con un petardazo. El almacén viejo había ardido lenta y cansinamente. Pero sus quesos estaban dando espectáculo hasta el final. Fundidos, goteando y convertidos en aceite líquido, transformaron la tienda en un llamativo horno al rojo vivo.

Mientras contemplaba aquel operístico final, la nariz de Humphrey volvió a agitarse. Esta vez, su cerebro reaccionó en cuestión de segundos. ¡Ah, sí! Sus quesos (su amada familia de quesos) le estaban procurando un último arrebato de placer. Entre el hedor de la madera quemada, la brea, el polvo y la ceniza, había un aroma a queso fundido que lo impregnaba todo. Humphrey no pudo identificar ni una sola variedad en aquel mejunje de olores penetrantes. Una mezcla de aromas poderosos colmaba su nariz; una mezcla como no la había olido nunca antes.

Miró a su alrededor y de pronto el pánico se apoderó de él. Vio que estaba completamente solo y casi rodeado por un muro de fuego. Había estado tan enfrascado contemplando las llamas alimentadas con queso que no se había dado cuenta de que el fuego se había propagado hacia el sur y el este, abriéndose paso a lo largo de la calle Lawrence. El aire casi quemaba y Humphrey notó que su anillo de boda le chamuscaba la carne.

¡Santo Dios!, pensó, ¿dónde ha ido todo el mundo? Tengo que salir de aquí. Tengo que ir al río.

Se permitió una última mirada al cadáver todavía en llamas de lo que hasta hacía poco había sido la quesería Trencoms y a continuación giró sobre sus talones y corrió calle abajo, tropezando con maderos quemados y montones de mampostería desmoronada.

Solo pensaba en salvar el pellejo, y hasta que alcanzó por fin la ribera, no empezó a evaluar el brete en el que se hallaba con cierta claridad. Al hacerlo, sus ideas dieron varias volteretas antes de tomar caminos inesperados. Empezó a preguntarse si el fuego era la señal de la que su madre, con el estilo críptico que le era característico, le había dicho que debía esperar. Su madre siempre le había dicho que la familia Trencom estaba esperando una especie de señal del cielo y que, cuando dicha señal llegara, Humphrey no tendría más remedio que reparar en ella.

—Mantente siempre atento, Humphrey —le había dicho cuando él todavía era muy niño—, y aprovecha el momento. La señal marcará tu destino y también el destino de los Trencom. Sí, presagiará buenos tiempos para nuestra familia, generación tras generación.

De niño, Humphrey le pedía con frecuencia a su madre que le contara algo más, pero ella se limitaba a contestarle con uno de sus soliloquios de costumbre.

—Todas las cortes nobles de Europa buscaron en otro tiempo nuestra sangre —decía ella con una vigorosa inclinación de cabeza—. Oh, sí. Y podríamos haber emparentado por matrimonio con algunas de las dinastías más grandes. El zar Iván el Terrible se declaró a Irene, tu tatarabuela. Y el rey Gustavo Adolfo II de Suecia ofreció a una de tus tías la ciudad de Lutzen, en Sajonia, como dote.

El joven Humphrey escuchaba encandilado la letanía de nombres y casas reales que entonaba su madre. Había oído tantas veces aquellas historias que se las sabía casi palabra por palabra.

Aquí viene, aquí viene, se decía, imitando de cabeza el extraño acento de su madre.

—Y yo podría haberme casado con el mismísimo emperador del Sacro Imperio romano. Sí, en efecto, con Fernando III. Pero no me gustaba cómo se recortaba el bigote.

Humphrey había tragado saliva involuntariamente al darse cuenta de que aquel cuento tan trillado adquiría de repente un carácter nuevo y mucho más ilustre.

—¿De veras, madre? —había dicho—. ¿Seguro que no fue con el príncipe Christian IV de Dinamarca, Noruega y las islas Lofoten?

—Sí —había contestado ella al escupir en la tierra—. Con él también. Podría haberme casado con todos ellos. Pero yo… nosotros… no queríamos que nuestra sangre se mezclara con la de esos seres inferiores.

—Entonces —había preguntado Humphrey, tanteando—, ¿por qué te casaste con mi padre?

Se hizo un largo silencio mientras su madre, Zoe, contemplaba con aire soñador la casa de adobe y madera que era su hogar desde hacía diez años.

—Me enamoré —había contestado ella, enjugándose los ojos con el manto—. Y sabía que juntos engendraríamos un hijo varón que reclamaría nuestro patrimonio. Ése eres tú, Humphrey. Y cuando vi tu nariz (cuando vi que habías heredado mi nariz), estuve segura de que solo era cuestión de tiempo. Dejamos nuestra tierra en medio de un caos de fuego y llamas… y no hay duda de que un caos de fuego y llamas volverá a llevarnos a ella.

¿Qué había querido decir exactamente su madre con esas palabras? Humphrey nunca lo había sabido con certeza, pero ahora, al volver la cabeza hacia el horizonte en llamas, se convenció de pronto de que el incendio era aquel misterioso portento del que ella le había hablado. A su modo de ver, las llamas que habían destruido su tienda anunciaban algo de suma importancia.

Claro, eso es, pensó con un cosquilleo de excitación. No hay duda de que es la señal de la que me habló. Tiene que serlo. Por fin ha ocurrido, como ella me prometió.

No bien hubo llegado a la conclusión de que el incendio era un mensaje de las alturas, Humphrey descubrió que un tropel de ideas cruzaba a paso ligero los recovecos recalentados de su cerebro. En un abrir y cerrar de ojos, y a despecho de toda lógica o pragmatismo, resolvió hacer algo drástico y por completo inesperado.

Me voy a Constantinopla, se dijo, inclinando vigorosamente la cabeza. Sí, eso es. Seguro que es lo que mi madre quería que hiciera. Dejaré estos escombros carbonizados en las capaces manos de mi hermano John y buscaré mi destino en Constantinopla.

Y eso hizo. Pero lo que no imaginaba era que, al seguir aquella señal y emprender su viaje, iba a desatar una cadena de acontecimientos catastróficos, una cadena que no conocería su justo final hasta la primavera de 1969, exactamente 303 años y nueve generaciones después de su precipitada y repentina partida. Sería un tal Edward Trencom, descendiente directo del impulsivo Humphrey, quien tendría que enfrentarse a las terribles consecuencias de su decisión.