Demolición

La primera mujer a la que amé era un poco más corpulenta que yo. En la cama, C. se movía con la agilidad de una pantera; era increíblemente rápida. Primero se ponía arriba y luego, en una fracción de segundo, debajo, sin interrumpir la fluidez de nuestros movimientos. Cada vez que nos acostábamos era como si estuviéramos viajando a alguna parte, campo a través o en tren. También teníamos problemas con el hambre cuando hacíamos el amor. En algunas de nuestras posturas favoritas me entraba un hambre feroz, lo que me debilitaba. C. me preparaba un bocadillo o dos y llevaba la comida a la cama. A veces dejaba un vaso de leche en la mesilla junto al cabecero de la cama y siempre había un frasco de miel con forma de oso, del que C. bebía como si fuera una botella. Tenía mucha fe en los poderes reparadores de la leche con miel. En alguna ocasión, para vigorizarme, vertía la miel directamente en mi boca, a continuación empapaba un trapo en el vaso de leche fría y me lo pasaba por el cuerpo. En verano la leche se agriaba con el calor, y un día mi madre reparó en ello cuando entré por la puerta de casa. Mi aventura sentimental con C. era clandestina, así que le conté a mi madre sin pensar que había conseguido trabajo con el lechero.

Me oyó mal.

—¿Qué? ¿En el cementerio?

—Sí —sostuve.

Y así fue como acabé trabajando en el cementerio de Pluto. Para que mi mentira no fuera descubierta, al día siguiente me presenté allí con la esperanza de conseguir un empleo. Me contrató un hombre llamado Gottschalk, que había trabajado allí casi toda su vida. Las paredes de su pequeño despacho estaban cubiertas de recortes de periódicos y obituarios. Había dibujado un plano del cementerio y sabía todo de cada persona enterrada allí: cuándo habían llegado al pueblo y qué habían hecho, qué había llevado a la familia a elegir esa particular lápida o panteón, cuáles habían sido la causa y el momento de la muerte y qué propiedades habían legado. Mi abuelo Coutts ya estaba sepultado allí y su tumba aparecía señalizada con un enorme obelisco de piedra caliza con las siguientes palabras grabadas en la base: «Qui finem vital extremum inter munera ponat naturae». Es tan natural morir como nacer. Había un hueco a su lado para su esposa. Pero la mujer se había vuelto a casar y no lo había utilizado. También yacía allí mi padre, con una bonita lápida negra lo suficientemente ancha como para dos personas. También él era aficionado a las citas, aunque no en latín. Le gustaba Thoreau (tal vez por eso se quedó en Dakota del Norte) y odiaba cualquier tipo de frivolidad. «Benditos sean aquellos que nunca han leído un periódico, pues verán la naturaleza y, a través de ella, a Dios». Mi madre había grabado ya su nombre junto al suyo, así como su fecha de nacimiento. Había dejado un espacio en blanco para la fecha de defunción, algo que a mí me disgustaba pero que a ella la reconfortaba.

Gottschalk me señaló un hueco adicional y comentó que mi abuelo había adquirido una parcela amplia para toda la familia. Había sitio para mí y mi esposa, incluso para un par de hijos. En aquel momento parecía algo lejano e irrisorio, pero con el paso del tiempo me siento cada vez más agradecido de que aquellos espacios junto a mis antepasados permanezcan vacíos, a la espera. También he pensado en Geraldine y me he preguntado si consentirá en ser enterrada a mi lado, pero todavía no he tenido el valor de preguntárselo.

Tenía diecisiete años cuando empecé a cavar tumbas para los muertos de Pluto. Tomaba las medidas con una cuerda y luego utilizaba cuatro estacas para tiendas de campaña para sujetar la soga y formar un rectángulo. Más tarde, compramos un rodillo de tiza, del mismo tipo que se utiliza en los institutos para dibujar los campos de fútbol. Cortaba el césped en secciones, lo despegaba como quien arranca una cabellera y depositaba los cuadrados sobre un trozo de arpillera húmeda. Utilizaba una excavadora que parecía de juguete y terminaba las tumbas a mano con una pala. Después del entierro, cubría los ataúdes de tierra, formando un montículo de modo que el suelo no se hundiera una vez que la tierra se asentara. También cortaba el césped con un cortacésped caprichoso y aprendí a podar los árboles para que crecieran de una forma elegante y natural. Aprendí a mantener los archivos de defunciones en orden y, al cabo de un tiempo, conocía el mapa del cementerio tan bien como Gottschalk. Podía guiar sin dificultad a la gente cuando necesitaban ayuda para encontrar a algún familiar o deseaban ver el monumento conmemorativo de guerra, las ornamentadas cruces de hierro rusas o las sencillas y corrientes piedras del campo que señalaban las tumbas de una familia que había sido asesinada aquí hacía mucho tiempo.

En principio, sólo iba a tratarse de un trabajo de verano antes de que empezara la universidad. Pero una vez que comencé a mantener relaciones sexuales con C. no pude renunciar al sexo ni dejarla a ella ni abandonar el pueblo. Además, una vez que empecé a pasar los días junto a los muertos, me acostumbré a la paz, tal y como me había advertido Gottschalk. Incluso me puse a añadir recortes de periódicos a los suyos, de personas, lugares o acontecimientos interesantes. En aquel momento se desató una polémica acerca de la proliferación en nuestro pueblo de bares con bailarinas de striptease. Se produjo un intenso debate en la comunidad para decidir qué grado de desnudez debería tolerarse. Recortamos y pegamos en la pared todos los editoriales sobre la controversia.

—Si la gente pudiera ver las cosas como nosotros… —dijo Gottschalk—. Da igual el tamaño del tanga o de los pompones, al final acabamos todos bajo tierra.

A los seis meses de ese comentario, cavé su tumba. Preparé el lugar de su eterno descanso con un esmero especial, como correspondía a alguien que había cuidado tan minuciosamente el último viaje de sus conciudadanos. No había nadie más realmente para sustituir a Gottschalk, así que, a la edad de veinte años, me convertí en el gerente del cementerio municipal de Pluto, lo cual me ayudó enormemente a mantener mi relación sentimental en secreto: nadie quería salir conmigo.

No quiero decir que mi trabajo desanimara a las mujeres. Al contrario, a menudo parecía fascinarlas. Pero había cierta ausencia de futuro en él y las muchachas lo sabían. En cuanto descubrían que me sentía satisfecho con mi trabajo, dejaban de molestarme, aunque frecuentara bares y lugares de ese tipo. Adopté la postura más radical a favor del topless completo, porque me gustaba contemplar a Candy, que se sacaba piruletas de su tanga reglamentario y las arrojaba a los parroquianos del local. Los caramelos estaban envueltos higiénicamente. En cierta ocasión, un cliente habitual se tragó el palo de la piruleta, obnubilado quizá por uno de los novedosos contoneos de Candy. No había tenido que enterrarle, pero casi. La muchacha repartía el mismo tipo de chupachús que las tiendas de ultramarinos dan a los niños; de hecho, allí los conseguía: gratis. Con el tiempo conocí muy bien a Candy y deseé que su negocio prosperara; además estaba encantado de despertar los suficientes celos en C. como para que se peleara conmigo.

Mientras yo me veía con Candy, o simplemente coqueteaba con ella, C. restauraba su vieja casa para estar cerca de mí.

En una época, el cementerio se levantaba en el extremo occidental del pueblo, pero el vecindario ha crecido y ahora está rodeado por manzanas de casas, todas dando la espalda, por respeto o temor, a las tumbas y panteones. Después de la pelea a causa de mi amiga, la bailarina de striptease, C. trasladó la consulta a su casa, cuyo patio colindaba con el cementerio. Remodeló las salas de estar y convirtió el porche en recepción. Dejó la parte trasera frondosa y reservada para su uso privado. Podía abandonar la vieja oficina de Gottschalk, que ahora era mía, o ir andando desde el cobertizo donde guardábamos todo el material, que se encontraba en la linde de un macizo de pinos, y entrar por la puerta trasera de C. sin que nadie me viera. El problema era que nos resultaba completamente imposible separarnos, aunque C. perdía peso y encogía considerablemente, hasta que al cabo de un tiempo no era mucho más grande que yo.

Mi vida siguió su curso tranquilamente durante los cinco años que siguieron a la muerte de Gottschalk. Un día a principios de junio, cuando las lilas y las celindas acababan de replegarse, empecé a trabajar, como siempre, en medio de rosas, lirios y luego peonías. Esta sucesión de colores y fragancias siempre me ha sacado de mi ensimismamiento y me ha producido cierto vértigo. En cuanto me levantaba por la mañana, me ponía a trabajar en los jardines que rodeaban la casa. Las abejas revoloteaban, en un número inusual en nuestro patio, y me hallaba rodeado de sus pequeños y vibrantes cuerpos. Me seguían mientras trabajaba, pero me gustan las abejas. Parecen saber que respeto su naturaleza, admiro su industria y comprendo que son esenciales para todo cuanto crece. Las espantaba con suavidad, como hago siempre. De hecho, sólo me han picado dos veces en toda mi vida. Cuando terminaba de arrancar las malas hierbas y regar, me dirigía tranquilamente a la habitación de mi madre, donde dormía erguida con una botella de oxígeno. La gravedad de su estado la había vuelto arisca y amargada durante un tiempo, pero incluso cuando se encontraba fatal, seguíamos disfrutando de nuestra mutua compañía. Era una mujer chippewa enjuta y huesuda. Le gustaba bromear, había entregado su vida a mi padre y ahora se volcaba en mí.

—¿Adónde vas? —su voz sonaba ronca por entonces. Por supuesto sabía adónde iba, pero quería soltarme su monserga.

—A trabajar.

—¡Pronto cavarás una tumba para mí!

—No es verdad.

—¡Claro que sí!

Gritó esto último con una macabra alegría en la voz. Empujé su silla de ruedas hasta la puerta del cuarto de baño y se levantó, apoyándose en la barandilla que yo había instalado.

—¡Fuera!

Cerré la puerta. Ambos temíamos el día en que incluso este último rescoldo de intimidad nos fuera arrebatado. Ambos pensábamos en la residencia de ancianos de Pluto, pero para poder ingresarla allí tendríamos que vender la casa, que era una vieja, preciosa y reconfortante edificación, en una parcela doble cuyo jardín había cuidado toda mi vida. Mi madre quería dejarme la casa a mí. Y con ese fin, intentaba morir alegremente. Se debilitaba voluntariamente dejando de comer; esperaba ahogarse mientras dormía prescindiendo de la botella de oxígeno. Pero su fuerte naturaleza no se dejaba engañar por esas artimañas.

—Ya está, estoy lista —dijo en voz alta.

En la cocina, comió una tostada y sorbió despacio una taza de café. Intenté que bebiera un poco de agua, pero también procuraba deshidratarse. Como cada día, me preguntó qué haría por la noche. Le preocupaba que apenas saliera ahora.

—Voy a jugar al póquer contigo, mamá. Después veré las noticias y apagaré las luces.

—Necesitas una esposa, ¿sabes?

—Sí, lo sé.

—No vas a encontrar ninguna quedándote en casa con tu madre.

—Ya sé a cuál quiero.

—¡Olvídate de esa vieja y reseca mujerzuela! —dijo, asestándome un golpe. Había descubierto lo mío con C. hacía ya algún tiempo—. Búscate una jovencita y dame un nieto, Bazil. Te curó el cáncer, pero no es buena para ti en nada más.

De niño, me salieron unos extraños bultos en la cabeza. Aparecían y desaparecían hasta que C. logró curarlos del todo milagrosamente, de una manera indolora, recuerdo, y que no dejó cicatriz alguna. Mi madre siempre había estado convencida de que había tenido un tumor cerebral, aunque seguramente no fuesen más que quistes o verrugas. Pero no la corrijo, dado que cree que le debo la vida a C. y eso embrolla la discusión sobre nuestro amorío. A veces, cuando mi madre empieza a darme la lata, incluso suelo resaltar que estaría muerto sin ella.

Siempre me sentía ansioso por llegar al cementerio a principios de verano. Moría muy poca gente en esa época del año. Acudían visitantes principalmente. Cuando yo trabajaba allí, teníamos el cementerio más pintoresco del Estado. Salíamos en los folletos. A plena luz del día, las peonías eclosionaban de sus capullos compactos para convertirse en flores perfumadas con multitud de pétalos rosas en forma de confeti. Llevaba un jarrón que llenaba de flores para C. Solía acercarme a su casa después de las cinco de la tarde, cuando se marchaba la secretaria. Siempre me cuidaba mucho de cruzar el patio trasero a toda prisa, bordeando la valla.

Recuerdo aquel día en concreto porque fue el día en que me anunció que se iba a casar con el hombre que había reformado su consulta.

—Es la única manera de acabar con todo esto —dijo.

Estaba atónito.

—Ya soy lo bastante mayor. ¿Por qué no te casas conmigo?

—Conoces la respuesta. Te llevo demasiados años.

Yo tenía veinticinco.

—Pensé que eso dejaría de importar algún día.

—Yo también solía pensarlo.

—¿Crees que me importa lo que piense la gente? ¡No me importa lo que piense la gente!

—Ya lo sé.

Dijo que tenía que pensar en su profesión, en su posición y en la confianza que depositaban en ella sus pacientes. Volví a escuchar todo eso una y otra vez.

—¿No podemos dejarlo ahora? —preguntó con voz cansada.

—No —respondí. Mi voz era tan fuerte como débil sonaba la suya.

Y no lo dejamos, aunque se casó con Ted Bursap, un constructor. Ted sólo era cinco años más joven que C. Estaba convencido de que Pluto tenía futuro y su esposa acababa de fallecer muy oportunamente. La había enterrado yo mismo en un sencillo ataúd de madera de pino. Había interpretado ese detalle como una muestra de la mezquindad de Ted, aunque es posible que fuese lo que la mujer deseaba. El matrimonio de C. me afligió tanto que empecé unos cursos a distancia en la profesión de mi padre y mi abuelo, y descubrí que me gustaba el derecho. Por supuesto, contaba con una impresionante biblioteca en casa: dos generaciones de libros de derecho y filosofía. Sin hablar de los volúmenes de ficción y poesía, pero éstos ya los había leído. Desaparecía todas las noches. Eso ocurrió cuando descubrí los papeles de mi abuelo y cuando, por su culpa, empecé a leer a Lucrecio, Marco Aurelio, Epicteto y Plotino. Durante un tiempo, todo lo escrito después del año 300 a. de C. me parecía carente de interés, salvo la jurisprudencia, que me fascinaba y me mostraba que nada había cambiado desde los tiempos en que esos hombres habían escrito.

Ahora que procuraba progresar, a mi madre le parecía bien que no saliera por las noches. Durante un año tras su boda, C. y yo dejamos de vernos. Intenté no desviar siquiera la mirada hacia su casa, pero no podíamos vivir separados. Una calurosa noche de verano, contemplaba desde el cementerio cómo el sol se volvía blanco del bochorno y luego enrojecía. A través de los pinos, seguí a la enorme bola de fuego hasta que se hundió en el horizonte. Dirigí la mirada hacia donde había rehuido mirar, y descubrí a Ted alejándose de la casa en su camioneta. Avancé entre las tumbas y crucé el patio trasero, como solía hacer, y allí estaba ella, esperándome en las escaleras traseras de la cocina. Había estado esperándome allí cada tarde a las cinco en punto durante todo ese año. Dijo que no podía evitarlo, pero se había jurado a sí misma que nunca me lo haría saber y que me dejaría continuar con mi vida.

Por lo visto, Ted había ido a Hoopdance a negociar un contrato para una pequeña obra y tardaría al menos una hora en ir y otra en volver. Esas dos horas fueron diferentes de todas aquellas que habíamos disfrutado antes. Durante todo el tiempo en que hicimos el amor, bajo una luz cada vez más densa, nos escrutamos el rostro el uno al otro mientras los gestos iban y venían. Vimos placer y ternura. Vimos una profunda impotencia. Vimos la necesidad que suponía el sublime vértigo que se abría entre los dos.

El único problema de esos viejos filósofos, pensé mientras volvía a casa entre las tumbas, es que no otorgaban la suficiente trascendencia al insoportable peso del amor sexual humano. Era algo que, sin embargo, consideraban correctamente como una obstructiva deliberación, en guerra con la razón y capaz de mancillar el honor de un hombre, algo que yo aceptaba, por supuesto.

Ted nunca se enteró, pero me dije a mí mismo que tal vez ni siquiera le habría importado. Por lo que pude ver, nunca mostró un gran interés por el amor y los sentimientos.

Ted había construido la mayoría de las casas nuevas de Pluto, aquellas que sólo daban al cementerio por el patio trasero. También era responsable de muchos de los edificios más feos del pueblo. Ya odiaba a Ted antes de que se casara con la mujer que amaba, pero después, claro, pensé a menudo en lo feliz que me haría enterrarle y en lo rápido que cavaría su tumba. Más tarde, cuando empecé a verme de nuevo con C., mientras volvía a casa sabiendo que Ted pasaría toda la noche a su lado, imaginaba la satisfacción que sentiría al cubrir a Ted por completo de tierra y colocar una piedra sobre su cabeza. Una lápida barata y tosca. Sin un solo epitafio. Junto a su pobre mujer en su ataúd de pino. También odiaba a Ted Bursap por la forma en que destrozó este pueblo. Compraba las propiedades más viejas: majestuosas mansiones que empezaban a decaer e iglesias que habían consolidado a sus feligreses o los habían perdido con el paso del tiempo. Les arrancaba sus marcos de madera de roble, sus puertas talladas y sus vidrieras para vender todos esos vestigios a la gente de las ciudades. Tiraba abajo los armazones y levantaba edificios de apartamentos espantosos, revestidos de aluminio o de ladrillo de imitación, con tejados de listones a dos aguas o endebles balcones empotrados. Resultaba incomprensible que el ayuntamiento no se percatara de ello. Pero no había manera. Pluto no tiene conciencia de sus señas de identidad. Lo nuevo siempre es mejor, por muy barato o feo que sea. Ted Bursap demolió la vieja estación de ferrocarril y levantó un galpón semicilíndrico de chapa. Siempre estaba sonriente y alegre. No amaba a su mujer como yo; tampoco ella le había salvado la vida… Sólo le había curado una hernia. C. me contó que no había pasión entre ellos, aunque Ted era un hombre paciente y la trataba bien.

En cuanto nos reconciliamos, tuve que evitar a Ted, así como a la secretaria de C. y a todos sus pacientes; a todo el pueblo, a decir verdad. Pero C. era el grito y yo el eco. La amaba todavía más. Había ocasiones en que éramos tan felices… Una tarde, me llevó por el oscuro pasillo que separaba el garaje de la cocina. En el interior, las persianas estaban bajadas.

—¿Te apetecen unos huevos? —preguntó—. ¿Café?

—Tomaré un poco de café.

—¿Un bocadillo?

—Suena bien. ¿De qué?

—A ver… —abrió el frigorífico y se inclinó hacia el resplandor ronroneante—. Sardinas y macarrones.

—Sólo de sardinas.

Se echó a reír.

—Un bocadillo de sardinas.

Me preparó el bocadillo con esmero, colocando las sardinas tal cual en el pan, con un poco de lechuga encima, y untando ambas rebanadas con mostaza con un cuchillo de carne. Puso el plato delante de mí. Esta parte del día —de cinco a seis de la tarde— siempre tenía lugar en su cocina, con las persianas bajadas y la luz encendida, ya hiciese sol o estuviese el día oscuro. Y aunque era posible que Ted entrara por la puerta en cualquier momento sin hallar nada que objetar a nuestra conversación o conducta, seguíamos siendo amantes. Pero no tan a menudo como antes. Tanto para ella como para mí no había relación más íntima que la nuestra: nos comprendíamos. Le contaba a C. todo lo que me sucedía, desde mis sueños hasta los libros que leía o cómo estaba mi madre, y C. hacía lo mismo conmigo. Ya nunca hablábamos del futuro: ella se negaba a hacerlo y yo lo había aceptado. El presente nos bastaba, aunque mi trabajo en el cementerio me recordaba todos los días lo que ocurre cuando uno deja que un presente insatisfactorio se alargue mucho tiempo: acaba convirtiéndose en toda su historia.

Ya había elegido mi epitafio: «El universo es transformación».

Observé cómo el cabello de C. iba cambiando desde un rubio claro hasta un tono que iba oscureciendo a medida que traía un niño tras otro al mundo en Pluto. La vi con el pelo muy corto y después dejándolo crecer hasta convertirse en una melena ondulada que vibraba en su cuello cuando cocinaba, giraba la cabeza, caminaba, yacía a mi lado, se deslizaba sobre mí o me agarraba desde abajo. Unos mechones canos brotaban de sus sienes entremezclándose con su cabellera suelta. Después volvió a lucir el cabello rubio claro, cuando empezó a teñírselo. Se lo dejó más largo. Para entonces había perdido su brillo sedoso. Vi cómo sus ojos pasaban de un azul oscuro y sincero, el color de la porcelana china, a un tono más triste y apagado. Su mirada perdía intensidad a medida que se curaba y enfermaba, enfermaba y se curaba. Incluso vi cómo se transformaba su ropa: las camisas recién compradas que le sentaban como un guante se fueron desgastando con los años, perdiendo presteza; los vestidos que se ponía para ir a la iglesia acabaron siendo la ropa manchada de pintura que usaba para regar el césped. Vi cómo su piel se marchitaba, su cuello se ensanchaba, sus dientes se resquebrajaban, sus labios se arrugaban. Tan sólo sus huesos no cambiaron; su magnífica estructura ósea permaneció recia y robusta. Sus huesos encajaban de maravilla bajo su piel nerviosa.

Aquel día, puesto que Ted se encontraba de negocios en Fargo, decidimos aprovecharlo y bajamos al sótano. Había una puerta trasera y otra lateral que daban acceso al mismo. Había una salida en la habitación que solíamos utilizar y una especie de alarma: su perro Pogo, que ladraría a cualquiera que entrara en la casa, incluido Ted. Éramos muy cautelosos. No rompimos el equilibrio de las cosas. Nunca nos pillaron. Pero dado que nuestros momentos de goce estaban tan espaciados en el tiempo y nos mostrábamos tan precavidos, la intensidad de esos encuentros fue en aumento.

Si antes era como dar un paseo, ahora hacer el amor se convertía en una fiesta de bienvenida. Nos dimos cuenta de que andábamos perdidos en el mundo cotidiano. Tan perdidos que ni siquiera lo sabíamos. Y cuando hacíamos el amor, teníamos la impresión de haber recorrido una gran distancia, como si durante todos esos días y semanas que habíamos estado separados hubiésemos estado viajando, manteniendo el desánimo a raya, y por fin hubiéramos llegado. Cuando estábamos en casa, el uno en los brazos del otro, yaciendo en la frescura del sótano, parecía como si el mundo se hubiera puesto en su sitio a nuestro alrededor. Nuestra armonía debía de reflejarse en el orden de la casa, en el patio y en el pueblo. Pero cuando me marchaba, comprobaba que tan sólo el cementerio parecía seguir perfectamente ordenado, tal y como yo siempre lo dejaba. Sólo los muertos estaban en paz.

Mientras volvía andando a casa, pensaba en la piel de C., en sus diminutas pecas y en el aroma a detergente de sus manos, en el aceite de las sardinas, el pan blanco, la urgencia animal cuando se abría de piernas. Estaba acostumbrado al sofocante vacío, a la lacerante añoranza que padecía cada vez que nos separábamos. Con las semanas iba atenuándose, hasta desaparecer a veces. «El universo es transformación». Pero para nosotros nada cambiaba.

En cuanto entré por la puerta, noté algo distinto. Algo había pasado… a mi madre. Reinaba un silencio extraño. Una suspensión. Como si se tratara de un juego en el que ella esperaba a que yo la encontrara. Atravesé una habitación tras otra, llamándola. Como ya he dicho, era una casa hermosa y grande. Al fin la descubrí encogida en el suelo al pie de las escaleras que bajaban al sótano. Las luces estaban apagadas. Se había tropezado o, más probablemente, se había tirado adrede. Gimió levemente y busqué el teléfono para llamar a una ambulancia. Después, me agaché a su lado, apretando y estirando cada uno de sus miembros en busca de alguna fractura.

No se había roto nada, pero estaba tan frágil como unos juncos secos y la caída la había trastornado mentalmente. Entraba y salía de la realidad. Debido a su buena salud, podía vivir muchos años todavía, según me explicaron, o apenas unas horas, dado que deseaba morir. En los días que permaneció en el hospital, nadie pudo ser más preciso, de modo que al final hice la llamada. Decidí que había llegado el momento de vender la casa y llevarla a un lugar seguro donde pudiera hablar con otras personas mayores y vivir más cómodamente, y donde tal vez su salud mejorase.

—Todo está bien —dije.

Tenía la mirada vacía. Sus pupilas se habían dilatado tanto que tenía la impresión de estar mirando directamente a la oscuridad de su mente.

Llamé a la inmobiliaria desde el mismo hospital y dispuse lo necesario para que mi madre fuese trasladada a la residencia de ancianos de Pluto. Había una habitación doble libre y nos inscribimos en la lista de espera para una habitación individual. La furgoneta de la residencia vino a buscarla al hospital y yo les acompañé con una maleta de cuero marrón con sus pertenencias. La maleta había sido de mi padre, y recordaba cómo mi madre le preparaba el equipaje cuando viajaba a Bismarck. Durante todo el trayecto hasta la residencia, mi madre no habló. Mientras la acomodábamos en la habitación, de repente espetó:

—¡Esto no es lo que yo tenía en mente!

Estaba tremendamente frágil. Si me la hubiese llevado de vuelta a casa, estaba seguro de que habría conseguido matarse; tal vez, incluso en la residencia se dejaría morir de hambre de todos modos. Miró la bandeja del postre con desdén. Bebió un pequeño sorbo de café y volvió a decir:

—Desde luego, ¡esto no es lo que yo tenía en mente!

Fue sorprendente lo rápido que se acostumbró al lugar. En los meses siguientes, entabló amistad con su compañera de habitación y empezó a unirse a las demás para jugar a las cartas y ver programas de televisión que siempre le habían gustado. Incluso ganó unos kilos, se arregló el pelo y se hizo la manicura con la peluquera que prestaba sus servicios gratis un día por semana. Debo reconocer que mi madre tenía buen aspecto, que había tomado la decisión correcta. Había olvidado lo sociable que era antes de su declive. El problema era que la casa no se vendía y ya había bajado el precio.

—Nadie que tenga los ingresos necesarios se muda aquí —explicó el agente inmobiliario—. Y los médicos, abogados, etc., están construyéndose casas en las afueras del pueblo.

—Tal vez podamos venderla al pueblo. Podría convertirse en un museo. ¿Se ha fijado en cómo la he cuidado?

—Ha hecho un trabajo excelente. Ojalá pudiese comprármela yo mismo. Bueno, tenemos a alguien interesado, pero he dudado en mencionárselo porque habla sin rodeos de demolerla.

—Ted.

Lo sabía. Ya se me había pasado por la cabeza que iba a querer la casa. Jamás se la vendería.

—Ted Bursap —asintió el agente—. Le dará el precio que pide.

—El rey de la demolición. Me parece que no.

—Bueno —dijo el agente encogiéndose de hombros—. Al menos lo tenemos en la recámara.

—Ya, pero olvídese de ello. William Jennings Bryan se quedó en esta casa cuando vino para dar un discurso durante la campaña electoral. Las ventanas han sido fabricadas en el este y llegaron aquí empaquetadas en inmensas cajas con serrín. Las molduras y la carpintería son de caoba, los paneles de la biblioteca…

—Le tiene mucho apego, ya lo sé.

Estaba demasiado encariñado con la casa como para renunciar a ella, era verdad. Podía imaginarme cosas y engañarme, pero lo cierto es que la casa era lo único que habíamos tenido nunca. El sueldo que ganaba en el cementerio apenas alcanzó durante esos años para mantenernos, pagar las facturas médicas y mis estudios, y conservar la casa en buen estado, aunque yo mismo hiciese las reparaciones y hubiese entregado el muro trasero a las abejas. Sabía que estaban allí. Durante todo el invierno, la casa estaba en silencio puesto que dormían. Yo ya había terminado mis estudios de Derecho mientras esperaba a que se vendiera la casa, y decidí presentarme al examen de habilitación estatal. Tal vez intentaría pedir un crédito. Solicitaría un préstamo hipotecario y lo devolvería cuando colgara mi placa de abogado. Por las tardes, me sentaba en el porche trasero y estudiaba como un loco, mientras escuchaba a las abejas que recogían el último dulzor del día antes de irse a dormir. El zumbido despertaba a toda la casa y yo era incapaz de abandonarlas. Cuando ya oscurecía, me instalaba en la biblioteca revestida de madera y disfrutaba de la paz y el olor a limpio de las habitaciones impolutas. Pensaba en lo maravilloso que sería vivir allí con C. Me lo imaginaba; me perdía imaginándomelo. Soñaba con ello cuando me quedaba dormido en la silla. De pronto despertaba en la oscuridad, consciente de una desoladora verdad.

En ese momento supe lo que saben quienes se matan por amor; vi lo que desfilaba ante los ojos de los hombres moribundos que habían luchado en un estúpido duelo. Había desperdiciado mi vida con una mujer. Lo único que tenía era esa casa. Llamé al agente.

—Está bien —le dije—. Venda la casa a Ted.

Al día siguiente, deposité todo lo que nos había pertenecido a mis padres y a mí en un almacén y abandoné la casa para instalarme en un motel. Pronto me enteré de que Ted había empezado las obras. Sabía cómo trabajaba. Su cuadrilla desmantelaría el interior, levantando incluso el revestimiento de madera de la despensa, arrancando los apliques de luces, echando abajo las baldosas doradas de la chimenea, desmontando la elegante escalera y amontonando todas las vidrieras. Una vez destripado el interior, Ted alquilaría una nueva y colosal excavadora con una enorme cubeta dentada para romper el entramado de madera y convertirlo en astillas.

Me quedé en mi habitación en el Bluebird, intentando leer. Me tocaba presentarme al examen de habilitación esa semana, pero era incapaz de concentrarme. Era como si la casa me llamara, me dijera que me quería y que su destrucción era un remate cruel e innecesario a mi decisión de romper todos los vínculos con C. No podía ver lo que le ocurría a la casa, pero podía sentir lo que Ted hacía como si me sucediese a mí. La triste habitación de motel, tan vetusta, con un papel pintado de golondrinas revoloteando, un colchón hundido en una cama desvencijada, el desconchado lavabo de porcelana gris y, lo peor de todo —un intento de alegrar la habitación—, un pájaro de papel en un marco sin cristal, no hizo más que llenarme de zozobra. Me sentía partido en mil pedazos, vaciado, roto, destruido. Al final, el tercer día, reducido a un montón de huesos o vigas, decidí reaccionar.

Abandoné el pájaro azul y caminé a través del cálido aire de verano hasta la casa de C. Por primera vez, entré por la puerta principal, la puerta de la consulta, sin llamar. La secretaria me dijo que C. estaba ocupada con un paciente y soltó un alarido cuando hice caso omiso y entré ante sus narices en la consulta, que estaba vacía. Cerré la puerta y me dirigí a la parte trasera, a la cocina, donde la sorprendí mientras cargaba un flamante lavavajillas. Se había quitado la bata blanca y llevaba un fino jersey de algodón anaranjado como la pulpa de un melón. Sus pantalones eran verde manzana. Sus pendientes de cristal y su collar combinaban con ambos colores.

Nos quedamos mirándonos y el sol se ocultó tras una nube. La luz cambió en la cocina y pasó de ámbar a gris. El tono de su ropa se intensificó hasta convertirse en un fuerte óxido y un amargo salvia.

—¿Te ha contado Ted que le vendí la casa?

A juzgar por la conmoción de su rostro, supe que no lo había hecho, y también supe, dado que le había contado repetidamente la situación que vivía con mi madre, que entendió enseguida lo que había sucedido.

—¿La está…?

—Por supuesto.

—¡Lo detendré!

—Déjale.

—¿Que le deje?

—Recoge tus cosas —dije—. Nos marchamos. Nuestra edad ya no será un problema en el pueblo y puedes montar una nueva consulta. Deja la casa a Ted. Vámonos.

A su espalda, el lavavajillas se puso en marcha; el agua llenó la máquina y se calentó. Apartó la mirada y se volvió hacia la encimera.

—Me he olvidado de meter las tazas —dijo.

Una nube de vapor salió del aparato cuando lo abrió para incluir dos tazas de café, pero cuando cerró la portezuela y me miró, volví a amarla y no pude renunciar a ella.

—Cómprale mi casa a Ted. Te devolveré el dinero y podremos vivir allí.

—¿Está trabajando allí en este momento?

—Sí.

Se limpió las manos con esmero, como hacen los médicos.

¿Qué decisión había tomado? Salió por la puerta principal y la seguí. El trayecto hasta mi casa tenía aproximadamente un kilómetro y medio, y ésa era la primera vez que se nos veía juntos en público, lo que, por un momento, me hizo feliz. Después, cuando estábamos a punto de llegar, comprendí que el hecho de que se dejara ver conmigo significaba que nuestro amor se había acabado para siempre.

Cuando llegamos, vi que uno de los obreros echaba abajo las columnas del porche y otro había empezado a demoler el muro trasero de la casa. Ted estaba detrás, en los jardines, e intenté reprimir un grito ahogado por la forma en que permitía que los obreros aplastaran las floridas verdolagas y los todavía verdes macizos de sedum sobre el mantillo. Las abejas revoloteaban por todas partes, más numerosas que nunca, y me invadió un terrible sentimiento de culpa por haberlas traicionado. Les pedí perdón en un susurro y eché un vistazo a la parte de atrás, cuando descubrí a Ted en la excavadora que iba a utilizar para derruir el muro trasero de la casa.

C. le gritó que parase. Ted apagó el motor y C. se acercó y empezó a hablar con él, dándome la espalda. Pero veía a Ted de soslayo y me di cuenta de que, si bien escuchaba lo que C. le decía, me estaba mirando a mí. Me miraba como si yo le hubiese quitado algo suyo. Una mirada feroz, sin un solo pestañeo. Aunque estaba acostumbrado a ver a Ted con ella, comprendí que lo sabía. A un cierto nivel, no a nivel consciente, sino muy en el fondo: sabía, como un hombre sabe. Apartó la mirada de C. y arrancó el motor de nuevo. Embistió el muro con fuerza. La pala produjo un boquete y retrocedió para dar una nueva embestida. Pero antes de que pudiera avanzar de nuevo, sonó un zumbido todavía más fuerte que el ruido del motor. Una masa oscura manó de la casa. Un cuerpo vibrante pasó hendiendo el aire. Un dulzor estalló desde el muro trasero y Ted y C. se vieron envueltos en un enjambre de abejas.

Sólo me habían picado en dos ocasiones, y creo que fueron abejas jóvenes que no me conocían.

Saqué a C. del enjambre y la llevé directamente al garaje. Cuando regresé a por Ted, había caído bajo una nube movediza que le había picado hasta dejarle mudo. La miel rezumaba del boquete que había provocado en la pared; la miel chorreaba por la excavadora. Me acerqué y permanecí allí de pie, observando a las abejas que avanzaban por su espalda. Parecía que ya habían terminado de descargar toda su furia. Algunas levantaron el vuelo para ir a recomponer las colmenas. Mientras esperaba a que Ted se moviera, extendí la mano y probé la miel de la pala de la excavadora. El panal era oscuro e intenso, debido al mimo con que yo había tratado a las flores. Cogí un trozo de panal más grande, aparté un par de abejas y me metí la cera chorreante en la boca. C. se asomó a la puerta del garaje, me vio haciendo aquello y dijo que era el acto a sangre fría más terrible que había presenciado jamás: verme comiendo miel mientras observaba a Ted que yacía inconsciente bajo un enjambre de abejas.

Siempre he sabido que, a lo largo de su vida, había sido testigo de cosas mucho peores; sin embargo, fue el simple hecho de verme saborear la miel lo que la llevó a permitir que Ted prosiguiera con su destrucción en cuanto se recuperó y volvió al trabajo. Lo más curioso de todo fue que, a pesar de haber sobrevivido ese día a un número ingente de picaduras de abejas, una sola acabaría con su vida casi un año más tarde. Su garganta se cerró y murió antes de poder pedir auxilio.

Aprobé el examen de habilitación de abogacía y decidí especializarme en la ley india. Recuperé unas tierras para una tribu, me fui a Washington, ayudé en un caso que trataba sobre la religión tribal, hice esto y aquello, hasta que aproveché al vuelo la oportunidad de volver. No sólo a Pluto, sino a la reserva donde me casaría con Geraldine y donde la verdad había estado esperando desde siempre.

Aunque le pedimos a mi madre que se viniese a vivir con nosotros, la mujer se negó e insistió en quedarse en Pluto. Cuando iba a verla, cruzaba el pueblo a pie e, invariablemente, pasaba por delante del solar donde antaño se levantaba nuestra casa. Ted había muerto antes de decidir qué horrorosa construcción erigiría allí, y la parcela se había ido cubriendo de maleza.

Un día en que merodeaba por allí, un coche pasó delante y se detuvo. Una mujer de avanzada edad en un holgado vestido de verano se bajó y empezó a caminar hacia mí. Su vestido, con un estampado de flores rosa chillón, me echó para atrás. A medida que se acercaba, reconocí a C. Nunca había llevado un vestido de flores antes, sólo colores lisos, y se había dejado el pelo blanco. Asimismo, caminaba encorvada como una anciana de huesos frágiles. Pareció alegrarse al ver la expresión de mi cara.

—¿No te decía yo que me haría vieja?

—No te creía —respondí.

C. no parecía en absoluto molesta por mi incomodidad. Al contrario, supongo que la reafirmaba en lo que creía y me dijo con voz burlona:

—¿Acaso creías que seguiría siendo siempre guapa, que envejecería con elegancia?

Observé su cara y vi sus expresiones: vergüenza, desafío, quizá satisfacción, pero ninguna ternura que pudiese reconocer.

—Hiciste lo que hiciste —dije al fin.

—Tuve que hacerlo para que te fueras.

Di un paso hacia ella, pero se alejó de mí y regresó con paso decidido a su coche. La observé mientras se alejaba. Al cabo de un momento, subí los escalones de piedra caliza y crucé las puertas fantasma de roble y cristal de la casa donde me había criado. Recorrí el vestíbulo, entré en el largo rectángulo del comedor, puse una mano en la repisa de cerezo tallado y entré en la cocina. La casa parecía tan real a mi alrededor que pude percibir el olor del lino húmedo del armario de cedro, la emanación de gas que desprendía uno de los fogones, el perfume penetrante de los geranios que había plantado en macetas de barro. Me tumbé en el lugar exacto donde habíamos empujado el sofá del salón debajo de las ventanas de vidrio emplomado. Cerré los ojos y todo volvió a rodearme. Las librerías atestadas, los paneles de madera, el suave ruido de las cartas de mi madre sobre la mesa.

Podía ver, desde la casa de mi mente oscura, la entrada, y desde la entrada, la calle que conducía hasta la salida del pueblo, sus límites más lejanos, el silencio lúcido de los muertos. Entre las tumbas, mi camino, y por ese camino, su puerta trasera, su rostro, su cama eterna y la arquitectura perdida de sus huesos. Me di la vuelta y me puse cómodo en el lecho de bardana silvestre. Un par de abejas zumbaban en la atmósfera somnolienta. El enjambre había abandonado los escombros y había construido su hogar bajo tierra. Ahora estaban entretenidas en el cementerio, llenando los cráneos de panales y los ataúdes de miel negra.

Aproximadamente un mes después de nuestra boda, estaba sentado junto a Geraldine. Entre fragmentos de noticias nacionales, conversábamos sobre alguna enfermedad que ella había padecido en el pasado, o que había sufrido yo. El nombre de C. salió a relucir y Geraldine comentó:

—Ah, esa doctora que no quiere atender a los indios.

—¿Qué?

En todo el tiempo que conocí a C., en todos los años que había hecho el amor con ella, nunca lo había sabido. Y ahí estaba yo, un miembro de nuestra tribu —lo que demostraba lo despreocupado que había sido respecto a las cuestiones de la reserva—, madurando de golpe. Pero también me resultaba extraño no haberme enterado de aquello por mi condición de juez o por mi madre. Después, recordé los bultos de mi cabeza.

—¿Estás segura?

—Desde luego que no los atiende.

—¿Y eso?

Geraldine apagó el televisor y volvió a sentarse a mi lado. Al hablar de C., ya habíamos violado nuestra tácita regla de no mencionarla. Y habíamos ido más lejos aún. Geraldine no me creía.

—Seguro que lo sabías.

Era la primera vez que se reconocía abiertamente mi relación con C. Una parte de mí deseaba abandonar ese tema para siempre, pero la otra insistía en que defendiera su inocencia.

—No lo sabía.

Mis palabras sonaron falsas, incluso a mis propios oídos. Se produjo una repentina sensación de distancia entre nosotros. Mortificado, dije algo de lo que siempre me he arrepentido.

—Pero a mí me atendió.

Geraldine me miró a los ojos y luego apartó la mirada. Pude sentir su disgusto.

—Siempre necesitan alguna excepción —respondió.

Entonces me contó varios casos en los que, a lo largo de los años, la doctora se había negado a atender a personas, aunque se tratara de una urgencia, y cómo había dejado correr la voz de que, por regla general, no asistiría a nuestra gente. Todos sabían por qué. Iba más allá de la intolerancia común. Tenía que ver con el pasado, explicó Geraldine. Entonces comprendí que lo había sabido todo y nada sobre la doctora. Sólo más adelante lo entendí de verdad: aunque hubiese tenido la misma edad que C., no habría cambiado nada. A pesar de que me había curado los bultos de la cabeza y había sido mi amante, yo siempre habría sido su única excepción. O peor aún, su absolución. Cada vez que la tocaba, se sentía redimida. Lo analicé despacio. Tal y como Geraldine había sugerido, procuré asimilar la historia. Tuve que digerirla antes de admitir por qué Cordelia me amaba y por qué no podía soportar amarme. Por qué no quería que la viesen conmigo. Por qué demoler mi casa había sido su única elección. Por qué, hasta el día de hoy, vivía sola.