El velo

Después de la boda, nos subimos al coche decorado con un cartel de «recién casados». Unos globos blancos, varias latas y una orla de plástico colgaban del parachoques. Cogí la mano de Geraldine y la sujeté entre los dos en el asiento mientras el coche traqueteaba de camino al salón de fiestas de Knights of Columbus. Nos habían permitido alquilar el local a pesar de no ser una boda religiosa y, ahora, sabía que estaban llevando a la mesa del bufé, desde los fogones de la cocina del KC, grandes pucheros de sopa de carne, alubias en salsa de tomate, panecillos fritos, patatas y pollo asado. Pasaríamos delante de ella y llenaríamos nuestros platos, y comeríamos en una emocionada, jovial y distorsionada alegría. Nuestra tarta nupcial consistía en cuatro pisos blancos adornados con brillantes rosas de azúcar. Cuando llegó el momento de cortarla, coloqué mi mano sobre el puño de Geraldine mientras ella cogía el cuchillo. Sonreímos para las fotos cuando la hoja del cuchillo hendió la base de la tarta.

Clemence quitó el piso de arriba con las figuritas para que nos lo lleváramos a casa. Al novio de plástico le habían pintado la toga de juez y la novia llevaba un traje blanco. El pelo negro y ondulado le llegaba a los hombros como a Geraldine. Evelina había hecho las figuritas.

—Me gustaría guardarlos en mi escritorio —dije mientras despegaba la diminuta pareja de la tarta y me la guardaba en el bolsillo.

Y de ese modo empezamos Geraldine y yo nuestra vida de casados, al fin.

Habíamos decidido ahorrar nuestro dinero para una luna de miel de verdad y viajar a algún lugar exótico más adelante; nos bastaba con que nos permitieran reanudar nuestra vida doméstica. Teníamos el fin de semana por delante. Alguien, posiblemente Evelina, había pegado un cartel en la puerta principal de la casa: «Se prohíben las visitas». Dejamos el cartel y entramos en casa; cerramos la puerta y nos quedamos de pie en el pequeño vestíbulo. Retiré el tocado blanco de Geraldine con su precioso velo de tul, pero se lo volví a poner enseguida, bajé el velo para cubrirle el rostro y la besé a través del encaje. Los firmes agujeritos dejaron una huella en su boca hasta que el velo quedó atrapado entre nuestros labios y nuestras lenguas. En ese momento nos deseamos con tanta ansia que nos dirigimos directamente al dormitorio y no volvimos a aparecer hasta última hora de la tarde, mareados y tranquilos. Geraldine se acordó de la pequeña tarta nupcial y fue a buscarla. La congelamos para comérnosla en nuestro primer aniversario de bodas. Preparamos unas tostadas y un poco de té y llevamos los platos y las tazas a la habitación, que mostraba un inusual desorden. El traje de Geraldine estaba arrugado sobre una silla, con la chaqueta abierta desvelando el brillante forro de raso. Su pequeño tocado de novia había volado hasta una esquina de la habitación y el velo parecía haberse disuelto como azúcar glaseado. Geraldine dio un bocado a la tostada y unas migajas se esparcieron por el canesú de su negligé y su clavícula desnuda. Me incliné hacia delante y le quité las migas suavemente con la mano; mis dedos se detuvieron y luego descendieron bajo la ropa hasta su oscuro pezón.

—No me parece… —empezó Geraldine—, no me parece…

Pero después me dirigió aquella sonrisa, muy cerca, y se deslizó sobre mí, abriendo el negligé.

Me preguntaba si abandonaríamos algún día esa cama. No quería hacerlo. Viejo amor, amor maduro, el tipo de amor que se conoce a sí mismo y sabe que nada perdura eternamente; es un estado salvaje, desesperado y compartido. Me quedé tumbado a su lado en la oscuridad. Dormía sin hacer ruido, solemnemente y con el ceño fruncido en medio de sus sueños adustos. Como hago a veces para conciliar el sueño, me imaginé planeando sobre nuestros cuerpos, elevándome después hasta atravesar el techo para emprender un oscuro viaje por la reserva y los pueblos vecinos. Esta vez no funcionó, sino que produjo el efecto contrario. Mi cerebro se espabiló. La adrenalina y las caprichosas cabezadas me habían acelerado. Los pensamientos me daban vueltas en la cabeza. La vida se inmiscuyó de lleno, tanto la vida con minúsculas como con mayúsculas. Pensé en todas las personas que habían venido a nuestra boda. Me volvió a conmover la manera en que la familia Milk había acogido nuestro matrimonio. Su felicidad era sincera, no reprimieron ningún sentimiento, no hubo nada de la sutil desaprobación que había temido, ni siquiera por parte de Clemence. Sin duda conocían la larga relación que había mantenido con una mujer casada de Pluto, que no pertenecía a la reserva. No albergaba ninguna ilusión de que mi primer amor, condenado al fracaso, se hubiera mantenido en secreto para la gente, salvo para el marido de C. Sin embargo, parecían haber borrado mi pasado. Al fin y al cabo, Geraldine había conseguido que demostrara mi valía.

En cuanto a Geraldine, si ella estaba al tanto de lo que yo había hecho y de a quién había amado, nunca habló de ello, y yo siempre se lo he agradecido. Pero si bien nunca le he contado la verdad acerca de mi pasado, de lo que ocurrió en Pluto, estoy seguro de que sabía por qué había permanecido soltero tanto tiempo y había vivido tranquilamente con mi madre durante todos esos años hasta que la conocí. Nunca le conté que todo empezó cuando yo era un muchacho que aún no había terminado el instituto. Nunca le hablé de mi primer amor ni le expliqué el poder que ejerció sobre mí. Nunca le hablé de C.

Ojalá pudiese decir que en la noche siguiente a nuestra boda sólo pensaba en Geraldine. Pero las migas en nuestra cama y la miel en el té me recordaron otros tiempos y otra cama. No creo que fuera desleal por mi parte permanecer acostado junto a Geraldine y recordar aquella historia, tan desoladora en muchos sentidos. Al mismo tiempo, me sentía maravillado y abrumado de gratitud. Una vez que me clavó su aguijón, nunca imaginé que el amor volvería a cruzarse en mi camino. Nunca creí que pudiera amar a nadie que no fuese C.