Un camino en el cielo

El día en que al fin la tía Geraldine se casó con el juez Coutts, ante la presencia de todos nosotros, había una estela de nubes en forma de espiga que corría de este a oeste y semejaba un camino polvoriento. Creo que reparé en él antes de que nadie lo mencionara y se lo señalé al juez.

—Andaré ese camino con Geraldine —dijo enseguida el juez, y se le humedecieron los ojos.

No se casaron por la Iglesia católica (para gran desilusión de Geraldine y mi madre). Además de su prolongado escándalo en el malogrado panegírico de Shamengwa, mi madre mantenía que el juez Coutts se negaba a confesarse y ser absuelto de sus pecados. Le contó a Brinco Alegre que no podía arrepentirse de haber mantenido relaciones sexuales fuera del matrimonio y se negó a pedir perdón, aunque autorizó al sacerdote para que le absolviera si quería. El padre Cassidy dijo que no solemnizaría sus votos en semejantes condiciones. Por ello, se desposaron ante el juez tribal que había precedido al juez Coutts, en una pequeña elevación del terreno que dominaba un campo de trigo a medio crecer donde se mezclaban salvia y alfalfa: la vieja parcela de Mooshum.

Pronunciaron sus votos matrimoniales y fueron declarados marido y mujer. El juez Coutts besó a Geraldine y todo el mundo se fundió en abrazos. Pudimos notar, por la cara del juez, que sentía un alivio inmediato, como si fuera un hombre recién salido del quirófano, todavía medio anestesiado, pero consciente de que sobreviviría.

Nuestras familias respectivas se habían acostumbrado a tener entre sus filas a alguna pareja no casada viviendo en pecado. La tía Geraldine se había mostrado dispuesta, muy sorprendentemente, a aceptar su papel de oveja negra de la familia, y el juez Coutts siempre había temido que, en el fondo, a ella le gustara demasiado ese papel como para renunciar a ello. Ahora no desviaba la vista del cielo, mientras apretaba la mano de Geraldine y le señalaba las alturas.

—Ahora ya no tendré que andar solo por ese viejo y polvoriento camino —oí que le decía, en lo que me pareció un ligero ataque de sentimentalismo algo cursi.

La mujer le acarició el rostro con el pañuelo y le dijo:

—¡Ánimo, juez!

Las lágrimas le corrían por las mejillas y no sabía por qué. Su madre todavía seguía viva para acompañarle: el cuerpo diminuto y encogido de una señora en una silla de ruedas.

—Mira —dijo Geraldine, haciéndole señas para que se acercara—, no llores. No puedes permitir que la gente piense que eres un debilucho.

Pero sonreía; todo el mundo sonreía. Flotaba en el aire una vertiginosa sensación de buenos propósitos. La aprobación formaba una bóveda sobre ellos como un arco iris de globos. Por supuesto, Corwin tocó para nosotros; era la única diversión. Cuando somos jóvenes, las palabras se dispersan a nuestro alrededor. A medida que se van ensamblando con la experiencia, también nosotros lo hacemos, frase a frase, hasta que la historia va tomando cuerpo. No quería marcharme. No sabía lo que me iba a pasar, malo o bueno, ni si sería capaz de soportarlo, fuese lo que fuese. Pero la música de Corwin, una melodía sin palabras que mi tío abuelo le había enseñado, animó el ambiente. Mientras me alejaba, seguía oyendo esa música.