Después de todo, Mooshum vio en los cielos de Dakota del Norte un infinito número de palomas que abarrotaban el aire y llenaban el cielo de una eternidad de pequeños graznidos. Imaginó que el manto de palomas se había elevado alegremente hasta la estratosfera y no había sido extinguido aquí en la tierra. Mediante ese revuelo de plumas, se relacionaba con el gran escritor francés cuyo libro volví a retomar tras abandonar a Anaïs Nin. Lo leo tan a menudo que a veces pienso en el juez Coutts como el juez penitente, que hizo honor al nombre de mi madre y esperó en un bar de Ámsterdam por alguien como yo. No sabía lo que iba a hacer ahora. Albert Camus había trabajado una vez en una agencia meteorológica, por lo que siempre confié en sus observaciones del cielo.
Era una cálida noche de Halloween y había vuelto a casa desde la universidad para ayudar a celebrar la fiesta favorita de Mooshum. Con el fin de tenerlo todo dispuesto para el «truco o trato», rocié las palomitas con sirope de maíz caliente, me unté las manos con manteca y preparé pequeñas bolas de palomitas hasta que tuvimos aproximadamente unas cien amontonadas en un gran cuenco de acero inoxidable. Teníamos algo en reserva: dos grandes bolsas de galletitas con mantequilla de cacahuete. Nuestra casa era la primera de la calle y toda la gente que vivía en las afueras bajaba al pueblo en la noche de Halloween. Mooshum observó las golosinas con tristeza. No le gustaba la mantequilla de cacahuete, y las bolas dulces de palomitas también le darían problemas, pues nunca había conseguido acostumbrarse a la dentadura.
—No podría arrancarle el hígado a nadie con estos inútiles dientes —refunfuñó.
Saqué una bolsa de caramelos de menta rosas y blancos. Cogió uno, se lo puso en la lengua y cerró los ojos. Los pequeños mechones de su pelo se movían con la brisa que entraba por la puerta.
—Echo de menos a mi hermano —dijo Mooshum mientras se tocaba la oreja mutilada—. Incluso echo de menos cómo me disparó.
—¿Qué?
—Oh, sí —continuó—, esta oreja, ¿no lo sabías? Me lo hizo él.
Mooshum me contó que un día de otoño, tras su regreso a la reserva con Junesse, siguió a su hermano cuando salía a cazar. Mooshum había escondido en algún lugar del bosque la piel de oso que solía cubrir el sofá de la familia. Se envolvió en la piel y orquestó así una convincente emboscada, al emerger repentinamente desde detrás de unas matas de frambuesas silvestres y arremeter contra su hermano con toda su fuerza. Shamengwa huyó mientras Mooshum le perseguía. Huía con una escopeta cargada, pero se dio la vuelta y disparó con un grito desgarrador al tropezar y caer al suelo.
—Aquella bala se llevó mi oreja por delante —explicó Mooshum, llevándose el filo de la mano a la sien como si le diera un corte—. Me hizo un buen tajo.
Mi madre se sentó con nosotros y removió el azúcar en una taza de té.
—Mi hermano se meó en los pantalones ese día. ¿Lo sabías? —preguntó Mooshum.
—¡No!
Se pusieron a gimotear.
—Debería darte vergüenza, papá —dijo mamá—. Fuiste tú quien se meó.
Se quedaron callados. Mooshum se balanceó sobre las patas traseras de la silla. Había encogido tanto que su vieja y gastada ropa le colgaba como un saco y su cuerpo no era más que juncos amarrados unos a otros.
Mi madre terminó su taza de té, se levantó y echó un par de bolas de masa de pan en la tabla de cortar. Empezó a amasarlas, golpeándolas con fuerza con la palma de la mano, con un movimiento ensayado mil veces. Dejó la masa para que subiera antes de salir con mi padre. Iban a acudir a algún acontecimiento patrocinado por la iglesia, que supuestamente debía ser una alternativa a la inspiración del demonio del «trato o truco». El padre Cassidy seguía ocupándose de la familia, aunque más por costumbre que porque albergara alguna esperanza.
Mooshum masticó y escupió: su nuevo tarro de café era una lata roja de Folger’s.
—¡Siguen negándose a darme un sello! —bufó entre dientes detrás de mi madre.
—Dame la carta —dije—. Yo te la echaré al correo.
Mamá se marchaba, con un pañuelo de encaje al cuello de su impecable abrigo azul marino. Mi padre llevaba una camisa almidonada verde y una chaqueta de cuadros. Tenía el semblante cansado y resignado.
—Preferiría quedarse aquí con nosotros —comentó Mooshum cuando salieron por la puerta.
—Necesita un poco de alivio —dije.
Ese curso, la clase de mi padre estaba dominada por dos de los inestables y enormes chicos de los Vallient, que eran indomables. La mayoría de los días, mi padre tenía conflictos. Decía que no podía seguir enseñando y tomó la decisión de vender su colección de sellos y jubilarse. Por supuesto, todos pensamos que no hablaba en serio, pero había puesto en marcha una subasta por correo. Empezaron a llegar al buzón cartas con membretes de coleccionistas de sellos.
Después de que se marcharan, Mooshum y yo nos sentamos junto a la puerta. Mi madre había envuelto cada bola de palomitas en papel cebolla y había retorcido los extremos para cerrar los envoltorios. Abrí uno y empecé a comer. Sonó un nervioso golpe en la puerta y llegaron los primeros niños disfrazados. Nos tocó la habitual mezcla de vagabundos y piratas, algunos astronautas de aspecto penoso, unos pocos vampiros sacados de alguna serie de terror, fantasmas debajo de viejas sábanas, indescriptibles monstruos y desaliñadas princesas con coronas de cartón. Muchos de los niños mayores iban disfrazados de variopintos hombres lobo o rugarus, con pieles de verdad pegadas a la cara y las muñecas.
—Esto aún no es divertido —observó Mooshum.
Cuando llegaron los siguientes, me había escondido detrás de la puerta mientras Mooshum permanecía sentado en la oscuridad con el cuenco de palomitas en el regazo y una linterna iluminándole desde debajo de la barbilla. Los niños debían acercarse y coger el dulce del cuenco, pero sólo los más pequeños tenían cierto miedo de Mooshum. Un par de chicos mayores incluso se rieron. Mooshum intentó gruñir y poner los ojos en blanco.
—¡Se han hecho muy duros! —comentó cuando se marcharon.
—No es fácil asustar a los niños hoy día con todo lo que ven —traté de consolarle, pero estaba abatido.
Intentamos el mismo número con el siguiente grupo, pero no obtuvimos un grito de terror lo bastante satisfactorio hasta que Mooshum mordió una bola de palomitas mientras se aproximaba un niño pequeño, y cuando se le quedó enganchada la dentadura, sacó la bola y la acercó al niño con dientes y todo.
Después de aquello, cada vez que se acercaba un niño, yo alumbraba a Mooshum con la linterna mientras él mordía una bola de palomitas, dejando la dentadura en el pegajoso sirope. Los niños tenían que deslizarse hasta la mano que sujetaba la bola con la dentadura. Seguimos con la broma hasta que una madre, que llevaba a un hijo de dos años en un trozo de sábana blanca, le espetó:
—¡Eso es antihigiénico, abuelo!
Aquello hirió los sentimientos de Mooshum. Enfurruñado, guardó su dentadura y entregó con cicatería galletitas de mantequilla de cacahuete a los tres siguientes grupos. Se produjo una breve interrupción y me comí una galleta, que sabía poco a mantequilla de cacahuete y mucho a pegamento. La dentadura de Mooshum se había aflojado tanto que chasqueó y escupió.
Terminé de repartir las golosinas, cerré la puerta y volví con el cuenco de dulces. Mooshum había desaparecido.
—¡No mires todavía! —gritó desde la cocina.
Me dirigí rápidamente a la cocina para ver qué tramaba y casi me caí redonda. Estaba totalmente desnudo, salvo por unos calzoncillos de algodón fino, y se estaba extendiendo por la cabeza un trozo grande y húmedo de la masa de pan fresca y blanda que había preparado mi madre, que ya había subido. La había dejado caer sobre su cabeza y ahora le corría por la cara, el cuello y los hombros de forma horrible. Sus orejas sobresalían de aquella máscara chorreante. Hilos de masa le colgaban por los brazos; cogió más masa de pan y se la echó por el pecho, el estómago y los muslos. Sus ojos brillaban en medio de esa pasta blanquecina, rojos y voraces como los de un pájaro carpintero. Se había llenado la boca de ketchup. Al sonreír, le chorreaba por la boca desdentada y la barbilla. Vio mi cara, dio media vuelta rápidamente y salió corriendo por la puerta trasera. Había un clamor de voces gritando «truco o trato». Solté el cuenco y salí corriendo tras él por la puerta trasera, pero ya se había esfumado. Me estaba acercando sigilosamente a la parte delantera de la casa cuando le vi surgir detrás de un tejo, iluminándose la cara con la linterna desde abajo. Gritó: un aullido estremecedor, apenas humano. Avanzó tambaleándose hacia los niños y supe cuándo había esbozado la sonrisa llena de ketchup porque los cinco niños gritaron aterrorizados y rompieron filas. Se sobresaltaron y huyeron despavoridos como liebres. Uno corrió unos metros antes de tropezarse. El último cogió una piedra y la lanzó.
El guijarro golpeó a Mooshum en plena frente. Mi abuelo cayó de bruces, soltando la linterna, justo en el momento en que mis padres llegaban y bajaban corriendo del coche. Cogí la linterna del suelo e iluminé el cuerpo de Mooshum mientras mi padre le daba la vuelta. Mi madre se arrodilló. Mooshum tenía los ojos abiertos de par en par, con la mirada perdida, y de su frente chorreaba sangre que le caía por la nariz y las mejillas. Mi madre cogió a Mooshum por los hombros y le sacudió para que recobrara el sentido. Me agaché junto a él e intenté tomarle el pulso, pero ya me costaba encontrar el mío, así que era incapaz de saber si estaba vivo o muerto. Pegué la oreja a su pecho.
—Hay que llevarle al hospital —dijo mi padre.
Mooshum volvió en sí y dirigió la mirada hacia mi madre con gran cariño.
—Ésa sí que ha sido buena.
Después, cerró los ojos y se durmió. Roncó una vez.
—¿Qué es eso que lleva encima? —preguntó mi madre.
—Masa de pan —respondí.
Esperamos a que roncara de nuevo, pero no lo hizo. Papá se inclinó sobre Mooshum, le tapó la nariz, le echó la cabeza hacia atrás y le abrió la boca con el dedo pulgar. Insufló una larga respiración en el cuerpo de Mooshum. Un poco de ketchup salió burbujeando de la boca del anciano cayendo por su cuello.
—¿Se le ha movido el pecho? —preguntó mi padre, limpiándose la salsa de tomate de la boca. Ni siquiera preguntó por el ketchup.
—Sí.
Volvió a inclinarse sobre él y sopló otras cuatro veces en la boca de Mooshum. Después, Mooshum se removió y tosió hasta que recobró el conocimiento.
Decidimos llevarle hasta el coche y, con el alivio del momento, nos pareció que no nos costaba el menor esfuerzo cargarle hasta el vehículo. Me senté en el asiento trasero sujetándole la cabeza entre mis brazos y, mientras nos dirigíamos raudos al hospital, sentí cómo el aire salía de su cuerpo sin volver a entrar, hasta que comenzó a respirar de nuevo, como un motor fueraborda que se ahoga.
En urgencias, Mooshum causó un gran revuelo. Las enfermeras llamaron a todo el personal para que le vieran cubierto de masa de pan, hasta que mi padre se enfadó y dijo:
—¡Ya basta de mirarle como idiotas! ¡Se supone que son ustedes profesionales! —y cerró la cortina a nuestro alrededor.
El médico de guardia tardó cinco minutos en llegar a la sala de urgencias. Se trataba de un médico joven que saldaba su deuda con el Gobierno trabajando en el Instituto de Sanidad Indio. Apareció tras la cortina mientras terminaba de ponerse la bata blanca. Por lo visto, las enfermeras no le habían contado lo del ketchup o la masa de pan, pero el médico reaccionó bien. Torció los labios, pero con una risa contenida. Mooshum frunció la boca bajo la máscara de masa de pan, con la salsa de tomate cayéndole como una baba desde la comisura de los labios hasta el cuello. Mi madre le acarició las manos suavemente y con cariño, y se las cruzó sobre el pecho. Mientras le mirábamos, ahí de pie a su lado, su rostro fue cambiando lentamente, hasta relajarse y mostrar una mueca de satisfacción. Mi padre resopló y le limpió la cara. Las enfermeras ya estaban de vuelta, escuchándonos. Permanecimos así una eternidad, en un expectante zumbido.
—Se le ve feliz —dijo mi madre—. Parece que vuelve en sí.
Mooshum empezó a respirar con normalidad.
—Ahora me voy a morir —suspiró.
—No es verdad, papá.
—Sí que lo es. Y quiero que mi amada venga a verme. Aquí, al hospital. ¡Llamad a Neve! Es mi última voluntad.
—Ni siquiera te van a ingresar, papá. Nos dejan llevarte a casa.
—No, hija mía, me muero.
Dio la impresión de perder el conocimiento y mi madre le sacudió, pero en ese preciso instante se asomó el padre Cassidy por la cortina. Le brillaban los ojos y llevaba la Biblia en la mano. Mi madre no quiso apartarse, de modo que el sacerdote tuvo que estirar el cuello para mirar a Mooshum a la cara.
—¿Todavía estoy a tiempo? —preguntó en voz alta—. Una de las enfermeras me avisó.
Mooshum frunció el ceño y abrió los ojos.
—¡Hay tiempo! ¡Qué suerte!
El padre Cassidy susurró una oración ferviente. Traía los santos óleos en un pequeño estuche. Los sacó y empezó a colocarlos afanosamente en la mesilla de acero inoxidable que había junto a la camilla. Mooshum soltó un gruñido de fastidio y se incorporó.
—Si no me va a dejar morir en paz, pues viviré, aunque no lo quiera. No me va a pillar esta vez, Brinco Alegre. ¡Prolongaré mi vida!
Mooshum bajó las piernas por un lateral de la camilla y se levantó tambaleándose. Mis padres le sujetaron, uno a cada lado. Un último hilo de ketchup le caía por la boca.
—Me han contado que en el paraíso indio vivimos con los búfalos. Eso me satisface. Además, usted ya habló de mí en la iglesia. No podría haber deseado una despedida mejor.
—Me he disculpado por ello una docena de veces —respondió el padre Cassidy. Empezó a recoger sus santos óleos con su dignidad herida y guardó con cuidado las pequeñas servilletas blancas y almidonadas que contenía el estuche.
Mi madre ayudó a Mooshum a ponerse el abrigo de mi padre. Cobraba fuerzas por minutos. Seguía desprendiendo masa de pan, pero ahora en copos secos. El padre Cassidy reparó en ello y preguntó qué había ocurrido.
—Se cubrió de masa de pan —expliqué.
El padre Cassidy sacudió la cabeza y cerró la tapa de su estuche de cuero. Todavía seguía conversando amistosamente con las enfermeras cuando nos marchamos. Un año más tarde abandonaría el sacerdocio, volvería a casa, se dejaría barba y se convertiría en empresario. Vendería ternera de Montana, que exportaría a Japón y al resto del mundo. Aparecería en vallas publicitarias y en anuncios de televisión. Sus característicos brincos, sus maneras de becerro y su enérgica vitalidad se convertirían en las señas de identidad de la industria de la carne bovina, haciéndole muy rico.
Antes de que regresara a la universidad ese fin de semana, Corwin vino a casa a buscarme. Nos subimos al coche y me llevó a un lugar desierto y alejado en medio de un descampado, donde podíamos ver las luces acercarse desde muy lejos. Nos pasamos al asiento trasero, con las ventanillas medio abiertas —era una noche inusualmente cálida para el mes de noviembre—, y nos besamos. Un beso extraño, íntimo, fraternal. Después, fue un beso doloroso y hambriento. Nos arrancamos la ropa, pero de repente nos detuvimos en seco, confusos, sobrecogidos por una tímida aversión. Nos quedamos sentados, dándonos la mano, hasta quedarnos medio dormidos. Clareaba y el suelo reflejaba vetas de fuego. El sol saldría pronto. Escudriñé a Corwin bajo la suave luz grisácea. Su rostro parecía hinchado y amoratado. Teníamos el cuerpo entumecido tras dormir encogidos el uno junto al otro. Tal vez había estado llorando en secreto. Me acarició la cara, me colocó el pelo detrás de las orejas y luego deslizó su mano entre mis piernas.
—Oye, Evey —dijo enseñando sus dientes—. Se supone que tú y yo nos vamos a casar. Se supone que nos debemos amar hasta la muerte, hasta que la muerte nos separe.
Tenía el gesto muy serio y emocionado, mientras la luz se filtraba alumbrándole el cuello y la boca. Sus ojos se mantenían ocultos en una mancha de sombra.
—Iremos a París —anunció—. Iremos a ver a Joseph a la universidad y cogeremos un avión desde allí. París, como siempre has querido. Follaremos en las calles, follaremos en la catedral, follaremos en las putas cafeterías, ¿sabes?
—¿Qué catedral? —pregunté.
—La más hermosa de todas —respondió Corwin—, la que tenga las mejores estatuas.
—De acuerdo —dije—. ¿Qué cafetería?
—Una que esté abierta toda la noche y tenga mesas muy altas. Podría ser.
—¿Y las calles, qué calles?
—Todas las calles. Nos llevaremos un plano.
Yo había estudiado el callejero en las guardas de mi manual, un asombroso laberinto.
—Será mejor que vayamos allí cuanto antes —continuó Corwin—. Es muy probable que estén construyendo nuevas calles en París justo en este instante.
—¿Qué pasa si no quiero, puesto que soy lesbiana?
Corwin se quedó callado. Al cabo de un rato, habló de nuevo.
—¿O sea que crees que podría ser algo permanente?
Mientras regresábamos lentamente a casa, nos cruzamos con un anciano que caminaba arrastrando los pies, con el abrigo ondeando y el pelo revuelto. Era Mooshum. Detuvimos el coche un poco más adelante, dimos media vuelta en la carretera vacía y volvimos a toda velocidad a su lado. Seguía avanzando con torpeza, así que me bajé rápidamente del coche y lo arrastré hasta el vehículo.
—Vamos, sube.
Me miró, ausente.
—Vaya, eres Evey.
—Sube al coche, Mooshum. ¿Adónde vas?
—De visita.
Dejó que le empujara dentro del coche y, una vez en el interior, dijo con voz grandilocuente:
—Llévame a casa de mi amada.
—De acuerdo —dirigí una mirada cansina a Corwin, que miraba al frente—. Es mi tía Neve. Quiere ir a verla.
—¿Y por qué no? —respondió Corwin, cambiando de marcha con una mueca de resignación.
Mientras nos dirigíamos a Pluto, caí en la cuenta de que en ese momento mi madre estaría probablemente hablando con la policía tribal. Se ponía histérica con Mooshum. Así que, en cuanto la tía Neve abrió la puerta —en albornoz, sin maquillaje y con el cabello aplastado—, le dije que necesitaba utilizar su teléfono. Mooshum y Corwin se sentaron en el sofá mullido y dorado de la tía Neve y esperaron mientras la mujer salía de la habitación para preparar un poco de café. Mooshum movió las manos hacia Corwin, indicándole que se marchara. Me alejé de ellos con el teléfono y tapándome un oído con la mano.
—¿Mamá? Mooshum está conmigo y estamos en casa de la tía Neve.
Mamá soltó un par de improperios, pero sobre todo parecía aliviada. Dijo algo a mi padre y luego añadió:
—Espera, tu padre quiere hablar contigo.
—¿Evey? ¿Estás en…?
—En casa de la tía Neve.
—¡Ah!
Su voz sonaba tensa y crispada, más nerviosa de lo que le había oído nunca.
—Mira —dijo—, ¿tienes alguna forma de echarle un vistazo a su correo?
—¿Qué?
Mi padre me explicó que Mooshum asaltaba su colección de sellos cada vez que mi madre se negaba a enviar sus cartas y había pegado varios sellos muy valiosos, «extremadamente valiosos» (la voz de mi padre tembló un poco), en un sobre que había echado a hurtadillas al correo hacía dos días. Abrí la boca para confesar que había sido yo quien había enviado la carta de Mooshum, pero me lo pensé dos veces.
—Anoche me alteré un poco —continuó mi padre—. Esta mañana decidió marcharse…
Y en ese momento, alguien llamó a la puerta.
—¿Puedes abrir, cielo? —la tía Neve hablaba desde su habitación y su voz sonaba como un melifluo gorjeo. Estaba segura de que cuando emergiera de nuevo, estaría impecablemente arreglada.
Dejé el teléfono y abrí la puerta. Era el cartero con una carta con insuficiente franqueo entre el resto del correo. Pagué el franqueo con monedas de mi propio bolsillo y me guardé el sobre en el sujetador. Cerré la puerta, dejé el resto del correo en la mesa auxiliar y cogí de nuevo el teléfono.
—Ya la tengo. La carta tiene un sello de un centavo, azul, con la efigie de Benjamin Franklin.
Oí cómo mi padre luchaba con un zarpazo de emoción al otro lado.
—Se le llama Z Grill, cariño. Si me traes ese sello de vuelta a casa sano y salvo, te prometo que te mando a París.
Colgué el teléfono. Mi padre nunca me llamaba «cariño», ni a mí ni a nadie. Y era la segunda vez en esa mañana que me prometían un viaje a París. Miré fijamente a Mooshum. Tenía el cabello plateado, recogido en una cuidadosa cola de caballo. Llevaba puesta la dentadura, como una hendidura blanca en su rostro arrugado. Se había afeitado a conciencia. Su ropa estaba impecable y los zapatos bien lustrados. Había sacado el pañuelo para limpiarse la punta de la nariz.
Mooshum me dirigió una mirada muy expresiva que traduje enseguida como un «largo de aquí», de modo que cogí a Corwin de la mano y salimos rápidamente. Nos subimos al coche, arrancamos y volvimos a la carretera. Una vez en el asfalto, intentamos hablar de nuevo, pero no nos salía nada. Puse la mano en la pierna de Corwin, pero él la dejó ahí y ambos permanecimos callados. Era una situación incómoda y pronto mi brazo me empezó a doler de la tensión.
—Será mejor que nos pongamos a ahorrar para los billetes de avión —dijo antes de que me bajara del coche. Estábamos aparcados en la calle enfrente de mi casa.
Le di un beso y me marché. Cuando miré por la ventana de mi casa unos diez minutos más tarde, el coche seguía allí. La siguiente vez que miré ya no estaba.
La tía Neve invitó a Mooshum a pasar esa noche en su casa. Justo cuando me disponía a marcharme a la universidad a la mañana siguiente, apareció en su Buick amarillo. Observé desde el umbral de la puerta cómo Mooshum bajaba con cierta dificultad del asiento del copiloto y rodeaba la parte delantera del coche, ágil como un muchacho, pasando la mano por el capó y dirigiendo una mirada de halcón a la tía Neve, sentada detrás del parabrisas. Mientras la tía Neve se alejaba, Mooshum la despedía con la mano lentamente. El Buick desapareció, pero Mooshum no se movió. Mantuvo la mano en el aire hasta que se encogió y volvió a ser un anciano. Cuando por fin dio media vuelta y se arrastró hasta la casa, bajé las escaleras y le cogí del brazo.
—Awee! —su rostro rebosaba emoción mientras subíamos los escalones—. Por fin, cielo. Ojalá estuviese aquí Brinco Alegre. Casi lo desearía. Por fin tengo algo que confesar.
Me pusieron mi nombre por el primer amor de Louis Riel, una muchacha que conoció al poco tiempo de que le dieran el alta en el centro psiquiátrico de Beauport, cerca de Quebec, en 1878. Lo habían encerrado allí para seguir un tratamiento tras sufrir un ataque de risa incontrolable durante una misa. La Evelina de Riel era rubia, alta, humilde y amante de las azaleas. Fue Mooshum quien sugirió a mamá que me pusiera el mismo nombre que el amor perdido de Riel, y siempre se sintió muy orgulloso de que le hiciera caso.
Durante varios meses, de hecho todo el invierno, mi padre le guardó rencor a Mooshum por haber estado a punto de sabotearle su jubilación al robarle no sólo el Z Grill sino además un sello sueco de tres chelines emitido en 1855 e impreso en naranja en vez de en azul. Éste fue devuelto por franqueo insuficiente. Al menos Mooshum había añadido un remite, advertí al examinar el sobre durante las vacaciones de Navidad.
—No bromees con eso. Es el futuro de nuestra familia —dijo mi padre.
Mooshum había empleado una inofensiva pasta de harina mezclada con saliva para pegar el sobre. La estampilla no llevaba siquiera un matasellos ni un sello de cancelación, porque el cartero de Pluto no había sabido cómo resolver el error de otro modo que no fuera llamando a la puerta para pedir el franqueo correcto. Mi padre había humedecido los sobres para retirar con cuidado sendos sellos y los guardó de nuevo en sus respectivas páginas del álbum. Me enseñó sus sellos preferidos. Hasta que no llegase a un acuerdo sobre un precio por correo, había decidido guardar toda la colección en una caja fuerte que no estuviera en el banco de su hermana.
A finales de marzo, mientras viajaba en coche a Fargo con toda la colección, mi padre patinó sobre una mancha de hielo negro, se salió de la carretera y dio varias vueltas de campana hasta detenerse en el borde de un campo de remolacha. El coche se quedó quieto, pero fue una quietud engañosa. Mi padre estaba solo e inconsciente, por lo que los álbumes de sellos se quedaron atrás. Los cristales y las lunas se habían roto por completo y gran parte de lo que se hallaba en el coche había salido volando mientras el coche daba vueltas de campana con las puertas abiertas. Los álbumes se quedaron en algún lugar bajo la lluvia fría y torrencial que empezó a caer al poco tiempo de volver en sí en el hospital de Saint John. Lo primero que hizo fue preguntar por sus sellos, pero, por supuesto, lo último que les preocupaba a los médicos era una colección de sellos.
Después de que llegáramos al hospital y comprobáramos que papá se encontraba bien, Joseph y yo salimos en busca de los sellos. Encontramos los álbumes a unos trescientos metros del lugar donde el coche se había detenido tras el accidente. Los libros encuadernados en cuero estaban abiertos de par en par, combados y deshechos. Recogimos sellos de las espadañas y despegamos otros de los húmedos terrones de barro. Cuando llevamos todo lo que habíamos encontrado a la cama del hospital, el semblante de mi padre se alteró. Fingió que se quedaba dormido. Nuestra madre nos dijo:
—Está desesperado.
No sabíamos que los sellos fueran tan valiosos.
Pasaron semanas antes de que papá estuviera lo suficientemente repuesto como para volver a casa. La mayoría de los sellos que encontramos se hallaban en un estado de fragilidad tal que, una vez secos, se desintegraban en minúsculos confetis en cuanto intentaba manipularlos. Vi con mis propios ojos cómo trató de reconstruir el Z Grill de Benjamin Franklin. Había encontrado esa estampilla en el campo de remolacha, pegada a una raíz podrida. Tal vez los fertilizantes químicos de la tierra habían dañado el papel. Fue inútil. Cuando levantó el timbre con unas pinzas, se deshizo en un montón de polvo increíblemente precioso, que recogió mientras caía.
Mi padre inspiró hondo y me miró.
Pasó un minuto. Me pidió que le acompañara a la puerta trasera para contemplar cómo se evaporaba medio millón de dólares.
—¿Lista? —preguntó.
Y nos quedamos al sol mientras soplaba en la palma de su mano.