El jardín de reptiles

En el otoño de 1972, mis padres me llevaron en coche hasta la universidad. Todo cuanto podía necesitar estaba empaquetado en un flamante baúl de aluminio azul marino: una colcha de ganchillo hecha de retazos multicolores que mi madre había tejido para mi cama, cien dólares del 4-B’s en ropa nueva, mi manual de francés Berlitz, las Meditaciones de Marco Aurelio (un ejemplar de bolsillo que me había regalado el juez Coutts), un marco con una foto, y una pequeña tabaquera de cuero con cuentas que había pertenecido a Mooshum desde que yo recuerdo y que me entregó como si tal cosa, de la manera en que los ancianos suelen hacer regalos. De mi padre recibí una pila de sobres con su nombre y dirección, conteniendo cada uno un billete nuevo de un dólar. Había pegado sellos especiales en cada sobre para que se les aplicara un matasellos, algunos para sellar en un día concreto.

Las estudiantes de primer año se instalaban en sus dormitorios con la ayuda de sus padres. Vi cajas y cajas de libros de bolsillo y equipos de música. Álbumes de Bob Dylan y guitarras acústicas de madera dorada y barnizada. Colchas de ganchillo hechas a mano, ninguna tan llamativa como la mía. Pósters de Janis Joplin. Pósters de David Bowie. Láminas con llamativas manchas, pelotas de malabares y ositos de peluche. Pero mientras subíamos el baúl hasta la segunda planta, me invadió el pánico. A pesar de mi obstinación por viajar a París, siempre me había aterrorizado la perspectiva de marcharme de casa, aunque fuese sólo para ir hasta Grand Forks, y en el fondo mis padres tampoco lo deseaban. Pero tenía que hacerlo, y ahí estaba yo. Bajamos las escaleras. Me sentía demasiado infeliz para llorar y no recuerdo nuestro abrazo de despedida, pero observé a mis padres junto al coche. Se despidieron con un último gesto de la mano, y ese momento se ha plasmado en una imagen muy nítida. Puedo visualizarla, como si de una fotografía se tratara.

Mi padre, tan delgado y atlético, parecía casi frágil de la emoción, mientras que mi madre, cuya belleza aún era palmaria y que era conocida en la reserva por su silencio y discreción, había dejado a un lado su habitual sobriedad. Su rostro desnudo, al igual que el de mi padre, rebosaba amor. No era algo de lo que habláramos —el amor—, y me aterrorizaba su manifestación en los labios de mis padres. Pero me dejaron que lo contemplase esa única y clara vez. Su amor resplandecía. Y entonces se marcharon. Ahora creo que todo cuanto se resumía en esa mirada —sus cuidados para criarme bien, sus pacientes lecciones en cada asignatura que sabían enseñar, sus sobrecogedores esfuerzos por darme libertades, su ejemplo de fortaleza y determinación en el trabajo— permitió que sobreviviera.

El baúl quedó vacío enseguida y la habitación apenas se llenó. Había enmarcado una fotografía de Mooshum vestido con el traje tradicional. Sujetaba un hacha de guerra en una mano; no obstante, sonreía amistosamente, mostrando unos dientes blancos y relucientes. Su penacho consistía en una cresta con dos plumas de águila que coronaban unos muelles de bolígrafo atados a unos mosquetones giratorios. Inclinaba la cabeza en un gesto desenfadado. Portaba un pequeño espejo con forma de corazón en medio de la frente que, supuestamente, servía para atrapar el corazón de las mujeres entre la multitud. También había traído una fotografía de mi tío abuelo: un retrato sencillo en blanco y negro donde sujetaba el violín. Con mis libros sobre el pecho, me arropé con la colcha de ganchillo. Primero observé a Mooshum, después a Shamengwa y por fin miré por la ventana. Creo que fue entonces cuando comprendí que pasaría la mayor parte del primer semestre en aquel lugar.

Las chicas blancas que conocía escuchaban a Joni Mitchell, se dejaban el pelo largo, fumaban con ansiedad, fruncían el ceño sobre sus cuadernos de poesía y parecían tener relaciones sexuales con total desinhibición. Las otras chicas, dakotas, chippewas y mestizas como yo, escaseábamos en el campus. Las mujeres indias que yo conocía eran tímidas y muy estudiosas, aunque un par de ellas se pavoneaban por ahí con arrogancia, vestidas con camisas con flecos, del brazo de unos novios que parecían pertenecer al Movimiento Indio Americano. No encajaba con nadie. Éramos indios de clase media de la Oficina de Asuntos Indios, y yo quería ir a París. Echaba de menos a mis padres y a mis tíos y tenía miedo de que Mooshum muriese mientras yo estaba fuera.

Mi compañera de habitación era una rubia rechoncha de Wishek, tan empeñada en hacerse enfermera que ensayaba conmigo: me traía vasos de agua o, cuando me dolía la cabeza, aspirinas. Yo dejaba que me tomara la tensión y la temperatura, pero no permitía que ensayara con mi cuerpo poniendo inyecciones. Pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca. Me escondía ahí y leía en la sección de poesía. Mis autores favoritos eran todos poetas malditos, desde Rimbaud a Plath. Era la época de la autodestrucción romántica. Me atraían especialmente aquellos que habían muerto jóvenes, perdido la razón, desaparecido y viajado a París. Sólo una superviviente de las experiencias límite me interesó y se convirtió en mi musa, mi modelo, mi todo: Anaïs Nin. Vivía ensimismada en contacto con mi alma gemela. Leí todo lo que había de y sobre ella en la biblioteca, una y otra vez; pero cuando llegó el verano, la necesitaba más que nunca. Tuve que llevármela conmigo para que estuviera a mi lado mientras trabajaba en el 4-B’s, mientras tendía la colada de la familia o montaba el viejo caballo pinto de Geraldine con Joseph. Anaïs. Compré todos sus diarios, el estuche completo. Una enorme inversión. Era difícil de explicar: era una mujer impulsada por el arte, recatada y a la vez tan audaz… ¡Y aquellos ojos anegados! Sobreviví al verano. Cuando regresé en otoño para vivir fuera del campus en una granja preciosa y medio en ruinas, estaba impregnada de los vapores de mi propio delirio.

Al igual que Anaïs, analizaba cada pensamiento; cualquier nimiedad visual se volvía trascendental y el más leve de mis deseos se convertía en un anhelo voraz. Llevaba a Anaïs conmigo a todas horas, aunque la diferencia que presentaban nuestras vidas me sometía a mucha tensión. Anaïs había dispuesto de sirvientes para hacerle de comer y limpiar a su paso. Incluso sus depravados amantes le recogían la ropa del suelo; sus cenas estaban rodeadas de peligros sociales y sobresaltos, pero después no tenía que fregar los platos. Aun así, yo también llevé unos completos y cuidados diarios. Cada cuaderno tenía un título copiado de una anotación del diario de Anaïs. El diario de ese otoño se titulaba «Florecer en el vacío».

Al igual que habría hecho Anaïs, escribí largas cartas a Joseph. Él me respondía con breves notas. Corwin me llevaba a la universidad en coche mientras yo leía fragmentos de sus diarios en voz alta durante todo el trayecto. A él sólo le gustaban cuando mantenía relaciones sexuales; si no, decía que estaba «mal de la cabeza». Corwin venía a verme de vez en cuando. Nuestro amorío del instituto se había convertido en una broma entre los dos, y todos le habíamos perdonado el robo del violín después del funeral. Era un camello y vendía droga a mi amigos.

Me había mudado a una casa compartida con un montón de poetas de la zona y hippies, y todos eran sucios. Yo también intenté serlo, pero mis criterios de higiene me impedían sumarme al espíritu de esos tiempos. Había aprendido de mi madre a ordenar mis cosas, fregar los platos y lavar la ropa blanca. La desvencijada casa de listones de madera en que vivíamos tenía un único cuarto de baño. Periódicamente, puesto que nadie más lo hacía, sucumbía y lo limpiaba. Tener que hacerlo me llevó a odiar a mis amigos y a guardarles rencor cada vez que veía cómo la mugre volvía a acumularse una y otra vez; pero no podía evitarlo. Mi hartazgo siempre superaba mi ira.

Un día a finales de ese otoño, pasada ya la medianoche, me dio uno de esos ataques que me arrastraban a limpiar el cuarto de baño. Me armé de un cubo, un cepillo de fregar y un paquete de algo que olía muy fuerte llamado Soilax. Rompí una vieja toalla en cuatro. Eché agua en la bañera, el retrete y el lavabo. A continuación esparcí los polvos Soilax uniformemente por cada superficie. Miré a mi alrededor y me acordé de la espátula que había escondido en el armario bajero. La saqué, así como una bolsa de plástico, y entonces me puse a rascar los oscuros pegotes de grasa, pelos, jabón, suciedad, rastros petrificados de dentífrico, mierda y mugre corriente.

Me llevó un par de horas limpiarlo todo, y cuando acabé, la luz que caía sobre mí parecía más intensa, porque había vaciado el aplique lleno de moscas muertas. Y cuando la luz brotó del cuenco impoluto, se me ocurrieron unos versos.

Mi cerebro es como un aplique lleno de moscas muertas.

¡Cuánto ansío que mis pensamientos brillen con claridad!

Desplegad vuestras alas arrugadas, estudiantes y profesores de la Universidad de Dakota del Norte,

¡dejad que vuestros cuerpos vuelen como la tierra por las praderas!

Anoté rápidamente los versos en el cuaderno, que siempre llevaba en el bolsillo lateral de mis vaqueros. «Florecer en el vacío» estaba casi lleno. Quería darme un baño caliente para quitarme el olor a desinfectante, pero la limpieza del esmalte desconchado daba un aspecto aún más sucio a la bañera, e impropio además, como si hubiera alterado un ecosistema. De modo que me di una ducha rápida y bajé a la planta baja, donde se celebraba como de costumbre una fiesta. Esta vez se trataba de una fiesta de bienvenida a un poeta que había regresado andando desde la frontera con Canadá ese mismo día, pasando a la clandestinidad, como no cesaba de repetir. También iba a darse una ducha en mi cuarto de baño limpio. Me merecía una copa de vino. Recuerdo que era barato y de un color muy rosado, y cuando ya me había tomado media copa, Corwin sacó un pedazo de papel de un sobre blanco y lo partió en cuadraditos muy pequeños, de los cuales puse uno en mi boca.

Anaïs lo había probado todo: ¡ella habría probado aquello!

—¡Bailaor español! —grité a Corwin. Era mi primo tercero o cuarto. Ella se había enamorado de su primo—. Eduardo —dije a Corwin, y le besé.

Recordé todo esto mucho más tarde, pues, debido al vino, no era consciente de que me había tomado un ácido, incluso después de que desplegara sobre mí todos sus efectos: la espantosa distorsión de las caras de mis amigos, los muros y pasillos de sonido, las instrucciones susurradas por los objetos, un miedo paralizante que me dejó sin habla y sin poder comunicarme en absoluto. Me encerré en mi habitación, y pronto descubrí que era un jardín para la herpetofauna local y algunos animales exóticos como la cobra de capuchón, que se colaban todos por debajo del rodapié y, ocasionalmente, aparecían entre los apliques luminosos. Me quedé en la habitación durante dos días, sin dormir, observando serpientes jarreteras de flanco rojo, ranas de coro y algún que otro sapo de la gran planicie. Me entraron ataques de pánico, y no sabía quién era ni recordaba qué me había llevado al estado en que me encontraba. Mi reclusión y el caos eran tan habituales en la casa que nadie reparó en mi ausencia.

Al tercer día sólo apareció una salamandra tigre, una Ambystoma tigrinum. Fue reconfortante, una vieja amiga. Empecé a notar una conexión fiable entre un momento y el siguiente, y comencé a sentir con cierta seguridad que vivía en un cuerpo y una conciencia. El pánico disminuyó hasta convertirse en un pavor más leve. Comí y bebí. Al cuarto día, dormí. Sollocé sin cesar durante el quinto y el sexto día. Y así, progresivamente, volví a ser la persona que había sido. Pero no era la misma. Había descubierto lo delgada que era la línea por la que caminaba. Había perdido lo que daba consistencia a mis sensaciones, había perdido el juicio y la confianza en mi propio control sobre mi salud mental. Me había asustado a mí misma, y por ello resultaba tanto más reconfortante volver a los diarios. Anaïs tenía una conciencia tan profunda de sus estados más íntimos… Sabía describir a la perfección los efectos que el mundo producía en ella: la hora del día, el color del cielo o el clima, todo afectaba a su estado de ánimo. Empecé a temblar al leer algunas de sus acotaciones, tan detalladas. Necesitaba que alguien pusiera atención en el mundo que yo casi había dejado atrás.

«Todo. La casa me hechiza. Las lámparas están encendidas. Las fantásticas sombras que las luces de colores proyectan sobre las paredes lacadas…»

Ése era su dormitorio en septiembre de 1929.

No había reptiles para Anaïs. Mi propio terror regresaba una y otra vez. Era como si en aquellos espantosos días hubiera encendido conexiones interiores y ahora el miedo circulara dentro de mí. Estados de pánico. Conmociones temporales. Aunque sólo me sobresaltara ligeramente, no dejaba de temblar. Terroríficas aunque breves escisiones con la realidad. Sueños despiertos tan vívidos que me producían náuseas. Conseguí funcionar. Como de cualquier manera yo era una persona muy callada, oculté estas dislocaciones mentales. Sin embargo, había decidido que ya no pertenecía de ninguna manera a la descuidada cloaca del mundo. Pertenecía a… Anaïs. En el campus, observaba las filas de estudiantes bien alimentados, sanos, estables, con el cabello lustroso y cinturones de cuero, que desfilaban ante mí. ¡Nunca sería uno de ellos! Por el contrario, puesto que no sabía bailar —además, ¿qué era el baile español?— y tampoco podía viajar a París de momento, decidí que viviría y trabajaría en un hospital psiquiátrico.

Pedí a mi profesor de Psicología I (el módulo llevaba el sobrenombre de «Chiflados y zorras») que me ayudara a encontrar trabajo sólo para un trimestre. Me contrataron como auxiliar de psiquiatría. Ese invierno preparé una maleta y cogí un autobús Greyhound con la calefacción demasiado fuerte hasta el hospital psiquiátrico del Estado, donde caminé con cierta dificultad a través de cegadoras corrientes de aire gélido hasta llegar a una pequeña habitación en la residencia del personal.

Warren

Mi dormitorio era un cuarto pequeño con las paredes de color rosa oscuro. Anoté en mi diario: «Las cubriré con pañuelos». Tenía una cama individual con una colcha estampada de estilo oriental. El exuberante paisaje mostraba una pagoda, pequeños y arremolinados riachuelos y encorvados sauces. Me gustaba. Había un espejo, una pulida cómoda de color rojizo, un pequeño frigorífico sobre una mesa de madera y una silla con respaldo recto de color azul. ¡Azul! Mi musa secundaria, el color azul. Quité el frigorífico de la mesa y convertí ésta en un escritorio. Guardé todas mis pertenencias, mis faldas largas y el jersey turquesa tejido a mano que me ponía constantemente. No había conocido aún a las demás auxiliares. Había alguien en la habitación contigua. Las paredes eran delgadas y podía oír sus movimientos sordos por la habitación silenciosa y el frufrú de su ropa en el armario. Teníamos normas estrictas respecto al ruido y la música, porque el personal de noche dormía durante el día. Mi turno empezaba a las seis de la mañana. Me di una ducha al final del pasillo y me sequé el pelo. Extendí mi uniforme sobre la silla: una pesada bata blanca de viscosa con grandes bolsillos, los pantis y los zapatos de enfermera de suela gruesa que había comprado en JC Penney.

Como de costumbre, desperté justo a tiempo para apagar el despertador antes de que sonara. Puse agua a hervir en mi pequeño cazo verde y me preparé una taza de café instantáneo. El cielo mostraba un color índigo previo al amanecer. Me enfundé en un abrigo largo y negro que había comprado en la tienda de Goodwill; un abrigo con una tira de pelo rizado, como de perro, en el cuello y los puños. Estaba forrado de raso y tal vez también de lana, pues pesaba como una armadura. El aire me picaba en la nariz, mi piel se tensaba y un intenso dolor de temperatura bajo cero me golpeaba la frente.

Crucé el césped escarchado hasta la sala del hospital y me senté en la oficina iluminada. La enfermera que empezaba su turno se presentó como la señora L., porque, según me explicó, su nombre real era polaco y demasiado largo e impronunciable. Era una mujer alta y corpulenta, y ya tenía aspecto de estar cansada. Llevaba una holgada chaqueta de punto de color canela encima del uniforme y una toca de enfermera sujeta con horquillas a su suave y esponjoso cabello rubio cobrizo. Bebía una taza de café y comía un dónut de azúcar de una bolsa de papel parafinado.

—¿Quieres un poco?

Habló con voz monótona. Se volvió hacia otra de las auxiliares que empezaba su turno y le comentó que había pasado mala noche. Su hijo estaba enfermo. Se conocían todas y la conversación iba y venía durante unos minutos.

—¿Qué tengo que hacer? ¿Podéis darme algo que hacer? —pregunté con una voz demasiado alegre y nerviosa.

—¿Habéis oído eso? —se rió la señora L.—. No te preocupes, hay trabajo de sobra. Todavía no se ha levantado ningún paciente.

—Salvo Warren —puntualizó la enfermera que acababa su turno—. Warren siempre está despierto.

Salí del despacho al pasillo, que daba a una amplia sala cuadrangular pavimentada con losetas de linóleo rosa y negro. Las paredes tenían un extraño color gris lavanda, con el propósito tal vez de ser tranquilizantes. Las ventanas sin cortinas eran rectángulos de cielo azul eléctrico que se convertía en luz del día normal a medida que los pacientes se levantaban y paseaban lentamente, enfundados en sus batas rayadas de algodón, por otro pasillo que conducía a la gran sala de la izquierda. Al principio, todo el mundo parecía igual, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos. La señora L. repartía la medicación en pequeños vasos desechables y me dijo señalando con el dedo:

—Ve a ver a Warren y asegúrate de que se toma la medicación.

Me acerque por tanto a Warren, el búho noctámbulo, un hombre entrado en años —pero no realmente viejo—, con brazos largos y el cuerpo atlético y curtido de un granjero que ha trabajado tan duro que vivirá para siempre, o al menos más allá del alcance de su mente. Ahora tenía un bronceado permanente con la piel curtida en la mitad inferior de su rostro y las manos. Mostraba la marca de una «V» en el cuello, fruto de toda una vida llevando las camisas abiertas. Sus piernas, estómago, torso y la parte superior de sus brazos lucían sin duda un blanco lechoso. Ya estaba vestido muy pulcramente: siempre se vestía y se afeitaba solo. Llevaba unos pantalones limpios de color marrón y una camisa de cuadros desgastada pero bien planchada. Empezó a andar. Se tragó las pastillas sin detenerse. Caminó y caminó. Era de Pluto y seguramente pariente de Marn Wolde, pero ella nunca me lo había mencionado. Observé mucho a Warren ese primer día, porque me parecía imposible que pudiera mantener ese ritmo, pero apenas se detenía para darse un respiro, alimentarse en los momentos previstos antes de continuar su vaivén por los pasillos, cruzar de un lado a otro la sala común y entrar y salir de cada habitación. Saludaba con la cabeza a todas las personas con las que se cruzaba y les decía: «Me los cargaré a todos». Y los otros pacientes le respondían: «Cállate». El personal no parecía enterarse.

El horario del primer día se convirtió en fijo. Me despertaba temprano para anotar mis sueños y sensaciones, luego me vestía y guardaba un bolígrafo y una libreta en el bolsillo, además de un librito que había encargado: un diccionario de francés en miniatura de plástico azul. No lo había dejado. Apuntaba todo, anotándolo rápidamente en los aseos durante las pausas que teníamos para ir al baño. A la hora del desayuno, recorría los túneles humeantes hasta el comedor. Mi trabajo de escolta consistía en comprobar que nadie se escondiera en los túneles ni se perdiera. Comía con los pacientes, hacía cola con la bandeja y esperaba a ver qué aterrizaba en ella. Gachas, una tostada fría, una porción de mantequilla, un cartón de leche, zumo si llegaba lo suficientemente pronto, y café. Siempre había café, un brebaje ácido y negro, inagotable, servido en esterilizadas tazas de plástico de varios colores de la marca Melmac. Me comía todo lo que me servían, fuese lo que fuese, hambrienta e indiferente. Hacía lo mismo al mediodía. Puré de nabos y macarrones a la boloñesa. Con otra ración de pan y otra de mantequilla. Empecé a pensar en la comida todo el día: ocupaba todos mis pensamientos. Los alimentos empezaron a llenar demasiadas páginas de mi diario. No había nada nuevo que decir al respecto en inglés, de modo que me puse a describir la comida en francés. Muy pronto, no hubo nada nuevo que comentar en ninguno de los dos idiomas.

Me destinaron a un pabellón abierto. Los pacientes podían firmar su propia autorización para salir si querían dar un paseo por los gélidos jardines. Siempre y cuando no se saltaran el toque de queda, podían ir adonde quisieran. También debía sentarme a menudo con ellos. En teoría, formaba parte de mi trabajo escucharles, sacarles de su mundo y propiciar una conversación que les ofreciese un telón de fondo de realidad, así como decirles cuándo se habían trasladado al mundo de la fantasía.

Warren hablaba a veces de la guerra, pero una de las enfermeras me contó que no era un ex combatiente. «Estaba pasando revista a las tropas. Marcharon delante de mí y me miraron al pasar. Me volví hacia el general Eisenhower y le dije: “Mentalmente, usted no es un buen presidente”. Su ayudante se volvió y me miró. Vestía de civil…» Etcétera, etcétera. Sus monólogos siempre terminaban igual: «Me los cargaré a todos». Siempre lo mismo. Yo quería corregir su bucle mental; en cambio caminaba a su lado. El hombre intentó darme dinero: unos billetes de un dólar doblados de forma curiosa. Dábamos un par de vueltas por los pasillos, siempre a la misma hora. Ya me sabía las rutinas de todo el mundo. Conocía los delirios de todos los pacientes, los lugares que sus memorias habían borrado y aquellos donde los sonidos se repetían.

En la cafetería donde se servían tentempiés a los pacientes, Lucille estaba comiendo maicena a cucharadas de un paquete.

—Hay que guardar eso —le dije. Mi voz estaba cambiando, se había vuelto más musical, indulgente y persuasiva, como la del resto del personal. No soportaba oírme a mí misma.

—Comía esto cuando estaba embarazada —respondió Lucille—. ¿Sabías que me inseminaron artificialmente nueve veces?

—Por favor, Lucille, dame esa cuchara.

—Entregué a los nueve niños en adopción, uno tras otro, pero a ellos no les gustó. ¿Sabes lo que hicieron?

—No arrojaron arañas debajo de tu puerta. Eso te lo has imaginado. Así que no lo digas y dame la cuchara.

—Arrojaron arañas debajo de mi puerta.

—¡Oye!

Le quité la cuchara y la caja de las manos. En un rápido y único movimiento me hice con ellas.

—Nadie arrojó arañas debajo de tu puerta.

—Mis hijos sí —insistió Lucille con terquedad—. Mis hijos me odiaban.

Apareció Warren. Ahora tenía un aspecto más desaliñado, sin afeitar, con la camisa mal abrochada y la cremallera de los pantalones bajada. Llevaba el pelo revuelto, con greñas por todas partes. Pero durante aproximadamente cinco minutos mantuvimos una conversación perfectamente normal. Después, mencionó al general Eisenhower y desapareció. Me marché, llevándome el paquete de maicena.

Nonette

La señora L. procedía a la admisión de una nueva paciente: una mujer joven que me daba la espalda. Me detuve en el umbral de la puerta de la oficina. Había algo en esa joven, lo percibí enseguida. Desprendía calor. Llevaba un vestido negro. Tenía los ojos de un color azul furioso y sus labios eran muy rojos. Su piel parecía pálida y brillante, como si tuviera fiebre. Su cabello rubio, quizá teñido, se veía grasiento y apagado. Se volvió en la silla y sonrió. Era más o menos de mi edad. Tenía los dientes separados por unos pequeños espacios, lo que le daba un aspecto depredador. Entregué el paquete de maicena a la señora L., que lo dejó distraídamente en el alféizar.

—Ella es Nonette —dijo.

—¿Es francés? —pregunté. Eso era. Parecía francesa.

La nueva paciente no respondió. En cambio, me observó detenidamente y su sonrisa se transformó en una falsa mirada maliciosa.

La señora L. frunció los labios y rellenó los impresos de ingreso.

—Nonette puede alojarse en la veinte. Aquí tienes la llave para la ropa de cama. ¿Por qué no la ayudas a instalarse?

—Ve a por mis cosas —ordenó Nonette.

—Evelina no es un botones —le aclaró la señora L.

—No pasa nada.

Arrastré una de las maletas de Nonette por el pasillo. Sonreía de una manera un poco solapada y soltó la otra maleta en cuanto estuvimos fuera del alcance de la señora L. Esperó mientras la llevaba hasta su habitación y me observó mientras sacaba del armario donde se guardaba la ropa de cama unas sábanas, una funda de almohada, una gruesa manta y una fina colcha de algodón con cuadrados en relieve. Su habitación era una de las más bonitas, con sólo dos compañeras más. Tenía un mobiliario de madera empotrado, no un endeble tocador metálico, y la cama era sólida. Incluso conservaba sus cuatro ruedecillas.

—Joder —exclamó Nonette.

—No está nada mal.

—Eres una guarra.

—Y tú un bidet.

En la tienda del Ejército de Salvación, había comprado una edición de 1924 de un diccionario francés titulado Nouveau Petit Larousse Illustré. Había llegado hasta la letra «B». La página con la palabra bidet también mostraba bonitas y diminutas ilustraciones de un biberon, una biche, una bicyclette y un bidon.

Nonette torció la boca con gesto de desprecio. Me marché. Al día siguiente, sin embargo, se mostró extremadamente simpática conmigo. Cuando entré en la sala, enseguida me cogió la mano, como si la víspera hubiéramos dejado a medias una maravillosa conversación, y me arrastró hasta la galería acristalada, donde hacía un intenso frío y adonde acudían los pacientes para hablar en privado. Me senté al lado de Nonette en una silla de jardín de aluminio. Me había puesto un jersey. Ella llevaba una fina camisa de algodón, con botones en el cuello: una camisa de hombre con una corbata y unos pantalones chinos de hombre. Calzaba unos femeninos zapatos de tacón bajo. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, alisado con agua o gomina Vitales. Era una extraña mezcla de elementos: parecía deprimida, pero también —eso era innegable— era chic. Se había pintado una raya negra en los ojos y su rostro resultaba más bonito y armonioso bajo la tenue luz.

No fumaba.

—Es un hábito espantoso —comentó cuando encendí un cigarrillo.

Yo fumaba cigarrillos bajos en nicotina y alquitrán porque en el hospital fumaba demasiado, constantemente, como todos, y mi pecho se resentía.

—Debería dejarlo —dije, y apagué el cigarrillo—. ¿De qué quieres hablar?

—Quería hablar con alguien de mi edad, no con esos gilipollas, loqueros o lo que sean. Además no eres nada fea. Eso ayuda. Quería hablar de lo que me preocupa. He venido para curarme, ¿no? Así que quiero hablar de lo realmente enferma que estoy. Ya he hablado de ello, lo sé, pero en verdad no he contado nada. O si lo he hecho, pues tampoco ha pasado nada después. Por eso quiero hablar de ello.

Hizo una pausa y se inclinó sobre mí. Al hacerlo, su semblante se afiló, sus cejas se abrieron hacia las sienes y su boca se hizo más profunda.

—Si pudiese volver a nacer —empezó—, nacería neutra. No mujer u hombre, no me refiero a eso. No tendría apetito sexual. No me importaría, ni lo necesitaría ni nada. No es más que un problema, cosas que se hacen por las que te odias después. Como por ejemplo cuando tenía nueve años, cuando tuve mi primera experiencia sexual. Fue con un pariente, un primo o algo así, que pasaba el verano con nosotros.

—¿Dónde? —pregunté.

—No en la estúpida Francia —contestó—. En fin, entra en mi habitación sin llamar y se arrodilla junto a mi cama. Me destapa y empieza a chuparme con la boca. Y yo, al principio, no sé, es como si me avergonzara de ello. Puedo comprar un cerrojo para la puerta; puedo denunciarle. Pero no lo hago, porque en el fondo lo deseo. Se desnuda. Me enseña a hacerle una paja. Y después me lo vuelve a hacer… Soy una niña, ¿no? Ni siquiera sé lavarme bien. La siguiente vez trae una toallita y me limpia primero. Es siempre el mismo ritual. ¿Dónde están mi madre y mi padre? Duermen al final del pasillo, en la planta baja y con el ventilador encendido. ¡Y mi primo es un puto boy scout! ¿Acaso iba buscando una maldita insignia al mérito? En fin, vuelve a su casa. Pasan cosas. Creo que ya me siento diferente, soy diferente. Hay un olor en mí, a sexo, que nadie más tiene en mi clase. Miro a los chicos mayores. Sé lo que se avecina. Lo voy buscando… Mírate… —interrumpió de repente—. Estás como fascinada…

Miró por la ventana hacia los jardines cubiertos de nieve.

—No soy francesa —dijo despacio—. Estoy jodida. Estoy en un psiquiátrico. Creo que quiero una operación de cambio de sexo. Quiero ser un hombre para no tener que aguantar toda esta mierda.

—Yo no te doy mierda.

Su boca esbozó una sonrisa burlona.

—Anda, mírala, intenta hacerse la dura. Tú no eres dura. Eres… eres una estudiante universitaria, ¿verdad? A quién coño le importa. Yo también soy universitaria. Tengo un doctorado en pollas duras. Soy un hombre que finge ser una mujer. ¿Quieres una prueba de ello? —su semblante se cerró, aburrido—. Es una broma. Lárgate ya.

—Lo siento —le dije—. Realmente eres muy guapa.

Ahora ya no quería decirme nada, ni siquiera mirarme.

—Eres india o algo así, ¿no? —masculló—. Eso mola.

Volví a la sala común y jugué al gin rummy con Warren, que no podía concentrarse. Sospechaba que no se estaba tomando toda la medicación, pero si había descubierto un modo de ocultarla, entonces es que era muy hábil. Lo vigilábamos todas las mañanas. Parecía tragarse las pastillas. Su boca terminaba vacía.

A la mañana siguiente, había un agente de policía en la oficina, tomándose una taza de café con la señora L. Acababa de traer de vuelta a Warren. En cuanto terminamos la partida de cartas, Warren se escapó, atravesando los campos, hasta una estrecha carretera que se dirigía al oeste, y treinta y cinco kilómetros más tarde fue detenido cuando intentaba arrastrarse dentro del patio de una granja. Se había caído y le sangraba un lado de la cabeza. Ahora estaba sedado y dormía; no se levantó hasta última hora de la tarde. Salió y se sentó en la sala de estar con media cabeza hinchada y vendada. Me senté a su lado.

—He oído que has tenido un mal día.

Esas palabras me salieron sin pensar. Sin embargo, sentía curiosidad. Tal vez fuese cruel ser tan curiosa. Le pregunté por esas voces que oía y si eran muy severas con él.

Se enderezó y se encogió de hombros. Llevaba una camisa amarilla diferente, casi nueva. Se llevó la mano a la cara suavemente, explorando con los dedos. Después metió la mano en el bolsillo y sacó uno de sus doblados billetes de dólar. Intentó dármelo.

—No —repuse, mientras cerraba sus arrugados dedos sobre el billete.

—Por favor —sus viejos ojos, enrojecidos y húmedos, me rogaban que lo aceptara—. Lo hice porque ellos me dijeron que lo hiciese… —pero se atragantó con las palabras que iba a pronunciar y su voz sonó como el graznido de un cuervo. Se frotó la cara y cerró los ojos. Y entonces lo vi. En el contorno de su rostro, en su musculatura nudosa, en sus ojos y el gesto de su boca, vi que estaba soñando despierto. Levantó los brazos. Retrocedió. Se sentó en una silla y empezó a desmontar un objeto invisible que sostenía en el regazo. Después, se quedó quieto como una estatua y levantó la cabeza. Miró hacia un lado en una fuga de serenidad, listo para escuchar.

El beso

Nonette y yo estábamos sentadas en la glacial terraza acristalada, y esta vez ella también fumaba.

—Sólo hago esta cosa repugnante para que no me dé asco el hecho de que tú lo hagas —se justificó.

Me encogí de hombros y aspiré fuerte. Se mostraba beligerante de una forma mesurada que nadie tomaba muy en serio. Y había contado la historia de su violación por su primo, el eagle scout, a cada enfermera, cada auxiliar, cada médico y cada paciente disponible. Era sólo una manera de entablar conversación. Por supuesto, se suponía que en este lugar no importaba que la historia fuese verdadera o falsa, porque lo importante era su necesidad de contarla. A estas alturas yo ya había aprendido eso. Nonette vestía un traje negro de hombre, un traje de enterrador, con un bombín a lo Charlie Chaplin. Todo le quedaba demasiado grande y cómicamente masculino. Me quitó el cigarrillo de las manos y lo aplastó. Después, sin previo aviso, se acercó a mí y sujetó mi cara con la palma de su mano. Se inclinó hacia mí y me besó. Al principio no hubo nada ofensivo en ello; no se diferenciaba en nada de las otras veces en que había besado a alguien por primera vez. Era la misma turbación indecisa, la misma curiosidad. Sólo que en este caso se suponía que ella estaba loca, y se suponía que yo no, y éramos dos mujeres. O quizá Nonette sólo estaba angustiada, yo lo estaba algo menos, y ella pretendía ser un hombre. Fingía ser un hombre. O fingía que lo fingía.

Se recostó de nuevo en la silla, doblando una pierna y agarrándose la rodilla. Me escudriñó, pendiente de mi reacción. Me invadió de pronto una absoluta y electrizante vergüenza. Me puse cada vez más colorada y perdí el control. Me obligué a levantarme, y aun así me tambaleé con gran torpeza hasta la puerta de la galería acristalada que daba a la sala de hospitalización. Me seguía mirando, ahora con una sonrisa en los labios.

La verdad es que yo no sabía entonces que las mujeres pudiesen besar a otras mujeres de esa manera en otro lugar que no fuese París. No pensaba que eso pudiera ocurrir, ni había oído que pasara, en Dakota del Norte. Me había quedado anonadada ante aquella grata sorpresa.

Más tarde me ordenaron ir a echarle un ojo a Nonette. Se había ido a la cama, las mantas la cubrían hasta arriba y estaba totalmente vestida. Vislumbré sus zapatos asomando a los pies de la cama. La vista de las suelas de sus botas me llenó de lástima y alegría.

Entre las numerosas historias de amor e infortunio de mis tías y tíos, no había nada que pudiera guiarme en este caso. Un beso de otra muchacha me colocaba fuera del guión. Ninguno de los episodios familiares sentaba precedente. Ahora yo me hallaba en la historia de Anaïs. Un amor peligroso capaz de destruir. Al mismo tiempo, sentía tanto miedo por lo que aquel beso pudiera acarrear que preferí dedicarme a pensar sólo en la comida. Atiborré mi habitación de alimentos y no paré de comer ni un instante para no tener que pensar. Los paquetes de galletas cubrían las paredes. Los yogures de frutas se amontonaban en el espacio más fresco que había entre la ventana y la contraventana. Latas de refrescos. Tartas de fruta y cacahuetes, bolsas de manzanas. Hablaba por teléfono en el pasillo durante horas, fumando, localizando a mis compañeros de piso, amigos, incluso a Corwin, que se mostraba distante conmigo. No me importaba mucho. Lo mantenía al teléfono el mayor tiempo posible porque, cuando colgaba, no tenía adónde ir salvo a mi habitación, donde me aguardaba la comida. Mientras comía, podía concentrarme en lo que escribía o leía. Mis ojos recorrían las páginas al tiempo que mi mano iba de algún paquete de comida a mi boca. Aquello funcionaba durante las horas previas a la hora en que conseguía dormirme. No necesitaba reflexionar sobre lo que estaba haciendo, sobre lo que Nonette estaba haciendo, sobre por qué no podía pensar en ella y por qué no podía dejar de pensar en ella.

Un día a última hora de la mañana, después de acompañar a una paciente a la peluquería, cruzo sola los túneles humeantes de vuelta, cuando me la encuentro. Camina hacia mí sin acompañante.

—Tengo un pase —sonríe Nonette, y se detiene cuando nos hallamos frente a frente.

Estamos muy cerca la una de la otra y no hay nadie más en el subterráneo de paredes blancas, iluminado por tétricas bombillas, que se ramifica en numerosos y pequeños armarios y cuartos cerrados con llave llenos de escobas, fregonas y productos de limpieza. Su rostro parece limpio y luminoso; su cabello, una ondulación dorada bajo la escasa luz; sus ojos están tranquilos y muy abiertos, sin nada de maquillaje. Está preciosa, como un personaje de una película extranjera, una novela o un catálogo de ropa sofisticada y cara. Sus ojos tienen hoy un matiz verde; son dos cristales pulidos por el mar. Casi puedo sentir el sabor de su boca de lo cerca que está: rosa y fresca, con una fragancia a dentífrico. Lleva unos pantalones vaqueros, una sudadera blanca, zapatillas y calcetines de deporte. Yo visto mi uniforme blanco y barato de áspero tejido sintético, con pliegues y una cremallera frontal. Pone los dedos en la lengüeta de la cremallera a la altura de mi cuello. Se ríe.

—¿Llevas puesta una combinación?

Le cojo la muñeca con mi dedo pulgar en su pulso.

—Para, para —finge, pero su voz suena suave.

La sigo tras una esquina, giramos en un desvío y cruzamos una puerta hasta encontrarnos en medio de las tuberías, algunas envueltas en polvorientas vendas de amianto, y otras, unos suaves y ardientes conductos de cobre. Se me engancha la toca. Dejo que se caiga. Nos adentramos en un laberinto de tubos y agachamos la cabeza debajo del conducto más grande; bajamos los escalones de cemento que conducen al otro lado, a una especie de rellano totalmente cerrado. A nuestras espaldas se levanta una pared de ladrillos y baldosas que huele a tierra, a campos en verano cuando el sol aprieta tras un fuerte aguacero. El calor hace brotar ese aroma.

—Sentémonos —dice—. Me gustaría colocarte pero no llevo nada.

Sigo sujetándole la muñeca. Apenas hay sitio para estar de pie. Las tuberías, de diferentes tamaños y alineadas en paralelo, nos rozan la cabeza.

Nos sentamos a la vez. Estoy temblando, pero ella se muestra muy tranquila. En cualquier caso, no es como me lo imaginaba. Después del primer momento, no hay nada aterrador en besarla o tocarla. Es algo familiar, completamente familiar, mucho más que si estuviese acariciando a un chico al que no hubiera tocado nunca. Sólo que no dejo de temblar, estremecida, porque nuestros cuerpos son uno, y cuando la acaricio sé lo que está sintiendo al igual que ella lo sabe cuando me toca, de modo que resulta a la vez normal e insoportable. No nos desnudamos ni hacemos nada, sólo nos acariciamos los brazos, el cuello, las manos, y nos besamos. Su rostro arde por completo y es suave como los pétalos de una flor.

—Ya es suficiente —dice.

Debería regresar ahora y me seguiría. Si tardásemos un minuto más, nos echarían en falta. Mientras recorro el pasillo de paredes encaladas, atravesando las cinco puertas hasta llegar al pabellón, empiezo a imaginar cómo son las cosas de verdad. Me invento su historia. Mi imaginación se dispara. Nonette vino aquí en busca de ayuda y yo la estaba esperando. Ella estaba aquí por mí. Yo había venido sin saber que conocería a la persona que siempre había necesitado. Una semana, tal vez dos o tres, y se pondría bien. Me marcharía con ella.

—Nonette dice que has solicitado una salida acompañada —dice la señora L., sentada detrás de su mesa con las manos desplegadas sobre una pila de formularios.

—Sí —respondo, aunque no lo había hecho. Pero sonrío, alegrándome cada vez más con la idea. Una idea de Nonette.

—Nos gusta animar a nuestras auxiliares para que trabajen con los pacientes cuando están fuera de servicio y no veo qué hay de malo en ello, siempre y cuando sepas que la paciente ingresó aquí con verdaderos problemas.

—Lo sé. Hemos hablado de ellos.

—Bien.

La señora L. espera y me observa con demasiada atención. Se supone que no debo saber mucho del historial personal de cada paciente, no más de lo que el paciente quiera que sepa.

—Mire —explico—, me contó que su primo la forzó. Sé que llegó aquí fuera de control y sigo sin saber qué fue lo que desencadenó la crisis exactamente. No sé con qué se enfrenta en su casa, en la escuela o si volverá allí después. La cuestión es que Nonette me cae muy bien. No hago esto por lástima.

La señora L. se muerde el labio.

—Tus motivos son buenos, lo sé. Pero has de saber, de entender, que está tomando litio y le estamos ajustando la dosis. Es depresiva y luego tiene episodios maníacos.

—Sólo vamos a hacer una bandeja de galletas.

La señora L. esboza una sonrisa de aprobación y firma la autorización.

Hay una pequeña cocina en los sótanos de la residencia del personal: una sencilla habitación con un horno y algunos armarios, un frigorífico, una vieja mesa de madera pintada de blanco y seis sillas de plástico. Preparamos nuestras galletas favoritas. A ambas nos encantan las galletas de melaza, no demasiado cuajadas por dentro. Hacemos tres bandejas y las llevamos arriba, a mi habitación. Las galletas todavía están calientes cuando nos las comemos, migaja a migaja, sentadas en mi cama con los dedos manchados. Bebemos leche fría. Más tarde, nos desnudamos. No resulta nada extraño. La cama está abierta y los sauces de la colcha se encorvan sobre los riachuelos y los curvados puentes chinos. Nonette tiene los pechos pequeños, puntiagudos, con pezones redondos y firmes, ligeramente agrietados porque no lleva sujetador debajo de su camisa.

Le sujeto las caderas y se sienta a horcajadas sobre mí. Me lleva tal vez unos dos años y sabe mucho más que yo. Por ejemplo, cómo correrse sentada. Separa las piernas y me enseña con una cínica calma; después se inclina sobre mí mientras se corre y se echa a reír. Empezamos a reírnos de todo lo que nunca he hecho, y después lo hacemos. Me enseña cómo empezar poco a poco, suavemente, apenas rozándonos, de modo que cuando nos corramos sucederá una y otra vez y no tendrá fin entre nosotras. Justo antes de las nueve acompaño a Nonette de vuelta al hospital con una bolsa de galletas en la mano.

—¿Piensas en…? Ya sabes… —le pregunto al fin ante la puerta.

—¿Que si pienso en qué?

Nonette me mira, con un rostro inexpresivo y frío, y sonríe. Se parece cada vez más a una chica de un anuncio de esquí. Sana. Cuando se corrió esta tarde, me obligó a que la mirase a los ojos, rebosantes de una explosión de placer. Ahora tiene unos ojos de animadora que asustan.

—¿Que si pienso en qué? —repite.

Bajo la mirada y fijo los ojos en mis botas. «En lo que nos va a pasar». Llevo puestos unos vaqueros, un jersey y un abrigo. Visto como una persona normal. No contesto. Es una noche gélida y oscura, la nieve cruje al caer en ráfagas sobre el enorme patio cuadrado. Los árboles restallan toda la noche. Puedo oírlos: los altos y negros pinos. Me quedo ahí parada cuando Nonette entra en el hospital, mientras las puertas de acero y cristal se cierran tras ella con el sonido del chasquido metálico de los pestillos al juntarse de golpe, como si fuera el final de una película. Las cerraduras son automáticas, pero las compruebo en cuanto desaparece por el pasillo iluminado.

—La semana que viene me voy a casa —anuncia una mañana—. Mis padres han dado el visto bueno.

¿Sus padres? ¿Cómo es que no los he visto nunca? Una repentina ola de energía estalla en el centro de mi pecho, produciéndome una gran desazón. Doy palmas con las manos, apresuradamente, haciendo ruido para esquivar la horrible sensación que me invade, y después las agito en el aire para sacudir el dolor como si fueran gotas de agua.

Nonette me mira sonriente y mueve la cabeza.

—¿Estás bien?

Recobro el aliento y lo suelto despacio.

—¿Han venido a verte?

—Claro. Tú trabajas de día. Ellos vienen a cenar a la ciudad y me hacen una visita a última hora de la tarde.

—La semana que viene, la semana que viene…

Tuerzo la boca en una estúpida mueca y ella me dirige una mirada pícara a los ojos. ¡Guapísima! ¡Carismática! Me digo a mí misma que no está bien. Está más loca que yo si es capaz de negarlo. Debe de estarlo. Aparto la mirada y noto cómo mi pecho se inflama. Mis costillas brillan, ardientes, como las barras de una parrilla, y envían cálidos reflejos que se deslizan hasta mis pies. Mis pensamientos dan vueltas a una serie de disparatadas incertidumbres. «Si no estuviera loca, si yo lo estuviera, si esto no se saliese de lo normal, si no pudiese evitarse, si estuviera equivocada, si la gente pudiera entender, si esta cosa con ella fuese algo nuevo, la primera de muchas, si se marchara de aquí, si no significara nada, si yo no le importara en absoluto». Me alejo de ella. Tiene una cara preciosa y dulce, un rostro tierno y bonito. Un rostro americano. Lleva un jersey azul, una falda escocesa y calcetines hasta la rodilla: la ropa de catálogo del Medio Oeste ultranormal.

—¿Vendrás a visitarme?

Mi voz suena lastimosa.

—Claro, por supuesto.

Tengo un nudo en la garganta y me falta el aire. Hago un gran esfuerzo para tomar una buena y profunda inspiración. El aire duele mientras circula en mi interior. Fumo demasiado. No habla en serio, claro que no, ahora no, nunca. Formo parte de lo que ella cree que es su enfermedad, un síntoma del que piensa que está curada. Ella, en cambio, es lo que yo estaba buscando. Apenas puedo respirar de lo mucho que la deseo. Me alejo con las manos temblorosas enfundadas en la tela blanca y áspera de mis bolsillos. Sigo caminando y, sin fichar a la salida, recorro los pasillos del hospital, salgo por las puertas, cruzo el césped central cubierto de nieve, directamente hasta mi habitación.

La cama de Nonette

A la mañana siguiente, llamo para avisar de que estoy enferma, y al día siguiente también. Pasan dos días. No consigo llegar hasta el teléfono. A duras penas logro levantarme y arrastrarme hasta el cuarto de baño. En algún momento, clavo una nota en mi puerta. Olvido lo que he escrito. De vuelta a la cama, una especie de fuerza de gravedad me arrastra a un agujero negro que me mantiene acostada, o tal vez sea el miedo. Lo único que sé es que el aire resulta doloroso. Siento reflujos ácidos en mi cerebro. Mis pensamientos son todos flashbacks. Veo criaturas que se mueven por el paisaje chinesco de la colcha y la arrojo a una esquina de la habitación. Y hay dolor, cortinas grises que no consigo apartar. Aspiro dolor, expiro dolor y se me queda pegado dentro de mí como la brea y la nicotina de los cigarrillos, dificultando cada vez más mi respiración. Pasa una semana y la señora L. acude a mi puerta y llama:

—¿Puedo pasar? ¿Puedes contestar?

Lo intento. Abro la boca. No sale nada. Es una sensación tan extraña que me echo a reír. Pero mi risa no produce ningún sonido. Me quedo dormida otra vez, y duermo y duermo. La siguiente vez que me despierto, la señora L. se encuentra en mi habitación, sentada junto a mi cama, y emplea la voz que utiliza con los pacientes.

—Vamos a cambiarte de habitación —dice—. Hemos llamado a tu madre.

Así es como acabo en la cama de Nonette después de todo.

Estoy sentada en el agrietado sofá de skay verde de la sala de estar de los pacientes, con mis zapatos de enfermera puestos, sólo que ahora no los acompaña el uniforme sino unos vaqueros anchos y un jersey marrón muy holgado. He hablado por teléfono con mi madre y he intentado convencerla de que no se preocupe por mí, que sólo necesito descansar, que estoy bien y que volveré a la universidad a principios del siguiente trimestre. He firmado mi propio ingreso. Tengo diecinueve años y puedo hacerlo. Le he explicado a mi madre que aprovecharé este compromiso voluntario para darme un descanso, pero la verdad es que tengo miedo. Miedo de perder mi capacidad de observación, el yo que me decía lo que debía hacer. Mi conciencia es una lámina endeble, como el hielo recién formado. Cada mañana, cuando abro los ojos y experimento mi primer pensamiento, me invade una sensación de alivio. Mi yo sigue estando aquí. Si desapareciera, sólo quedaría gravedad. Había imanes debajo de la cama que retenían mi cuerpo en mi pequeño dormitorio rosa de auxiliar de enfermería. Aquí también hay imanes debajo de la cama, pero tienen un poder tranquilizador puesto que era la cama de Nonette y algo del feliz sosiego perdido de su piel, su pelo, su cuerpo entero contra el mío, permanece en el lecho junto al letargo y el dolor.

Warren entra en la sala de estar de los pacientes. Me descubre sentada en el sofá y se acerca con su pulcro y digno caminar. Se detiene ante mí. Además de su camisa amarilla, lleva una chaqueta color óxido y unos pantalones de lana gris. Hoy viste sus mejores galas. Quizá sea domingo. Lleva una estampada corbata de seda a rayas de color burdeos y una camisa con doble puño. En lugar de gemelos, me doy cuenta de que utiliza dos imperdibles.

—Deberías tener gemelos —mascullo.

—Me los cargaré a todos —responde.

—Cállate —contesto.

Permanezco en cama durante días y más días. No salgo de la cama. Ya no leo a Anaïs Nin: ya no puede ayudarme. He superado todo eso, y además ella me empujó a buscarme problemas al ofrecerme el insidioso paradigma de una vida que yo era incapaz de asimilar o seguir, puesto que soy demasiado anticuada, provinciana, católica y apegada a la reserva o a la familia. Ya no ansío la aventura. La idea de París es un lastre. Nunca veré el ábside de Notre-Dame ni visitaré el mercado de pájaros o comeré un croissant. El café que beba siempre será transparente, lo cual me parece muy bien, ya que estoy harta del inagotable café de aquí. No, será mejor que averigüe cuál es mi lugar en la vida. Así que permanezco acostada mientras procuro elucidarlo en mi mente.

Intento comenzar por el principio: mi familia. Cuando Joseph viene a verme, decido que debemos mostrarnos más sinceros el uno con el otro y recuperar la intensidad de nuestra relación, de modo que empiezo por contarle mi experiencia con las drogas y los días que pasé viendo reptiles.

—¿Qué especies? —pregunta. Está estudiando para ser biólogo.

—Bueno, pues las habituales. También vi cobras.

—Eso me sorprende.

—Y eran muy reales además.

—Me pregunto qué parte del cerebro alberga unos detalles alucinatorios tan precisos de algo que nunca has visto en la vida real.

—El cerebro reptil, imbécil.

—No pretendía ser insensible —comenta tras una pausa—. Yo también he tomado drogas.

—¿Qué?

—Marihuana. No me hizo gran cosa.

—Seguramente porque sería orégano.

—Saqué sobresaliente en botánica —me recuerda.

—Sacaste sobresaliente en todo. No me estás ayudando con mi depresión. Mira a tu alrededor, es una mierda, al contrario de lo que piensan los adeptos de los poetas suicidas. ¿Por qué no buscas algún remedio?

Joseph me mira pensativo, y luego desvía su atención hacia la gente que hay en la sala. Lucille, desaliñada, mira fijamente el suelo de linóleo; Warren anda de un lado para otro, y los demás, apagados y grises, continúan macilentos en su letargo. Al observar la sala con sus ojos, me siento de pronto muy agitada. Me había acostumbrado a formar parte de todo esto.

—Tú no eres uno de esos locos —dice entonces, atragantándose casi, un poco desesperado. Ahora me doy cuenta de que empieza a considerar la posibilidad de que me pase algo de verdad. Su compasión me destroza. Joseph me coge la mano con suavidad, lo cual es todavía peor. Que tu hermano te coja la mano. Es como si estuviera en mi lecho de muerte. Sacudo la mano, pero le doy una palmadita en la muñeca. Permanece sentado a mi lado durante mucho tiempo y no hablamos, y eso me da paz. Al cabo de un rato, vuelve a soliviantarse y me dice que se va a dedicar a la investigación sobre drogas. Le golpeo en el brazo lo más fuerte que puedo y me sonríe aliviado.

Mis padres vienen a verme todos los fines de semana. Lo único que hago cuando vienen es llorar, conmovida por su preocupación por mí, o quedarme dormida; y cuando se marchan, les echo de menos: mi padre, que dejó el banco porque sabía que no tenía estómago para denegar préstamos o ejecutar hipotecas como el viejo Murdo. Mi padre que coleccionaba sellos únicos, al igual que su tío Octave. Que marchó a la guerra y regresó por amor, dejó el dinero por amor; mi padre el profesor héroe.

Y también está mi madre, que quiere a Mooshum y lo mantiene a flote quitándole la botella y paseándolo por el patio o la carretera todos los días. Soy consciente de que sólo puedo pensar en ella en relación con otras personas, y me llena de dolor comprobar otra vez lo que debe de sentir al verme en este hospital. Intento pensar en algo que se refiera sólo a Clemence, como lo de mi padre y sus sellos, Joseph y las salamandras, Mooshum y sus historias, pero no se me ocurre nada.

Pienso en que crecí en la certeza del amor de mis padres y en que eso es algo excepcional, y cómo, dado que me quieren, mi depresión es enteramente culpa mía y vergonzosa. Pienso en cómo el pasado se diluye en los vivos: los Buckendorf, los otros Wildstrand, la familia Peace, todas esas personas cuyos antepasados se vieron envueltos en el linchamiento.

Pienso en todos los hombres que colgaron a Cuthbert, el tío abuelo de Corwin, a Asiginak y a Sendero Sagrado. Veo el cuerpo tenso de doble filo de Wildstrand y la silueta de Gostlin que se aleja golpeando su sombrero contra su pierna. Ahora que algunos de nosotros hemos mezclado en la primavera de nuestra existencia tanto la sangre de los culpables como la de las víctimas, ya resulta imposible desenredar la soga.

Pienso en Billy Peace, cuyos dóciles y abatidos seguidores incluían al menos a un Buckendorf y también a un Mantle. Alguno que otro de sus adeptos se materializaba de vez en cuando al lado de una persona en la tienda de ultramarinos, asombrado ante los pasillos repletos de alimentos. Algunos discípulos volvieron a mezclarse con gente de otro pueblo o de la reserva, logrando modestos empleos. La hora radiofónica de Billy se vio sustituida por otra voz. Las pequeñas octavillas que encontrábamos en las cabinas telefónicas de Pluto o Hoopdance, o tiradas en las papeleras, eran cada vez menos frecuentes, hasta terminar hechas jirones, apenas unos recuerdos de la existencia de Billy Peace, también desvanecidos y flotando tal vez en otra dimensión.

La luz se filtra por las ventanas metálicas con una suave ondulación. Mooshum me contó que los viejos cazadores de búfalos miraban bajo el manto de destrucción que cubría la tierra. En el límite de su hambruna, vieron levantarse la frágil corteza del comercio del hombre blanco, vieron la hierba verde bajo el trigo quemado, vieron a los búfalos, de nuevo tan numerosos como piojos, avanzando en grandes manadas, aplastando esa rica hierba bajo sus pezuñas. Al levantar la vista, vieron oscurecerse el cielo con pájaros que lo cubrían hasta tal punto que resultaba imposible distinguir un ave de otra. Volaban bajo, como un trueno. A veces tengo la impresión de que las palomas se ciernen sobre esta habitación. Por la noche, cuando no puedo dormir, oigo su aleteo.

Yo no soy nada, medio loca, medio drogada y medio chippewa. Pienso en Mooshum y Shamengwa, sentados hasta bien entrada la tarde. En la cama donde se acurrucó Nonette, tan cálida y dorada, veo la belleza de las mujeres que sujetan sus misales en latín y avanzan por los trigales con sus vestidos blancos, rezando para espantar a las palomas en una lengua antigua, extranjera y magistral. Pienso en la hermana Mary Anita Buckendorf, cuya pasión inspiradora debería haberme dado alguna pista entonces, y en Corwin Peace, quien también tuvo parte en todo esto. Pienso en ellos.

Quizá vuelva a casa y visite a la hermana Mary Anita. Podría ser una buena idea. Hablar con ese rostro monstruoso y dulce, decirle que he renunciado a la Iglesia pero que sigo teniendo visiones, a veces, del torbellino de su hábito cuando atrapaba la pelota con destreza y sacaba un pie calzado para mantener el equilibrio, o del chasquido de la lana negra en el aire y el remolino que se producía alrededor de sus tobillos cuando daba un pequeño salto para lanzar la bola al receptor.

El concierto

Un día Corwin viene a verme.

Estoy sorprendida, pero para nada incómoda. Ha sabido dónde encontrarme por mi tía, y se siente mal a causa de mis desesperadas llamadas telefónicas. Se acuerda del ácido que me dio y de cómo me encerré después en mi habitación durante varios días. Me cuenta que decidió hacerme una visita. Así que un día, mientras yo apago, indolente, un cigarrillo tras otro en una lata de café rellena de arena —hay seis o siete latas en la sala de estar de los pacientes, siempre repletas de colillas—, aparece de pronto Corwin. Viste un largo y negro guardapolvo de sheriff, aunque lleva puesta una extraña gorra de cazador de lana naranja, con el ala cayéndole sobre los ojos. Calza botas deportivas y lleva unos vaqueros de campana y una camiseta rota. Debajo del llamativo guardapolvo sujeta su nuevo violín.

—Siéntate.

Señalo con un nuevo cigarrillo recién encendido. Intento poner cara de aburrimiento, pero la verdad es que estoy muy emocionada. Corwin se sienta en un sillón de plástico y deja el violín sobre su regazo. Tiene un rostro alargado y hermoso, y los ojos negros y atormentados de los Peace. Lleva una barba rala de varios días. Una cola de caballo sobresale de la gorra y cae serpenteando por su espalda. Corwin siempre ha tenido unas exuberantes pestañas castañas y unas espectaculares cejas unidas. Es capaz de mirarte fijamente desde debajo de ese entrecejo de visón, como su madre. Tiene algo de lo que debió de tener su tío para atraer a tantos seguidores: un extraño magnetismo. Cuando sonríe, su dentadura torcida luce muy blanca. No fuma.

—Bueno —dice.

—Bueno —respondo.

Asentimos con la cabeza durante un tiempo, como dos sabios en una colina. Después, abre el estuche y saca el violín. Mientras lo afina, haciendo un ruido insólito, los pacientes van saliendo de sus habitaciones o llegan atraídos desde el fondo del pasillo. Las enfermeras se acercan desde sus puestos y se quedan de pie con los brazos cruzados, masticando chicle. Sus bocas se detienen en cuanto empieza a tocar, y algunos pacientes se sientan ahí mismo, donde estaban, un par de ellos directamente en el suelo, como si la música hubiese cercenado la sala como una guadaña. Tras esas primeras notas, la música toma cuerpo. Corwin toca una melodía lenta y hermosa que nubla los ojos de los oyentes. La boca de Lucille esboza una «O» mayúscula y se acurruca en sí misma. Warren se queda de pie, inmóvil y erguido. Otros se balancean y parecen a punto de llorar, pero la situación cambia rápidamente en cuanto Corwin acelera el ritmo e interpreta una animada giga que muestra cierto sentido del humor en su fraseo. En ese momento, Warren abandona la pared y empieza a dar vueltas por la habitación, cada vez más rápido. La música suena cadenciosa, casi entrecortada; es una giga del río Rojo. Y entonces sucede algo espantoso. Todos los sonidos se funden por un momento en las entrañas del violín y llenan la sala de angustia. Siento un nudo en la garganta. Me levanto de un salto. Nos invade una terrible inquietud. Warren se detiene y retrocede hasta pegar la espalda contra la pared. Pero Corwin extrae una nota del caos que tiene entre manos y la eleva más y más, hasta que se vuelve insoportable. Y en ese preciso momento, cuando está a punto de transformarse en un aullido, la música cambia una fracción de tono y se convierte en la más lúcida armonía.

Warren se desliza por la pared hasta el suelo, con la mano en el corazón como si hiciera un juramento. Su cabeza le cae sobre el pecho. Los demás también nos volvemos a sentar. La calma llueve sobre nosotros y una extraña paz colma nuestros estómagos y ralentiza nuestros corazones. La melodía prosigue de una manera punzante, hermosa e infinita. No sé cuánto dura. No sé cuándo acabará o si cesará alguna vez. Warren se ha desplomado. Una enfermera se acerca con paso lento y pesado para tomarle el pulso. El sonido del violín es lo único que existe en el mundo, y en esa partitura hay una lúgubre certeza: la música entiende y permanecerá ahí, aunque sigamos sufriendo o recobremos nuestro sano juicio, lo que también es doloroso. Soy diminuta. Soy plena. Nada importa. Las cosas son asombrosas e inmensas. Cuando la música se convierte ya sólo en reverberaciones, me levanto. La enfermera comprueba su reloj y frunce el ceño antes de mirar a Warren y de nuevo el reloj. Me aproximo a Corwin mientras guarda con mimo el violín en su estuche y cierra los pestillos. Miro a mi primo y me devuelve la mirada; bajo aquellas cejas, me dedica su sonrisa pícara y tímida y, con los labios fruncidos en un beso, me señala la puerta.

—No puedo irme de aquí —digo.

Y me marcho de aquel lugar.

Cuando abandoné el hospital con Corwin, me llevé el bolso de mano y mi diario y nada más. Dejé a Anaïs —todo el estuche con la obra completa— con mis anotaciones. En los márgenes donde ella describía edificios muy altos, yo añadía: «¿fálicos?». Y donde reseñaba cómo caía la luz una tarde en París: «¿impresionista?». Donde había amado a una mujer, interrogaciones, exclamaciones, marcas y estrellitas. Ignoraba si sería realmente capaz de abandonar el refugio del hospital, pero seguí caminando hasta que llegamos al coche de Corwin. Había perdido mucho peso y apenas hacía ejercicio, de modo que me sentía mareada y tuve que pedirle una vez que detuviese el coche para vomitar. Corwin vivía con mi tía y el juez Coutts, y decía que ambos habían cambiado su vida y le habían proporcionado seguridad en sí mismo. Cuando se mudó con ellos al principio, no había dejado del todo el consumo o el tráfico de drogas (por supuesto ninguno de los dos sabía nada de esto), pero cuando ingresé en el hospital psiquiátrico reflexionó sobre esa forma de comercio y decidió dejarlo definitivamente. Añadió que ya no se desviaba del camino recto, lo que me dio pie a decirle:

—Pues yo sí. Soy lesbiana.

Dijo que eso era imposible, que no me vestía como una tortillera.

—Tú qué sabrás.

Mantuvo que sí lo sabía, que había visto mucho mundo.

—Visten como yo, sí, sí.

Siguió conduciendo en silencio durante un rato largo.

—Siento de veras haberte dado ese ácido, tía —dijo—. ¿Te jodió, ya sabes, la cabeza?

—¿Quieres decir que si me hizo ser lesbiana?

Asintió.

—No lo creo.

El coche siguió avanzando. Nos habíamos visto colocados, enfermos y borrachos. Nos habíamos pegado en la escuela católica, de modo que el silencio entre nosotros resultaba cómodo, incluso un alivio. Miré por la ventanilla rajada: el mundo que bordeaba la carretera era hermoso. Algunos de los campos semejaban inmensos espejos de agua derretida. Una luz dorada centelleaba en la superficie pulida. Empecé a encontrarme mejor. Estar sentada en un coche con el chico cuyo nombre había escrito un millón de veces en mi cuerpo, y además con sangre, y contarle lo de Nonette y que se lo tomara con tanta calma borró parte del oscuro barniz de mis sentimientos.

—¿Conoces a alguna lesbiana de verdad? —pregunté.

—A ninguna con quien poder hablar —respondió. Y tras una pausa, añadió—: Ni tampoco a ninguna a quien presentarte, si es eso lo que pretendes.

Un progresivo sonrojo me subía por la clavícula.

—Oye —dijo Corwin al cabo de un rato—, no tienes por qué hacer nada con todo eso ahora mismo. Tranquila.

No respondí, pero me vino bien pensar que no tenía por qué salir corriendo del armario y hacer algo respecto a mi lesbianismo. Podía convivir con ello e irme acostumbrando durante el tiempo que quisiera. Nadie podía darse cuenta sólo con mirarme. Tenía más o menos el mismo aspecto de antes, sólo que más débil. Y una mirada triste. Lo sabía porque mi madre había dicho que mi tristeza la hacía llorar. Pero estar sentada en el coche sabiendo que se advertía mi abatimiento me puso conscientemente triste, aunque en realidad no era tristeza.

Cuando alcanzamos la reserva, reparé en que las zanjas estaban ardiendo. Habían prendido fuego para eliminar los rastrojos de la primavera y el tenue humo planeaba sobre la carretera en una incesante nube. Después de que Corwin me dejara en casa, me senté fuera con Mooshum, bebiendo agua fresca en latas grandes. Al cabo de un rato pensé que me pondría bien. Había algo en esas latas, tal vez el metal galvanizado, que le daba un rico sabor al agua.

Mientras el sol se ponía, la luz fue filtrándose a través del humo tiñendo el aire que nos rodeaba, hasta el oeste, de un dorado anaranjado. Un extraño e inquietante resplandor empezó a trepar sigilosamente por los troncos de los árboles y las paredes de las casas. Mooshum y yo observamos la escena hasta que la luz empezó a desvanecerse. El aire se volvió fresco y azul. Hacía mucho frío, pero permanecimos sentados ahí hasta que la oscuridad perfiló un ribete negro y mi madre se asomó a la puerta.

—Vosotros dos, entrad en casa —dijo con voz suave.

Caminando por el aire

Unos días más tarde llamaba al timbre del convento de Saint Joseph. Un perro había arañado tantas veces unos sesenta centímetros de la puerta para entrar que había dejado estrías blancas en la madera. Esperé, volví a llamar al timbre y escuché un sordo tintineo en el interior. A continuación, sonaron unos pasos firmes y entonces Mary Anita abrió la puerta. Ya no vestía el estricto hábito negro, sino ropa de calle. Ropa de monja: un jersey ancho de color crema y una falda larga, acampanada y azul. Flexibles zapatos de cordones en lugar de botas de monja. Me llamó la atención su cabello: castaño oscuro con algunos rizos y mechas canas, fuerte y hermoso, aunque lo llevaba muy corto. Me escudriñó detenidamente. Sus ojos flaquearon, tal vez, y pestañeó detrás de sus gafas redondas. Después se las quitó y abrió la puerta.

—¡Evelina Harp!

Su imponente rostro se iluminó, pero sus ojos no se inmutaron. Me invitó a pasar con un gesto y entré tras limpiar con cuidado los zapatos en el rugoso felpudo. Las paredes tenían un tono tostado muy relajante y todo el lugar olía a limpio, como si allí no hubiera cosas viejas o inútiles. La seguí hasta un pequeño recibidor, en el que había un sofá y un sillón con una caja de pañuelos desechables en equilibrio sobre el brazo. En la pared destacaba un arreglo de flores secas en una cesta de mimbre roja. Un crucifijo colgaba encima del televisor. Me dijo que se alegraba de verme y me pidió que me sentara. Ahora parecía mucho más alta y el peso de su mandíbula había tirado de su cara hacia abajo y cambiado el ángulo de su cuello, de modo que se encorvó para observarme por debajo de sus delicadas cejas, dando a su mirada una gravedad penetrante.

Permanecimos en un silencio incómodo y después me preguntó cómo estaba.

—No muy bien —respondí.

Se produjo un nuevo silencio, esta vez más largo, y me arrepentí de haber ido.

—¿Qué ocurre?

Su mirada era dulce y se quedó un largo rato observándome. Se alegraba mucho de mi visita —podía darme cuenta de ello—, y ahora estaba preocupada por mí, una oveja de su innumerable rebaño. No tenía fuerzas para contarle la verdad, así que dije otra cosa.

—He estado pensando en hacerme monja.

—¡Vaya!

Aplaudió con sus manos lechosas. Tenía la piel pura y limpia, casi transparente. Una alegría aterradora manó de ella antes de apagarse.

—Sería magnífico que tuvieses vocación —dijo con voz vacilante.

—Lo estoy pensando muy en serio.

—¿De veras?

Replegó las manos como las alas de un pájaro. Ambas miramos sus manos, y me acordé del Espíritu Santo, la paloma que se disponía a dormir, silenciosa e inmaculada.

—Creo que no —dijo de pronto, levantando la vista hacia mis ojos—. La verdad, no te veo en el convento —prosiguió suavemente—. ¿Has tenido alguna experiencia especial que te gustaría compartir conmigo?

Sonreí, atónita, sin tener la menor idea de lo que iba a salir de mi boca.

—He estado ingresada en un hospital psiquiátrico.

Me miró con severidad cuando dije eso, pero cuando sonreí se echó a reír, con ese tintineo musical que llamaba la atención a la gente.

—Sí, sí… ¿Estás curada?

—Supongo que sí —hice una pausa, ahora menos incómoda—. Puede que tenga razón acerca del convento. El problema es que ya no creo en Dios.

Entrecerró los ojos por debajo de sus suaves cejas. Su mirada, aunque fuera tranquila y neutral, me puso nerviosa.

—A veces yo tampoco —dijo—. Es más difícil cuando no crees.

—Me imaginaba que usted, quiero decir, de todas las personas…

—No —aseguró—. No tengo una fe firme.

—Entonces el motivo por el que se hizo monja… —hablaba ahora en voz baja. Pensé que tal vez la estaba presionando demasiado, pero quería saber— ¿es porque es una Buckendorf? ¿Porque un Buckendorf colgó al tío abuelo de Corwin?

Ocultó su reacción detrás de una mano alzada y tardó en contestar.

—¿Para vivir mi vida expiando el pecado de otro? —dijo al fin, con un hilo de voz rasgada—. No habría tenido fuerzas para eso. Pero, por otro lado, es indudable que el linchamiento tuvo algo que ver con mi decisión: el hacerme mayor y descubrirlo. Saber que uno podría ser capaz de algo así.

—¿Podría ser?

—Cualquiera, quizá. Mi padre decía que su abuelo era muy bueno, el más cariñoso de los hombres. Y sin embargo siempre supo que había sido uno de los hombres que tomaron parte en el linchamiento. Mi padre era incapaz de imaginarle en esa situación. Un par de veces dijo que hablaba de ello. Hablaba de tu abuelo.

—¿Mooshum?

Me incliné hacia delante y esperé, pero la mujer titubeó.

—No estoy segura…, pero tú has preguntado. Quieres saber —sus lúcidos ojos me escudriñaron—. Está bien, querida, te lo contaré. Tengo entendido que tu abuelo solía beber en aquella época. Tu Mooshum le dijo a Eugene Wildstrand que él y los demás habían estado en la granja. Mooshum le contó cómo habían encontrado a esa pobre familia.

De pronto, ya no pude mirarla a la cara. Sólo podía ver a Mooshum. Sentí un rubor brotando de lo más hondo de mi ser, un fogonazo de angustia absoluta.

—Tenía que estar completamente borracho para hacer eso —dije.

En ningún momento en el relato de los hechos Mooshum se había hecho responsable. Jamás confesó que había sido él quien había traicionado a los demás, y sin embargo enseguida supe que era verdad. Por eso los demás no le dirigieron la palabra en el carromato. Ésa fue la razón por la que cortaron la soga antes de que muriera.

Aunque sabía que Mary Anita decía la verdad, no podía evitar discutírselo y levanté la voz.

—¡Si le pusieron una soga al cuello! Casi se muere. Le intentaron colgar a él también.

Mary Anita movió las manos con nerviosismo.

—Sí, querida. Wildstrand cortó la soga en el último momento, sí. Por lo que me han contado, no obstante, nunca tuvieron intención de matarle. Pretendían aterrorizarle, para intimidarle. Un falso ahorcamiento lo consigue.

La hermana Mary Anita se tocó suavemente la barbilla con los nudillos, luego miró por encima de mi cabeza, al crucifijo, pensé yo. Miraba la cesta de mimbre con flores secas —rubdequias, pequeños capullos pardos de equinácea angustifolia, coloradas castillejas y espadañas—, todas recogidas recientemente de las zanjas y los prados.

—El muchacho tejió esa cesta —dijo Mary Anita.

Me levanté, crucé la habitación y examiné la cesta: las varitas, firmes y viejas, estaban más espaciadas que en las cestas de mejor factura, y un poco flojas; estaban entrelazadas con holgura y un diseño irregular. Era una cesta que podía haber hecho un niño. La hermana Mary Anita salió de la habitación arrastrando los pies por el suelo con inseguridad, y mientras estuvo fuera me senté, me incliné y hundí la cabeza entre mis manos. Mooshum. Cuando volvió, llevaba una bolsa de papel marrón con la parte de arriba doblada. No se sentó y, cuando me levanté para coger la bolsa en mis brazos, me di cuenta de que estaba cansada y quería que me marchara. En la puerta, recordó:

—Rezaré por tu vocación —dijo—. Y por tu salud mental también —se animó y se atrevió con una pequeña broma—. No son términos excluyentes.

Volví andando colina abajo hasta casa. Joseph y yo todavía conservábamos nuestras diminutas alcobas, aunque la suya estaba ahora llena de todas sus cosas además de la costura de nuestra madre. Mooshum seguía durmiendo en la pequeña despensa que daba a la cocina. Me fui a mi habitación, me senté en la cama, abrí la bolsa de papel y miré en su interior. Había un par de botas sin cordones, con las lengüetas colgando, el cuero oscuro y curtido por los años. Saqué las botas de la bolsa y las abracé. Sabía que si cogía una y le daba la vuelta para ver la suela, descubriría una cruz clavada.

Al entrar en casa, había despertado a Mooshum y ahora oía sus inseguros pasos de anciano cruzando el pasillo hasta mi habitación. No había nadie más en casa.

—¿Quieres jugar a las cartas? —preguntó, asomándose a la puerta.

Me di la vuelta sujetando las botas, una en cada mano. Mooshum me dirigió una mirada extraña, perplejo ante mi actitud. Pasó los dedos por su pelo desgreñado y se tocó la rala barba de varios días, blanca sobre su piel, pero por supuesto no reconoció las botas de Sendero Sagrado.

—¿Evey?

Agité las botas ante sus ojos. Ladeó la cabeza, abrió la mano con sus largos dedos y cogió las botas cuando se las arrojé.

—Dales la vuelta —dije.

Obedeció y, mientras examinaba las suelas, se inclinó levemente hacia delante, como si se hubiesen vuelto muy pesadas. Dio media vuelta en silencio y se alejó por el pasillo hasta el sofá, donde se dejó caer con las botas todavía en las manos. Pensé que quizá le había matado. Pero miraba hacia la pared con el ceño fruncido. Me senté a su lado en los cojines llenos de bultos. Con mucho cuidado dejó las botas entre los dos.

Al cabo de un tiempo habló.

—Perdí el conocimiento enseguida, así que no sé cuándo me cortaron la soga. No sé cuánto tiempo permanecí allí en el suelo. Cuando volví en mí, alcé la mirada y ahí estaban esas malditas botas con las malditas cruces, caminando. El muchacho seguía caminando, por el aire.

—Le dejaron balanceándose ahí, asfixiándose hasta morir, sin dejar de mirarle.

Mooshum se encogió de hombros y se llevó las manos a los ojos.

Me invadió una sensación de mareo. Me levanté de golpe.

—Sólo quedaste tú —dije.

Tawpway —asintió Mooshum, resentido—, y ahora tú también me has matado un poco. Estoy demasiado enfermo para mirar esas viejas botas y pensar en Sendero Sagrado.

—¡Fuiste tú quien se fue de la lengua!

Hurgó en sus bolsillos, sacó su pañuelo sucio y arrugado e intentó dármelo. Lo rechacé.

—Me mantuve sobrio durante mucho tiempo después de aquello, vaya…

Bajamos la vista sobre las botas zarrapastrosas.

Al cabo de un rato, Mooshum las recogió y me pidió que le llevase a un lugar. Cogí las llaves y le ayudé a salir de casa y subir al coche.

—¿Adónde voy?

—Al árbol.

Sabía dónde se hallaba el árbol. Todo el mundo sabía dónde estaba el árbol; seguía creciendo en las tierras de Marn, donde solían vivir los seguidores de Billy Peace. La gente había dejado de acudir allí durante un tiempo, pero habían empezado a volver ahora que los adeptos se habían esfumado. El árbol ocupaba el rincón más al noroeste del terreno y siempre estaba repleto de pájaros. Mooshum y yo recorrimos los kilómetros en silencio; después aparcamos el coche en un desvío para tractores. Cuando cerramos las puertas del coche dando un portazo, miles de aves levantaron el vuelo a la vez. El sonido reverberó como un arco al ser disparado. Volaron como flechas y desaparecieron, engullidas por el aire.

Caminamos por la hierba polvorienta y aplastada por el invierno hasta llegar a la sombra del árbol. Solo en el campo, el árbol atrapaba la luz de todos los puntos cardinales y había crecido extendiendo sus ramas como los gráciles brazos de un candelabro. De las ramas colgaban nuevas banderas de oración, rojas, verdes, azules y blancas. El sol brillaba bajo en el cielo, tiñendo de oro las ramas, y ya brotaban las primeras hojas verdes.

Mooshum ató los cordones y me tendió las botas. Las lancé al aire. Necesité tres lanzamientos para engancharlas en una rama.

—Esto es sentimentalismo y no justicia —le dije.

La verdad es que, durante todo el trayecto hasta allí, había estado pensando en pronunciar esas palabras.

Mooshum asintió con la cabeza, escrutando la fina película verde de las ramitas negras, y parpadeó.

Awee, hija. Las palomas siguen ahí arriba.

Alcé la vista y no tuve nada que decir sobre las palomas, pero odié el suave vaivén de aquellas botas.