Pocos son los hombres que saben envejecer. Shamengwa era uno de ellos. Incluso si Geraldine no hubiese sido su sobrina, yo habría ido a visitar a Shamengwa. Le admiraba y le estudiaba. Pensaba que me gustaría envejecer como él, con cierto estilo. Al margen de su brazo, era un anciano con una increíble buena planta. Cualquiera podía darse cuenta de que había sido un hombre apuesto; todavía lucía un cuerpo esbelto, garboso y de mediana estatura. Su rostro fino estaba coronado por una asombrosa y espesa cabellera, de la que se sentía muy orgulloso y que recortaba y peinaba con esmero cada pocas semanas a manos de Geraldine, quien seguía acudiendo desde la casa de su familia sólo para ese cometido.
Era un hombre atractivo, desde luego, pero también había algo más. Shamengwa era refinado y seguía unos rigurosos hábitos de higiene. Se arreglaba pulcramente cada día para enfrentarse a la vida. En nuestra reserva, se habla la lengua ojibwe en varios dialectos, junto con el cree y el michif —una mezcla de los tres—. Owehzhee es uno de los términos que describe la forma en que los hombres nos acicalamos: nos lavamos a conciencia, nos restregamos bien, nos depilamos cualquier pelo que esté fuera de su sitio, nos cepillamos cada diente uno por uno, nos dibujamos una raya precisa en el pelo y, en estos días, marcamos una buena arruga en la parte delantera de nuestros vaqueros, para demostrar que, por mucho que el Gobierno haya intentado destruir nuestra hombría por todos los medios, somos invencibles. Owehzhee. Todavía tenemos buen aspecto y lo sabemos. Nunca se vio al anciano desaliñado pero, aun así, había algo más.
Tocaba el violín. ¡Cómo tocaba el violín! A pesar de tener un brazo tan torcido y desfigurado que había que arreglar sus camisas y ajustarlas con alfileres en ese lado para acomodarlas a su silueta retorcida, mostraba una gran agilidad con ese brazo, incluso cierta fuerza. Con la ayuda de un pañuelo de seda blanca, que prefería utilizar a cualquier trapo viejo, Shamengwa se ataba el codo, desde que era muy joven, en una postura que le permitiera mover por las cuerdas del violín la elegante mano y los finos dedos al extremo del brazo tullido. Con el otro brazo, movía el arco.
En este punto tengo problemas con las palabras. Cuando Shamengwa tocaba el violín, el interior se transformaba en el exterior. Sin embargo, el cambio de interior a exterior no lo dice todo. La música era más que música, al menos la que estamos acostumbrados a escuchar. La música era puro sentimiento. El sonido conectaba al instante con algo profundo y alegre: aquellos poderosos fogonazos de verdadera sabiduría que se nos brindan para sobrellevar la vida cotidiana. La música ocultaba también el fondo de nuestros miedos. Las cosas que habíamos vivido y que no queríamos que volviesen a ocurrir. Las fantasías hechas añicos, los anhelos inconfesables, el miedo y los placeres inauditos. No, no se puede vivir en ese acorde. Pero de vez en cuando algo se quiebra como el hielo y nos arrastra al río de nuestra existencia. Nos volvemos conscientes. Y esa toma de conciencia se incardinaba, de alguna manera, en la música, o en la manera en que Shamengwa la interpretaba.
En consecuencia, Shamengwa no siempre era bienvenido a las fiestas. La salvaje alegría que despertaban sus gigas y bailes escoceses arrojaba de pronto a la gente contra las rocas de sus peores recuerdos y las personas acababan aturdidas, confusas y llorando sobre sus cervezas. Suele pasar: a veces las emociones de la gente se vuelven en su contra. En algunas ocasiones, Geraldine le llevaba en coche a conciertos de violín o a lugares donde podía tocar en escenarios más apropiados para un recital. Era famoso. Incluso había ganado premios, algunos trofeos baratos obtenidos en concursos locales o del Estado: placas grabadas y pequeñas copas de hojalata colocadas sobre un pedestal de plástico. Guardaba estos galardones en su casa, apartados de los demás objetos. Los había puesto en una balda triangular de madera colgada en lo alto de un rincón. Nunca les limpiaba el polvo. Cuando su sobrina nieta, la hija de Clemence, era pequeña, le pidió que los bajara para poder jugar con ellos. Se hicieron pedazos y tuvo que pegar los trozos, o quedaron al descubierto zonas oxidadas en la pintura dorada. Le daba igual. Sin embargo, su violín era la niña de sus ojos.
Trataba a su violín con la misma devoción que dedicamos a nuestros tambores, a los que consideramos seres vivos y a los que debemos brindar comida, agua, protección y amor. Poseen sus propias canciones, que son reveladas a sus dueños mientras duermen, y debemos vestirlos según su personalidad, con un ribete adornado con cuentas y cintas y delicadas pinturas. Lo mismo ocurría con el violín que pertenecía a Shamengwa. Mimaba su instrumento, lo limpiaba con cariño con un suave pañuelo de algodón, lo guardaba en un armario donde había quitado dos estantes, lo depositaba todas las noches en un estuche hecho a medida, una funda de cuero que mantenía siempre bien lustrosa al igual que sus zapatos. El estuche tenía un forro de terciopelo que, con el paso del tiempo, se había descolorido y había perdido su intensa tonalidad carmesí para mostrar un veteado y aguado tono morado. Yo no entiendo de violines, pero se decía que el suyo era excepcionalmente hermoso; su sonido, desde luego, era humano y de exquisita factura. Por regla general, se sabía que su violín era antiguo y muy valioso. Por ello, cuando una mañana Geraldine fue a cortar el pelo a su tío y descubrió a Shamengwa todavía acostado y con los pies atados a la cama, levantó la mirada hacia el armario mientras le desataba y no le sorprendió descubrir que el cerrojo estaba roto y el violín había desaparecido.
Siempre termino enterándome de las cosas por lo que se comenta en los tribunales o entre la policía tribal. Chismorreos, rumores, maledicencias, estupideces o simplemente informaciones erróneas. Siempre aguzo el oído e incluso tomo notas de lo que oigo por ahí. A veces no es cierto o resulta exagerado, pero en otras ocasiones igual de numerosas contiene una semilla de verdad útil. Por ejemplo, en este caso, el nombre de Corwin Peace estaba en boca de todos, aunque no existiese prueba alguna de que hubiera cometido el robo.
Corwin era una de esas personas con las que me encontraba a todas horas. Por supuesto, conocía sus orígenes más de lo deseable. Supongo que habría sido un milagro que el muchacho saliera bien. Era un mal bicho que sólo esperaba ir de mal en peor. Un error, pero un error que intentábamos reparar una y otra vez debido a su extrema juventud. Algunos lo consideraban carente de cualquier cualidad que compensara sus defectos. Un sociópata. Un caso límite. Un avezado manipulador, peligroso por haber abusado de las drogas desde el día en que abandonó sus estudios. Otros sentían lástima por él o culpaban de su conducta al espectacular delito cometido por su padre o al consiguiente alcoholismo de su madre. Aun así, quedaban unos pocos que veían en él algo que se podía salvar, tal vez la idea más peligrosa de todas. Era un traficante de poca monta con un coche que conducía borracho y una sucesión interminable de novias. Por desgracia, era muy guapo, con los rasgos típicos de un modelo de Edward Curtis, aunque la mala vida ya le empezaba a pasar factura y se le notaba algo abotargado.
Las drogas siguen ahora las antiguas rutas del comercio de pieles, y donde antaño Corwin habría viajado sentado sobre una paca de pieles de búfalo o castor, cantando canciones de viajes a las chirriantes ruedas de una carreta de bueyes, hoy conducía un destartalado Chevrolet Nova al que le faltaban los tapacubos y que arrastraba la parte de atrás. Conducía a toda velocidad y drogado hasta las cejas, pero muy pocas veces le pillaban porque solía viajar a horas estrambóticas para hacer sus trapicheos; salía zumbando hacia Minneapolis y recorría el camino de vuelta en la misma noche. Conducía sin carné porque se lo habían retirado, y siempre andaba buscando dinero, timando a la gente, apostando, jugando al billar e incluso trabajando muy de vez en cuando en un empleo que le horrorizaba y le situaba detrás de una barra friendo tiras de pollo chinas. Yo seguía de cerca la pista de Corwin porque todo parecía indicar que estaba predestinado, desde el principio, a ser testigo del descenso a los infiernos de su vida. Quería asegurarme de que si tenía que encerrarle, podría hacerlo y dormir con la conciencia tranquila esa misma noche. Aunque nadie hubiese visto nunca el violín en sus manos, y habiendo incautado su coche, la policía no lo perdía de vista porque estaba segura de que al final mostraría sus cartas e intentaría vender el instrumento.
Los días pasaron; Corwin mantuvo un perfil bajo y retomó su puesto en el restaurante. Seguramente sabía que le vigilaban porque hizo uno de esos intentos por enderezar su vida que animaban a todos sus potenciales salvadores. Se enderezó, se mantuvo sobrio, hizo gala de sus mejores modales y, cuando se le preguntaba, se mostraba convincentemente optimista respecto a su futuro e indulgente con sus errores.
—Soy un gilipollas —admitió—. Pero nunca he caído tan bajo como para quitarle el violín al viejo.
Aunque lo había hecho, claro. Sólo que no sabíamos dónde podía tenerlo escondido o si, en última instancia, tendría la suficiente sensatez como para llevarlo a un anticuario o a una tienda de instrumentos musicales en alguna ciudad. Mientras esperábamos a que moviera ficha, ahí estaba el anciano, que rápidamente empezó a decaer. No me había dado cuenta de lo mucho que me gustaba oírle tocar: a veces fuera, en el césped lleno de maleza del patio trasero al atardecer, a veces sólo para un grupo de personas que se reunían en la casa de Clemence y Edward. No es que le oyera más de una o dos veces al mes, pero, al igual que muchos otros, descubrí que dependía de su música. Al cabo de varias semanas, se abrió en mí una grieta de tristeza y sufría con un sorprendente desgarro la pérdida de Shamengwa, que compartía sinceramente, de tal modo que tenía que ir a buscarle para sentarme a su lado, como si llorar juntos la ausencia de su música pudiera ayudar. Además quería saber si, en el caso de que no apareciera el violín, podríamos hacer una colecta para comprarle uno nuevo, tal vez incluso mejor. No me atrevía a preguntárselo, como si mi ofrecimiento fuera un acto egoísta. No lo sabía. Así que una tarde me senté en la pequeña sala de estar de Shamengwa e intenté buscar una oportunidad para planteárselo.
—Por supuesto —empecé—, creemos saber quién se llevó tu violín. Lo tenemos vigilado.
Shamengwa se peinó el pelo hacia atrás con su mano elegante y dijo, como había repetido tantas veces:
—Me quedé dormido todo el maldito rato.
Por desgracia, al intentar liberarse de la cama, se había caído de costado. Se había arañado la mejilla y el globo ocular de ese lado de la cara presentaba todavía un rojo furioso. Se movía con lentitud, con movimientos entumecidos y dolientes: la rigidez de un anciano. Le llevaba mucho tiempo enderezarse del todo cuando intentaba ponerse de pie.
—No te levantes. Yo prepararé el té.
Geraldine se mostraba cariñosa y práctica. Nadie discutía nunca con ella. Shamengwa volvió a sentarse pausadamente en una mecedora acolchada de color marrón. Me miró, o más bien miró más allá de mí. Muy pronto comprendí que, aunque hablara despacio y respondiera a las preguntas, no estaba del todo pendiente de la conversación. De hecho, sólo estaba medio presente, y ligeramente despeinado e irascible también, algo desconocido en él. Tenía la camisa mal abrochada, con los cuadros torcidos, y no se había afeitado la pelusilla de la barbilla esa mañana. La barba cana de varios días destacaba sobre su piel. Tenía el aliento agrio y no parecía nada contento de que hubiese ido a verle.
Permanecimos sentados en un desafiante silencio hasta que Geraldine trajo dos humeantes tazas de té bien cargado y azucarado y fue a por otra para ella. La mano de Shamengwa tembló al levantar la taza, pero se bebió el té. Su rostro se relajó un poco y decidí que no habría mejor momento para exponerle mi idea.
—Tío —dije—, nos gustaría comprarte un nuevo violín.
Shamengwa tomó otro sorbo de té, no dijo nada, pero dejó la taza y cruzó las manos sobre el regazo. Miró más allá de mí y frunció el ceño, pensativo. No parecía una buena señal.
—¿No le gustaría tener un nuevo violín? —apelé a Geraldine.
Negó con la cabeza, como si estuviera a la vez molesta conmigo y exasperada con su tío. Permanecimos en silencio. No sabía qué hacer. Shamengwa había cerrado los ojos. Se había recostado en la mecedora, pero no dormía. Pensé que tal vez intentaba deshacerse de mí. Pero yo era testarudo y no quería marcharme. Quería oír de nuevo la música de Shamengwa.
—Ay, cuéntaselo, tío —dijo Geraldine al fin.
Shamengwa se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza sobre las manos, como si estuviera rezando.
Entonces me relajé y comprendí que estaba a punto de escuchar algo. Era el sobrecogedor momento de recogimiento antes de perder la compostura que yo tan bien conocía, justo antes de que el testigo se venga abajo y la verdad salga a la luz y por fin se escuchen las palabras nunca dichas. Estoy familiarizado con ello y, aunque en este caso no se tratara exactamente de una confesión, resultó ser una historia poco conocida en la reserva. Shamengwa había tenido ese violín durante tanto tiempo que nadie sabía, o no recordaba al menos, un tiempo en que hubiera estado sin él. Pero en realidad hubo dos violines en su vida: el de su padre, que había tocado de niño, y luego otro, que llegó hasta él a través de un sueño.
El primer violín
Mi madre perdió a un varón cuando yo apenas tenía cuatro años —contó Shamengwa—, y fue esa pérdida lo que llevó a mi madre a volcarse en la iglesia. Antes, recuerdo a mi padre tocando antiguas canciones francesas, música tradicional escocesa y gigas, pero después de la muerte del bebé mi madre le obligó a que dejara el violín y tomara la comunión. Nos mudamos por un tiempo de nuestra parcela asignada y vivimos aquí. Pero en aquellos tiempos todavía nos rodeaban árboles y matorrales. No había casas al oeste. No se contaba con que fuéramos a vivir al asentamiento, y llevábamos nuestros caballos a pastar donde se halla ahora el Dairy Queen. De la misma pena, mi madre se tornó adusta y muy estricta tanto con mi padre como con mi hermano, mi hermana y conmigo. Nuestro hermano mayor, o medio hermano, ya se había marchado de casa. Salió fuera de su alcance y se hizo cura. Nosotros comprendíamos por qué se regía por normas tan extrañas y obedecíamos sin rechistar, pero todos creíamos que se suavizaría en cuanto pasara el primer año de duelo. Donde antes había un hogar alegre, que a la gente le gustaba visitar, ahora todo era silencio. Nada de vino ni música. Hablábamos en voz baja porque, según mi madre, nuestro ruido le hacía daño, y mi padre, antaño un hombre muy divertido al que le encantaba bailar, dejó de reír o gastar bromas. Yo también echaba de menos al bebé. Lo habíamos enterrado en un cementerio católico, debajo de una pequeña y redondeada lápida blanca, donde descansa hasta el día de hoy.
No creo que mi madre tuviera intención de que las cosas fueran de aquella manera, pero mi padre y ella ya lo habían perdido todo una vez, y el dolor que sentía ahora estaba por encima de sus fuerzas. Como si su corazón también estuviera enterrado bajo esa lápida, se volvió insensible y se fue distanciando de nosotros, sumida en su propia tristeza. Ahora que soy un hombre viejo y conozco los caminos del sufrimiento, comprendo que mi madre sintió demasiado, amó demasiado y tuvo miedo de perdernos del mismo modo que había perdido a nuestro hermanito. Pero un niño pequeño no es consciente de estas cosas. A mí sólo me parecía que, junto con el bebé, había perdido su amor. Sus fuertes abrazos, sus besos, el olor a jabón de su cara, su voz tranquilizándome: todo eso se había acabado. Ahora era como una estatua en una iglesia. De vez en cuando, la encontrábamos en la cocina, de pie, inmóvil, mirando fijamente a través de la pared. Al principio, le tocábamos la ropa y le acariciábamos las manos. Mi padre la besaba, le susurraba algo al oído con cariño, le peinaba su pelo corto: era una mujer de pura raza y, según mandaba la tradición, se había cortado el pelo en señal de duelo. Su cabello presentaba ahora una gruesa maraña alrededor de su cabeza. Después, cuando ya nos habíamos dado por vencidos, sólo la rodeábamos como si fuera un tocón. El primogénito, mi medio hermano, venía a visitarnos. Se llevó a mi otro hermano con él para servir a Dios durante las misas. La casa se tornó silenciosa; mi hermana se hizo cargo de la cocina y mi padre se volvió retraído y hosco; poco a poco fuimos aceptando que la alegre y cariñosa madre que habíamos conocido ya no regresaría jamás. Si la mujer quería pasarse el día entero sentada en la oscuridad, la dejábamos. Ya no intentábamos sacarla de su ensimismamiento. Pasaba cada vez más tiempo en la iglesia. Asistía a la misa de la mañana y permanecía allí, sujetando en la mano derecha su rosario de plata y marfil, mientras su mano izquierda iba desgastando las cuentas hasta que estuve convencido de que acabarían por desaparecer entre sus dedos.
Justo después del cataclismo de las palomas, nos enteramos de que Seraph se había escapado de casa. Mientras el resto de la familia acudía a la iglesia para rezar por su regreso, un día me puse muy nervioso. Deseé huir yo también. Me había quedado en casa por culpa de un resfriado y mi hermana me había encomendado que mantuviera la estufa caliente. En realidad, yo no estaba tan enfermo, pero había simulado una tos espantosa y áspera para engañar a mi hermana de modo que me permitiera saltarme la misa. Me puse a fisgonear, y pronto encontré el violín que mi madre había obligado a mi padre a dejar de tocar. Allí estaba. Me encontraba a solas con él. Para entonces yo tenía unos cinco o seis años, pero sabía sujetar un violín y, antes de que todo aquello ocurriera, había visto a mi padre manejar el arco. Ese día conseguí sacarle algunos sonidos, pero nada satisfactorio. Aun así, aquellos sonidos me hicieron estremecer. Guardé el violín con cuidado, mucho antes de que regresaran a casa, y volví a meterme bajo las mantas cuando llegaron al patio. Fingí que estaba durmiendo, no tanto porque necesitara mantenerme en el papel de niño enfermo, sino porque no soportaba volver a esa situación. Algo había ocurrido. Algo había cambiado. Algo había trastocado la naturaleza de todo cuanto conocía. Podría pensarse que tenía algo que ver con la marcha de mi hermano. Pero no. Este profundo cambio se debía al violín.
Descubrí que la libertad no sólo se halla en la huida, sino también en el corazón, la mente y las manos. Después de aquel día, procuré quedarme solo en casa el mayor tiempo posible. En cuanto todo el mundo se había marchado, sacaba el violín de su escondite bajo las mantas del arcón donde se guarda la ropa y lo afinaba a mi gusto. Aprendí a tocarlo nota a nota, sin tener siquiera un nombre para cada sonido. La sucesión de notas que obtenía despertaba mis ansias. Pronto me produjo un verdadero tormento tener que guardar el violín cuando mis padres o mi hermana volvían a casa. A veces, cuando el viento acompañaba, lo sacaba a hurtadillas de la casa, incluso cuando todos estaban dentro, y me iba a tocar al bosque. Siempre ponía especial atención en que el viento empujara mi música hacia el oeste, hacia el vacío, donde nadie pudiera oírla. Pero un día puede que el viento cambiara de dirección. O tal vez el oído de mi madre se había vuelto más fino que el de mi hermana o mi padre, pues cuando volví a casa la descubrí mirando fijamente por la ventana, hacia el oeste. Estaba agitada y con la respiración acelerada.
—¿Lo has oído? —exclamó—. ¿Lo has oído?
Por miedo a que me descubriera, respondí que no. Estaba muy alterada y a mi padre le costó mucho trabajo tranquilizarla. Cuando por fin se durmió, mi padre se quedó sentado a la mesa con la cabeza entre las manos durante una hora. Caminé de puntillas por la casa y realicé todas mis tareas. Me sentía muy mal por no contarle en aquel momento que lo que mi madre había oído no era otra cosa que mi música. Incluso entonces, aunque no era capaz de comprender la desazón de mi padre, mientras permanecía sentado bajo la luz de la lámpara con la cabeza entre las manos, sabía que aquello estaba relacionado con mi madre y mi música secreta, y que mi padre pensaba que mi madre había oído algo inexistente. Sabía que le habría ayudado que yo reconociera la verdad. Pero ahora, cuando vuelvo la mirada atrás, considero que mi silencio fue la primera decisión que tomé como verdadero músico. Un artista. Seguir tocando era para mí mucho más importante que el sufrimiento de mi padre. No dije nada, pero me volví todavía más sigiloso y reservado.
Al fin y al cabo, se trataba de una cuestión de supervivencia. De no haber encontrado la música, habría muerto de silencio. La norma de mutismo en casa se volvió aún más rigurosa y muy pronto mi hermana huyó al internado estatal. Pero yo todavía era un niño, y si mi madre y mi padre se quedaban sentados durante horas sin dirigirse la palabra y me obligaban a hacer lo mismo, ¿a qué otro lugar podía viajar mi mente más que a la música? Me salvé inventando canciones e interpretándolas en mi mente, donde mis padres no podían oírlas. Inventé notas que no eran exactamente música, sino las emociones puras de mi corazón infantil. Hasta ese momento, nadie había pensado en la escuela. Mi padre se había contagiado del inmovilismo de mi madre. Hay formas de sentirse abandonado aunque nuestros padres se encuentren a nuestro lado.
Poseíamos dos vacas y yo me encargaba de ordeñarlas por la mañana y por la noche. Era una suerte, porque si mis padres se olvidaban de cocinar, al menos tenía leche. A veces, me preparaba la cena con medio cubo de leche tibia y espumosa. Tal vez con un trozo de pan frito que ablandaba en la leche y masticaba. No puedo decir que padeciera jamás algún tipo de calambre estomacal a causa del hambre, pero sí sufría otro tipo de carencias. Me sentía solo. Fue más o menos por aquella época cuando recibí una tremenda coz de una vaca, un accidente, puesto que solía ser mansa. Tal vez una picadura de avispa la llevó a arremeter contra mí por sorpresa. Me golpeó el brazo y, si bien yo no tenía forma de saberlo, me lo fracturó. ¿Si fue doloroso? Vaya, desde luego. Lo recuerdo muy bien. Pero a mis padres no se les ocurrió llevarme a un médico. Supongo que ni se dieron cuenta. Se lo conté a mi padre, pero sólo asintió con la cabeza, dándome a entender que me había oído, antes de volver a lo que estuviera haciendo.
El dolor de mi brazo me mantenía despierto por la noche y recuerdo que, cuando no lograba abstraerme, gemía bajo las mantas junto a la estufa. Pero aun peor me resultaba la inutilidad de mi brazo a la hora de tocar el violín. Intentaba levantarlo, pero volvía a caer como una muñeca de trapo. Al final di con la solución: una tira de tela, que he utilizado desde entonces. Empecé a atarme el brazo roto tal y como lo hago hoy en día desde aquella temprana edad. Yo no tenía ni idea, por supuesto, de que el hueso se soldaría de esa manera y de que, como resultado, se me consideraría un inválido permanente. Sólo sabía que con el brazo bien sujeto podía tocar, y el hecho de poder hacerlo me salvó la vida. De modo que, al igual que a la mayoría de los artistas, el arte me deformó. Me moldeó.
Era evidente que en algún momento cometería un error, pero pasó tiempo antes de que ocurriera, y para cuando sucedió yo ya tenía doce años. Para entonces mi padre, mi madre y yo nos habíamos acostumbrado a la extrañeza de nuestro hogar. Fui a la escuela porque el asistente social vino finalmente a buscarme. En el colegio me dieron el nombre que llevo ahora. Creo que los niños de pura raza me lo pusieron como una especie de bendición: Shamengwa, la mariposa negra y naranja. Fue un reconocimiento a mi «brazo ala». No obstante, aunque una monja me explicara que la imagen de una mariposa en una pintura de Nuestra Señora representaba al Espíritu Santo, no me gustó el nombre al principio. Pero era un niño demasiado retraído para hacer nada al respecto. La vergüenza que sentía por mi brazo tullido me llevaba a evitar a la gente, incluso ya de mayor, y no hice amigos. Amigos humanos. Mi verdadero amigo vivía escondido en el arcón de las mantas, y era el único amigo que yo necesitaba de verdad. Y entonces lo perdí.
Mis padres habían ido a misa. Pero ese día de invierno hubo algún problema con la estufa de la iglesia. La nave se había llenado de humo al inicio de la eucaristía y todo el mundo tuvo que volverse a casa, de modo que mis padres llegaron cuando yo estaba en plena interpretación. Escucharon, de pie en el umbral, petrificados de sorpresa por lo que estaban oyendo. No sé cuánto tiempo permanecieron ahí. No había oído la puerta y, con los ojos cerrados, tampoco había reparado en la luz que se filtraba. Al final percibí la brisa fresca que entraba y me di la vuelta; nos quedamos mirándonos con una grave conmoción, que mi padre rompió al fin cuando preguntó:
—¿Desde cuándo?
No respondí, aunque deseaba hacerlo. Desde hace siete años. ¡Siete años!
Dejó pasar a mi madre. Cerraron la puerta. Después, dijo con una voz dulce y preocupada:
—Continúa.
Así que seguí tocando; cuando acabé, no pronunció una palabra.
Tras ser descubierto, pensé que lo peor había pasado. Esa noche guardé el violín. Pero a la mañana siguiente desperté con un silencio donde antes solía oír los ruidos de mi padre, percibí una ausencia antes incluso de saberlo con plena seguridad y supe que lo peor estaba aún por llegar. Mi música había despertado algo en él. Eso es lo que creo. Ésa fue la razón por la que se marchó, pero no sé por qué tuvo que llevarse el violín. Cuando abrí el arcón y descubrí que faltaba, se me cortó la respiración, me quedé sin poder pensar ni sentir nada. Durante meses después de aquello, me comporté igual que mi madre. En nuestra pérdida, nos habíamos aislado de las rutinas reales, alegres y normales de la vida. Podría haber seguido así, ensimismándome más y más en el silencio, uniéndome a mi madre en el oscuro banco del que no quería volver. Habría vivido de esa manera tan mortecina de no haber sido porque tuve un sueño.
Fue un sueño sencillo. Una voz. «Ve al lago y siéntate junto a la roca de la orilla sur. Espera allí. Iré a ti».
Decidí seguir aquellas instrucciones tan directas. Me llevé unas mantas, un trozo de cecina y una hogaza de pan, y me senté en el liquen verdoso y lleno de costra de la roca en la orilla sur. Era una roca plana que sobresalía del agua y que resbalaba suavemente por los bordes en una profundidad verde oscura. Desde la roca, podía ver todo lo que sucedía sobre el agua. Dejé un poco de tabaco para los espíritus y me quedé esperando allí el día entero. Me devoraban los mosquitos. El viento retumbaba en mis oídos. No sucedió nada. Cuando cayó la noche, me acurruqué y me dormí. A la mañana siguiente, continué allí. Y al día siguiente también. Era la primera vez que dormía en la orilla del lago y comprendí por qué la gente decía que no tenía fin, cuando por supuesto, tal y como yo siempre había pensado, estaba rodeado de rocas. Pero en él nacían y desembocaban ríos, había corrientes secretas, le afectaban seis tipos de condiciones meteorológicas diferentes en la superficie, y bajo el agua se hallaba un terreno sumergido. Cada ola rompía procedente de algún lugar oculto y se retiraba hacia otro misterioso. Contemplé unos pájaros desconocidos para mí y de plumaje extraño, que volaban de paso hacia otra parte. Al escuchar el murmullo del agua, otra forma de música, por primera vez me sentí reconfortado por sonidos que no fueran las notas de mi violín. Me relajé. Mordisqueé el panecillo, bebí agua del lago y me arrullé bajo la manta. Vi tres amaneceres y durante tres noches observé las estrellas mientras tomaban posiciones en el oscuro y centelleante firmamento. Pensé en quedarme allí para siempre, contemplando la línea azul del horizonte. Nada importaba. Cuando un pequeño fragmento de la línea del horizonte se desprendió, oscureció y avanzó despacio, sólo lo observé con escaso interés. La mota parecía avanzar y retroceder a la vez. Iba y venía cabeceando entre el oleaje. La perdí de vista en varias ocasiones hasta que se acercó de golpe, arrastrada por una ola.
Era una canoa. Pero o el tripulante se había quedado dormido en el fondo o la embarcación navegaba a la deriva. Cuando se aproximó lo suficiente, llegué a la conclusión de que se desplazaba sin rumbo. Se deslizaba sobre el agua con gran levedad, virando de un lado a otro. Sin embargo, por mucho que pareciera vacilar o avanzar de forma contradictoria, siempre terminaba progresando en dirección a la roca de la orilla sur, directamente hacia mí. La observé hasta que pude comprobar con claridad que no había nadie en el interior, sin recordar por qué había acudido a ese preciso lugar. Entonces evoqué las palabras de mi sueño. «Iré a ti». Me tiré al agua con entusiasmo y nadé hasta la canoa; mi brazo no me impedía hacerlo. Como todos los chicos, había aprendido a compensar y, si bien mi estilo era algo peculiar, yo era fuerte. Pensé que quizá habían atado mal la embarcación y se habían soltado las amarras, pero no arrastraba ninguna cuerda. La canoa había perdido a su tripulante de algún modo y se había alejado de su dueño. Tal vez un fuerte oleaje la había arrastrado desde una playa donde su propietario la habría dejado, convencido de que estaba en lugar seguro. Conseguí empujarla hasta la orilla y después la arrastré hasta inmovilizarla en una grieta entre dos rocas. Sólo entonces miré en el interior para ver su contenido. Atado a un travesaño, había un estuche negro con forma de cuerpo de mujer sellado en los laterales mediante dos cierres de latón.
Así fue como el violín llegó hasta mí —concluyó Shamengwa alzando la mirada para observarme fijamente. Sonrió, movió su delicada cabeza y habló con dulzura—. Y por eso jamás tocaré otro violín.
Un pasaje silencioso
Corwin cerró la puerta que daba acceso al sótano donde el novio de su madre le permitía quedarse temporalmente. De pie sobre una tabla apoyada en unos caballetes, empujó con las manos abiertas la placa de espuma del falso techo. Movió la placa a un lado y anduvo a tientas entre los cables y bajo una plancha aislante de fibra de vidrio amarilla, hasta que localizó el asa del estuche. Corwin lo arrastró hacia él por encima de su cabeza, poco a poco, hasta que pudo dejar caer el estuche con el instrumento por el agujero y en sus brazos. Lo bajó y lo llevó desde el inestable hueco hasta el trozo de gomaespuma que le servía de colchón y a través del cual podía sentir cada noche cómo el duro frío del suelo de cemento se colaba por sus piernas. Había robado el violín del anciano porque necesitaba dinero, pero no se había parado a pensar en dónde podría venderlo. Ni en quién se lo compraría. Después, tuvo una inspiración. Viajaría a dedo con el violín hasta Fargo. Se bajaría en el centro comercial West Acres Mall con el violín dentro de su estuche y se lo vendería a algún amante de la música.
Corwin se bajó del coche y llevó el violín al centro comercial. Mentalmente, le gustaba citarse a sí mismo. «Existen dos tipos de personas: los que dan y los que toman. Yo soy de los que toman. Hay que dar a Corwin lo que le corresponde». Su película favorita en aquel momento trataba de un policía con una manera muy retorcida de mirar el mundo, por lo que resultaba imposible determinar si era bueno o malo; sólo se sabía que era capaz de apoderarse de la voluntad del otro mediante la palabra. Corwin sentía fascinación por el lenguaje. Lo inhalaba de las películas, de las letras de las canciones de rock y de la televisión. Se restregaba en su interior, palabra tras palabra. A veces pensaba que escribía poemas en su mente, pero los versos luego no se plasmaban en el papel. Las palabras se pegaban unas a otras formando extrañas constelaciones y pergeñaban dibujos que cruzaban a toda velocidad sus ojos cerrados hasta resbalar por sus sienes en la oscuridad de su cuello. Por ello, cuando franqueó las puertas herméticas y entró en el inmenso y cálido espacio de la plaza central donde se hallaba la zona de restaurantes, su mente bullía, llena de buenas intenciones.
Se sentía muy orgulloso de su cazadora de cuero, que contenía en los bolsillos interiores la mayor parte de todo cuanto poseía. Como siempre, era demasiado consciente de su belleza. La gente lo trataba como a un joven atractivo. Otros, que ya le conocían o a quienes había enojado, le evitaban. Pero ya no había solución a este problema. Se figuraba que la única manera de redimirse era impresionando a la gente en un nivel que todavía no había alcanzado. Fantaseaba. Como una estrella de rock entrevistada en Rolling Stone. ¿Quién era el verdadero Corwin Peace? Sentado en la plaza central, mientras observaba a los clientes con aspecto distraído, comprendió que ninguno de ellos le compraría el violín de buenas a primeras. Se levantó y entró en una tienda de música. Intentó mostrar el instrumento al encargado, pero éste sólo dijo:
—No, no compramos instrumentos de segunda mano.
Corwin salió y abordó a un par de personas. Todas se alejaron desconfiadas o le dijeron que no sin más.
Corwin se dijo que debía meditar y volvió a sentarse en el banco de la plaza central, que había decidido considerar suyo. Fue allí donde se le ocurrió la idea que se convertiría en una mina de oro. Surgió de un programa de televisión, del videoclip de una mujer que pasaba delante de un músico callejero en la ciudad, que tocaba el saxofón o un instrumento similar, y tenía a sus pies el estuche abierto. La mujer se detuvo, sonrió y echó un dólar en el estuche. Corwin sacó el violín y colocó el estuche abierto a sus pies. Cogió el violín en una mano y el arco en la otra. A continuación movió el arco por las cuerdas hasta obtener un espantoso y extraño ruido.
El chirrido retumbó por toda la zona de restaurantes y varias personas apartaron los labios de los envoltorios de papel de lo que comían y bajaron los alimentos cuando descubrieron a Corwin. El muchacho les devolvió la mirada, glacial y desafiante. Fue un momento de cierto histrionismo: lo tenía. Un público. Tenía que actuar de inmediato o lo perdería. Realizó una larga y florida reverencia. Su gesto era elegante, con el arco en una mano y el instrumento en la otra. Le salió con naturalidad. Como si aceptara una ovación. Hubo unos murmullos divertidos. Una persona incluso aplaudió. Aquellos sonidos tuvieron un impacto inmediato en Corwin Peace, más poderosos que cualquier droga que hubiera probado hasta entonces. Le invadió una oleada de entusiasmo y volvió a levantar el instrumento. Echó hacia atrás su cabellera y empezó a tocar un silencioso y rápido pasaje de música.
La mímica fue impecable. ¿Dónde la había aprendido? No lo sabía. No rozaba siquiera las cuerdas con el arco, y sin embargo tocaba música. La melodía rebotaba a su alrededor y entre sus oídos. Apenas podía mantener el ritmo de lo que oía. Su cuerpo rebosaba teatralidad. Desplegó todos los movimientos que había visto y más. Cuando la música cesó en su cabeza, se agachó y se abrió completamente de piernas, un ejercicio que había ensayado sin saber por qué. Alzó el violín y el arco por encima de su cabeza. Le llovieron los aplausos. Una maraña de un sonido deslumbrante.
Pasión
Detuvieron a Corwin Peace en un centro comercial de Fargo mientras fingía tocar el violín y lo llevaron ante mí. Dispongo de un amplio abanico de posibilidades a la hora de dictar sentencia. A pesar de mi convencimiento de que seguramente era incorregible, me intrigaba el comportamiento inusual de Corwin respecto al instrumento. No podía evitar pensar en sus antepasados, los hermanos Henri y Lafayette Peace. Tal vez dormitaba en él un talento latente. Y quizá, de la misma manera que ellos habían salvado la vida de mi abuelo, yo debía salir al rescate de su descendiente. Este tipo de complicaciones suelen formar parte de la justicia tribal. Decidí aprovechar mi prerrogativa de apoyarme en tradiciones tribales para dictar sentencia y sentar un precedente. Primero, conseguí el visto bueno de Shamengwa. Después, condené a Corwin a que aprendiera con el viejo maestro. Tres horas cada mañana, seis días por semana. Más tres horas de ensayo después del trabajo por la tarde. O aprendía a tocar el violín o al menos cumpliría una condena. A decir verdad, no sabía bien a quién castigaba, si al muchacho o al anciano. Pero al menos empezamos a oír el sonido del violín desde la casa.
Estábamos a mediados de septiembre en la reserva. Los días amanecían frescos y las tardes eran cálidas. Las hojas aún se mostraban densas y desprendían su última y sobrecogedora fragancia. Ya se había segado todo el heno. El arroz salvaje estaba aplastado. Los radiadores de las oficinas tribales se encendían por la noche, pero al mediodía todavía teníamos que abrir las ventanas para refrescar el ambiente. Entonces se colaban a través de ellas el humo de las hogueras que se iban apagando y las emanaciones del diésel, y de vez en cuando, el chirriante murmullo de la música de Corwin desde los pies de la colina. Las primeras semanas no resultaron nada prometedoras y se me recordó que para tocar bien un instrumento, por regla general, una persona debe empezar de niño. Pensé que tal vez fuera ya demasiado tarde. Después, los días se tornaron constantemente fríos y cerramos las ventanas, de modo que hasta que llegó la primavera sólo tenía noticias de los progresos de Corwin a través de Geraldine y de los informes redactados por el agente de libertad condicional del chico. No albergaba muchas esperanzas. Pero Corwin se presentaba en casa de Shamengwa todos los días a las ocho en punto. Hasta que no llegó la primera tarde calurosa a principios de mayo, no abrí la ventana y pude escuchar a Corwin tocando de verdad.
—No estuvo mal del todo —dije esa noche cuando fui a visitar a Shamengwa—. He oído a tu alumno.
—Es torpe a más no poder, pero tiene pasión —respondió Shamengwa llevándose la mano al pecho.
Había mejorado físicamente en paralelo a los progresos musicales de Corwin. Podía darme cuenta de que se sentía orgulloso del muchacho y me autoricé a pensar que tal vez la historia se mostraba a veces de nuestra parte y que un acto tan utópico como juntar a un anciano y a un delincuente juvenil duro de roer había funcionado, o había tenido algún resultado positivo al menos y no había acabado en un rotundo fracaso.
De hecho, las clases y la relación entre ellos perduraron después de cumplirse la condena y, durante todo el verano, pudimos ser testigos de nuevos y lentos progresos. Llegó el otoño y volvimos a cerrar las ventanas. En primavera las abrimos y, en un par de ocasiones, pude oír tocar a Corwin. Transcurrió el verano y notamos más aplomo en su música, tanto que a veces nos recordaba incluso al maestro. Y entonces Shamengwa murió.
Tuvo una muerte ideal y tranquila, el tipo de fallecimiento que todos solemos rogar a san José para nosotros: mientras dormía, con el violín junto a su lecho y bien arropado. Lo encontró Geraldine por la mañana. Se organizó un gran funeral con el habitual velatorio, donde multitud de personas hicieron cola hasta su cuerpo para llenar su ataúd de flores, tabaco de pipa y pequeños obsequios que acompañaran a Shamengwa en su sepultura. Todo el mundo dijo lo que se suele decir: «Oh, se ve que está en paz, el buen hombre». Geraldine depositó una mariposa monarca en el hombro de su tío. Explicó que la había encontrado esa misma mañana en la rejilla del radiador de su coche. Clemence y Whitey se sostenían el uno al otro en la puerta de la iglesia. Después descubrí que Clemence sujetaba a Whitey porque estaba borracho. Llegó Edward y agarró a Whitey por el otro lado, y los tres entraron y se sentaron en un banco. Seraph, el hermano de Shamengwa, se encontraba entre Evelina y Joseph, que le daban palmaditas en el hombro y en los brazos. Por una vez no podía pronunciar palabra. Parecía destrozado o con el corazón partido. Ni siquiera levantó la mirada cuando el padre Cassidy se acercó al púlpito y empezó el panegírico con gran solemnidad, tras carraspear ruidosamente.
—Estoy aquí ante vosotros en el santo espíritu del perdón para bendecir el alma de Seraph Milk.
—¿Qué? —saltó Geraldine—. ¡Se ha equivocado de hermano!
Intentó hacerle una señal con la mano al sacerdote, pero el padre Cassidy seguía ahora su propio camino mientras Seraph se sobresaltaba levemente.
—Seraph Milk, que ha fallecido sin haber recibido los santos sacramentos, tras rechazar la extremaunción o los santos óleos. Aunque posiblemente su alma esté en el infierno, no tenemos manera de saberlo con plena seguridad, dado que se le daba muy bien salir de situaciones delicadas, según me cuenta su familia, y además, a veces los santos interceden por los pecadores a su antojo. Es posible que la Virgen María esté velando por él, aunque ante mi presencia Seraph Milk puso en duda dos fundamentos esenciales de nuestra fe católica: la Inmaculada Concepción y el nacimiento virginal. Sus palabras exactas fueron…, y las cito: «¡Yo creo que nos dio gato por liebre!».
El viejo réprobo mejoró considerablemente. Sus labios se abrieron en una sonrisa. Hizo una señal a los presentes, que estaban a punto de levantarse para mostrar su indignación, indicando que estaba dispuesto a escucharles. Además, el cura cobraba más y más fuerza y su voz tronaba de tal manera que no había quien le detuviese ya.
—Seraph Milk está descubriendo ahora si su otro héroe, Louis Riel, tenía o no razón cuando propuso la creencia de que el infierno no es infinito ni tan abrasador. ¡Discutimos esta cuestión tantas veces! Veréis, el metis creía en un Dios misericordioso, pero es mi triste deber informaros de que Dios también es justo y, si bien su compasión todopoderosa puede enfrentarse a su sentido de la probidad, debe analizar si en la tierra le tomaríamos en serio si no fuera a castigar a los pecadores, herejes, mentirosos, fornicadores, borrachos y a todos aquellos que celebran la Fiesta del Asno, tal y como, según me confesó Seraph Milk, venían haciéndolo con regularidad él y su hermano, quien quizá le reciba algún día en el futuro tocando un violín que escupe las llamas del demonio y arranca de su arco un santo tormento. Pero no quiero decir con todo esto que Seraph Milk se merezca necesariamente el infierno que no quiso anticipar.
Algunas personas se levantaron de sus bancos, con grandes y airados aspavientos, pero enseguida los demás les hicieron sentarse de nuevo.
—¡No! —exclamó el padre Cassidy alzando sus dedos—. También había mucha bondad en este hombre, mucha virtud. Seraph Milk fue un verdadero patriarca, que quiso mucho a sus hijos y los mimó. A pesar de darse a la bebida en su juventud, consiguió dejarlo hasta cierto punto, tal vez demasiado tarde para que le importase de verdad a su mujer, pero aun así había logrado controlarse. Y de vez en cuando lo dejaba por completo. Por suerte, sus nietos Joseph y Evelina no se han visto demasiado influidos por él y han salido de la mejor manera que se podía esperar. Su madre, por supuesto, es una asidua comulgante de esta parroquia. Y la Iglesia, en su gran misericordia, ha decidido enterrar a su padre. No, no soy yo quien ha de decir si Seraph Milk está abocado al infierno, pues no soy más que un siervo de Dios, Nuestro Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Seraph hablaba de las palomas, y por ello pido que sobre su alma descanse la más generosa bendición del Espíritu Santo, representado en la figura de una pura y blanca paloma. Pido esta bendición a pesar del deseo expreso de Seraph Milk de que «yo cerrara el pico sobre los paganos». A pesar de empinar el codo en secreto y de su claro desprecio por las leyes y dispensas de nuestra Santa Madre Iglesia, yo pido que en su misericordia Dios Nuestro Señor perdone los pecados y la depravación de Seraph Milk y le permita reunirse con su paciente esposa Junesse, que sin duda se ha ganado el cielo tras guiar ella misma dulcemente a Seraph.
Fue Clemence quien no pudo soportar un minuto más. Apartó las manos de Whitey y Mooshum y se acercó hasta el féretro. Abrió el ataúd y sacó el violín de donde lo habían depositado junto al cuerpo de Shamengwa. El padre Cassidy se calló mientras la mujer blandía el instrumento. Después, reparó en Seraph/Mooshum, que agitaba la mano desde la segunda fila, y relajó la mandíbula. Parecía que Clemence iba a golpear al cura con el violín, pero en lugar de eso entregó el instrumento a Geraldine, que se levantó y se volvió hacia los feligreses, dejando claro al petrificado padre Cassidy que ahora le tocaba hablar a ella.
—Hace unos meses, mi tío me dijo que, cuando muriese, debía darle este violín a Corwin Peace —explicó Geraldine a la concurrencia—, y por ello se lo ofrezco ahora. Ya le he preguntado si querrá tocar hoy para nosotros una de las piezas preferidas de Shamengwa.
Mooshum seguía agitando la mano con una sonrisa al padre Cassidy, quien retrocedió unos pasos tambaleantes hasta sentarse contra la pared de la nave a la vez que se enjugaba el sudor de la frente.
Corwin había permanecido sentado al fondo de la iglesia y se dirigía ahora hacia la parte delantera. Caminaba cabizbajo y con las manos en los bolsillos. Estaba sumamente triste. Me sorprendió su gesto compungido. Me incomodaba ver una exhibición de sentimientos tan directa en alguien que siempre había sido tan volátil. Pero pareció dominar sus emociones en cuanto levantó el violín y se puso a interpretar una melodía conocida por todos, una canción típica de nuestro pueblo que empezó suave y lentamente hasta estallar en una extraña virulencia, que nos aceleró el corazón y nos dejó sin aliento. Corwin tocó con pasión, si bien con cierta imprecisión, pero había la suficiente energía y prestancia del anciano en su música como para hacerle saltar las lágrimas a todo el mundo cuando acabó.
Y entonces nos asestó el golpe. En medio del sonido de los pañuelos de papel que enjugaban lágrimas o sonaban narices discretamente, Corwin se quedó de pie con el violín colgando en una mano junto a su cuerpo y miró a su maestro en el féretro. Junto al ataúd había un ornamentado comulgatorio. Corwin levantó el violín y lo estrelló contra la barandilla, una, dos y hasta tres veces para romperlo a conciencia. El padre Cassidy cerró los ojos con determinación mientras sus labios esbozaban una plegaria. Yo estaba en la primera fila y, sin saber cómo, me encontré al lado de Corwin. Había saltado de mi banco como si me hubiese preparado para ello. Agarré el brazo de Corwin mientras el muchacho depositaba con cuidado el violín otra vez en el ataúd junto a Shamengwa. Pero enseguida lo solté, pues comprendí que ya había terminado. Caminó hasta su banco al fondo de la iglesia. Mi atención se trasladó de Corwin al violín, porque observé que algo sobresalía del amasijo de madera: un pequeño rollo de papel. Saqué el papel. Era una hoja muy vieja, revestida de una caligrafía rotunda y antigua. Completamente impresionado, el padre Cassidy retomó el oficio. La gente volvió a sentarse, todavía conmocionada por lo sucedido. Guardé el rollo de papel en el bolsillo de mi chaqueta y regresé a mi sitio. No es que me olvidara de leer la nota, pero ocurrieron tantas cosas inmediatamente después del funeral, entre el entierro ventoso y la cena con seis variedades diferentes de panes fritos en el salón del Knights of Columbus, que no tuve ni un momento para sentarme tranquilamente y concentrarme. No fue hasta la noche, cuando me encontré por fin en casa acomodado en mi sillón, con una potente lámpara encendida detrás y la luz alumbrando por encima de mi hombro, cuando pude leer al fin lo que el violín había estado ocultando todos esos años.
La carta
Yo, Henri Baptiste Parentheau, también conocido como Henri Peace, lego a mi hermano Lafayette este mensaje, que es la historia del violín que, en este día del Señor del 20 de agosto de 1888, envío por las aguas para que lo encuentre.
Una pequeña recapitulación para empezar: tras leer acerca de la misión de LaFountaine con los iroqueses, en la que el sacerdote consiguió evitar que le arrancaran el hígado ante sus propios ojos tocando una flauta con gran destreza, nuestro padre Jasprine pensó que sería una sabia idea aprender a tocar un instrumento antes de aventurarse en los páramos más allá de Lac du Bois. Por ello, partió con la música como protección. Había estudiado violín y se llevó consigo el noble instrumento, que tocaba menos que correctamente. A decir verdad, habría sido mejor que no impusiera sus escasas dotes musicales a los ojibwes. No obstante, como murió joven y dejó el violín a su monaguillo, mi padre, no debería hablar mal del buen Jasprine. En cambio, debería darle las gracias por los muchos momentos de dicha que este violín ha proporcionado a mi familia. Debería alegrarme por todas las horas felices que mi padre dedicó a afinar y después a tocar nuestro tesoro, nuestra maravilla, y por la devoción que más tarde mi hermano y yo le profesamos. Sin embargo, como las cosas acabaron tan dramáticamente entre mi hermano y yo por culpa del instrumento, ahora desearía que jamás hubiese aparecido ante nosotros, no haberlo conocido nunca, no haber tocado su música ni comprendido su voz. Pues cuando mi padre murió, nos legó el violín a mi hermano Lafayette y a mí, con una cláusula que estipulaba que, en el caso de que fuéramos incapaces de acordar quién de los dos se lo quedaría, habríamos de competir por él, como verdaderos hijos de las grandes aguas, en una carrera de canoas.
Cuando mi hermano y yo oímos esta estipulación, no dijimos nada. No había nada que decir, pues al igual que era cierto que nos queríamos mucho, ambos deseábamos ese violín. Los dos habíamos dedicado años a tocarlo, habíamos susurrado nuestro desaliento a su corazón y nos habíamos apropiado de su gozo. Ese violín había aliviado nuestras horas más difíciles y había seducido a nuestras esposas. Pero ya nos habíamos cansado de compartirlo. Y si había de pertenecer a uno de los dos hermanos, yo decidí que sería mío.
Dos noches antes de que sacáramos al agua nuestras canoas, diseñé un plan que no podía fallar. Cuando la luna se ocultó detrás de unas nubes y el mundo se tornó sombrío, me acerqué a la ribera con un recipiente de hojalata lleno de brea caliente. Había decidido interferir en el equilibrio de Lafayette. Nuestras canoas habían sido construidas con tanto esmero que los lados de la embarcación eran iguales centímetro a centímetro. Al espesar las juntas de un lateral con una gruesa capa de brea, desequilibraría las remadas de mi hermano, al menos lo suficiente como para darme cierta ventaja —de eso estaba seguro.
El lago es una gran extensión de agua salpicada de islas. Sobre él rondan pájaros que lanzan sarcásticos o tristes graznidos humanos. Es fácil perder de vista a los demás y el sonido viaja, distorsionado, rebotando en los acantilados. Hay cuevas que albergan el espíritu de niños pequeños, esqueletos voladores, húmedas ciénagas y sombríos cambios de tiempo. Lo amamos y conocemos sus secretos, al menos una parte de ellos. No todos. Y no el secreto que yo mismo desencadené.
Habíamos de zarpar de la ribera norte y cruzar el lago hasta la orilla sur, donde nuestros tíos habían encendido unas hogueras y llevado el violín, envuelto en una tela roja dentro de su elegante estuche. Partimos juntos, entre bromas, ¿recuerdas, Lafayette, cómo remábamos a través de los dos estrechos, riéndonos mientras exagerábamos nuestro esfuerzo, y yo comenté, sintiendo cierto remordimiento por lo que había hecho con la brea, que tal vez deberíamos compartir el maldito instrumento después de todo?
Te reíste y respondiste que nuestros tíos, que nos esperaban al otro lado, se sentirían muy defraudados y que, cuando ganaras la competición, las cosas volverían a ser como antes, con la diferencia de que ya todos sabrían que Lafayette era el remador más veloz. Después, viraste bruscamente detrás de una roca plana y tomaste lo que debiste de considerar tu atajo secreto. Mientras remaba, tuve que detenerme en varias ocasiones para achicar agua. Al principio pensé que había provocado una pequeña fisura en el casco, pero después lo entendí. Mientras yo aplicaba una capa adicional de brea a tu canoa, tú agujereabas el fondo de la mía. No corría en realidad ningún peligro, y cuando el viento cambió de repente y se levantó la tormenta, sin truenos ni relámpagos, sólo una tromba de lluvia gélida, me eché a reír y te di las gracias. Pues el agua que entraba ayudaba a estabilizar la embarcación. La línea de flotación fue bajando y pude mantener el rumbo. En cambio tú te fuiste a pique: era mucho peor desequilibrarse. Debiste de volcar.
Las hogueras se apagan y no quedan más que brasas en la orilla sur. Me envuelvo en las mantas, pero no duermo. Estoy vigilando. Al principio, cuando se espera a alguien, cualquier sombra se convierte en su llegada. Después, las sombras se transforman en la sustancia misma del terror. Salimos a buscarte, gritamos tu nombre hasta que nuestras voces se desgastaron y no fueron más que susurros. No hubo respuesta. En el sueño de un anciano todo gira en la otra dirección, en el sentido opuesto al sol, en el sentido contrario a las agujas del reloj, lo que significa que el sueño proviene del mundo de los espíritus. Y entonces te ve, ahí, en su sueño, caminando también en la dirección equivocada.
Los tíos han regresado a sus cabañas, a la caza, a los arrozales, a sus hijos y esposas. Me he quedado solo en la orilla. Cuando cae la noche, canto por ti. Cuando amanece, grito a las aguas. Me responden unas gaviotas blancas. A medida que pasa el tiempo, empiezo a aceptar lo que he hecho. Empiezo a conocer la verdad de las cosas.
Me han dejado el violín. Todas las noches toco para ti, hermano, y cuando ya no pueda tocar más, amarraré el violín a la canoa y te lo enviaré, para que te encuentre allá donde estés. No tendré que agujerear el fondo para que viaje por el lecho del río. Tus agujeros bastarán para hundirla, hermano, como mi ardid bastó para hundirte a ti.
Aquí se hallaba al menos una respuesta parcial a la pregunta que se hacía mi abuelo acerca de lo que había sido de los hermanos Henri y Lafayette Peace, que un día le habían prometido enterrarle y en cambio le habían proporcionado carne y colgado un crucifijo al cuello. Más que eso: la canoa no se había hundido en el fondo del lago, eso era una realidad. Tampoco se extravió. Eso era otra realidad. Lo que era seguro es que la canoa y su violín habían encontrado a un Peace después de todo mediante la persona y la acción de Shamengwa. Ese violín había buscado a Corwin durante mucho tiempo. No me cabía la menor duda. Pero lo que no podía quitarme de la cabeza, lo que me despertaba por las noches, después de haberla leído, era la fecha de la carta: el año 1888. El violín había llamado a Shamengwa y le había atraído hasta el lago en un sueño casi veinte años más tarde.
—¿Qué te parece eso? —comenté a Geraldine—. ¿Puedes explicar algo así?
Me miró muy fijamente.
—No sabemos nada —respondió.
Me casé con ella. Acogimos a Corwin. El violín descansa bajo tierra, mientras el muchacho al que también salvó toca ahora por dinero en un grupo itinerante y prospera aquí en la faz de la tierra. Yo hago mi trabajo. Lo hago lo mejor que puedo para no equivocarme en mis pequeñas decisiones, e intento no ahondar en las grandes cuestiones, las reflexiones más profundas. Pues estoy condenado a vigilar esta diminuta parcela de tierra, a juzgar sus miserias y contar sus historias. Eso es lo que soy. Mii’sago iw.