El 4-B’s

Estaba cubriendo un doble turno de trabajo y había llegado esa hora mortecina de la tarde que oscila entre los clientes del mediodía y los que acuden a cenar temprano. Para mantenerme ocupada, porque una nunca sabía cuando Earl, el gerente, asomaría su enorme cabeza por la puerta de su despacho, me dediqué a rellenar las botellas de ketchup. Earl lo llamaba «optimizar». Teníamos un anillo de plástico hueco con una rosca en cada extremo. Colocábamos el anillo en una botella medio llena de ketchup, después poníamos encima y boca abajo otra botella y dejábamos que la salsa de tomate cayera dentro de la primera botella. Sólo disponíamos de dos anillos de ese tipo, así que nos llevaba un buen rato rellenar las treinta y cinco botellas del restaurante. A veces, si el día estaba aburrido, como aquella tarde, vertía la mitad de las botellas en las demás, directamente, gollete contra gollete, sin los anillos. El proceso era precario. Y tras rellenar cada botella, tenía que limpiarla y colocarla en la mesa y comprobar que no faltara la sal ni la pimienta y que el servilletero estuviera lleno. Después, estudiaba francés con mi manual de autoaprendizaje Berlitz o leía a hurtadillas el libro que guardaba en el bolsillo (un ejemplar negro y morado de La caída de Camus) o miraba por la ventana.

Aquella tarde, estaba haciendo las tres cosas. Las botellas de ketchup descansaban ya «optimizadas» en la mesa del fondo. Acababa de dejar el libro de Camus y estaba murmurando «je vais à Paris, je vais à Paris. Je n’ai jamais visité la belle capitale de la France». Y también estaba mirando por la ventana. Por consiguiente, vi llegar a Marn Peace con sus dos hijos —me imaginé que eran suyos, aunque nunca la había visto con niños antes—. Había conocido a Marn el verano anterior, cuando trabajaba en el 4-B’s. También sabía que se había casado con Billy Peace, el tío de Corwin. Yo estaba a punto de graduarme y trabajaba en el 4-B’s para ganar algo de dinero para la universidad.

Marn aparcó al otro lado de la calle, bajó del coche, un viejo y destartalado Chevrolet, y cruzó la calle con sus hijos hasta llegar a la puerta del 4-B’s. Soplaba un fuerte viento primaveral que les revolvía el pelo al caminar. Marn tenía las manos blancas y nudosas y sujetaba a sus hijos con fuerza, pero a los niños no parecía molestarles. No intentaban apartarse. No parecían estar castigados, ni se les veía desgraciados o tristes, como habría cabido esperar sabiendo de dónde venían. Parecían anonadados, eso fue lo que pensé. Daba la impresión de que acababan de salir del corazón de un tornado. Como si no pudieran creer las cosas que habían visto girar a su alrededor allí dentro. Después de un momento me acerqué a ellos, porque se habían quedado de pie delante de la vieja puerta de doble hoja de madera y cristal, como si la acera se hubiera levantado y endurecido alrededor de sus tobillos.

Cuando abrí la puerta, Marn agarró al fin el pesado marco de latón junto a mi mano y dejó que los niños pasaran por debajo de su brazo. La piel de Marn tenía un aspecto reseco y curtido; sus mejillas parecían dos protuberancias huesudas. Era una mujer diminuta, con el cabello del color del bramante, y le asomaban las orejas detrás de los mechones lacios y apagados que se escapaban de una trenza que le llegaba casi hasta la cintura. Me miró con los ojos muy abiertos —pude ver casi todo el blanco de sus ojos que rodeaba un iris de un intenso color azul— y esbozó una sonrisa con un suspiro, que dejó al descubierto unos dientes largos y blancos.

Más tarde pensé que tal vez ése fuera el aspecto de una persona que acababa de asesinar a su marido, porque corrían todo tipo de rumores acerca de lo que le había hecho a Billy Peace.

Marn y sus hijos entraron y se sentaron en la última mesa disponible, la más apartada de la ventana. Guardaba las botellas de ketchup en la última mesa, detrás de ellos. La suya estaba montada para cuatro personas, así que retiré un cubierto. Apartó la carta con la mano y pidió tres números ocho, el desayuno especial con bistec. Bien hecho para los tres. Café, zumo de naranja y agua con hielo. Había hecho calor la víspera, pero el tiempo se había tornado fresco y muy primaveral. Iban vestidos de invierno y se quitaron los abrigos.

—Ya los cojo yo —me ofrecí, y me tendió los abrigos de los niños, guardando el suyo a su lado en el banco.

—Tengo cosas en los bolsillos.

Di unos lápices de colores a los niños —un niño y una niña, con el pelo castaño claro y apagado y la piel pálida, pero con los ojos negros de los Peace—. Empezaron a colorear la vaca y las gallinas dibujadas en sus salvamanteles. Cuando llegó la comida, dejaron los lápices a un lado con cuidado, agacharon la cabeza y se cruzaron las manos sobre el regazo. Dejé los platos ante ellos. Permanecieron en esa postura expectante, a la espera de algo. Quizá estaban esperando el ketchup. Fui a por una botella medio llena y la dejé en su mesa. Marn cogió el tenedor.

—Lilith, Judah —dijo—. Coged vuestro tenedor y comed.

La niña fue la primera en agarrar el suyo, observando de cerca a su madre. Después, la siguió el niño. Marn tomó un buen bocado de patatas gratinadas. Sus hijos la observaron. Pincharon un poco de patata con el tenedor, se lo llevaron a los labios y se pusieron a masticar. De pronto, Marn agarró la botella de ketchup y vertió salsa de tomate en sus platos, primero en el de la niña, luego en el del niño y al final en el suyo. Alargó la mano y les cortó la carne con pequeños movimientos entrecortados y nerviosos. Dejó caer el cuchillo con un chasquido y comenzó a llenarse la boca de comida. Los niños empezaron a comer con voracidad y pronto apenas paraban para respirar. Cuando ya no quedaba más comida en los platos, devoraron las tostadas hasta la última migaja y la última gota de mermelada. Llené de nuevo la taza de café de Marn y me llevé los platos. Pregunté a Marn si quería la cuenta.

—No —respondió, y sus delgadas mejillas se sonrojaron. Los niños se recostaron en el banco, estupefactos y resplandecientes—. Tomaremos un postre —y los rostros de los niños se iluminaron—. En serio.

Recorrió la habitación y la calle con la mirada. Después, se levantó y se dirigió a los aseos. Mientras tanto, me acerqué a la mesa y entregué de nuevo la carta a los niños. Se inclinaron sobre la lista vocalizando las palabras despacio.

—Una tarta de crema de plátano —dijo el niño al fin.

—Es tuya —dijo Marn al regresar a la mesa.

—¿Puede ser con helado también? —preguntó el niño en voz baja, antes de bajar de nuevo la mirada.

—Un helado de chocolate —dijo la niña. Sonrió. Tenía unos graciosos y grandes incisivos.

—¿Con nueces? —pregunté.

Dirigió una mirada inexpresiva hacia su madre y Marn asintió. Regresé a la cocina y preparé los postres extra grandes con nata montada encima del helado, adornando el montón con cerezas confitadas.

—¿Qué coño estás haciendo? —preguntó Earl, surgiendo a mis espaldas.

—¿A ti qué te parece?

—Eso es demasiado…

El tío Whitey le interrumpió:

—Vuelve al despacho, membrillo.

Ahora que se había emparentado con Earl por su matrimonio, disfrutaba mucho insultándole.

Earl tenía una cabeza grande, redonda y blanca con un escaso pelo amarillento pegado a un lado. Intentaba dirigir el negocio con disciplina militar, aunque sólo había aguantado una semana con los marines. Odiaba que llevara libros al trabajo y, cuando descubrió mi manual de francés, espetó de golpe, lleno de rabia:

—¡Los franceses son unos maricones!

—Retira esa palabra —dijo Whitey— o te las verás conmigo. No tomarás esa palabra en vano.

Earl abrió la boca, pero el tío Whitey siguió hablando.

—Además, mi sobrina se va a París. Está enamorada de París. Es una francófila impenitente.

Whitey pensó que había sido muy listo.

—De acuerdo, retiro lo de los maricones —concedió Earl. Tenía la cara colorada y se le estaba hinchando el cuello—. Pero quita esa maldita nata de ahí —me ordenó.

—Yo misma pagaré la nata de mis propinas.

A menudo, en cuanto Earl se marchaba, freíamos una bolsa entera de gambas rebozadas y nos las comíamos. Además robaba azúcar, cajas de mermelada y, sobre todo, ketchup. Me gustaba mucho el ketchup y no soportaba quedarme sin él. Earl no podía despedir a Whitey porque se había casado con la hermana de Earl y ella se lo impediría.

—Joder —dijo Whitey a Earl—, ¿qué problema hay con la nata montada? No hay más clientes. Dudo mucho que esos chiquillos hayan probado la nata montada en toda su vida.

Earl echó un vistazo por la rendija de una ventana de la cocina y descubrió a Marn. Me había olvidado de que estaba colado por Marn.

—Sí —asentí—, son sus hijos.

—Oh —exclamó, descorazonado, y me di cuenta de que él tampoco sabía que Marn tuviera hijos. Puse los postres en una bandeja y caminé marcha atrás por la puerta batiente hasta el interior del restaurante. Marn estaba fumando un cigarrillo y los niños la observaban, fascinados, como si nunca hubiesen visto a su madre fumar antes.

Voilà —anuncié. Los niños abrieron los ojos como platos.

—Qué bonito —dijo Marn. Levantó la mirada hacia mí y sonrió, esta vez de verdad. Tenía la sonrisa más dulce que jamás había visto, con profundas sombras en la comisura de los labios. Casi era guapa cuando sonreía y te miraba a los ojos. Había algo en ella que hechizaba. Podía entender por qué Billy —supongo— y Earl se habían enamorado de ella. Tenía un cuerpo pequeño, enérgico, duro y sencillo.

Earl se acercó a la mesa y empezó por ofrecer a Marn su antiguo puesto; intentó convencerla, pero Marn hizo aspavientos y dijo:

—No hace falta que insistas. Empezaré cuando quieras.

Earl echó la cabeza hacia atrás y la hundió en la joroba de su hombro, casi intimidado. Marn explicó que había venido al pueblo en busca del abogado Coutts. Earl me miró. Decidí que sería mejor que bajara las botellas de ketchup antes de que se diera cuenta de que las tenía en dudoso equilibrio, gollete sobre gollete.

—Necesito recuperar mis tierras —dijo Marn.

Ésa fue la primera noticia que tuvimos de ello.

—¿Qué vas a hacer con ellas? —preguntó Earl.

—Montaré una granja de serpientes —Marn alzó una ceja y sacó otro cigarrillo del paquete con un suave golpecito.

En ese momento se abrió la puerta, esta vez con un golpe de viento, e irrumpió violentamente una rubia corpulenta con una chaqueta acolchada verde, aullando:

—¡Ahí estáis, ahí estáis! ¡Sois la deshonra!

Marn tiró el cigarrillo, se dio la vuelta y se levantó del banco de un salto. Oí cómo le decía «¡Bliss!» a los niños. Después, en un santiamén, apareció en medio del pasillo del restaurante, blandiendo un cuchillo de cortar carne en un puño. Y un martillo en el otro. El contenido de los bolsillos de su abrigo. Los niños se deslizaron bajo la mesa, como si ya estuvieran acostumbrados a escapar de este tipo de peligros. Bliss se precipitó hacia delante, pero se detuvo cuando descubrió el cuchillo y el martillo. Su piel era gruesa, marcada por antiguas cicatrices de acné, y tenía los ojos y los labios hinchados, rojos de haber llorado o de padecer un fuerte resfriado. Su cresta de pelo hirsuto se tambaleó mientras vertía un torrente de acusaciones. Fustigó a Marn por asesinar a Billy Peace y llevarse el dinero del grupo. Y, en consecuencia, Marn moriría, golpeada por algo o alguien, quizá por la mismísima Bliss.

—¡Basta! —intervino Earl, plantándose detrás de Marn y de sus armas-herramientas, con las piernas apartadas y una actitud bravucona—. Lo que dices está fuera de lugar —dijo a Bliss.

—Entonces llama a la policía —chilló ella—. Llama a la policía y que la encierren.

—No ha hecho nada —dijo Earl.

—Estaba disfrutando de una comida tranquila con mis hijos —dijo Marn, balanceándose levemente de puntillas. Desprendía electricidad. Aquella confrontación parecía alegrarla y tuve la sensación de que estaba dispuesta a clavarle el cuchillo a la corpulenta mujer. Blandía la hoja de atrás hacia delante, como intentando decidir dónde hincarla con más facilidad. Tenía el otro brazo alzado con el martillo en la mano, listo para golpear. Yo me encontraba detrás de ella y de Earl, y Whitey estaba detrás de mí. Había salido para ver qué estaba pasando.

—Dios mío —exclamó. Me dio un golpe en el hombro y me susurró al oído—: Marn tiene la elegancia de una kamikaze, ¿no te parece? ¿O dirías de una gata?

—¿Tú también estás colado por ella?

—Me conformo —dijo Whitey— con una admiración muy distante. Quedémonos detrás de los abdominales de Earl.

Bliss se detuvo y se lamió los labios. Sacudió las manos como si quisiera secarlas. Entrecerró sus ojos rojos e hinchados y su mirada se tornó mezquina. Aspiró una gran bocanada de aire en sus mejillas, para recomponerse y, acto seguido, se lanzó hacia delante. Agarró el brazo del martillo y retorció la muñeca de Marn. Después, empujó a Marn sobre Earl, que dio unos pasos tambaleantes hacia atrás, lo bastante despacio, sin embargo, como para permitir que yo me apartara y dejara que estrellara su trasero contra la mesa donde había estado rellenando las botellas de ketchup. Las botellas fueron cayendo, rompiéndose contra la mesa, rodando por el suelo, al principio con un chasquido de cristales en cascada y, después, con los sonidos más apagados de las botellas chocando y rebotando. Whitey y yo nos apartamos, junto a las puertas, preparados para salir corriendo. Marn había soltado el martillo, pero el cuchillo había penetrado en el abrigo verde de Bliss a la altura de la axila, y Marn intentaba romper la prenda en silencio. La hoja dentada se había enganchado en los hilos. Bliss empezó a abofetear a Marn en la cara y los hombros; al principio, se había quedado muda, sin duda petrificada por el miedo. Después, cuando se dio cuenta de que el cuchillo no había penetrado en su carne y colgaba del forro del abrigo, bajó la mirada, frunció los labios, agarró el pelo de Marn con cada puño y tiró con fuerza. Marn gritó de dolor, volvió a embestir con el cuchillo y esta vez la hoja impactó en el cuerpo de Bliss. Sólo debió de entrar un centímetro, lejos de cualquier órgano vital, pero cuando Marn retrocedió, Bliss se tambaleó, con la mano agarrada al mango, y empezó a sollozar con un vehemente desconsuelo. Había ketchup por todas partes, pero sólo se habían roto unas pocas botellas. No creo que Bliss sangrara mucho. Todavía podía verse el mango que sobresalía del abrigo, y la mayor parte del cuchillo, de hecho, era visible. Mientras Bliss salía por la puerta, llorando, nos quedamos mirándola, sin decir nada. Se arrastró hasta un viejo coche color mostaza en el que no había reparado, abrió la puerta de un tirón, se subió, arrancó y se marchó.

—Una herida superficial —me dijo Whitey. Tenía estanterías llenas de novelas policiacas y de aventuras, con mujeres muy seductoras en las portadas, vestidas con ajustadísimas camisetas azules o diminutos vestidos de noche rojos—. Pero fíjate en las secuelas de la violencia.

Marn estaba temblando en el pasillo con los brazos colgando, sin moverse. Los niños seguían debajo de la mesa. Earl intentó bajarse de ésta sin derribar más botellas. Quité de en medio un par de ellas y las dejé en otra mesa con cuidado.

—Estás despedida —me dijo Earl, con voz temblorosa.

—No, no lo estoy —repliqué.

—Sí que lo estás.

—¿Por qué motivo?

—Te dije que no volvieras a colocar las botellas de ketchup en equilibrio. Además estoy harto de tu actitud.

Qu’est-ce que c’est —dije—. Menudo golpe.

—No puedes despedirla —intervino Whitey—. No sólo es una mujer inteligente y llena de gracia, que llegará muy lejos, sino que además no tienes a nadie más.

—Marn dijo que trabajaría.

—No lo haré si despides a Evey —respondió Marn. Ya parecía haberse recuperado y se agachó para hablar con sus hijos, que salieron de debajo de la mesa para refugiarse en sus brazos—. Con cuidado —les dijo—. No toquéis la mesa con la cabeza, la gente pega chicles ahí debajo.

A Earl le gustaba Marn en parte porque no sólo limpiaba la superficie de las mesas, sino que además rascaba la parte de abajo para quitar los chicles y caramelos secos. Ahora ayudaba a sus hijos a sentarse de nuevo en el banco, mientras yo iba a por trapos y un cubo de agua para limpiar el ketchup derramado. Mientras tanto, entraron un par de personas y tuve que atenderlas; después llevé nuevas tazas de café y platos de postre para Marn y Earl, que se habían sentado para planificar el horario de trabajo.

Una de las cosas que me gustaban del 4-B’s era el diseño del nombre. Había cuatro letras «B» enganchadas unas a otras, una antigua marca de ganado que pertenecía al antiguo dueño, pero también había abejas. Muchas abejas, aquí y allá, impresas en los salvamanteles. Las camareras llevábamos camisas amarillas con pantalón o falda negra: nuestro «uniforme». También me gustaba el hecho de que no hubiera un bote común ni compartiéramos las propinas, aunque aquello implicara que mimáramos nuestras mesas. A la hora del cierre, teníamos que fregar el suelo, limpiar las mesas y los bancos, e incluso los cristales si había poco trabajo. Debíamos repasar las máquinas de refrescos y los aseos.

El restaurante había sido antaño el Banco Nacional de Pluto y era una construcción sólida. Los techos eran altos y las lámparas colgaban de elegantes apliques de latón fijados a unos decorativos cuencos de escayola festoneados. Unas barras de latón recorrían el mostrador; los suelos eran de un viejo terrazo, las paredes estaban revestidas de mármol y en las esquinas se elevaban un par de majestuosas columnas. Las mesas y los bancos anaranjados estaban situados a lo largo de los grandes ventanales y la luz se filtraba por tres laterales bajo las viejas cornisas.

Al otro lado de la calle había una gasolinera y un apestoso cine que proyectaba películas de serie B. De vez en cuando se abría de repente, en un viejo y cerrado escaparate, una tienda de flores artificiales o cestas decorativas —el proyecto de la mujer de algún granjero para intentar vender su última artesanía— o una tienda de ropa de segunda mano que olía a sudor y a rata.

Marn Wolde meditaba melancólicamente mientras sus hijos devoraban una segunda ración de tarta cuando mi madre dejó a Mooshum delante del local. Se sentó en la mesa de Earl, a quien le gustaba molestar. Earl se marchó. Los hijos de Marn estaban tan saciados que se les cerraban los ojos. Dejó que se recostaran en los bancos. Les llevé sus abrigos para que los utilizaran como cojín. Después serví más café. Le ofrecí a Mooshum tarta de pasas con crema agria. Solía trazar una línea por la mitad con el cuchillo y cada uno comíamos una parte. Pero ese día compartimos la tarta entre tres, con Marn.

—Creo que parezco francesa, ¿no te parece? —dije a Marn.

—Bueno, eres francesa, ¿no?

La zhem feey katawashishiew —dijo Mooshum.

—Cuidado —dije a Marn—, va a coquetear contigo.

—Las francesas son bonitas, ¿verdad? Tú lo eres.

—Preferiría ser elegante —respondí—. Claro, tengo que llevar este uniforme. Pero mi hermano Joseph estudia en la Universidad de Minnesota. Le he ido a ver dos veces. Él está en Ciencias. Yo voy a estudiar Literatura. Estoy aprendiendo francés, mira.

Le enseñé el manual Berlitz que había encontrado un día de suerte en un mercadillo de la misión, impecable, sin la menor marca.

—Di algo, di algo —me animó Marn.

Le nord, le sud, l’ouest et l’est sont les quatre points cardinaux!

Mooshum torció el gesto con disgusto.

—¡No se dice así! Intenta hablar michif y suena como una maldita chimookamaan.

—Suena francés, Mooshum. Je parle français!

—Ejem, el francés… ¡Lee Kenayaen!

Me dio un manotazo y tomó un delicado y cauto bocado de la tarta. Había costado mucho ajustarle la nueva dentadura y se soltaba con facilidad. Todavía echaba de menos sus viejos dientes y la forma en que la comida se colaba entre los huecos. Entonces parecía más feliz, incluso cuando le hacían daño. Y los dolores de muelas siempre habían sido una buena excusa para tomarse un trago de whisky.

—¡Tú! —dijo—. Hija mía, serás famosa en la universidad. Como tu hermano —asintió con la cabeza a Marn y guiñó un ojo—. No es de extrañar con sus ancestros. Desciende de la realeza y por ambos lados. De los grandes jefes y los escoceses de sangre azul. Está emparentada con la mismísima Antonieta y, a través de ella, con la familia alemana de…

—Los mormones han vuelto a pasarse por casa con sus árboles genealógicos e intentan atraer a Mooshum a su religión, contándole que sus antepasados fueron reyes —expliqué a Marn.

—Sé que es cierto —aseguró Mooshum, mientras lamía el tenedor—. Y por el lado de los chippewas, también somos jefes hereditarios. Y somos veloces. Yo escapé de Johnson el Devorador de Hígados; sólo consiguió la mitad de mi oreja.

Y tocó su oreja mutilada.

—¿Qué?

—Mira —dije a Marn. Sus hijos se habían levantado y estaban coloreando tranquilamente en la mesa de al lado—. Nos repartiremos los turnos. Tú tienes hijos, así que elige tú la primera.

—Ya nos apañaremos —respondió Marn con una sonrisa un poco triste—. Creo que voy a cortarme el pelo.

—¿Qué es eso que me han contado? —preguntó Mooshum—. Acerca de una granja de serpientes.

Marn abrió los ojos como platos y parpadeó.

—Necesito ver al juez, Evey.

—Ven a vivir con nosotros por un tiempo —ofreció Mooshum—. La michiinn li doctoer ka-ashtow ita la koulayr kawkeetuhkwawkayt.

—Dice que el médico te curará las mordeduras de serpiente. Estoy segura de que él es el médico. Pásate por casa mañana e iremos a ver a Geraldine. Allí estará el juez Coutts.

Marn se echó a reír, pero también parecía asustada. Reunió a sus hijos para marcharse. Cuando se fue, le reproché a Mooshum:

—La has asustado con ese rollo de las serpientes.

Me miró.

—Las ancianas hablan de ella, las ancianas saben.

—¿Así que has vuelto a ver a las ancianas?

—Pero no a mi dulce querida. Tu madre se niega a llevarme a verla. Hasta me ha escondido los sellos. ¡No puedo ni escribirle!

—Yo te conseguiré sellos —dije—. Lo peor que puede hacer la tía Neve es no abrir la carta.

—Eres una nieta muy buena —dijo Mooshum, radiante—. Y desde luego, ¡pareces más francesa que cualquier otra chica de por aquí!