Un día, mientras me encontraba en una pequeña franja de sombra, mi tío se acercó a mí y me habló en voz baja, sin mirarme.
Está en ti, puedo verlo.
¿Qué está en mí?
Está en ti, puedo verlo.
¿Qué? ¿El qué?
Puedo verlo.
¿El qué?
Vas a matar a alguien.
Cállate.
Está en ti. Vas a matar.
Lo ingresamos en el hospital del Estado y yo me quedé en la granja hasta que mis padres murieron. Billy se marchó y llevó sus ideas de gira, hasta que por fin desarrolló una religión. No profesaba una fe como servidor de Dios, ni del tipo «Alaba a tu Señor», tampoco como un bagwam ni un maestro perfecto ni un derviche o un gurú Mahara Ji. Se trataba de una religión basada en lo que era la religión antes de ser religión. Por supuesto, necesitaba tener un nombre y cierta organización en cuanto Billy Peace la descubrió, pero intentó no emplear las palabras explosivas. Borró el término «Dios» después de predicar en Billings, y también «salvador», por ejemplo, tras pasar por Minneapolis, donde según me contaron Billy podría haber utilizado dicha palabra. Para cuando pasó la frontera, de regreso con sus seguidores, y siguió zigzagueando hasta casa, sólo quedaba el espíritu. La mayoría de la gente no lo entendió. Billy abandonó incluso el concepto del Anticristo. La idea del demonio implicaba su contrario, y Billy pensaba que a los devotos les parecía mucho más atractiva la figura del diablo que la figura del Padre, con su gran barba blanca, de los sueños de infancia. Sin embargo, siempre era así, aunque siempre cambiaba. Había espíritu, y aquello era tan amplio, tan amplio, que debíamos dejar fuera su inmensidad. Éramos como receptores, nos explicaba Billy: nuestros cerebros eran máquinas bioquímicas, pequeños receptores que reducían la inmensidad de la inteligencia espiritual a algo que éramos capaces de manejar.
Nuestra conciencia individual era un tamiz de lo divino. Sólo podíamos saber lo que nuestras mentes eran capaces de abarcar con toda seguridad. La tarea, tal y como lo entendía Billy, no consistía en ampliar las barreras del individuo, como uno podría imaginar. No exactamente. Billy creía que un grupo de mentes que convivían juntas, pensaban como una sola y respiraban como una sola, tenía el potencial para expandirse más que cualquier individuo. Si nos abríamos todos a la vez, juntos, en un mismo lugar, tal vez podrían rozarse los límites, los bordes de la vastedad del espíritu. Algunas noches nos quedábamos sentados formando un círculo de gomas elásticas unidas, tocándonos las yemas de los dedos, y permanecíamos así toda la noche hasta el amanecer, tarareando en la linde de ese campo invertido y ese cielo. Se tomó su tiempo para definir su estrategia y su objetivo. Tuvo sumo cuidado en suavizar los puntos duros del Manual de Disciplina. Y en planificar, conseguir dinero y encontrar personas que cumplieran sus requisitos. Al principio, se llevó a los más voluntariosos, decididos, cerebrales y experimentales. Después, apuntó a quienes contaban con explicaciones racionales. Últimamente acogía a los heridos, a los que carecían de algo, aunque tuvieran que ser organizados al mismo tiempo. Buscaba sobre todo a aquellos que mantenían puestos de trabajo desde hacía mucho tiempo. Debían presentar un historial escrito a máquina. No aceptaba a nadie sólo de palabra. Tenían que sentarse con él durante horas y meditar. Debían poner a prueba la calidad de sus mentes. No eran supersticiosos ni fundamentalistas. Tal vez pensaran que el mundo se acababa y que ese final sería una pesadilla económica. Tal vez creyeran en Dios, si Dios fuera indivisible de la luz. Nunca eran antiguos católicos: era como si aquéllos estuvieran inoculados. A veces había judíos en una o dos generaciones anteriores a su propia fe religiosa. O protestantes, aunque muy pocos habían sido rigurosos luteranos. Ni baptistas, ni hindúes, ni discípulos de Confucio ni mormones. Ni seguidores de ninguna otra religión tribal. Ni milenaristas ni apocalípticos.
En cuanto a mí, no encajaba en ninguna de esas categorías. En nuestros viajes al sur, conocí a una familia que criaba serpientes y creía que servían para expulsar a los demonios debido a su veneno. Permanecí en su iglesia durante medio año. Me sentaba con Virginia, la abuela, cuyo cabello blanco le llegaba hasta la cintura. Me decía que nunca me cortara el mío. Sus ojos se habían vuelto como los de una serpiente, con una línea negra por pupila, y tenía unos labios muy finos. Una de sus manos estaba encogida y negra a causa de una mordedura. En la otra, le faltaba el dedo anular. «Te morderán», me dijo, «pero sobrevivirás y vivirás en el poder». Me regaló dos de sus serpientes: un crótalo diamantino de un metro ochenta y una cabeza de cobre con marcas de clepsidra. «Tienen juicio», dijo, «y sienten amor».
«Pues juzgadme», dije cuando sujeté las serpientes por primera vez. «Cogedme», y lo hicieron. Encontré mi fe. Supe desde el primer momento que ésa era mi manera de acercarme al espíritu. Sus cuerpos frescos y secos se deslizaban sobre mí, rozándome la piel, indiferentes, curiosas, vacilantes, pesadas, mostrando la misericordia del espíritu, amándome y enviando a través de mí una oleada de sangre llena de poder. Me sentía libre cuando sujetaba las serpientes. Me volvía fría en lo más hondo de mi ser, mientras mi piel emanaba calor para calmarlas, ayudándome de las imágenes. Les ofrecía la calidez agradable, las rocas planas, las piedras negras y los rayos constantes y palpitantes del sol.
Después de que empezara a manejarlas en círculo, la pareja se mantuvo alejada de mí, y eso también fue un alivio.
Aun así, seguía considerándome una persona con poca fuerza de voluntad, una adepta, alguien que nunca elevaba la voz si podía evitarlo. Estaba convencida de que no tenía determinación alguna, ni brillantez mental. Era bonita pero ni remotamente guapa. Era joven, más joven de lo que se me permitía ser. Me sentía indefensa, salvo cuando sujetaba mis serpientes. Indefensa. Pero tenía esas imágenes, y por ese motivo Billy no dejaba que me fuera.
—Enséñame Milwaukee —me dijo Billy una noche.
Allí había pasado su familia dos años cuando la trasladaron antes de que murieran sus padres. Así que le mostré Milwaukee lo mejor que pude. Me tumbé allí y obtuve una visión general: los terraplenes verdes en junio, la sensación al entrar en nuestro restaurante favorito con una mesa reservada cuando se está hambriento y sabiendo que en menos de quince minutos la comida alemana empezará a saciarnos con pan alemán, cerveza alemana y schnitzels alemanes. Encontré el barrio donde había vivido Billy, el estuco polvoriento, la infraestructura de madera carcomida y el patio trasero, todo destrozado entre sol y sombra, las hojas; hallé a la madre de Billy completamente tumbada en el suelo enfundada en un traje rojo, dormida; volví hasta el porche, anegado por un calor contenido, y enfoqué los insectos zumbando indómitos contra las cortinas de la noche. Hallé el olor del río de Billy, el aroma al primer día de clase, a tiza y cera, el perfume de las toallas de papel limpias y ordenadas de los colegios de Milwaukee a principios de septiembre. Recuperé los cartones de leche y las pajitas. Di con la hermana de Billy, delgada y de brazos escuálidos, mientras dejaba a Billy en el suelo. Encontré un puesto de perritos calientes para él y le di una bolsita de cacahuetes y ganas de beber.
—No —interrumpió Billy—. Ya no más.
Lo veía venir aunque yo lo estuviera evitando. Me alejé de los verdugones ardientes, las tijeras, los pinzamientos, el ojo muerto, la correa, el cinturón, los zapatos de tacón de aguja, la maquinilla de afeitar, la derramada e hirviente tapioca, los fragmentos de cristal, los cuchillos, la armadura resquebrajada, la hermana, la hermana, el sótano, cualquier cosa bajo tierra.
—Enséñame, enséñame.
Billy estaba medio dormido. No sabía qué quería ver y, por supuesto, no pretendo insinuar que fuera a ver la totalidad de mi imagen de todos modos. Sólo recorrí el borde, obtuve las migajas, las gotas de agua que habían caído cuando los pájaros sacudieron sus plumas. Eso fue cuanto logré, pero no hizo falta más. Cuando se comparte de esa manera, el resto de la tierra se cierra. Uno se queda encerrado, enroscado, trenzado, y nace. Y yo podía hacerlo, tan sólo eso, y él lo necesitaba. Escapar.
—Enséñame.
Así que le enseñé, una y otra vez. Transcurrió otro año y la disciplina se hizo más férrea y más intensa a medida que el espíritu irrumpía dentro de Billy sin estar dispuesto a perdonarnos.
Una noche de enero, entró en el dormitorio y habló conmigo y los niños durante toda la noche, mientras apretujaba nuestras caras entre sus gruesas y cálidas manos y nos abofeteaba para mantenernos despiertos, apremiándonos a estar atentos.
—¡Escuchad! ¡El fin del mundo ha llegado!
Lloré y los niños lloraron, pero no nos dejó dormir.
—Hay algo incongruente, algo en ti, algo que bloquea el canal, algo que ennegrece la mirilla e interfiere en la frecuencia.
—No, te equivocas. Éstos son tus hijos.
—Me perteneces. Vuestras vidas son mías. Haré con vosotros la voluntad del espíritu. ¡Abajo! ¡Abajo! ¡Tumbaos en el suelo!
Nos miró con un odio escéptico y las horas sombrías fueron pasando. Por fin se quedó dormido. Los niños descansaban en mi regazo. Para entonces yo estaba muy nerviosa y totalmente despierta, así que me acerqué a mis urnas de cristal. Saqué mis serpientes para rezar con ellas. Se deslizaron sobre mí, envolviéndome, metiéndose entre mi ropa, aliviándome. Las serpientes escuchaban y yo también lo oí. El chinook llegó de repente. Sin más.
La temperatura cambió radicalmente. El aire cálido era capaz de derretir la profunda nieve acumulada en pocas horas. Oí las vigas que crujían, la nieve ya empezaba a gotear. Olía a tierra y a lluvia. El viento soplaba fuerte, y pronto la vegetación del invierno, gris oscuro y dorada, asomaría entre los montículos de nieve. El aire fluía, se movía, cálidas corrientes de un espeso aire que arrojaba frescura desde el suroeste cruzando carreteras mojadas y resbaladizas. Y entonces salieron los perros lobo, alzando sus largos hocicos en el aire.
Me sobresalté en un momento de zozobra y, en ese preciso instante, la víbora cobriza me golpeó de lleno, a la sombra de mi costado, demasiado cerca del corazón como para no matarme. «En el Señor», dije, tal y como me habían enseñado, y recogí mi preciosidad rojinegra. El reptil llevaba el paso del tiempo dentro de esos relojes de arena y sentí cómo la arena fluía por ellos mientras lo guardaba en su caja. Después me recosté. Dejé que el veneno me inundara. Dejé que llegaran las náuseas y las preguntas, y el fruto del árbol del poder. Dejé que la sabiduría se apoderara de mí. La inteligencia de las serpientes. Mi corazón se tornó negro y duro como una piedra. Me detuve una vez y volví a empezar. Cuando la vida fluyó de nuevo en mí, supe que me había vuelto más fuerte. Supe que había absorbido el veneno. Mientras avanzaba dentro de mí, supe que yo era el veneno y también el poder.
«Aléjate de él y llévate a los niños», me dijo la serpiente desde su caja de cristal, mientras se enrollaba para dormir en su nido de hierba.
Largos trayectos en tren, el lento y repetitivo suspense del que viaja. Había convencido a Billy para que me dejara marchar hasta Seattle en busca de dinero para los nuestros. Me llevé a las serpientes bien alimentadas en sus bolsas y acurrucadas contra el calor de mi cuerpo. Cuando se ponían demasiado activas, las guardaba de nuevo en sus estuches de cuero y las depositaba en el frío suelo junto a mis pies. Había logrado que él me dejara ir, aunque de alguna manera yo sabía que no regresaría completamente, no después de la mordedura.
Durante todo el viaje, dejé que surgiera. En el camino de vuelta, dejé que viniera a mí. Agazapada entre los suspiros y resoplidos de los demás pasajeros, viajé en un estado de duermevela, con el cuerpo dolorido y agarrotado dentro de los límites de mi doble asiento. En la oscura cordillera de las Cascadas, comprendí que yo era una oscuridad más lóbrega que aquellas montañas. Esa sabiduría penetró en mis articulaciones como un virus y, desde ese momento, permanecí allí sentada con un sufrimiento sereno. Aquello se convirtió en miedo en algún lugar del condado de Kootenai.
Al otro lado del cristal, un tupido bosque, negro, inerte y sin límites, se encorvaba bajo el peso de la nieve recién caída. Reflexioné sobre lo que me esperaba y me topé con un grueso muro blanco. Mis hijos se hallaban detrás. Mi amor por ellos era amor en estado puro. Jamás los abandonaría. Amaneció al llegar a Whitefish, en Montana. Anunciaron el desayuno. Tomé una decisión y me enroqué en ella. Una vez hecho esto, se me aclararon las ideas. Me senté en el coche restaurante y pedí unos huevos. Me los trajeron con un montón de patatas gratinadas muy doradas, acompañadas de tostadas con mantequilla y mermelada de uva en pequeños envases. Comí un par de bocados y tomé un café con leche en una taza de plástico. Mientras desfilaban, contemplé el oscuro pino contorta, el alerce amarillo y más árboles que muchas personas no llegan a ver en toda su vida. Giraban como los rayos de una rueda, se alargaban como tentáculos y tamizaban la nieve a través de sus agujas como si fuera fino polvo. Grandes espumas blancas resoplaban, cayendo de sus ramas.
Donde dos años atrás había tenido lugar un grave descarrilamiento y un vertido de cereales se hallaba un oso, un oso negro que había despertado de su estado de hibernación, sin duda atraído por el trigo bañado en lejía y fermentado que los trabajadores del ferrocarril habían enterrado detrás de una alambrada eléctrica y fuera de su alcance. Todas las demás personas en el vagón se habían entregado a una intensa conversación o se concentraban en las tortitas quemadas y el té poco cargado. Yo fui la única que vio al oso y no dije nada. Meneó la cabeza olfateando el olor a diésel, a metal duro y tal vez a avena hervida. Quizá estaba acostumbrado al número 28 con destino al este, porque no salió corriendo ni se inmutó siquiera; sólo esperó en la sombra a que pasáramos de largo. Mi futuro parecía inescrutable, un enorme nubarrón, una espesa niebla. Y la libertad se me antojaba inalcanzable, como todo ese cereal aplastado dentro de la colina. Mi vida era una trampa que se había cerrado sobre mí con suaves dientes, desde debajo de la nieve. El espacio aquí arriba parece infinito y libre, tan amplio que duele. Y duele de verdad. Pues estamos apelmazados, oprimidos y constreñidos, atrapados en la pena y olvidados.
«Hierba, agua, adelfillas de verano y cardos, venid a salvarme ahora», pensé. Sin embargo, no invoqué a Dios. Él estaba de parte de mi marido.
Cuando Frenchie llegó a la estación para recogerme, yo estaba ausente. Evidentemente seguía con el mismo aspecto y me comportaba de la misma manera, porque Frenchie me ayudó a guardar mi equipaje en la parte trasera de la camioneta y subió delante sin hacer el menor comentario. Billy no hacía cosas como ir a buscar a pasajeros a la estación, porque eso podría implicar tener que esperar y nunca se quedaba quieto. Ahora cada segundo de su tiempo estaba dedicado a su fin y era valioso.
—Te invito a comer —dije a Frenchie—. He recaudado unos diez mil pavos —y era verdad.
Además de trabajar como camarera, algo que solía hacer cuando necesitaba ganar dinero para algún tipo de material o una campaña religiosa, recaudaba dinero para Billy hablando en las asambleas de la gran carpa, escribiendo panfletos y mostrando mis serpientes en trance espiritual. En general, prefería el trabajo de camarera. Pero sacaba más dinero en el estadio y en las reuniones religiosas en la carpa. Sabía que en cuanto entrara en los barracones pasaría mucho tiempo hasta que viera de nuevo el mundo exterior. Por eso le pedí a Frenchie que entrara por la puerta del 4-B’s, una cafetería que abría las veinticuatro horas, donde había trabajado durante un año y que había abandonado sin generar el menor resentimiento e incluso con una oferta de aumento de sueldo. En aquel lugar parecía una persona normal, una mujer cualquiera, y ahora necesitaba sentirme así. Quizá sacara una foto de mi hija y de mi hijo y nadie haría el menor comentario sobre sus ropas harapientas ni entendería su significado; nadie preguntaría si ya habían interiorizado el espíritu.
Frenchie miró a un lado y al otro al sentarse. No existía ninguna regla fija sobre ir a comer a un restaurante, pero ambos sabíamos que era algo que no debíamos hacer; lo que se esperaba de nosotros era que fuésemos directamente a casa, a reunirnos con los nuestros, que ahorráramos el dinero y no lo gastáramos en un segundo plato de huevos que no iba a comerme o en el café aguado que Frenchie se iba a beber, mientras miraba en el interior de la taza de barro, rechazando más tazas y sintiendo la mano de mi marido en sus hombros, los intensos ojos de mi marido en la nuca y la voz de Billy, siempre radiofónica, diamantina y profunda, rotunda como un trueno y sonora como la esperanza. La voz de mi marido era perfecta, al igual que él era perfecto. Hecho a imagen y semejanza de Dios. La voz de mi marido era pura redención, una cuerda a la que aferrarse en una cegadora tormenta de nieve. La voz de mi marido transformaría mi voluntad, como lo había hecho anteriormente, cuando regresara y entrara en el suave halo de luz dorada que le rodeaba. Me hundiría en esa luz, desaparecería en su interior, sin poder resistirme, en el sueño que había tenido conmigo dentro. Me convertiría una vez más en una sombra, una luz arrojada con amor contra un muro.
Bebí el café despacio. Tenía que ponerme a prueba y observar cómo me comportaba en presencia de uno de los nuestros. Me alegraba que se tratara de Frenchie, que no era alguien muy observador. Había algo temeroso y escurridizo en él, algo no del todo auténtico. Tenía un rostro atractivo si uno se fijaba bien: facciones agradables, ojos verdes intensos con espesas pestañas, labios carnosos y nariz recta. Pero se comportaba como un animal apaleado: se arrastraba encorvado, hablaba como pidiendo perdón y nunca se dirigía al otro, siempre esperaba a que su interlocutor hablara primero. Tomaba lo que le daban. Supongo que ése era su lema. No quería causarle problemas, de modo que no intercambié más que unas pocas palabras educadas con otra camarera que había conocido en los tiempos en que trabajé en el 4-B’s. Pagué la cuenta con un dinero extra que había recibido en Seattle y que no había declarado, y dije que ya podíamos irnos a casa. Pero justo antes de salir eché un vistazo al local, y aunque era un lugar público, grande y funcional, con butacas de plástico naranja y la típica isla de ensaladas; aunque dentro del mundo de los restaurantes y bares no era nada especial, la luz que se filtraba por las ventanas formando gruesas cortinas de humo estuvo a punto de penetrar en mí como una prometedora esperanza.
Decidí que cuando todo acabara regresaría a ese lugar. Me sentaría en una silla y desplegaría la absurda servilleta con la abeja negra y amarilla y me la pondría en el regazo con cuidado. Pediría el desayuno completo para mis hijos. Y comerían. Entonces, cuando los viera comer, yo también sería capaz de comer.
Hasta entonces, ningún alimento entraría por mi boca, pero como debía cobrar fuerzas, no malgastaría ningún movimiento, ninguna moneda, ninguna respiración. Desde ese momento, yo era un secreto cerrado. Era todo cuanto sabía la montaña. Era la piedra sin remover.
Y la serpiente debajo también.
Algunos de nosotros vivíamos en gallineros, algunos de nosotros vivíamos en toneles, algunos de nosotros vivíamos al aire libre bajo el sol del solsticio. Algunos de nosotros vivíamos en las colinas, algunos vivíamos en la sierra con ganado, o en tractores, o en un viejo furgón de mercancías de Burlington. Algunos de nosotros vivíamos con marido o mujer, algunos con hijos, sólo hijos. Algunos de nosotros nos salvamos del calor; algunos nos salvamos bajo el frío invernal. Algunos de nosotros fuimos simplemente curiosos y no nos salvamos nunca. Algunos de nosotros vivimos bien con Billy, allá en la nueva cabaña de troncos, detrás de la chimenea, y nuestra ropa olía todo el día a pino y al humo de las hogueras de medianoche. Yo era su única esposa de verdad, con su nombre marcado a fuego sobre mí y mis hijos, y ésa era mi recompensa. Su mayor fidelidad, no la menor; yo representaba la procreación que Billy manifestaba tranquilamente ante otras mujeres. Me pertenecía en el más amplio sentido de la palabra y blandía ese hecho en mi cara como un espejo resplandeciente.
Para cuando llegamos al desvío de la carretera, un camino estrecho y bien cuidado (no los caminos surcados que transitaban las maquinarias pesadas), yo tenía las manos gélidas dentro de mis guantes de lana. Los edificios de la granja asomaban a lo lejos y me sentí vacía por dentro, hambrienta, pero no de comida. Mi piel estaba desesperada por abrazar a mis hijos. Llegamos al puesto de vigilancia. Sentía el sudor corriéndome por el interior de los brazos. El semblante se me quedó rígido con el esfuerzo de adoptar mis poses. Estaba transida de frío, helada hasta la médula. En el Manual de Disciplina, al que deben adherirse todos los nuestros, un corazón culpable es un corazón muerto, carbonizado, y, por ende, ha de ser rechazado. Expulsado. Mientras avanzábamos por el sinuoso camino y la gravilla crujía bajo los neumáticos, me puse a temblar. Sentía mis piernas desfallecer, flácidas. Me dolía la mandíbula. Sabía que Billy vería dentro de mí con una sola mirada y descubriría el humo lóbrego, el vapor, el resplandor azulado de la traición. Rezaría. Me dirigiría una mirada de triunfo y me aceptaría de nuevo en nuestro matrimonio, en la fe.
Me saludó con la mano, contento de verme y exultante con la imagen que había fabricado de un marido recibiendo a su esposa con los brazos abiertos. Aguardaba en el largo porche de la casa de dos plantas, una cabaña de troncos grises cuyas juntas se habían cementado muy rápido. No me había estado esperando. Había enviado a Deborah, la eterna penitente y su secretaria personal. Probablemente le habría hecho una felación por debajo de su escritorio; después se habría limpiado la boca con un pañuelo y se habría puesto a esperar. Ella habría estado pendiente de nuestra llegada en la carretera y entonces le habría mandado llamar a su despacho y a la centralita donde se afanaba el equipo de estenógrafas que trabajaban toda la noche sin cerrar nunca. Deborah habría ido a buscarle y él habría abandonado su oficina, justo a tiempo para recibirnos; parecía impaciente. Me bajé de la camioneta como si me tirara a una piscina desde lo alto de un trampolín sin tener claro si sabía nadar. Había un elemento nuevo, de un color verde intenso, emotivo y traicionero. Corrí hacia él. Quería mostrar una alegría impetuosa. Corrí hacia él y me abrazó contra su cuerpo mullido y cansado, su cuerpo de la corriente sólida. Era el único cuerpo de hombre que yo había conocido jamás. Sentí su aterradora bondad, su ardor, su secreta extravagancia de amor por mí. Su corazón latía fuerte bajo mi mejilla. No había escapatoria.
Enorme, suave y a la vez musculoso, con un poder imposible, Billy me rodeó. No era tan macizo como cuando absorbió aquel relámpago, pero sí lo bastante corpulento. Me perdí en la familiaridad de su carne y su voz, que sonaba rosa como el cielo. Su alegría y felicidad ante mi regreso centelleaban a mi alrededor mientras nos dirigimos a la habitación donde jugaban los niños, y donde se me había permitido sorprenderlos en sus juegos.
Los contemplé un momento antes de que se dieran la vuelta. Todavía tenía nombres para mis hijos, aunque los nombres de niños estaban prohibidos. Los míos eran los antiguos nombres, secretos ahora. Creo que su padre había olvidado cómo se llamaban.
Judah tenía el pelo de color arena y era un chico duro. Siempre daba la impresión de que sus cables estaban más tensos y afilados, y sus conexiones más desnudas y veloces; no sólo tenía la mente más inteligente sino el cuerpo entero. Sus ojos eran enormes, tristes y cálidos, y cambiaban de color como los de su padre. A veces se le oscurecían cuando experimentaba una fuerte emoción y se tornaban azabaches. La gente decía que tenía mis rasgos, aunque yo no lo advertía. En cambio, lo percibía en Lilith: se parecía a mí, sobre todo en mis fotos de la escuela primaria, con el ceño fruncido, siempre pillada desprevenida. Era una niña tímida y testaruda, ambas cosas a la vez, y sus repentinos ataques de holgazanería eran por pura voluntad, nunca por impotencia. A mí me parecía extremadamente inteligente, pero no había ninguna prueba externa de ello. No tenía manera de comprobar lo que sabía exactamente en relación con otros niños. Corrió hacia mí y se entregó a mí en cuerpo y alma, fundiéndose conmigo, oliendo a sal y nieve. Abracé a ambos con fuerza y hundí el rostro en sus ásperas cabelleras. Aspiré su resplandor y empezamos a elevarnos, como un bizcocho. Flotamos sólo a un centímetro de la alfombra de lana, abrazados y dando vueltas. Desde la puerta detrás de nosotros, nos envolvió un aire glacial y asfixiante.
Cada noche, a altas horas de la madrugada, en medio del amplio espacio abierto del centro de la casa, me despertaban los reconfortantes timbrazos intermitentes de los teléfonos, los mensajes de los conversos que llegaban tras la emisión mensual que él grababa aquí o en Grand Forks o en Fargo o Winnipeg y emitía después por todo el mundo. Cada llamada aportaba dinero. Llamaban mujeres para contar que habían visto una luz en el este, oído una voz elevarse desde la bajante de la basura, sentido el poder hirviendo entre sus nudillos, entendido otra exquisita lengua que flotaba en el aire sobre ellas. Llamaban mujeres para decir que su pan de molde adoptaba la forma del rostro de Billy y que su carne cruda susurraba su nombre. Las pequeñas notas adjuntas a sus cheques nos hablaban de sus hijos y de cómo habían sentido la llamada mientras les cambiaban el pañal. O cómo, mientras horneaban un bizcocho, de la masa salía paja con una incesante musiquita que significaba la salvación. Cuando respondían al teléfono en sus casas, sus propias voces decían: «Salvaos». Sus lavadoras se negaban a funcionar hasta que se emitía el programa de Billy. Les dolían las manos de tanto conocimiento, y las relaciones sexuales les hacían daño y las dejaban entumecidas. Morían de dispepsia, cáncer, verrugas mortales, algún virus poco conocido, urticaria, parásitos internos, parálisis cerebral, cáncer, cáncer.
Los hombres escribían y llamaban para contar a Billy que las radios de sus coches habían explotado en plena palabra, que sus herramientas eléctricas aullaban, que sus nombres se habían apagado y que de repente nadie recordaba quién era. Tampoco ellos recordaban sus propios nombres. Sus empastes emitían los programas de Billy en sus cabezas. Sus madres les habían advertido y no habían querido escuchar. Algunos hombres llamaban para confesar a Billy infidelidades escandalosas. Otros escribían que se morían de hipertrofia del corazón, hipertrofia de la próstata, profundos forúnculos, tiempo espantoso, demencia senil, un virus devastador, el beso de una mosca tse-tse, comida, herbicidas para el jardín, accidentes domésticos, trombosis, coágulos en las venas, una fuerte depresión, cáncer, cáncer. Todos los días y durante toda la noche, los teléfonos echaban humo y nuestra gente grababa estas salvaciones. Por la mañana, un barato papel cebolla cubría las mesas y los suelos, y los pies de las agotadas mecanógrafas arrastraban los testimonios por todo el suelo hasta los pies de la escalera.
—Veo que ha sido un buen viaje —dijo Billy.
—Sí —respondí.
Cogió mi rostro entre sus manos y hundió sus ojos en los míos. No me miraba a mí. Buscaba su propio reflejo. Se observaba a sí mismo observándome a mí, y, entre él y su propia mirada de sí mismo, yo era invisible.
—Me gustan los viajes en tren —dije, tan aliviada que tenía el sabor de la sangre en la boca.
Después dijo:
—Si me llegas a abandonar algún día, Marn, me llevaré a los niños. Me los quedaré yo. Y sabes lo que haré con ellos.
Hundió sus manos en mi pelo y me abrazó, después cerró la puerta de nuestro dormitorio e hizo lo que a veces hacía: una de las maneras. Me llevó junto a la cama, me desnudó despacio y luego me provocó un orgasmo con tan sólo rozarme, lentamente, aquí y allá, con tan sólo tocarme, hasta que me separó las piernas con fuerza y hundió su boca en mí con vigor. Tardamos casi una hora, según el reloj de la mesilla. Estuvimos mucho tiempo después de aquello. Me penetró sin quitarse la ropa, y la cremallera de sus pantalones me cortaba y arañaba. Chillé. Empujó con más ahínco y luego se retiró. Me sujetó las muñecas a la espalda y me arrojó sobre la alfombra. Después se agachó sobre mí y, suavemente, primero rápido y después despacio, inexorablemente, sin principio ni final, entró y salió de mí hasta que sentí hastío, deseos de dormir, hasta que gruñí y volví a gritar, hasta que no quise nada más, hasta que le deseé como lo había hecho la primera vez en aquel ardiente verano.
A la mañana siguiente, saqué el dinero durante la reunión, lo conté y se lo ofrecí a Billy. Lo colocó en una pila delante de él, lo bendijo y se lo entregó a Bliss, la tesorera. Era una mujer muy rubia de Aberdeen, en Dakota del Sur, muy competente y orgullosa de sí misma. Tenía la cara basta como la de un bulldog, con las mejillas caídas y una enorme y fea sonrisa. Y pensar —a veces me provocaba la risa— que yo había traído a Bliss hasta aquí. Había salvado a esa mujer de una catástrofe venérea. Había sido una bomba sexual, harta de encuentros malditos y confesiones, y aun así todavía manaba de ella una energía de sangre pura que se filtraba por las tablas del suelo de madera. Era diabética y usaba jeringuillas con agujas muy largas para sus inyecciones, no las típicas agujas cortas que había visto utilizar a otras personas. Decía que había renunciado al dolor, que era una ofrenda. A mí me parecía que desprendía un olor a algo carbonizado. A mi juicio apestaba, pero me fue cogiendo aprecio y, dado que también era la madre espiritual de mis hijos, acabé por quererla yo también, con todo mi corazón. A decir verdad, era una mujer por la que habría dado la vida si me lo hubiese pedido. Billy Peace la había elegido. Sin embargo, tras observarla esa nueva mañana, pensé que la mujer tenía las fornidas y castigadas manos de un carnicero.
Bliss se levantó entonces, como un guerrero verde pintarrajeado y enfundado en su equipo y su cazadora militar. Extendió sus gruesas manos y, durante un largo rato, también extendimos las nuestras para devolver la energía. Una canción empezó a escucharse y tuvimos que dejar que sonara dos veces. Después, ella bajó las manos y expuso el informe financiero. Lo gritó como si se tratara de alguna plegaria y, puesto que no eran más que números y mareantes porcentajes y tasas fiscales, así como las distintas vías en que el dinero entraría por aquí y saldría por allá —con buen aspecto, trabajando siempre para nosotros—, todos asentimos en el momento adecuado, cada vez que ella lo solicitaba, y sonreímos.
—Muy bien —dijo al fin—. El balance final. Necesitamos a tres personas para llevar a cabo un trabajo de un día y ayudar con los beneficios.
—Meditemos sobre quién puede ser —sugirió Frenchie agachando la cabeza.
Todos le imitamos. La mano de Deborah estaba gélida en la mía, fría como la luz. Si había alguien a quien consideraba una verdadera amiga, probablemente ésa era Deborah, cuyos hijos tenían edades parecidas a las de los míos y con quien había luchado contra pequeñas tentaciones en el huerto y la cocina. Era una mujer morena y dócil, de pelo largo y ojos cansados. Yo tenía la piel muy blanca, lo más blanca que se pueda imaginar, blanca como la nieve, como un fantasma, como la hierba. Una piel sana, bonita, sin la menor venita ni lunar. Lilith poseía esa misma piel fina, un envoltorio perfecto, un maravilloso y elástico barniz que permitía cualquier cambio interior, que compensaba, se estiraba o encogía a voluntad, se suavizaba o endurecía con cada cambio de tiempo. Una piel sensible que nos envolvía los huesos de modo exquisito. Me quedé allí sentada, dando la mano y dejando que la energía fluyera a través de mí y por encima de mí, absorbiendo los invisibles rayos de ardor y unidad que cada uno arrojaba al centro del círculo. Nos regodeábamos en esta comunión, nos revolcábamos en ella como animales en las mañanas en que nos despertábamos desamparados.
Exprimí la luz de la mano de Deborah y se sobresaltó de sorpresa o de dolor.
—¿Qué sucede?
—Nada, es sólo el día antes de mi purificación —respondí en un susurro.
Asintió y volvió a agachar la cabeza, bajo el crepúsculo humeante de las meditaciones matutinas. Levanté la vista, algo que no había hecho nunca en un círculo. Liberé la mirada y, desde los bordes de mi pañuelo, clavé los ojos en los de Bliss, que me observaba con sus ojos de dinero. Ojos vacíos. Sabía que no debía mirar esos ojos. Estuve a punto de soltar la mano. Si ella hubiera sabido lo que estaba pensando, lo que deseaba hacer, habría acabado antes de empezar. Si tan siquiera lo llegara a sospechar… Bliss, a quien debía vigilar, la aniquiladora, la removedora de piedras… Esbocé una vaga sonrisa, como si estuviera confundida y despertara y volviera a sumergirme en mi sueño. Cerré de nuevo los ojos y, desde mi propia y oscura conciencia, miré hacia dentro, muy adentro, al pozo de una mina vacía.
Imaginábamos oro. Visualizábamos un sustento original, absoluto y completo. Veíamos grandes trozos, lascas, cuentas, vetas y pepitas enteras. Los veíamos a través de la roca y el lodo gelatinoso, de la turba y el esquisto, de los vestigios del tiempo oscuro y perdido, de los dientes de marfil y la madera petrificada, a través de los huesos y la sangre alquitranada de los dinosaurios. Veíamos el oro, lo saboreábamos, mordíamos las monedas doradas, crédulos. Muy pronto íbamos a empezar a excavar en el campo trasero.
Comencé a llevar un diario, no el típico registro escrito, sino un diario mental de los momentos más importantes. Ésta es una lista de lo que memoricé:
Billy entró en el dormitorio una noche, respiró hondo y aspiró todo el aire de la habitación.
Billy esperó a que saliera de la ducha y cruzara la puerta; y mientras yo permanecía desnuda, chorreando agua, me secó con el hierro incandescente de su mirada.
Billy se acercó a mí con los brazos extendidos, sollozando, y me dijo que nadie más que yo podía consolarle.
Billy nos obligó a los niños y a mí a arrodillarnos hasta caer jadeando.
Bebimos leche agria y cuajada mientras nos cogía por el cuello y nos bisbiseaba al oído.
Nos dijo que nos quería hasta la mismísima muerte, a mí y a los niños, y que por eso no apartaría jamás los ojos de nosotros. Nos observó toda la noche mientras dormíamos.
Billy hundió su rostro en mi regazo a la mañana siguiente y roncó mientras yo permanecía quieta durante horas, pensando.
Billy me acarició hasta que me sentí desfallecer por dentro y después se detuvo y se quedó dormido.
Billy dijo que me deseaba y, a continuación, se provocó un orgasmo.
Billy me trajo una pequeña bandeja donde había puesto una taza de chocolate muy caliente. Con el orgullo de un niño, me observó mientras me lo bebía.
Billy me hizo correrme con los ojos cerrados, la boca amordazada, los oídos sellados y las piernas y brazos atados.
Billy dijo que me iba a hacer suya para siempre y que esperara ahí.
Billy me grabó con una aguja el signo infinito de la vida eterna en el interior del muslo. Me susurró una canción para calmar mi llanto. Lamió la sangre y apoyó la boca en mi sexo para distraerme mientras me curaba la herida con alcohol. Y frotó en el signo tinta cruda, una tinta rojo oscuro.
El suyo estaba ahí, todavía más oscuro.
La noche después de que me marcara, metí a mis serpientes en la cama conmigo. Desnuda.
—Ven —le dije a mi marido cuando entró en la habitación. Billy alargó la mano hacia su almohada y el cascabel tintineó—. Despacio, despacio.
—Sácalas de ahí —dijo Billy—. Sácalas de ahí, Marn, por favor.
Les encanta acurrucarse en el hueco de mis axilas donde el calor es mayor. Percibían su olor, que era potente, un olor crudo tan puro como el sexo.
—Míralas, Billy. Son mis corderos de Dios —dije.
—Sácalas de ahí, Marn. No les caigo bien.
—Es porque tu carne es fría y sudas frío —respondí—. No les gusta el olor del sudor. Además hay demasiada luz en ti. En cambio, mi interior es oscuro. Y caliente.
—Hay algo perverso en ti —dijo Billy—. Ojalá pudiera expulsarlo de tu cuerpo.
—No, no quieres eso —dije riéndome—. No expulsarías lo que más necesitas. Es lo perverso que hay en mí lo que tanto necesitas.
—Guárdalas, guárdalas ahora mismo —dijo.
Pero le encantaba follarme con el almizcle de las serpientes en mi cuerpo. Olía su propio miedo.
El trabajo empezaba después de la meditación. A mí me tocaba atender la cocina. Era un trabajo que hacíamos todos, incluso Billy, aunque en escasas ocasiones. Cocinábamos con amor al espíritu y, dado que Deborah era mi compañera, me apetecía mucho hacer esas tareas, sobre todo desde que se nos permitía traer, a media tarde, a nuestros hijos desde los barracones.
Éramos muy cuidadosos y meticulosos con lo que comíamos y lo que dábamos de comer a los demás. Teníamos que serlo. No había mucho que comer. Intentamos cultivar un invernadero y productos hidropónicos, pero sin éxito. Los halcones se llevaban a nuestras gallinas. Nuestros pavos levantaban la mirada bajo la lluvia y se ahogaban. Las ocas alzaban el vuelo y desaparecían. Las cabras se comían el huerto. Las comadrejas atacaban a los cochinillos y los coyotes mataban a los terneros. Nadie sabía cómo llevar una granja salvo yo, y yo echaba de menos a mi padre. Cada dos meses, comprábamos un cerdo cebado o un novillo y lo despedazábamos en el gran matadero de cemento: un procedimiento poco agradable. Me había comprado una pistola neumática para poder matar eficazmente y siempre me marchaba una vez sacrificado el animal. No soportaba la visión de los demás mientras lo despedazaban. No era más que caos y desperdicios.
Cuando Deborah y yo teníamos a nuestros hijos por la tarde, cocinábamos. Al menos éramos dos las que sabíamos cocinar. Enchufábamos la gran amasadora y mezclábamos la masa para hacer pasta, pan y galletas. Pelábamos y picábamos las zanahorias para preparar una crema con eneldo. La otra verdura consistía en brócoli comprado en la tienda, y le dimos mil vueltas hasta que nos dimos cuenta de que si lo triturábamos, lo mezclábamos con pan rallado y lo horneábamos con queso y leche, cundía mucho más. Cuando íbamos a por nuestros hijos, a las dos de la tarde, estábamos agotadas y contentas con nuestro trabajo, y yo casi podía olvidarme de mí misma en lo mejor del día, sólo que no podía impedir que mis ojos se fijaran en algunas cosas: el candado en la puerta del área de juegos, el interfono en el cuarto de cambiar pañales, los cierres de las ventanas y los cerrojos en el interior: las gruesas y reforzadas paredes de un búnker.
Un año antes, habría dicho que el búnker protegía a mis hijos de cualquier daño, del exterior, de las influencias corruptas, de las nubes y la confusión de todo lo que vivía y respiraba y se movía fuera de nuestra comunidad. Ahora ya no pensaba lo mismo cuando me reunía con Judah, cuando abrazaba a Lilith y acariciaba su insufrible calor, soportando la alegría de su fuerte y feroz abrazo en mi cintura, su susurro, suave y vehemente, «madre», una palabra prohibida que pronunciaba en secreto. Mantuve la vista fija y vacía y sonreí con una prudente neutralidad por encima de su hombro. Anguish, su cuidadora, brillaba con el dolor apagado de la mujer que ha perdido a todos sus seres queridos. Estando ebria, se había tirado de una caravana en llamas. Y sus hijos, abandonados a su suerte, murieron carbonizados. Los míos no. No se llevaría a los míos. Me estaba preparando para huir con ellos.
Judah respiró y noté su aliento caliente en mi nuca. Había sucedido algo otra vez. Tal vez el problema con Anguish, su carácter entrometido, de lo que me había quejado a Billy. No podía correr el riesgo de protestar de nuevo y levantar cualquier sospecha en su corazón, así que cuando le pregunté a Judah deseé con todas mis fuerzas que no se tratara de Anguish.
—¿Ha sido ella?
—No…, es que he disgustado a padre, ahora mismo, hace unos minutos. Estaba aquí y me puse tan nervioso que se me olvidó la máxima de esta semana del manual y me regañó.
—¿Te regañó?
—Me ha mandado hacer un turno.
Abracé a Judah más fuerte. ¡Un turno! Eso significaba que en lugar de ir a la escuela, Judah tendría que cumplir un turno. Siempre había uno de nosotros en la habitación donde celebrábamos las asambleas. Uno de nosotros tenía que permanecer ahí y sufrir. El dolor mantenía la habitación libre para el espíritu, según le habían explicado a Billy. ¡Pero Judah era demasiado pequeño!
¿Cuándo?
Mañana.
Estás enfermo. Lo haré yo por ti.
Existía una regla según la cual uno de nosotros podía sufrir en lugar de la persona prevista, si ésta se encontraba demasiado enferma o estaba siendo purificada. Llevé a Lilith y a Judah de vuelta a la cocina y sonreí, bromeé y los abracé, lo mismo que Deborah con sus hijos, mientras registraba el armario.
—¿Qué estás buscando?
Era Billy a mis espaldas, con su voz profunda y musical. Pero ya había escondido la salsa de soja: una botellita entera le causaría a Judah una leve fiebre. Lo suficiente como para mantenerle alejado del turno mientras yo lo cumplía.
Permanecer inmóvil durante un día entero, perderse en la inmovilidad, sentir la sangre latir dolorosamente, estancada. Le tenía tanto miedo a los turnos que me invadió una ola de adrenalina ante la perspectiva. Decidí correr para estar preparada. Recorrí mi largo camino, la ruta de mi serpiente de cascabel, la senda de hierba del puercoespín. Correr es recrearse en una fingida libertad. Corrí despacio, acompasando la respiración con los pasos, pasando las habituales vallas y alambradas, y reflexionando. Correr es como viajar en un tren al cabo de un rato, un movimiento que permite a los pensamientos fluir con nitidez desde un lugar de la mente que nos sorprende.
Me di cuenta de que estaba corriendo en un amplio y falso círculo, inútilmente despierta.
Despierta ya, las cosas habían cambiado dentro de mí. Nunca había cuestionado los turnos. Ni el daño y el dolor ocasional. Una parte de procesar el espíritu residía en una disciplina de las aflicciones, pues sólo encontramos a nuestro creador en la destrucción, diría Billy. Elegimos principalmente nosotros mismos. Bliss tenía un corazón calcificado. Se golpeaba el pecho y, en lugar de utilizar una diminuta aguja para diabéticos, empleaba un émbolo de novocaína, largo y lo suficientemente lúgubre. Anguish mortificaba sus uñas. Frances dormía directamente sobre unas tablas de madera, sin mantas. Comía solamente carne, por lo que apestaba. Mi amiga Deborah practicaba el sexo servil e incompleto y recibía con agrado sus migrañas. Billy practicaba siendo simplemente quien era. Suficiente dolor.
Aceleré y corrí más lejos, en el circuito cerrado donde se me permitía, calentita en mi ropa ligera bajo el sol que poco a poco se tornaba más fuerte. Las culebras de las praderas habían salido esa mañana y se calentaban en las rocas orientadas hacia los rayos más intensos del sol. Eran negras con rayas amarillas e inocentes panzas también amarillas. Al tocarlas o levantarlas, olían a flores podridas. Conocía algunas por su tamaño y su temperamento. No eran venenosas como mis corderos en su acuario, pero también me gustaban las serpientes inofensivas. Se enrollaban formando un ovillo para soportar los largos inviernos. Ahora se estiraban, lacias y calientes. Un aroma a salvia cortaba el aire donde la nieve se había derretido formando manchas de tierra cálida. Salté por encima de unas quemadas matas de hierba y recorrí pastos ramoneados por el ganado hasta la tierra mansa y triste, y siempre la salvia, esa planta verde e inflamable, y más allá, al otro lado de la valla, una bandada de gansos nevados en su viaje de regreso.
Me detuve, abrí los brazos de par en par y di vueltas en seis círculos. El cielo sobre mí, debajo de mí, al norte de mí y al sur. El cielo a mi oeste. Una persona debajo de todo ello, viva y palpitante, sumergida en este magnífico entorno. Cuando giré sobre mis talones, levantando una nube de polvo, corría por la mera alegría de moverme por el aire, en esta vida, en esta dicha que emergía de la tierra.
Volví con todo aquello a mi disciplina.
Las primeras dos horas del turno fueron las peores. Parecía imposible mantenerse de pie totalmente inmóvil. Cada músculo dolía intensamente, cada hueso se quejaba y el corazón, aburrido de tanta dirección contraria y tan tensa quietud, latía malhumorado en mi pecho. Podía oírlo y sentir ese pájaro moverse en la jaula de mis costillas con un zumbido de náusea. La tercera hora fue mejor y la cuarta ya no fue nada. Pasó como una mano en mi frente, pues estaba perdida en lo que estaba viendo. Una cálida sensación de dolor entraba y salía de cada respiración antes de alejarse. A través de esa percepción agarrotada, se abrió una puerta y mis serpientes se deslizaron para venir a hablar conmigo. Mi príncipe de diamantes, mi reina de tierra roja. Me hablaron en voz baja, con susurros protectores, y me dijeron lo que debía hacer.
Escuché, pregunté y me aseguré de que había entendido cada paso. Después, me incliné ante ellas por mi libertad. Les di las gracias por mi vida. Vi cómo sujetaría la cabeza de cascabel de mi príncipe sobre un paño y extraería con sumo cuidado el veneno de sus dientes para verterlo en un pequeño frasco de especias que habría lavado a conciencia. Haría lo mismo con tres serpientes más hasta conseguir bastante veneno para llenar la jeringa que habría cogido del botiquín de Bliss: guardaba una caja entera. Soltaría a las serpientes. Rompería su terrario en pedazos, trituraría el cristal y lo vertería en el pozo. Clavaría la punta de la jeringuilla cargada en una manzana y la envolvería en una hoja de papel para colorear. La llevaría. Anguish me pediría que le enseñase el dibujo que había hecho Lilith, pero yo esbozaría una amplia y reluciente sonrisa y le contestaría que no podía, que era una sorpresa para su padre, lo cual era verdad.
Está en ti, puedo verlo.
¿Qué está en mí? ¿Qué?
Está en ti, puedo verlo, vas a matar.
Estaba deprimida, me había venido abajo, y la única forma de salir de esa situación era relatar una visión, lo cual había hecho. Había aprendido de Billy a contar con antelación lo que iba a hacer. Le susurré al oído:
—He visto cómo iba a follarte.
El odio era un animal tan feroz que yo deseaba que cogiera a Billy en sus fauces. Pero no podía, aún no. Habría días y días. Habría un tiempo para correr y un tiempo para detenerse, un tiempo para matar y un tiempo para cosechar. Habría un tiempo para reunir y desunir, un tiempo para comprender mi visión y un tiempo para llevarla a cabo. Un tiempo para mantenerse al margen y un tiempo, al final de todo, para dar.
Ese tiempo al fin había llegado.
Monté a mi marido con ardor, clavé mis dos dedos pulgares debajo de su mandíbula y apreté y le estrangulé hasta dejarle acorralado y débil, y entonces, como una gata, le robé su aliento. Durante toda la noche le robé con mi codicia, provocándole una erección con mi boca y tirando de él con el resto de mi ser, furiosa y delicada, instructiva cuando se desvanecía, y castigadora. Después fui buena con él. Le planché. Se quedó tumbado, muy quieto, debajo de mí como si estuviera debajo de una plancha caliente. Me arrastré una y otra vez por la sábana de su espalda y descendí por sus piernas, moldeando cada parte de su cuerpo, suavizando al gemelo maligno para alejarlo, alisando al malvado que se había deslizado dentro de Billy como una bola arrugada dispuesta a prenderse en el queroseno de mi cuerpo. Le até las manos a los laterales de la cama y medí su rostro con mi propia hambre sin rostro. Le besé con mis labios mudos. Le impuse tarea tras tarea y, después, cuando hubo terminado y la luz aumentaba, decidí que le odiaba tanto que no le dejaría respirar hasta que me soldara dentro de él. Hasta que le dominara de modo que no pudiera volver a lastimar a nadie. Hasta que entrara en sus entrañas como un río de plomo, me endureciera en sus agallas y le volviera todavía más loco. No, no le soltaría hasta fundirme en sus huesos como una enfermedad devastadora. Hasta carcomerle, devorando su futilidad y llenándole de una hermosa ansia.
Cogí la aguja cargada de veneno de la serpiente que estaba clavada en la manzana del bien y del mal dentro del papel de dibujo de los niños y retiré la manzana. A continuación, clavé la aguja rápidamente, con cuidado, como una experta, pues lo había visto hacer en numerosas ocasiones en mis imágenes, en medio del sonoro músculo de su corazón.
«Ahí», dije, mientras acariciaba su piel donde acababa de sacar la aguja. «Ahí», y abrió los ojos. «Ahí será quemado».
Mientras se convulsionaba y moría, me vino la imagen. Le ataría una ancha corbata en el cuello y lo colgaría de la viga. Le pediría a Bliss que cortara la soga. Tuve la visión de Billy tumbado e inmóvil en los ojos de los demás; me llegó el poder de ese momento y su tristeza. Vi la vieja mirada de mis hijos, los vi dándome la mano con calma, sin llorar, mirando las colinas fijamente. Vi a Bliss corriendo como una loca, echando espumarajos por la boca, dejándose las entrañas, riéndose y después apartando el espíritu de Billy de su camino mientras se abría paso despacio hacia el cielo. Comprendí que ella organizaría a los demás y tomaría el relevo de Billy, pero antes de que me echaran el guante con el Manual de Disciplina, nos habríamos escapado con el dinero.
Sí, nos vi comiendo esos huevos en el 4-B’s: mis hijos y yo, y el título de propiedad a mi nombre.