Deambulamos por el desierto durante tres años y di a luz a dos hijos en el aturdimiento y la precipitación de las visiones viajeras de Billy. Sus cogniciones nos aplastaron como si fueran camiones Mack, lanzándonos de carpa en carpa y de pueblo en pueblo. Aullaba con la señal; a continuación, se retorcía de dolor ante las terribles visiones que le asaltaban, pedía a gritos lápiz y papel, rugía, vomitaba y luchaba con el conocimiento hasta que terminaba tumbado en el suelo del cuarto de baño, tranquilo y agotado, y me decía: «¿Dudas ahora?».
Yo nunca dudé. Tuve fe en Billy desde aquella primera noche en que le oí hablar. Tuve fe y me aferré a él, totalmente. Pero con el paso de los meses y luego de los años, echaba de menos a mis padres. Añoraba su rutina cotidiana, sus pequeños números, incluso la familiaridad de sus peleas. Echaba de menos poder prefigurar su peligro y conocer un lugar seguro donde resguardarme: en mis imágenes. Ahora tenía dificultades con las imágenes. Debía mantenerme en este plano de la existencia por mis bebés, ése era el motivo. Y como ya no conseguía desaparecer dentro de mis imágenes, necesitaba volver a casa.
Judah es un bebé tranquilo y sonrosado, con los labios rojos y suaves como pétalos, las mejillas luminosas y marcadas por las costuras de mi camisa. Y Lilith, tan pequeña y cálida, arrullada en los pliegues de mi falda, suspira y se sume en un profundo sueño.
—Vamos a ir a ver a la abuela y el abuelo —susurro a mis bebés, recordando el rostro de mi madre. Todavía no los conoce.
Nada puede quitarme esa idea de la cabeza; se ha convertido en una obsesión.
—Billy —empiezo cuando llega—, nos vamos a casa.
—No —responde sin la menor vacilación.
—Tenemos que hacerlo —insisto.
Nunca me he enfrentado a él antes y mi fiereza le sorprende primero y luego le conmociona.
—Tus padres murieron cuando eras niño —explico—. Tu hermana te crió hasta que te alistaste en el ejército y después se vino abajo. Así que no comprendes el verdadero sentido de un hogar, de unos padres o de un lugar donde has crecido y al que deseas volver. Pero ya es hora de regresar.
Se sienta en el borde de la pequeña cama en nuestra habitación de motel. Le he preparado una taza de café caliente que se toma mientras me escucha.
—Mañana —sentencio.
Le explico que últimamente he hablado más a menudo por teléfono con mis padres. Con el nacimiento de sus nietos, se han vuelto más resignados con Billy e incluso le saludan los días de fiesta y por su cumpleaños. Sé que si volvemos a casa y llevamos a los niños todo irá bien. Mis padres vendrán a visitarnos. Creo que ha llegado el momento de que esto ocurra, de que se arreglen las cosas.
—Nunca te he pedido nada antes —digo a Billy, y es la verdad—. Me voy a casa —repito.
—Pero acabo de empezar mi ministerio aquí. No puedo abandonar a nuestros feligreses.
Hemos convencido a ocho jubilados, que han liquidado todos sus bienes para unirse a nuestra congregación. Nos hemos establecido en caravanas, en una parcela de tierra que nos ha donado uno de ellos, en el Gallatin Valley, cerca de Bozeman. No llega a una hectárea y vivimos algo hacinados, siempre oyendo el ruido de la radio del otro.
—Tienes tierras en la reserva —digo—, y podemos conseguir una parcela mayor cerca de la casa de mis padres. Podemos comprar un edificio en el pueblo y abrir una librería dedicada a Dios. Pero quiero vivir allí donde está mi familia, cerca de la granja. Echo de menos aquella tierra llana, aquellos cultivos verdes, aquellas nubes… Cultivamos de todo —le explico—. Maíz y soja, flores, lino. Echo de menos los campos azules. Los campos de color mostaza. Los girasoles que giran todo el día en busca del sol. Echo de menos el huerto de la casa. La menta para el té helado. Los tomates tan grandes como tus pies.
Billy reflexiona. Tal vez, al final, sea la referencia a la superficie de la granja, trescientas sesenta hectáreas, lo que termina por convencerle, aunque sabe lo de mis dos hermanos. No voy a heredar las tierras, o eso parecía entonces. Durante una semana, me doy cuenta de que lo está rumiando y no digo nada. Me da miedo inclinar la balanza hacia el lado equivocado si abro la boca, al decir algo que no debiera o hablar demasiado.
Y de pronto, una noche, en una reunión, levanta los brazos y lo anuncia. Nos mudamos. Me siento tan feliz, afortunada y orgullosa mientras le miro, delgado y atractivo, con el rostro fresco y sonriente, ante sus seguidores, que no me planteo en ese momento dónde vivirán. Ellos ocho y nosotros cuatro nos damos la mano y oramos formando un círculo. Cantamos durante una hora y después nos separamos. Esa noche todos empezamos a empaquetar nuestras cosas, y al cabo de varios días emprendemos el viaje formando una caravana. Hasta que cruzamos la frontera no caigo en la cuenta, sobresaltada —aunque nada se haya expresado claramente con palabras—, de que el lugar que Billy tiene en mente para aparcar las caravanas es la granja de mis padres. ¿Dónde si no?
Cuando se lo pregunto, me contesta:
—Yo me haré cargo de sus reparos. Hablaré con ellos.
Sonríe. Sus gafas de sol, curvas y plateadas, me reflejan a mí y al paisaje a ambos lados, ahora una perfecta llanura. El cielo muestra un tono gris, dorado por la tierra. El sol luce enorme y evanescente y parece llevar colgando sobre nosotros más tiempo en esta zona, emitiendo una luz más intensa y difusa. Mis padres me han contado que a principios de mayo tuvo lugar una larga y terrible ola de calor. Había sido la primavera más calurosa que se recordaba, despiadada y seca. Y aunque las temperaturas habían bajado levemente, seguía sin llover y la tierra sufría.
Era como cuando conocí a Billy. Otra sequía. Pero nosotros acabaremos con ella.
—Traeremos la lluvia —digo, emocionada, cuando nos hallamos a pocos kilómetros de la granja. No es más que algo que decir en ese momento, pero Billy me mira y se queda pensativo. Estamos esperando el Apocalipsis que nunca llegó en el día que había predicho Billy; que tan sólo era una fecha preliminar de todos modos, según él. Este Apocalipsis que esperamos es distinto al habitual, y las señales de que se aproxima se multiplican, según la correlación que establece Billy entre la Biblia y las páginas de las noticias económicas. Pero mientras esperamos el fin del universo y giramos por la carretera, a Billy se le ocurre que debemos rezar para retrasar lo inevitable. Eso mismo es lo que explica a mis padres, apenas quince minutos más tarde. Hemos dejado a los demás aparcados en el desvío.
Me abrazo a mis padres, llorando, y ellos gritan de alegría al ver a los niños. El tío Warren aguarda al fondo, tenso y vigilante. Tiembla con la fuerza de las emociones que se han desatado a su alrededor. Y con sus propios pensamientos. Me cuido de no mirarle a sus ojos desvariados. Es el regreso de la hija pródiga. Conmigo se muestran muy indulgentes, pero severos el uno con el otro. No me guardan rencor por mi ausencia, incluso a pesar de todo lo mal que lo han pasado, y parecen aceptar a Billy. Con voz grave y cortés, mi madre le hace señas para que suba las escaleras hasta sus dominios. Ella colecciona cristal: cuencos, figuritas, jarrones y retablos. Sujeto firmemente a Judah y dejo a Lilith con mi padre. Entramos en la sala de estar y oímos cómo Billy se maravilla ante los objetos de cristal. Observa cada una de las piezas, acaricia con el dedo las curvas del unicornio verde de mi madre y saca brillo con el interior del puño de su camisa a un pesado huevo azul. Y cuando ya ha terminado de recorrer todos los objetos de cristal, sale a los cobertizos y a los establos con mi padre. No sé qué hacen allí ni qué dice Billy, pero cuando regresan, su mano descansa firmemente en el hombro de mi padre, quien frunce el ceño, concentrado, moviendo la cabeza arriba y abajo. Mi padre tiene el rostro blando y cansado. Sus ojos parecen agotados y son blancos y azules como los de un alemán extenuado. Sus greñas blancas caen entre sus ojos como la crin de un caballo.
—¿De qué has hablado con mi padre? —pregunto a Billy esa noche, mientras nos abrazamos en la cama de un metro veinte, en la que he dormido toda mi vida. Los niños están acostados a nuestro lado en una cama nido. Oigo su respiración infantil.
—Hablamos de tus hermanos. Uno va por mal camino y el otro prefiere alistarse en la marina a trabajar en la granja. Además, les cuesta mucho cuidar de tu tío. Se marcha por ahí. Lo encontraron medio muerto de frío, pegándole a una vaca con un hacha.
—¿A una vaca con un hacha?
Billy se encoge de hombros y habla con una voz más intensa, como la que emplea al final de sus sermones, sentenciadora.
—Podríamos ayudarles a que ingresaran a tu tío en una residencia del Estado. Te quedarás con la granja si nos quedamos aquí, tú lo sabes.
Me tomo mi tiempo antes de responder. Fuera hace una noche tranquila, sólo se oye el canto de los grillos negros en las grietas de los cimientos, el murmullo de la fina maraña de árboles que actúa de cortavientos y el arrullo del rocío posándose sobre la tierra reseca. Llevo tres años con Billy y he hablado un lenguaje sobrenatural. He hablado directamente, bajo el poder, al espíritu; pero sólo tengo diecinueve años, la edad en que algunas chicas empiezan la universidad. En que otras acaban el instituto. Me siento tan vieja, tan atrapada por la vida ya… Mientras permanecemos acostados en la penumbra, con las luces del patio apagadas para ahorrar luz y la noche sin luna envolviéndonos por completo, siento otra cosa también. En un estado de duermevela, siento cómo el descarnado pájaro que anida en el árbol del Espíritu Santo baja y se cierne sobre nosotros.
Abro la boca para pronunciar el nombre de Billy, pero no sale ningún sonido. Las aves aletean a poca altura, con manchas blancas, y el plumón de su antepecho cruje suavemente cuando saltan chispas entre nosotros. El pájaro abre las alas sobre mi pecho, rozándome los pezones. A continuación, penetra en mí, ardiente y desplegado. Sus alas se hallan extendidas en mi interior y me inunda un revuelo de palabras que no soy capaz todavía de pronunciar o descifrar. Ahora habla otra voz, un susurro constante en mi cabeza. Algo extraño que ocultaré a Billy hasta que logre entender su poder. Creo que se lo ocultaré a todo el mundo, porque es intenso y perturbador y hay algo en ello que me recuerda a mi tío y me pregunto si su rabia es contagiosa.
A la mañana siguiente, dejo a Lilith en su parque junto al huerto y me pongo a arrancar las malas hierbas. La manguera llega hasta el huerto, por lo que crecen brotes de zanahorias y plantas de habichuelas moradas que se volverán verdes al cocer. Hay unas diez hileras de maíz dulce, rodeadas por una alambrada de la que cuelgan tapas metálicas de distintos tarros para espantar a los mapaches. Cuando el verano esté más avanzado, me pasearé por los setos cortavientos en busca de grosellas y moras, y más tarde, cerezas y ciruelas silvestres para hacer mermelada amarga.
Mi madre sale de la casa y se agacha sobre la azada, picando la tierra para excavar un pequeño surco y plantar un cultivo tardío de guisantes dulces. Está más delgada y su piel se ha marchitado con la edad; parece como si hubiera envejecido de golpe. Las arrugas marcan sus mejillas como una telaraña y tiran hacia abajo de sus párpados, e incluso su bonita y carnosa boca se ve ahora arrugada y agrietada. Mi hermano mayor sólo llama para pedir dinero y mi otro hermano se marchó hace tres meses con la determinación de no regresar jamás. Ni siquiera lo mencionaron por teléfono, pero creo que percibí cuándo se produjo el cambio: sentí su gran desolación. Por eso regresé de buenas a primeras, arrastrada por la sensación de soledad de mis padres, que no comprendía.
Mi padre lleva años trabajando la tierra prácticamente solo, por lo que ha dejado gran parte de los campos en barbecho y ha vendido casi todo el ganado, salvo cinco vacas lecheras. Sin embargo, nuestro regreso le está devolviendo ya la esperanza. Subido al tractor, se dirige a ver el nuevo heno para comprobar que no se ha quemado todo y parte de él puede sobrevivir. Mientras observo cómo mi madre mueve los codos al retroceder por las hileras de habichuelas con la azada, se me ocurre que tal vez lo que dijo Billy no sea tan terrible. Quizá no sea tan espantoso considerar la realidad de la situación. Quizá debería incluso reunirme con mis padres y hacer algunos planes.
Pero no es necesario. Billy lo dice todo. Cada noche, en el despacho de mi padre, Billy le ayuda a poner orden en sus cosas: le ayuda a archivar los papeles, a decidir qué facturas pagar y en cuáles demorar el pago. Papá ha dado su visto bueno, con un sorprendente desinterés, a que los jubilados acampen junto a una vieja granja quemada, donde sigue funcionando un pozo con una bomba de agua manual. El final de nuestras tierras linda directamente con los límites de la reserva. Aquello pertenecía a la reserva, según Billy, y debía volver a ella. «Eran tierras de mi familia, tierra india. Volverán a serlo». Lo dice rotundamente, con una falta de emoción que me inquieta. Hay algo ahí. Por debajo subyace algo diferente.
A medida que pasa un mes y después otro, mi marido apenas duerme, entre atender las necesidades de su gente, rezar para que llueva en asambleas evangelistas que celebra en toda la zona, aprender a manejar el tractor y la máquina ordeñadora y hacer pacas de heno con mi padre. Billy parece enlazar una actividad tras otra con una energía desbordante e inagotable. ¡Y hay que ver cuánto come! Platos llenos de espaguetis, cazuelas de panecillos frescos. Hay noches en las que anda de un lado para otro en el despacho de papá, a altas horas de la madrugada, escribiendo sermones y firmando cheques, pues mi padre le ha otorgado el poder de firmar. A veces, al alba, bajo torpemente las escaleras para preparar café y me lo encuentro ahí, sonriendo. Sin haberse acostado. Billy se crece cuando el calor agosta todo lo demás. ¡Bebe del pozo hasta dejarlo seco! Sonrosado y enorme, desgarra los fondillos de sus pantalones.
—Nunca he tenido padres —dice, emocionado, mientras abraza a mi madre que se suelta y le remienda los pantalones—. No sabía lo que era vivir en familia.
Mi madre sonríe ante su tragedia y su rostro se derrite con el calor como la cera. El tío Warren observa desde un rincón, rígido como una muñeca, y sólo mueve la mandíbula al farfullar un ininteligible e interminable monólogo en voz baja.
—Shhh… —sisea mi madre, acallando a mi tío.
Mi madre cocina todos los días un bizcocho. Billy lo come. Gana dinero con sus sermones, contrata a un abogado para constituirnos a todos en iglesia, para no tener que preocuparnos por los impuestos. Pronto la granja de mis padres se ha convertido en un centro de reunión. Todas las noches, el resto de la congregación se acerca y rezamos juntos, en la sala de estar, sentados en círculo: lloramos y damos testimonio, rogamos por nuestro perdón y, una vez purificados, canalizamos el espíritu. Mi madre habla alto y es increíble. ¿Quién lo habría imaginado? Mi padre se muestra más reservado, parpadea a todo lo que ella vierte: la plenitud y la trivialidad de sus pecados. En cuanto al tío Warren, sus ojos se vuelven suplicantes y parece encogerse bajo el peso de todo cuanto oye. Como Billy se ha vuelto tan corpulento y apabullante, he empezado a sentarme, en esas noches, al lado de mi padre. Es como si mi padre necesitara protección. Tengo la impresión de que se ha vuelto más frágil, aunque puede que sea sólo por contraste. Parece más delgado porque Billy ha ensanchado de tal manera que nos supera en peso a todos y tiene un aspecto imponente en sus nuevos trajes blancos.
Transcurre otro mes y la papada de Billy se ha duplicado, por lo que lleva un grueso alzacuellos de carne. Hacemos el amor todas las noches, pero me siento incómoda. Hace tanto ruido y se muestra tan extasiado… Me bamboleo de un lado a otro encima de él, como si estuviera montando una ballena macho. Le obligo a que lleve una camiseta de tirantes para poder agarrarme a ellos como si fueran dos empuñaduras. La cama cruje como las tablas de madera de un barco yéndose a pique en plena tormenta, y cuando eyacula, me siento pesada y empapada de sudor. Tengo miedo de quedarme embarazada de nuevo. Tengo miedo de lo que está pasando. La casa, antaño un lugar tranquilo con su ambiente lúgubre y lleno de asperezas, un sitio solitario y predecible, está ahora abarrotada de gente. Rezan continuamente con mi madre, mientras limpian todo con furia, con fuertes productos químicos. Todo huele a desinfectante. El patio presenta los surcos que han ido dejando los neumáticos de los coches. La gente arranca las ramas del arbusto de las mariposas para abanicarse con las hojas cuando el espíritu les sube la temperatura. Y durante todo ese tiempo, todo ese tiempo, no hablo en lenguas extrañas ni siento gran fervor cuando rezo. No recupero mis imágenes. Todo eso ha desaparecido.
Ya no sé con quién estoy casada. Es como si fuera un ser sobrenatural. Es terriblemente incansable, agota a todos los demás de tal manera que nos turnamos para poder seguir su ritmo. Llevo sus camisas, calcetines, ropa interior y pantalones al tendedero. Ahora son tan grandes que no necesitan pinzas. Los envuelvo sobre la cuerda como si fueran sábanas y, después, agotada, me siento fuera de su vista. Habla de la lluvia. Sigue hablando del Apocalipsis. Ahora la granja me pertenece, y a través de mí, a Billy. Habla de la fundación de los elegidos. Dice que somos nosotros quienes caminaremos por el fuego. Somos los Daniel. Levanta a nuestro hijo ante los ojos de la congregación y, en sus manos, el pobre crío parece tan diminuto como un pececillo.
Al final son la mesa del merendero y el banco de hierro los que me conducen al término de esta parte de nuestra vida y de la enorme e incontrolable fuerza en que se ha convertido Billy. La mesa está colocada en el patio de atrás y consiste en un tablero de metal, unos tubos de acero y una cruz metálica soldada, clavada en el suelo. Mi padre la hizo para los días en que había demasiada humedad para comer dentro de casa, y para las grandes celebraciones, de las que nunca tuvimos ninguna. Toda la zona está dispuesta donde la vista es más bonita, para que mi madre, amante de su pequeño jardín y sus flores, pueda contemplar una hilera de azucenas anaranjadas y silvestres tras trabajar en el huerto. Puede descansar, posar los ojos en un poco de belleza. Incluso hay un banco de hierro forjado para sentarse y tal vez leer, aunque nadie haya abierto un libro ahí todavía.
El calor de agosto ha dado un leve respiro antes de volver, de nuevo aplastante. El tío Warren retira las heces del gallinero, maldiciendo en voz baja y chirriando los dientes a las gallinas que picotean junto a sus pies. Hace unos días, mi madre se metió bajo una florida sábana en el sofá y ya no quiere levantarse. Desde el sofá junto al ventanal, donde poco a poco va adelgazando, observa la zona del merendero, contempla la salida del sol y cómo va pasando sobre su cabeza. Dice que no es más que un maldito virus gripal, pero hay momentos, cuando la miro tumbada, tan quieta y con los brazos extendidos como dos tableros destinados a sujetar la delgada y arrugada sábana, en que temo que se vaya a morir y quiero acostarme a su lado.
Una tarde húmeda, estoy sentada junto a mi madre en el sofá y observamos a Billy mientras conversa con algunos de los demás bajo el frondoso fresno. Los niños duermen en el suelo sobre unos edredones doblados, mientras los ventiladores mueven el aire sobre ellos. Billy no suele beber casi nunca, y cuando lo hace no toma nada más fuerte que un poco de vino. Ahora está bebiendo una variedad casera elaborada con bayas de saúco por un miembro de la congregación, según una receta que su familia se ha ido pasando de generación en generación. Me figuro que el vino tiene un historial tan amistoso que Billy piensa que puede beber más de lo habitual. Y además hace calor. Las jarras de vino se enfrían en una nevera portátil que descansa sobre la mesa de picnic, y de vez en cuando, Billy saca una jarra y la vacía. Mientras habla, le fluye el sudor por la frente. Su cabello negro está empapado; su cuerpo, imponente, forma un montículo sobre el banco de hierro. Levanta sus gruesos brazos para luchar con un pensamiento, lo aparta en el aire y lo aplasta contra su muslo. Dirige una oración en grupo por la lluvia y, mientras esperamos sentadas bajo el calor de la tarde con los ventiladores encendidos observando a los demás que rezan bajo el fulgor del sol, descubrimos que unas nubes se amontonan para formar increíbles y resplandecientes masas con forma de castillo.
Esas nubes son impresionantes, de un tono rosado y dorado, como si una luz brillara en su interior. Son hermosas. Se las señalo a mi madre.
—Nubes de tormenta —exclama, emocionada—. Empuja el sofá hasta la ventana.
Debería estar fuera rezando con el grupo o preparando la cena para todos ellos, o trabajando en el huerto para recolectar tomates en caso de que lloviese de verdad, en caso de que esas nubes trajeran granizo. Pero no hago otra cosa que colocar una silla al lado del sofá de mi madre. El tío Warren duerme con los ojos abiertos, sentado muy erguido en su butaca. Lilith está relajada y tendida sobre su osito de peluche. La tapo con una toquilla de ganchillo porque se ha levantado una brisa fresca. Mi padre entra en la habitación. Ha venido para señalarnos los nubarrones. Warren agudiza la vista. Fuera, Billy continúa, retorciendo sus manos en dos gruesos puños dorados, sollozando en trance, bebiendo vino a grandes sorbos y gritando.
Ahora se levanta el viento y golpea las ramas, que se agitan frenéticamente. Las nubes avanzan sobre la tierra, amontonándose unas con otras, para reflejar la luz. Son de color púrpura, un venenoso rosado y un verde tan tierno como los primeros brotes de la primavera. Cubren el horizonte y, en el interior de aquella masa, cuando se abre sobre nosotros, descubrimos el corazón de la tormenta, el lado oscuro del yunque arrojado con un encaje eléctrico de luz.
Un aire frío mana de las zanjas, y se desprende un olor agrio a barro húmedo y luego a agua fresca. Empiezan a caer pequeñas gotas, suaves e indecisas, y los truenos suenan cada vez más cerca, como una carreta llena de piedras.
Aun así, los hombres siguen rezando con las manos alzadas y los ojos cerrados. Con las hojas azotándoles, bajo la lluvia torrencial y corriendo peligro, se apiñan unos contra otros. Sus voces se vuelven un murmullo expuesto al viento. La voz de Billy destaca sobre las demás, suena cada vez más fuerte a medida que se aproxima la tormenta.
Un fuerte resplandor. Las flores revolotean en el aire y se esparcen por el patio. Retumba un nuevo trueno, con tal fuerza que nos traslada al corazón del estruendo. Sentado en el banco de hierro como un oráculo, Billy Peace se ha convertido en la confluencia de relámpagos azulados que destellan entre los tubos de hierro y recorren los cables de los faroles hasta los árboles. Billy conduce la energía con los brazos alzados y atrae el poder hacia él. El sonido del siguiente trueno nos aparta bruscamente de la ventana, pero nos arrastramos de nuevo hasta ella para seguir mirando. Una cuerda de fuego dorado serpentea hacia abajo y envuelve a Billy dos veces. Se vuelve totalmente negro. Una luz azulada brota de su pecho. Luego, silencio. Todos aguardan entre murmullos. Pequeños rayos flotan en el aire, se tambalean y desaparecen. Caen unas pocas gotas, mezcladas con diminutas bolas de granizo. Después, el cielo se torna blanco con la granizada: masas de hielo aplastan la menta, la albahaca y la melisa, y el aire se llena de su aroma, que se mezcla con el olor a piel calcinada.
No decimos nada. Los niños duermen. ¿Y Billy Peace?
Parece un montículo negro y destrozado, a cuatro patas. Una criatura de la oscuridad que se ha quemado hasta quedarse ciega y ahora resopla. Le observamos mientras se levanta y se recompone despacio, apoyando sus enormes manos en sus muslos. Por fin se incorpora del todo. Toco los dedos de mi madre, que se han quedado inertes del susto. Billy está vivo, más grande que antes, henchido y con poderes sobrenaturales. Nos apartamos del ventanal. Grita al cielo, sacudiendo la cabeza de arriba abajo a la vez que las nubes se van alejando. Unas densas y grises cortinas de agua caen sobre la escena. Desviamos la vista de la ventana.
—Mamá —digo—. Tenemos que detenerlo.
—Ahora ya no hay quien lo detenga —responde.