Era un verano de extrema sequía cuando conocí a Billy Peace, y todo parecía tensarse en la suspensión de la lluvia. Las piceas que no crecían habían dejado escapar sus tiernas agujas. Nuestros álamos se estiraban hacia el cielo con cada hoja acorazonada abierta e inmóvil. El gran roble se erguía al otro extremo del campo; sus raíces succionaban el agua desde lo más hondo de la tierra. Una tarde que anunciaba lluvia, nos sentamos en la terraza y contemplamos la puesta de sol sobre las tierras de la reserva. Casi podía sentir cómo vibraba la madera bajo mis pies, mientras sus raíces principales se estremecían buscando el agua. Aun así, la lluvia se resistía a caer. Dejé a mi madre sentada en su butaca y me dirigí al viejo campo junto a la casa, en una pequeña elevación. Allí la tormenta parecía todavía más probable. El viento soplaba desde la espesa ciénaga y desprendía un aroma a cabello húmedo; las cálidas brozas finas, amarillas como la mantequilla, buscaban ese aire, concentrando su existencia en la fibrosa estera; cada tallo era tan seco que exhalaba una nube de humo al quebrarse. Los saltamontes brincaban a cada paso, se caían de mis brazos, piernas y cejas. A medio camino, colina arriba, había un montoncito de piedras. Alguien había desbrozado la ladera en cierta ocasión para sembrar un huerto que había caído en desgracia y ahora sólo mostraba ramas plateadas y retorcidas y troncos quebrados. Me senté y seguí observando el cielo, mientras unos enormes nubarrones aparecían de la nada formando peligrosas pilas y conos de algodón. Yo tenía dieciséis años.
Estaba contemplando la aguada de tinta, la lluvia en el horizonte, cuando un coche blanco se detuvo en nuestro patio. Bajó un hombre alto, delgado y nervioso, pero con una sonrisa tímida y afable. Sus ojos eran castaños y conmovedores, intensos como el más dulce de los caramelos. Más tarde descubriría que podían volverse negros o cambiar de color con el sol. Vestía de manera muy pulcra, con corbata y una camisa que no estaba sudada y seguía bien planchada. Me fijé en ese detalle mientras regresaba colina abajo hacia el patio. Empezaba a fijarme en esas cosas en los hombres: la manera en que movían las caderas cuando arriaban el pienso o comprobaban las alambradas, la forma en que sus antebrazos lucían morenos y fuertes cuando se arremangaban las camisas blancas. Observaba a los hombres, pero sin ninguna intención, porque no habría sabido qué hacer con uno si lo hubiera atrapado más allá del afán de estudio.
Miraba a los hombres sólo por aprender, por mera supervivencia, como lo hace una chica. Al igual que un granjero, como mi padre, que aprende a conocer la configuración del terreno. Ama su tierra, de modo que ha de averiguar cómo cultivarla. Qué necesita en cada estación del año, cuánta explotación puede soportar, qué producirá al final.
Y yo también tomaba mis clases para obtener mayor rendimiento y actuar correctamente. Sin embargo, nunca puse a prueba la información de que disponía hasta que apareció Billy Peace. Me miró, aguardando a la sombra del arbusto de las mariposas de mi madre. No estoy diciendo que me pusiera a coquetear con él enseguida. Aún no sabía cómo hacerlo. Salí a la luz del sol y le miré a los ojos.
—¿Qué vendes? —pregunté con una sonrisa, y le conté que mi madre seguramente se lo compraría, dado que compraba todo tipo de cosas: una sierra de podar que se podía utilizar desde el suelo, un deshuesador de cerezas, un pelador de manzanas mecánico que también quitaba el corazón y las semillas, una máquina de coser que memorizaba todas las puntadas que hacía. Me devolvió la sonrisa y caminó conmigo hasta los escalones de la casa.
—Eres una jovencita muy lista —dijo, aunque él también era joven—. Acércate. Verás lo que vendo si miras bien entre mis ojos.
Se señaló el entrecejo con el dedo.
—No veo nada.
Mi madre apareció detrás de la casa con un vaso de té helado en una mano. Mientras hablaban, no miré a Billy Peace. Me sentí desafiada, como si debiera entender lo que hacía. A los dieciséis años, no tenía perspectiva para comprender lo que hacían los hombres. Nunca me había llegado ni un ápice de ese olor, el aroma que los trasquila como un ácido. Más tarde, sólo haría falta una mirada particular, un determinado tono de voz, una palabra, apenas una variación en su forma de respirar. Así se adiestran los perros, sensibilizados con gran precisión, pero no era así al principio. Recibía órdenes de Billy como si le hiciera un favor, de la misma manera que recibía órdenes de mi padre cuando alcancé la adolescencia.
Con una diferencia: mi padre sólo me daba órdenes cuando estaba cansado. El resto del tiempo hacía las cosas que quería hacer él solo. Mi padre no era el hombre que yo debía haber estudiado si pretendía aprender a sobrevivir. Estaba demasiado agotado. Durante toda mi vida, mis padres habían estado separándose. Yo vivía en medio de ellos, en tierra de nadie, y la tierra estaba llena de hoyos y marcada por surcos. Y sin embargo, por mucho que se pelearan, seguían juntos. Mi padre no lograba alejarse de mi madre ni ella de él. Por consiguiente, no podía mirar a mi padre en busca de información sobre cómo era un hombre. Era la mitad de ella. Y tampoco podía mirar al anciano que cuidaban, su tío, cuyo padre había comprado la granja en origen: mi tío Warren, que se quedaba mirándote fijamente como si observara cómo fluía la sangre por tus venas mientras digerías la comida. El rostro de Warren semejaba una tabla de cortar y sus largos brazos le colgaban con pesadez. De vez en cuando, se trastornaba y desaparecía, a veces durante días. Le encontrábamos vagabundeando por los caminos, desconcertado y exhausto tras un ataque de histeria. Nunca vi a Warren como el granjero que era mi padre; había que ver a mi padre cuando plantaba un árbol.
«Un agujero de diez dólares para una planta de semillero de un cuarto de dólar», decía. Ésa era su manera de excavar para que las raíces no se apelmazaran. Mantenía el germen del árbol en agua mientras sacaba cualquier piedra que pudiera encontrar, aunque nuestra tierra era tan buena como la mejor tierra de la ribera del río Rojo: más de tres metros de profundidad de fértiles terrones negros que daban ganas de coger a puñados y comer. Mi padre colocó el árbol en el agujero con las raíces al descubierto y espolvoreó la tierra alrededor mientras deshacía los terrones entre los dedos. Apelmazó bien la tierra y la regó hasta que se formó un pequeño charco. En los ojos de mi padre se podía ver el conocimiento, sensible y espontáneo, de cómo las raíces se afianzaban en la tierra.
Al principio, creí observar ese mismo tipo de sabiduría en los ojos de Billy. Le observé desde detrás de mi madre. Descubrí lo que vendía.
—Son biblias, ¿verdad? —exclamé.
—No vendo nada —se llevó la mano al corazón y nos sonrió. Se dio cuenta de que mis ojos habían reparado en la pequeña cruz que llevaba en la solapa—. Algo mucho mejor.
—¿Qué? —se mofó mi madre.
—Espíritu.
Mi madre dio media vuelta y se marchó. No tenía tiempo que perder en ese tipo de charla. Yo sólo era religiosa de forma intermitente, pero supongo que sentí que debía compensar su grosería, así que me quedé un poco más. Llevaba puestos unos pantalones vaqueros muy cortos, que había recortado, y una ajustada camiseta marrón: ropa vieja para un trabajo sucio. Tenía que ayudar a mi madre a limpiar la incubadora de pollos esa tarde; ponerle paja limpia y lavar los comederos de acero galvanizado; destruir las gruesas telarañas que habían tejido las arañas terrestres y sacarle brillo a los cristales con papel de periódico y vinagre. Todas esas cosas se hallaban amontonadas detrás de mí en los escalones: trapos y cubos. Y además, como ya he dicho, nunca fui una persona muy religiosa.
—Hay una reunión esta noche —dijo—. Te diré dónde es.
Siempre anunciaba con antelación lo que se disponía a decir. Era su costumbre como predicador: te mantenía expectante a tu pesar.
—¿Dónde? —pregunté al final.
Me dio la dirección, me explicó cómo llegar hasta donde habían instalado la carpa. Me habló mirándome a la cara con una agradable intensidad. Tenía los ojos castaños como el azúcar quemado. Me di cuenta de que ya había visto una foto suya en el dormitorio de mis abuelos. Billy tenía el rostro de Jesús inclinando un poco la cabeza mientras esperaba respuesta a la puerta de una casa rústica. Decidí ir al terreno de la feria esa noche, sin nadie más de mi familia. Sólo para estudiarlo. Sólo para ver.
La lluvia caía en el fin del mundo. No conseguíamos más que un poco de humedad en el aire que se secaba antes de caer. Una vez que la tormenta pasó, decidí ir al pueblo. A la edad de once años, conducía un pequeño trineo y un tractor, y a los catorce, un coche para ir y volver hasta Pluto con mi madre en el asiento del copiloto. Por ello no era tan inusual que yo fuera adonde quisiera.
Mientras me dirigía hacia el coche, me crucé con el tío Warren. Estaba sentado en un tocón en el patio, observándome con su pelo cano despeinado, una barba blanca de tres días y la mirada fija e ingenua.
¿Adónde vas?
Al pueblo.
¿Y después?
A casa.
¿Y luego?
No sé.
Al infierno.
Tal vez.
Al infierno, seguro.
A veces decía que yo era igual que él, que tal vez fuera él, que podía sentirlo. Podía ver mi andamiaje al completo. Imposible ocultarme. Yo le decía que se callara y me dejara en paz y sola. Siempre me respondía que estaba sola. Y siempre le contestaba que no tan sola como él.
En el pueblo, las calles rayaban la humedad, aunque el aire permanecía ligero y seco. Unas polillas blancas revoloteaban por las portezuelas enrolladas de la carpa; sin embargo, al estar ya a mediados de agosto, casi no quedaban mosquitos. El ambiente también era demasiado seco para ellos. A pesar de que la carpa estaba abierta por los lados, el aire flotaba enrarecido, comprimido y ligeramente salado de tanto sudor evaporado. Tres cuartos del interior de la carpa estaban ocupados por personas que cantaban, y me deslicé hasta una de las últimas filas. Me senté en una silla plegable, metálica y gris, y mantuve los ojos bien abiertos y la boca cerrada.
No fue el primer orador en intervenir. No le vi hasta que el predicador principal acabó su sermón y dijo una oración. Llamó a Billy a la palestra con un pequeño preámbulo. Billy había sido salvado recientemente y traía un mensaje del Señor, y además sabía tocar varios instrumentos musicales. Íbamos a escuchar lo que el Señor nos quería revelar a través de los labios de Billy. Subió al escenario. Llevaba un chaleco, un traje de tres piezas y una camisa de seda roja con el cuello picudo. Empezó a hablar. Sería capaz de repetir lo que dijo, palabra por palabra, porque después de aquella noche y hasta varios años más tarde volví a oírlas cuatro y hasta cinco veces al día. Nadie sabe lo que es un predicador hasta que no ha oído a Billy Peace. No se sabe lo que es el sometimiento, la felicidad aniquiladora de dejarse llevar, hasta que se ha escuchado a Billy Peace. No se sabe lo ligero y aliviado que se siente uno, y lo muy querido.
Era demasiado joven para resistirme a aquello.
Las estrellas son los ojos de Dios y nos observan desde el principio de los tiempos. ¿Creéis que no hay un ojo para cada uno de nosotros? Adelante, contadlas. Adelante, examinad el Libro y sumad todos los nombres y adverbios, como si ello os permitiera de alguna manera entender el sentido de lo que tenéis entre manos. No podéis. El entendimiento está dentro de vosotros o no está. Podéis esconderos de las estrellas a la luz del día, pero al caer la noche, bajo un número tan inmenso, la vista de ellas y la visión os atraviesan.
¡Meteos bajo la cama!
¡Meteos bajo la sábana!
Yo os dije: «Levantaos, y si caéis, ¡caed hacia delante!».
Me apagaré con un resplandor, me apagaré como una luz. Arderé en la gloria como una tea. Ya os lo dije: «¡Levantaos!».
Y se halla uno entre ellos. Habéis oído a Lucero, Luzbel, Lucifer, el Ángel Caído. Lo habéis visto con vuestros propios ojos y no sabíais que os había encontrado. Por la noche y bajo su propio disfraz, como el secuestrador de un planeta, surgió del aire, salió de las hojas oscuras, salió del perfume del cuerpo de una mujer: salió de vosotros y entró en vosotros como si atravesara la tierra.
Alargó la mano y os atrajo hasta lo más hondo.
Se adentró en vosotros con una sacudida.
Como la soga de un ahorcado.
Como nadie.
Como el esclavo de la noche.
Como si volvierais a casa y os encontrarais con todas las luces centelleando y una ambulancia en la puerta y dijerais: «Señor, ¿cuál de ellos?».
Y el Señor respondiera: «Todos».
Vosotros también, seguid, seguid, os estoy señalando. A la vista de las estrellas y a la vista del Hijo del Hombre. La Gracia está en mí. Levantaos, he dicho. Sí, sí, voy a gritar porque eso me congratula. Entrad por la puerta. Lleváoslo con vosotros. Dentro de cuatro años la tierra temblará hasta sus cimientos.
Revelaciones. El rostro de la bestia. Sinceramente, sinceramente, vamos a tranquilizarnos y vamos a pensar.
Billy Peace miró intensa, tranquila y equitativamente a cada uno de los presentes y citó cosas sobre el futuro que parecían complicadas: cómo Oriente Medio nos había vertebrado como una zona conflictiva. Cómo la presencia de los ejércitos chinos en el Tíbet había sido predicha y se había cumplido la profecía, y cómo seguirían avanzando y moviéndose hasta alcanzar el Creciente Fértil. Billy Peace habló del número. Se golpeó la frente con la palma de la mano, dejando una marca roja.
—¡Allí! —gritó fuera de sí—. Allí se abrasará.
Hablaba del número de la bestia y dijo que lo tomarían de nuestro número de la seguridad social, de nuestros talonarios, de aquellas cosas que se llamaban tarjetas de crédito, como American Express, hasta el Olvido; obtendrían los números de nuestras declaraciones de impuestos o del seguro del hogar. Que con esos números ya estábamos bajo el control de las Últimas Cosas y no lo sabíamos.
El Anticristo está aquí, entre nosotros.
Es el plástico de nuestras carteras.
¿Queréis crédito? ¿Crédito?
Entonces arderéis por ello y pasaréis hambre. Comeréis palos, comeréis trocitos de papel negro, vuestras facturas, y mientras, gritaréis desde el lugar oscuro: «¿Por qué no pagaría en efectivo?».
Porque el número de la bestia es un número inaprensible y los números bancarios son los huesos y las entrañas del Anticristo, que no es otro que Lucifer, que es puro cerebro.
El cerebro puro nos lleva a la luna y más allá de la luna.
La voz de la soledad de la humanidad es una sonda espacial que llama: «¿Hay alguien en casa? ¿Hay alguien ahí?». El Anticristo responderá. El Anticristo está ahí, a nuestro alrededor, en los túneles y las telarañas de los rayos que se emiten, en los transistores; la poderosa mente del Anticristo se funde en un dibujo, en un destino, despertando nervio por nervio.
Nos está bien empleado. ¿O no nos tenemos bien merecido no haber sido salvados?
No será fácil. No lo conseguiremos agitando una varita mágica. Es preciso cerrar los ojos y ofrendar esas pequeñas tarjetas de plástico.
¡Fijaos!
Levantó unas tijeras y las giró para que la luz brillara en las hojas.
¡La espada del interés cero! Ahora me acercaré, caminaré por el pasillo. Me acercaré con la espada que os va a liberar.
Billy Peace empezó un cántico y fue recorriendo las hileras de sillas, cantando y abrazando a cada una de las personas que habían sacado su tarjeta de crédito. Después, les quitó las tarjetas de las manos y las cortó en forma de cruz. ¡Por Nuestro Señor! Y volvió a cortar. Siguió cantando mientras avanzaba por las filas, cortando tarjetas hasta que la dura y pisoteada hierba bajo la carpa quedó cubierta de pequeños trozos de plástico. Se acercó a mí, la última de todos. Me reconoció y me sonrió.
—Eres demasiado joven para tener una cuenta de crédito —dijo—, pero me alegro de verte aquí.
Después, me miró fijamente y sus ojos se endurecieron como lo más oscuro del hielo invernal, gélidos en la calidez de su piel curtida, tan escalofriantes que me derretí.
—Quédate —continuó—. Quédate después y únete a nosotros en la roulotte. Vamos a rezar por la madre de Ed.
Así que me quedé. Aquello no sonaba a una cita amorosa, pero yo lo interpreté así entonces, y al final resultó que tenía razón. Ed era el predicador que aparecía en los carteles y su madre estaba muy enferma. Se hallaba tumbada e inmóvil en un sofá delante de la caravana, que su cuerpo llenaba por completo. El aire a su alrededor era irrespirable y denso, con una mezcla de olor a sudor y medicina y a lo que los demás habían cocinado y comido: hamburguesas, cebollas quemadas y café. Habían apartado la mesa a un lado y las sillas rodeaban el sofá. La madre de Ed, una pobre anciana moribunda, estaba tapada con una sábana blanca que su aliento apenas conseguía mover. Tenía el rostro hundido en torno a la boca y las mejillas. Me pareció un pajarillo recién caído del nido antes de haber echado las plumas; sus párpados cerrados, hinchados, azules y arrugados se movían lentamente. Tenía la cabeza cubierta de mechones de pelo blanco. Sus manos, al igual que su pecho, se encogían como pequeñas garras exangües. La nariz era ancha y la tez cerosa.
Acerqué una silla, lo más alejada posible de las aproximadamente ocho personas que se habían reunido allí. Una por una, fueron abriendo la boca, poniendo los ojos en blanco o cerrándolos fuertemente, y dejaron que las palabras fluyeran de sus bocas hasta que empezaron a farfullar y los sonidos que emitían fueron semejando alguna vertiginosa lengua antigua. Al principio, me sentí muy violenta con todo aquello que me resultaba tan extraño, e incluso un poco aturdida por la falta de aire y aquellos olores; de modo que respiré con pequeñas inspiraciones y dejé de escuchar. Pero poco a poco, paulatinamente, aquellos sonidos fueron entrando en mí y empecé a marearme hasta que me dio un ataque.
Las palabras están dentro y fuera de mí, suspendidas en el aire como pequeños triángulos de cerámica, rotos y curvos. Pero se forman y desmenuzan tan rápido que respiro polvo, el fuerte y amargo olor de los antibióticos, medicina, muerte y sudor. Me pican los ojos y me ahogo. Se me baja toda la sangre de la cabeza a los brazos, hasta la punta de los dedos. Tengo las manos hinchadas, el doble de grandes de lo habitual, como dos guantes rellenos. Me levanto de la silla y me doy la vuelta para marcharme. Pero él sigue ahí.
—Adelante —dice—. Adelante, tócala.
Los demás han puesto sus manos sobre la madre de Ed. La tocan con una mano y rezan con la otra palma levantada, ciega, buscando el espíritu como una antena. Billy me empuja, sin el menor contacto físico, sólo acercándose a mí por detrás de tal modo que percibo su fuerza y avanzo. Dos personas se apartan hasta dejarme un hueco y, de pronto, me encuentro delante de la madre de Ed. La mujer está totalmente quieta, inmóvil, como si ya fuera un cadáver, salvo por su boca apretada que se tuerce un poco como si frunciera el gesto hacia su propia oscuridad.
Extiendo la mano, todavía enorme y presa del hormigueo. Siento curiosidad por ver qué ocurrirá cuando la toque, si responderá. Pero cuando pongo mis manos sobre su estómago, enteco y suave, ni se inmuta. De mí no mana absolutamente nada: ningún poder sanador. En cambio, me impregna una ráfaga de la oscuridad de su sufrimiento. Me llena repentinamente de la misma manera que el agua de un grifo colma una jarra y la hace desbordar.
En ese momento ocurrió.
No soy tonta, nunca lo he sido. Veo imágenes. Puedo visualizar algo en todo momento y lograr una imagen tan nítida y detallada que parece real. Eso es lo que hago. Eso es lo que hace mi tío cuando mira algo fijamente. Es lo que empecé a hacer cuando mi madre y mi padre se peleaban. Cuando los oía en la planta baja, siempre sabía que ocurriría. Uno de ellos gritaba cortando el silencio. El aullido ascendía hasta llenar toda la casa, y después, uno de los dos aparecía corriendo. Uno de los dos venía y me agarraba. Era mi madre, oliendo a pollo ahumado, arroz y café molido. Era mi padre, oliendo a sudor acre, a humo de tabaco del interior del garaje y a tierra amarga de los campos. Entonces yo me encontraba en tierra de nadie, entre ellos, y aquél era el lugar menos seguro del mundo. Excepto por la mirada de mi tío. Así que me iba. Relajaba los músculos y me sumergía en mis imágenes.
Tengo una visión. Entro en ella en cuanto toco a la madre de Ed, apartando de ella su dolor. Creció en Montana y ahora veo lo que ve. Una cordillera rugosa de color azul profundo domina el valle al oeste; sus laderas son azules, largas franjas de franela azul, y sus cimas semejan nublados salones. El sol penetra, se filtra una o dos veces e irradia una luz rosada que dibuja deslumbrantes diseños por sus pasillos, reflejándose como los cráteres de la luna. Los observo, los observo atentamente, la madre de Ed, y empiezan a caminar. Sigo hablando hasta que sé que llegamos juntas a estas montañas. Su luz se apaga, su cuerpo se desvanece bajo mis manos hasta convertirse en una tela transparente. La vida se le escapa a medida que entra en mi imagen conmigo, y lo hace con firmeza y decisión. Una vez dentro de la imagen, encuentra la paz en ella, extrae la fuerza de las rocas, su poder, como siempre hago yo.