John Wildstrand abrió la puerta de su casa de par en par y ahí estaba Billy Peace, el hermano pequeño de su amante, Maggie. El muchacho aguardaba en la nieve, débil y escuálido, con un semblante triste y un enorme fusil en la mano. En su condición de presidente del Banco Nacional de Pluto, John Wildstrand había formado a sus empleados para mantener la calma en tales situaciones. Los bancos de poblaciones pequeñas eran muy vulnerables y, de hecho, a John ya le habían atracado en dos ocasiones. Uno de los ladrones incluso había sido un drogadicto muy nervioso. En esta ocasión no se estremeció.
Con voz fuerte y tranquila, saludó a Billy Peace como si no hubiese visto el arma. Neve, su mujer, estaba leyendo en el salón.
—¿Qué puedo hacer por ti? —prosiguió John Wildstrand.
—Podría venir conmigo, señor Wildstrand —respondió Billy, señalando levemente hacia la izquierda con el cañón del fusil. A sus espaldas, esperaba en el borde de la carretera un Buick de suelo bajo. Wildstrand no vio a nadie más en su interior. Billy tenía sólo diecisiete años y Wildstrand se preguntó —y luego lo deseó— si Billy se habría alistado en el ejército como le había contado Maggie que pensaba hacer. Ella era sólo un año o dos mayor o menor que su hermano. No quería decirlo. Su edad no era más que otro de los peligros de la mujer. Neve llamó desde el salón:
—¿Quién es?
Billy susurró:
—Dígale que son niños que venden huevos de Pascua.
—¡Niños que venden huevos de Pascua! —respondió John Wildstrand.
—¿Qué? Diles que no queremos ninguno —gritó Neve.
—Dígale que va a salir a dar una vuelta —ordenó Billy.
—¡Voy a salir a dar una vuelta!
—Coja su abrigo —continuó Billy—, para que no vea que sigue colgado en la percha. Luego acompáñeme. Cierre la puerta.
John Wildstrand salió a la nieve y Billy cerró la puerta tras él. Mientras Billy le seguía por el camino, presumiblemente con el arma al descubierto o apenas oculta, el desconcierto de Wildstrand se convirtió en una plegaria para encontrar a Maggie escondida en el coche. Para que todo aquello no fuera más que alguna travesura. Una treta de la muchacha para poder verle. Los cristales de su casa reflejaban una suave luz dorada sobre el serpenteante camino empedrado y ajardinado. Había una franja de absoluta oscuridad donde un muro de piedra y una tupida tuya cubrían la avenida de sombra. El coche estaba aparcado bajo el destello invernal de una farola.
—Suba —ordenó Billy.
Wildstrand se resbaló un poco en el hielo y subió al asiento del copiloto. Vio que la parte trasera estaba vacía. Billy sujetaba el arma en el interior de la manga de un largo sobretodo y la mantenía apuntando al parabrisas mientras rodeaba el vehículo y se montaba rápidamente en el asiento del conductor.
—Voy a salir de esta luz —dijo.
Billy apartó el arma y mantuvo los ojos fijos en Wildstrand mientras arrancaba el coche y se adentraba en la oscuridad, más allá del resplandor de la farola.
—Hora de hablar.
Y apagó el motor.
Era un muchacho de aspecto nervioso con unos profundos ojos castaños en su afilado rostro. Un mechón de pelo tostado le cubría un ojo y bordeaba su cuello. Tenía pequeños remolinos de vello en la barbilla y un temperamento de artista. Wildstrand sabía que ese tipo de comportamiento no era algo natural en Billy Peace, aunque fuera descendiente del famoso guía Lafayette Peace, quien también había luchado junto a Riel. Era posible que hubiera bebido un poco para obligarse a conducir hasta el domicilio de Wildstrand con un fusil y llamar a su puerta. ¿Y qué habría pasado si hubiera abierto Neve? ¿Habría fingido Billy que vendía caramelos para algún viaje de fin de curso? ¿Habría intentado alguna otra cosa? ¿Tenía un plan alternativo? John Wildstrand examinó el enjuto y demacrado rostro de Billy. No parecía que el muchacho fuera a pegarle un tiro. Wildstrand sabía, además, que Billy había conseguido montarle en el coche gracias a una colaboración implícita por su parte.
—Y bien —repitió Wildstrand, empleando la paciente voz que solía utilizar con sus inversores más inquietos—, ¿en qué puedo ayudarte?
—Me parece que con diez mil dólares estará bien —respondió Billy.
—Diez mil dólares.
Billy aguardó en silencio. Wildstrand se estremeció un poco; acto seguido, se ajustó el abrigo y le entraron ganas de llorar. Había vertido muchas lágrimas por Maggie. La chica había conseguido hacer aflorar todas sus lágrimas. A veces brotaban a borbotones y otras fluían en finos hilos por sus mejillas y garganta. Ella le decía que no tenía por qué avergonzarse de ello y lloraba con él hasta que sus llantos disminuían eróticamente y acababan cabeceando abrazados. Llorar junto a ella resultaba un acto cómodo y sombrío, como cuando en la iglesia uno es absuelto sin dolor. Sentía una especie de redención cuando ella sollozaba junto a él. Y a veces se ponía sentimental y triste por lo que su abuelo le había hecho a un miembro de su familia hacía mucho tiempo.
John Wildstrand se oyó soltar un bufido, como un «ah» de duda. Algo en esa cifra monetaria le resultaba execrable y penoso.
—No es suficiente —dijo.
Billy se quedó perplejo.
—Mira, si tiene el niño, y tú quieres que lo tenga, va a necesitar una casa y un coche. Tal vez en Fargo, ¿sabes? Y luego hace falta ropa y, a ver, un balancín y todas esas cosas. Yo nunca he tenido hijos, pero necesitan un montón de cosas. Además ella necesitará un buen médico y un hospital. Esa cantidad no da para tanto. No les asegura el futuro.
—De acuerdo —respondió Billy—. ¿Cuánto propone?
—Además —continuó Wildstrand, pensando en voz alta—, de perdidos al río. Se echará lo mismo en falta esa cantidad que una mucho mayor. Mi mujer supervisa nuestras cuentas. Se requiere una cantidad…, a ver, déjame que lo piense… Si es menos de cien mil, los periódicos hablarán de todas maneras de casi cien mil. Si son cien mil, dirán eso mismo. Por lo tanto, ya puestos, que sea más de cincuenta mil. Pero no setenta mil, porque dirán que son casi cien mil.
Billy Peace permaneció callado.
—Eso es un poco más de cincuenta mil —dijo al fin.
Wildstrand asintió.
—¿Lo ves? Pero es algo factible. Sólo que debe haber un motivo. Una muy buena razón.
—Pues quizá —sugirió Billy— ¿va a empezar un nuevo negocio?
John Wildstrand miró a Billy, sorprendido.
—Vaya, pues sí, es una buena idea. Un negocio. Pero en tal caso necesitaremos montar ese negocio, hacerlo funcionar, tener papeles, y eso nos llevará a más engaños y están los impuestos… Todo conduce hasta mí. Es demasiado complicado. Necesitamos un motivo catastrófico.
—Un tornado —propuso Billy—. Bueno, tal vez no en invierno. Una tormenta de nieve.
—¿Y qué pinta el dinero?
—¿El dinero se pierde en la tormenta?
Wildstrand torció el gesto, decepcionado, y Billy se encogió de hombros despacio.
—¿Un pago en metálico?
Ambos ganaron tiempo mientras daban vueltas a esa idea. Después, Billy dijo:
—Una pregunta.
—¿Sí?
—¿Por qué no se divorcia de su esposa y se casa con Maggie? Tiempo atrás, ella me dijo que usted la amaba y ahora tengo la sensación de que usted la sigue queriendo. Así que tal vez no era necesario que yo viniese hasta aquí y le amenazara con esto —añadió mientras agitaba el arma—. No entiendo por qué no abandona a su mujer para irse con Maggie. Podrían huir juntos o algo así. Usted la quiere.
—Sí, la quiero.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Mírame, Billy —dijo John Wildstrand, y alargó la mano—. ¿De verdad crees que se quedaría conmigo sólo por mí? Sé sincero, por favor. Sin el dinero. Sin el trabajo. Sólo yo.
Billy Peace se encogió de hombros.
—No es usted un hombre tan malo.
—Sí que lo soy —respondió Wildstrand—. Soy… mucho mayor que Maggie y medio calvo. Si tuviera pelo, bueno, todavía. O si fuera atractivo o atlético. Pero soy realista. Yo veo lo que soy. El dinero ayuda. No digo que sea la única razón por la que Maggie se interesa por mí, en absoluto. Maggie es un alma pura, pero el dinero contribuye. No voy a perder una de mis principales bazas. Si me divorciara ahora de Neve, me quedaría sin trabajo. Lo perdería todo. Sustituí a su padre, que es un anciano, sí, y vive en una residencia. Pero está totalmente lúcido. Neve posee el cincuenta y uno por ciento de las acciones. Además, ésa es la cuestión. Neve no ha hecho nada malo. Nunca, que a mí me conste, nunca me ha engañado con otro hombre, ni tampoco me ha desatendido dentro de sus obligaciones. No es culpa suya. Hasta que conocí de verdad a Maggie hace un año, entiéndeme, yo era un hombre razonablemente feliz. Neve y yo manteníamos relaciones sexuales durante veinte minutos una vez por semana y viajábamos a Florida a pasar las vacaciones de invierno; organizábamos cenas y pasábamos dos semanas en el lago todos los veranos. En verano, hacíamos el amor dos veces por semana y yo cocinaba.
Billy se sintió incómodo.
—Además, somos un banco pequeño y podrían comprarnos. Eso cambiaría mi situación. Me gustaría estar con Maggie. Tengo la intención de estar con Maggie, si ella me acepta.
Wildstrand se inclinó ahora hacia Billy, con gesto interrogante.
—¿Qué significa realmente tu presencia aquí? ¿Te ha enviado ella?
—Bueno, me dijo que estaba embarazada. Estaba disgustada y pensé que usted la había abandonado. Eso fue lo que pensé. Ya sabe, siempre hemos estado ella y yo solos. Nuestra madre murió de frío en el bosque cuando yo tenía once años. Maggie me crió en la casa de nuestros abuelos. Daría mi vida por ella.
—Claro —respondió Wildstrand—. Claro que lo harías. Digamos que eso será nuestro vínculo secreto, Billy. Los dos daríamos la vida por ella. Pero ése es el tema… Sólo uno de nosotros…, al menos en estos momentos, sólo uno de nosotros puede mantenerla.
—¿Qué vamos a hacer?
—Se me ha ocurrido una idea —anunció Wildstrand—. Bien, voy a sugerir una actuación que quizá te desconcierte. Tal vez te parezca raro, pero dale una oportunidad, Billy, porque creo que resultará. Escúchame bien. No digas nada hasta que haya trazado un posible plan. ¿Estás listo?
Billy asintió.
—Pongamos que secuestras a mi mujer.
Billy soltó un quejido sordo.
—No, escúchame. Mañana por la noche, volverás a hacer lo mismo. Como si lo de hoy fuera sólo un ensayo. Llamarás a mi puerta. Abrirá Neve. Le apuntarás con el arma y entrarás en casa. Llevarás unas cuerdas muy fuertes. Y unas tijeras. A punta de pistola me ordenarás que ate a Neve. Una vez que esté maniatada, me atarás a mí y me dirás, para que ella lo oiga, que si no te entrego cincuenta mil dólares en efectivo al día siguiente, no la soltarás…, Que la matarás…, tendrás que decir eso, me temo. Después te la llevarás hasta el coche. No dejes que vea la matrícula.
—Para nada —dijo Billy—. Me parece que lo que está describiendo es un delito federal.
—Pues sí —respondió Wildstrand—. Pero ¿es realmente un crimen si no sucede nada? Quiero decir que te portarás muy, muy bien con Neve. Lo doy por hecho. La llevarás a un lugar seguro fuera de la ciudad. Por ejemplo, a tu casa. No le quites la venda de los ojos. Métela en el cuarto de atrás, donde guardáis los trastos. Pon un colchón en el suelo de modo que esté cómoda. Sólo será un día. Te entregaré el dinero. Lo planificaremos bien. Después, la soltarás en alguna parte al otro extremo de la ciudad. Puede que tenga que caminar mucho. Asegúrate de que lleve zapatos y un abrigo. Después regresarás a Fargo y devolverás el coche. Creo que será mejor no contarle nada a Maggie.
—De todos modos, Maggie se ha marchado.
A Wildstrand le dio un vuelco el corazón. De algún modo, lo sabía.
—¿Adónde? —logró preguntar.
—Su amiga Bonnie la llevó a Bismarck, para que se aclarara las ideas. Vuelven el viernes.
—Pues entonces, es perfecto —concluyó Wildstrand.
Billy le miró con unos enormes, lúgubres y silentes ojos. Maggie y él tenían los mismos ojos, pensó Wildstrand, aquella impenetrable oscuridad india que le resultaba tan misteriosa. Había en ellos algo de sangre blanca y ambos tenían la piel canela y una espesa cabellera castaña. Wildstrand sintió mucha pena por Billy. Era tan frágil y tan joven… ¿Qué haría con Neve? La mujer se pasaba todo el invierno quitando la nieve con una pala y, en verano, trabajaba en el jardín, excavaba grandes agujeros e incluso plantaba árboles. Billy se iba pasando el arma de una mano a la otra, sin duda porque se le cansaba la muñeca.
—Por cierto, ¿de dónde ha salido ese fusil? —preguntó Wildstrand.
—Era del padre de mi madre.
—¿Está cargado?
—Por supuesto.
—No tienes munición, ¿a qué no? —dijo Wildstrand—. Pero es mejor así. No queremos que se produzca ningún accidente.
El Niño de Jengibre
Cuando Billy Peace llamó a la puerta a la noche siguiente, John Wildstrand fingió que estaba durmiendo. Tenía el corazón en un puño y un nudo en la garganta mientras se producía la silenciosa transacción en el vestíbulo. Neve entró entonces en la habitación con los brazos en alto, y su pequeño, cuadrado y honesto rostro palideció del susto. Lanzó una mirada a su marido pidiendo socorro, pero Wildstrand miraba a Billy y procuraba no delatarse echándose a reír. Billy llevaba un pasamontañas infantil de color canela con pequeños ribetes blancos alrededor de la boca, la nariz y los ojos. También portaba un abrigo y unos pantalones de un tono tostado. Parecía un escuálido Niño de Jengibre, de no ser por los floridos guantes de jardinero, del mismo tipo que los que usaban las mujeres para los trabajos más pesados.
—No, que voy a vomitar —se quejó Neve cuando Billy ordenó a John Wildstrand que maniatara a su mujer.
—No, estarás bien —dijo Wildstrand—, estarás bien.
Las lágrimas le resbalaban por el rostro hasta las manos de su mujer mientras procuraba llevar a cabo la operación con precaución y firmeza. Su mujer tenía las manos muy cuidadas, con las uñas pintadas con un esmalte melocotón claro. Wildstrand rezó para que nada saliera mal.
—Mira, está llorando —recriminó Neve a Billy antes de que su marido la amordazara con un pañuelo, anudándolo en la nuca—. ¡Nnnnn!
—Lo siento —suspiró Wildstrand.
—Ahora te toca a ti —dijo Billy.
De pronto ambos se dieron cuenta de que Billy debía soltar el arma y someter a Wildstrand y abrieron los ojos como platos. Se miraron fijamente el uno al otro.
—Siéntate en esa silla —dijo Billy al fin—. Coge esa cuerda y pásatela por las piernas, no por las patas de la silla.
A continuación, dio instrucciones a Wildstrand para que hiciera la mayor parte del trabajo él mismo, incluso le mandó probar la solidez de los nudos. A Wildstrand todo aquello le pareció muy ingenioso por parte de Billy.
Una vez que Wildstrand se había atado a la silla y Billy le hubo amordazado, el muchacho ordenó a Neve que se levantara. Pero la mujer se negó. A pesar de la punzada de ansiedad que le atravesó, Wildstrand se sintió, en el fondo, orgulloso de su esposa. La mujer rodó por el suelo agitándose como un delfín hasta que Billy Peace consiguió por fin abalanzarse sobre ella hasta presionarle el cañón del fusil contra la sien. A horcajadas sobre ella, Billy le quitó la mordaza y guardó el pañuelo en el bolsillo. Sacó un par de pastillas.
—No me deja otra opción —dijo—. Voy a tener que pedirle que se trague esto sin agua.
—¿Qué es? —preguntó Neve.
—Pastillas para dormir —respondió Billy. Después se dirigió a Wildstrand—. Deja el dinero en una bolsa de basura junto al cartel del Club Flickertail que hay en la carretera principal. Nada de billetes marcados. Nada de policía. O mataré a tu mujer. Te estaré vigilando.
A Wildstrand le sorprendió que Neve se tomara las pastillas, pero, por otra parte, siempre había sido así con las medicinas; incluso llegaba a pedirle al médico que le pintara la garganta cuando apenas la tenía enrojecida: siempre había sido una paciente muy dispuesta. Ahora se mostraba como una rehén igual de dispuesta y Billy no volvió a tener problemas con ella. Desató la cuerda de sus piernas y le colocó unos grilletes en el tobillo. Salió adormilada, con el abrigo sobre los hombros, y John Wildstrand se quedó solo. Tardó aproximadamente media hora en liberarse de sus ataduras moviéndose con paciencia y dejó la cuerda atada a la silla. ¿Y ahora qué? Quería llamar a Maggie desesperadamente, hablar con ella, oír el dulce murmullo de su voz. Pero durante unas horas permaneció sentado en el sofá con la cabeza entre las manos, repasando el guión una y otra vez. Después, empezó a planear el futuro. Al día siguiente iría al banco muy temprano. Sacaría dinero en efectivo de la cuenta que ambos tenían en común. A continuación, se llevaría el rescate y subiría al coche. Conduciría hasta el cartel de la carretera principal y realizaría la entrega. Todo habría terminado antes de las once de la mañana y Billy Peace soltaría a Neve al oeste de la ciudad, desde donde podría volver a casa caminando o conseguir que alguien la llevase. La policía intervendría. Habría una investigación. La prensa se movilizaría. Pero no habría cobro de un seguro de por medio. Habría empleado todo el dinero de su jubilación, pero a Neve todavía le quedaría el banco. En poco tiempo, todo habría pasado.
Indefensa
Se desató una tormenta de nieve y Neve se perdió; habría muerto congelada de no ser por un granjero que la sacó de una cuneta. Gracias a que Billy le había enfundado sus botas de nieve al salir y el abrigo de la mujer era de lana y tan largo que le llegaba a las rodillas, no sufrió congelación a causa del frío. Tuvo fiebre durante seis días, pero no padeció neumonía. Wildstrand la cuidó con cariño, la mimó en todo lo que pudo y se tomó unos días libres en el banco. Le había impresionado mucho comprobar cuánto había afectado el secuestro a su mujer. Durante las siguientes semanas, su esposa perdió mucho peso y hablaba de forma irracional. Describió a la policía a su secuestrador como un hombre corpulento, fuerte, con las manos ásperas, la nariz grande y la voz muy grave. Según ella, su raptor era asombrosamente atractivo, ¡un dios! Era todo tan extraño que a Wildstrand casi le entraron ganas de corregirla. Aunque por una parte estaba encantado de que proporcionara una descripción tan errónea, le preocupaba su manera de adornar la realidad. Y cuando la llevó a casa, estuvo muy inquieta. Por las noches, quería hablar en lugar de ver la televisión o leer las revistas a las que estaba suscrita. No paraba de hacerle preguntas.
—¿Me quieres?
—Claro que te quiero.
—¿Me quieres de verdad? Quiero decir, ¿habrías muerto por mí si el secuestrador te hubiera dado a elegir? Imagina que te hubiera dicho: «O ella o tú». ¿Habrías dado un paso al frente?
—Estaba atado a la silla —respondió John Wildstrand.
—Metafóricamente.
—Por supuesto. Metafóricamente lo habría hecho.
—Tengo mis dudas.
Le dirigió una mirada escéptica. Le ponderó con los ojos. Ahora por las noches necesitaba que la tranquilizara. Le seducía y le asustaba diciendo cosas como: «Haz que me sienta indefensa».
—Él hizo que me sintiera indefensa —explicó una mañana—. Pero fue atento, muy atento conmigo.
Wildstrand la llevó al médico, quien diagnosticó histeria y le recetó baños fríos y enemas, que sólo lograron empeorar las cosas. «Abrázame más fuerte, hasta que no pueda respirar». «Mírame. No cierres los ojos». «No digas nada sin sentido. Quiero la verdad». Era algo aterrador cómo se había desinhibido. ¿Qué había hecho Billy?
Nada, insistía Billy por teléfono. Wildstrand se avergonzaba de la repulsión que le causaban las incómodas necesidades de su mujer, que no diferían en nada de sus propias pulsiones. Si ella se hubiera comportado así años antes, admitía que tal vez la habría correspondido. Quizá no habría acudido a Maggie. Tal vez se habría asombrado, agradecido. Pero cuando Neve se abalanzaba sobre él por la noche, sentía desesperación y ella percibía su distanciamiento. La mujer se volvió esquelética y se le encaneció el cabello, que se dejó crecer largo y desaliñado. Parecía una desconocida a punto de hundirse. Siempre le miraba con los ojos de una persona que se ahogaba.
Murdo Harp
John Wildstrand fue a visitar a su suegro a la residencia de ancianos que había financiado con su dinero. La residencia de ancianos de Pluto. Aquel lugar no le deprimía, aunque veía motivos para ello. Murdo Harp descansaba en su cama individual, sobre una colcha de chenilla amarilla. Se tapó con una pequeña manta de lana, que le había tejido Neve, con intrincadas rayas multicolores. Estaba escuchando la radio.
—Soy yo. John.
—Ah.
Wildstrand cogió la mano de su suegro. Tenía la piel seca y muy fina, casi translúcida. Su cara era delgada y pálida, con un aspecto un poco beatífico, aunque Murdo había sido un banquero despiadado y feroz, un superviviente.
—Me alegro de que hayas venido. Todo es muy tranquilo y silencioso, pero esta mañana me desperté a las cuatro, antes que todos los demás y pensé: «Ojalá venga alguien a verme». Y has venido. Me alegro de verte, John. ¿Adónde vamos a ir?
John ignoró la pregunta y el anciano asintió.
—¿Cómo está mi niña?
—Está muy bien —nadie había contado al padre de Neve, por supuesto, lo que había ocurrido—. Está resfriada —mintió Wildstrand—. Hoy se va a quedar en la cama. Supongo que estará durmiendo, acurrucada con una bolsa de agua caliente.
—Pobrecita.
Wilsdtrand se mordió la lengua para no contarle la verdad al padre de Neve, como siempre hacía.
—La cuidaré bien.
Cuán equivocadas e irónicas eran esas palabras. El anciano relajó la mano y Wildstrand se dio cuenta de que su suegro se había quedado dormido. Aun así, permaneció a su lado junto a la cama, sujetando la fina y elegante mano del anciano. Con alguien de su edad, cabía la posibilidad de que un poco de sabiduría impregnara la habitación. Al menos se notaba una agradable sensación de paz. Haber renunciado. No se esperaba nada más. El anciano había hecho lo que había podido. La vida consistía ahora en su mantita de lana y en su radio. John Wildstrand se quedó sentado a su lado un largo rato; era un buen lugar para reflexionar. El niño nacería dentro de cuatro meses y Billy y Maggie vivían en una pequeña y sólida casa de una sola planta no muy lejos de Island Park. Billy estaba a punto de empezar un curso de formación profesional. La última vez que Wildstrand le había ido a ver, el chico salía por la puerta. Se dieron la mano sin mediar palabra. Llevaba puesto su viejo y amplio sobretodo, un pañuelo beatnik a rayas y unas botas blandas y arrugadas.
En cuanto a Maggie, a menudo se encontraba sola. Wildstrand no podía salir de casa con frecuencia por culpa de Neve. Maggie lo entendía. Estaba radiante. Su pelo castaño estaba largo y lustroso. Entraban en su habitación de día y hacían el amor a plena luz. Era algo muy solemne. Wildstrand casi se desmayaba con la profundidad del acto. Cuando se tumbaba junto a ella, sus sentidos se transformaban y descubría el alma secreta de los objetos y de las plantas de la habitación. Todo cobraba una conciencia y un significado. Maggie era extraordinaria, pero a la vez era normal y corriente. John Wildstrand escapaba del tiempo y se adentraba en la nada del tacto. Después, volvía en coche hasta Pluto y llegaba a su casa justo para la hora de la cena.
Cuando se marchaba y dejaba al anciano, Wildstrand solía darle unas palmaditas en el brazo o tenía con él algún gesto de disculpa. En esta ocasión, seguía pensando en el tiempo que había pasado con Maggie y se inclinó, ensimismado, sobre el padre de Neve. Le dio un beso en la frente marchita, le acarició el cabello y sonrió sin pensar. El anciano se sobresaltó de pronto y fulminó a Wildstrand con la mirada, como un halcón enfurecido.
—¡Cabrón! —espetó.
El gesto
Un día, Neve estaba sentada a la mesa en albornoz a la hora de comer dándole golpecitos a un huevo cocido con la hoja de un cuchillo. De pronto, dijo:
—Sé quién era. Le vi en una obra de teatro. Shakespeare. En la obra había dos pares de gemelos que no se juntaban hasta el final.
A Wildstrand se le heló la sangre y telefoneó a Billy en cuanto regresó al banco. Efectivamente, Billy había participado en una producción del verano anterior organizada por el club de teatro municipal. Había interpretado a uno de los Dromio en La comedia de los errores. Wildstrand colgó y se quedó mirando el teléfono. Neve estaba en la biblioteca municipal en ese momento, investigando en la hemeroteca local. Así fue como, de repente, en lugar de seguir su curso de formación profesional, Billy se dio a la fuga y se alistó en el ejército, después de todo. Wildstrand pensó que no lo aceptarían porque era muy delgado, pero al ejército no le importó. Ahora estaba atemorizado de que la pena de Maggie afectara al bebé, pues a ella se le partió el corazón y lloró día y noche cuando Billy embarcó para su entrenamiento. Decía que ya no sentía nada y se apartaba de Wildstrand cuando éste iba a visitarla sin dejar que la tocara. Al cabo de seis semanas, Billy envió una fotografía suya vestido de militar. No daba la impresión de ser más fuerte. El casco parecía bambolearse sobre su cabeza proyectando una sombra en sus ojos impenetrables. Su cuello seguía siendo igual de escuálido y grácil. Parecía tener doce años.
Una tarde, Wildstrand volvía a su casa en coche después de haber visitado a Maggie y no pudo sacarse de la cabeza el pequeño rostro bajo el casco durante todo el viaje. Cuando entró en casa, descubrió que Neve estaba tejiendo una nueva manta. Alzó sus ojos azules y claros hacia él.
—Me marcho —anunció Wildstrand. Dejó las llaves del coche en la mesa auxiliar—. Quédate con todo. Tengo ropa y zapatos. Me prepararé un bocadillo y me iré.
Entró en la cocina y se preparó el bocadillo, que envolvió en papel vegetal. Volvió al salón y se detuvo en el centro de la alfombra. Neve sólo le miró. Un haz de luz le iluminó el rostro blanquecino. Levantó la mano, la movió hacia un lado y la dejó caer. El gesto se quedó suspendido en el aire, como si el brazo dejara una estela. Wildstrand dio media vuelta y salió por la puerta, cruzó la ciudad y se puso a hacer dedo en la carretera principal hacia la casa de Maggie. Soplaba una leve brisa y había unos dieciocho grados. Los campos aparecían cubiertos de aguas estancadas; patos y ocas nadaban en las zanjas. Durante toda la tarde, mientras caminaba, el horizonte surgía y desaparecía ante él. No consiguió que nadie le llevara hasta que cayó la noche.
Los leones
Al poco tiempo de que John Wildstrand se mudara a la casa de Maggie, nació un varón. En aquellos momentos deslumbrantes que siguieron al parto, tuvo una visión. El niño se parecía a Billy. Billy el artista, Billy el muchacho alto y escuálido, Billy con los pies grandes, que no parecía capaz de levantar una cantimplora de agua. El corazón de Billy estaba repleto de espinas. ¿Existía alguien más magnífico que Billy? A ojos de John Wildstrand, Billy semejaba un remedo de Cristo, o un mártir como los que figuraban en el Nuevo Testamento. Sólo que había sido arrojado a los leones a causa de la felicidad de la pareja. Wildstrand pensaba que, en su nueva vida, Billy habría ganado fuerza y valor y se habría convertido en la persona que, según creía Neve, la había abducido. Ahora comprendía que Billy ya era esa persona y que Neve lo había sabido. También descubrió que Billy le había contado a su hermana lo del secuestro. Todo aquello aparecía reflejado en el rostro de aquel diminuto recién nacido. Wildstrand se acercó e intentó descubrir si Billy viviría o moriría. Pero antes de que se hiciera una imagen nítida de ello, el bebé abrió la boca y berreó. Wildstrand depositó al niño en el pecho de Maggie y, cuando empezó a mamar, intentó acariciar el pelo de la criatura. Maggie apartó su mano con el mismo gesto que había empleado su esposa para despedirse de él y el hombre se hundió otra vez en la butaca del hospital. Se sentía mareado por el desgaste de adrenalina. Durante un largo rato, los contempló desde el otro extremo de la habitación.
El garaje
John Wildstrand sólo visitó Pluto en dos ocasiones. La primera vez llegó con un camión y lo cargó con todas las cosas de las que Neve no se había deshecho —había tirado muchas a la basura—. Pero los objetos materiales ya no interesaban a Wildstrand. Por aquella época, dormía en el garaje de Maggie, en un saco de dormir que extendía sobre un pequeño catre. Se arrebujaba junto al coche de segunda mano que se había comprado. Maggie le amenazaba todos los días con entregarle a la policía por el secuestro.
—Lo perderías todo —dijo Wildstrand agitando el brazo—. Esta casa. Y Billy iría a la cárcel. ¿Te gustaría eso? Acabarías en la calle. ¿Y qué sería del pequeño Corwin?
Maggie había puesto a su hijo el nombre del mejor amigo de su hermano en el campamento de entrenamiento de reclutas. Ahora se hallaba destinado en Corea, cerca de la zona desmilitarizada. Billy corría peligro y escribía cartas cada semana, en las que narraba las visiones que tenía. Al parecer, estaba en contacto con unos poderosos espíritus que le salvaban la vida una y otra vez y que le habían prometido guiar su vida.
—Nunca ha sido una persona religiosa —lloró Maggie—, en toda su vida. ¡Mírale ahora! ¡Mira lo que has hecho!
Wildstrand se desesperó. No había forma de escapar de Billy; siempre controlaba la situación, estuviese donde estuviese. Billy, con su pelo ralo de militar y sus ojos desconocidos, con sus botas militares y su fusil. Ahora que era un soldado y le visitaban los ángeles, no cabía la menor esperanza. Aunque no le ocurriera nada. En los meses que siguieron al nacimiento de su hijo, Wildstrand llegó a comprender que nunca sería perdonado por haber orquestado el secuestro y que había perdido el amor de Maggie. La mujer se mostraba furiosa y fría; daba a entender que él era igual que su abuelo, que odiaba a los indios, y ahora se pasaba todo el día cuidando de su hijo y limpiando la casa. De vez en cuando, arrojaba a Wildstrand una lista de la compra o le obligaba a levantar alguna carga pesada. Fuera de aquello, no dejaba que se acercara ni a ella ni al bebé. Daba vueltas por la pequeña casa como un fantasma, sin saber nunca dónde ponerse, siempre incómodo. Se hizo una triste guarida en el sótano, donde podía acudir cada vez que hacía demasiado frío para dormir en el garaje. Si no, permanecía allí, escuchando música o leyendo el periódico. Consiguió un empleo en la misma compañía de seguros que solía contratar, en un puesto de escasa categoría donde ayudaba a otros con los trámites de las reclamaciones.
La entrada
Un día, una reclamación del propietario de su antigua vivienda aterrizó sobre su mesa. Neve había puesto una demanda por todas las cosas que Wildstrand se había llevado del hogar: sus propios enseres, que hubo de recoger, apremiado por su esposa. Incluía sus caras herramientas, todas grabadas con su nombre y un código de identificación, y discos, así como el exclusivo equipo de música e incluso un televisor recién comprado. Al observar la lista, Wildstrand sintió un ardor en la garganta. Le quemaban las orejas. Cogió el abrigo de detrás de la puerta y volvió a la casa que había adquirido con el dinero de su jubilación y de la de Neve y empaquetó todo lo que guardaba en el garaje. Condujo hasta Pluto con el coche lleno y aparcó delante de su antiguo hogar.
Al cabo de un rato, Neve se asomó a la ventana. Le observó cuando bajaba del coche y él también la miró, detrás de la ventana, que semejaba el cristal de un oscuro acuario. Cuando la mujer desapareció, no estaba seguro de si se había dirigido a la puerta o si la había engullido la penumbra. Pero al fin abrió y le invitó a pasar. Se quedaron de pie en la entrada, muy cerca el uno del otro. Su cabello cano se había tornado blanco plateado. Le latía el corazón en su fina garganta. Tenía los brazos muy delgados, como dos palillos, pero irradiaba una luz inédita. Wildstrand podía percibir ese extraño resplandor. Parecía manar de su piel translúcida. Pensó entonces en tirarse a los pies de aquella hermosa y agraviada mujer y besar el dobladillo del vestido de vuelo que llevaba.
—Has presentado una reclamación por todas mis cosas. Te las devuelvo —dijo.
—No. Quiero el dinero. Necesito el dinero —respondió.
—¿Por qué?
—Estamos perdidos. No van a comprarnos el banco. Prefieren abrir otro nuevo al lado.
—¿Y qué pasa con las cuentas de tu padre?
—Vivirá cien años —dijo Neve—. John, me ha contado que había otra mujer desde el principio.
—No sé de dónde ha sacado esa idea.
Neve aguardó.
—Está bien. Sí.
Sus ojos se llenaron de gruesas lágrimas y empezó a temblar. Antes de que se diera cuenta, Wildstrand la estaba abrazando. Cerró la puerta. Hicieron el amor en la entrada, sobre la alfombra que habían pisado tantas personas, y después en el banco donde las visitas se quitaban las botas y los zapatos. Su remordimiento y vergüenza resultaban de algún modo eróticos. Y el ansia de ella era tan intensa que daba la impresión de que caían juntos por una enorme cascada, rodando dentro de un tonel, y al llegar al final Wildstrand se resquebrajó y le contó todo.
Tuvo que hacerlo por culpa de Billy Peace. En el suelo de la entrada junto al zapatero, Wildstrand comprendió con una total e instintiva certeza que Billy había abusado de su esposa cuando ésta se hallaba maniatada, totalmente indefensa, secuestrada sobre el colchón junto a los tarros viejos y la ropa desechada. Wildstrand se aferró a Neve, envuelto en la oscuridad. Y habló y habló.
—Sé que te violó —dijo Wildstrand cuando acabó de contar todo lo demás.
—¿Quién? ¿Ese muchacho? Si no era más que un imbécil —dijo Neve—. Nunca me tocó. Dije todo aquello por desesperación, para intentar ponerte celoso. No me preguntes por qué —se incorporó y le escrutó con la mirada tranquila—. Es posible que yo creyera que en el fondo me amabas. Creo que pensaba que había algo dentro de ti.
—Y lo hay, lo hay —respondió Wildstrand con voz ahogada, en un impulso irrefrenable de esperanza, y le acarició los tobillos mientras la mujer se levantaba.
—Cuando me cubrió la nieve, allá en la zanja, vi tu cara. Tan real… Te agachaste sobre mí y me sacaste de allí. No era el granjero, eras tú.
—Era yo —repitió Wildstrand levantando los brazos—. Debí haberte amado siempre.
Bajó la mirada hacia él durante un largo rato y contempló aquella sorprendente revelación. Después, subió a la planta de arriba y llamó a la policía.
Un escalofrío ante la duda
En los años posteriores a su captura, juicio y condena, a Wildstrand le preguntaban a menudo, tanto los amigos que se había echado en los bares como otros abogados (por supuesto también yo se lo había preguntado), qué le había llevado a reconocer lo que había hecho. ¿Qué le había llevado a contárselo a Neve y a asumir y cargar con toda la responsabilidad? A veces no se le ocurría ninguna buena razón. Otras, decía que supo que aquello no acabaría nunca; temió que rebotara de mujer en mujer hasta el final de los tiempos. Pero una vez que respondía, siempre volvía a ese momento en que le abrió la puerta a Billy Peace y recordaba cómo, cuando descubrió al muchacho bajo la titilante luz del porche, con el fusil sin brillo en la mano y el semblante triste, le recorrió un escalofrío ante la duda y dijo: «Adelante».