Entonces al igual que siempre, la enseñanza estaba mal remunerada y la juventud de Saint Anthony no valoraba lo suficiente los escritos de Marco Aurelio como para convertir la vocación de Joseph J. Coutts en una obra de amor. Además, tenía que pensar en el amor verdadero. Sentía que debía moverse con mayor seguridad en ese reino dorado, pues estaba a punto de cumplir veintiséis años. Sin embargo, mientras daba vueltas por la noche en la habitación, por la que sin duda pagaba demasiado, en la residencia de la viuda Dorea Ann Swivel, sus perspectivas sólo se traducían en un mortificante dolor de cabeza. Durante un corto periodo de tiempo se había relacionado con una mujer llamada Louisa Bird —menuda, guapa, unos cuatro años mayor que él y presbiteriana para su desgracia—, pero en ningún caso la muchacha le había llegado a besar y le fue arrebatada durante un paseo en trineo por un joven pastor de Saint Paul con un par de magníficas patillas. Aquel ladrón borró de un plumazo toda indecisión por parte de Joseph y ahora no lograba sacársela de la cabeza. Así que ardía, muy en secreto, aunque a veces, cuando caminaba atravesando el frescor del alba para encender la estufa en la antigua oficina del aserradero que hacía de escuela, casi podía sentir el aire chamuscándole y se preguntaba si la viuda, por ejemplo, comprendía la naturaleza de su carga.
Al poco tiempo de que Louisa se arrojara a los brazos del pastor, comprendió que la viuda sí lo entendía. Una noche, oyó un golpe seco en la puerta y la señora Swivel, que era ancha de caderas, poco agraciada y muy sagaz, entró en la pequeña y fría habitación. El armazón de su cama no parecía lo bastante robusto como para soportar el peso de ambos, y aunque el aroma a masa de pan de su cuerpo era dulce, se preguntaba preocupado, mientras se abría paso hacia el cielo, quién de los dos pagaría una nueva cama si ésta llegaba a derrumbarse. Sus noches compartidas se hicieron cada vez más frecuentes y la cama más frágil. Ató las patas a la estructura con una gruesa cuerda y apuntaló la base de la cama con piedras sacadas del río. La mujer le dio de comer mucho mejor que a sus otros inquilinos, despertando cierto recelo en ellos. Pero no sintió miedo de verdad hasta el primero de noviembre, cuando le devolvió la mitad del alquiler y le dijo, con una sonrisa pícara, que le había bajado el precio. Por lo tanto, Joseph Coutts estaba dispuesto a dar un giro a su vida cuando se encontró con Reginald Bull, que buscaba a un hombre para unirse a una expedición en busca de un lugar donde levantar un pueblo en las praderas.
Reginald hacía bastante honor a su apellido[2]. Bull era un hombre corpulento, con un cuello ancho y fuerte, pero tenía unos preciosos y tímidos ojos castaños y una boca de pitiminí roja de la que solían burlarse. Según expuso Bull, Odin Merrimack y el coronel LeVinne P. Poolcaugh, dos especuladores de tierras, estaban organizando una partida de hombres, que equipaban con su propio dinero y a la que enviaban más allá de la frontera entre Dakota y Minnesota, para explorar y reivindicar el derecho de ocupación de enormes extensiones de tierra, que sin duda se convertirían en pueblos, incluso quizá en ciudades, cuando llegase el ferrocarril a ese rincón del mundo. Los hombres cobrarían en parcelas de tierra, explicó Bull, y ya se hablaba de millones; no era la primera vez que oía aquello. Sin embargo, no eran los únicos en padecer la fiebre de la ciudad. También se organizaban otros equipos. Pero ellos superarían a todos al emprender el viaje en lo más crudo del invierno.
—Yo he visto a hombres hacerse ricos aquí —dijo Joseph—, pero hasta el día de hoy no he visto hacer fortuna a ninguno que empezara siendo pobre.
—Es una oferta que ya está en marcha —insistió Bull—. Además llevaremos el mejor equipo posible. Dos carretas de bueyes y un cocinero. Y no sólo eso, tenemos a los guías más listos del país: Henri y Lafayette Peace. Nos sacarán de cualquier apuro.
Aquello impresionó a Joseph. Henri Peace tenía mucha fama, aunque nunca había oído hablar de Lafayette. También viajaba con ellos un alemán llamado Emil Buckendorf con tres de sus hermanos, todos ellos excelentes conductores de carretas de bueyes.
—Dame una noche —contestó Joseph. Pero cuando pensó en volver a su cuarto y recordó el estado de las patas de la cama, cambió de parecer y aceptó en el acto.
Aquella misma tarde fue a ver al supervisor de la escuela del distrito y presentó su renuncia; esa noche dio el preaviso a la propietaria. Se imaginó que tal vez Dorea estaría abatida por su marcha, incluso enojada, pero cuando le explicó el plan y le contó lo que ganaría con el futuro asentamiento, el rostro de la mujer se iluminó hasta resultar casi hermoso. La perspectiva de poder ganar semejante dinero con tan sólo acampar en un terreno la emocionó tanto que a punto estuvo de querer marcharse ella también. Alarmado, Joseph recalcó que los guiarían los bois brûlé, o indios metis franceses, y el semblante de la mujer se quedó más tieso que el parche de un tambor.
Esa noche la mujer le dejó tranquilo y le sorprendió descubrir cuánto la echaba de menos. Incapaz de conciliar el sueño, encendió una vela y hojeó las Meditaciones hasta que encontró la que necesitaba, aquella que le decía que dejara de deambular al azar o de esperar para leer los libros que reservaba para su vejez, que se despidiera de vanas esperanzas (¡Louisa!) y saliera en su propio auxilio, si se quería a sí mismo y mientras todavía estuviera en sus manos. Apagó la vela de un soplo y guardó el libro debajo de la almohada. Había tomado la decisión correcta, de eso estaba seguro, e intentó no pensar más en el aterciopelado abrazo de Dorea Swivel. Pero la noche era fría y su manta delgada, y resultaba imposible no ansiar el calor que la mujer generaba o desear que su cabeza reposara en los suaves músculos de su brazo. Habría más privaciones así, se dijo; sería mejor irse acostumbrando. Durante el siguiente año, para entrar en calor, tendría que acurrucarse junto a peludos y apestosos hombres. Lo que los hombres llamaban «aventura» solía consistir en aguantar estoicamente espantosas miserias cotidianas. Joseph Coutts lo sabía, al menos en teoría, así que esa noche intentó disciplinarse para apartar cualquier pensamiento sobre los dos grandes secretos de Dorea: una facilidad pasmosa para las palabrotas, que le susurraba al oído, y una serie de movimientos bruscos y salvajes que casi le hacían desmayarse de placer. No pensaría más en esas cosas. No, no lo haría.
La expedición
A la mañana siguiente, Bull fue a verle para que le firmara unos papeles y le condujo al establecimiento del coronel Poolcaugh, donde estaban cosiendo las ropas para la expedición y donde dos mujeres islandesas terminaban una enorme manta acolchada con relleno de lana, fabricada especialmente para que los nueve hombres durmieran debajo todos juntos. Emil Buckendorf se encontraba allí: moreno, con los dientes puntiagudos y unos ojos tan claros que parecía que le ardía una luz en el cráneo. Era un joven tranquilo y muy eficiente; ayudaba a coser a las mujeres y lo hacía muy bien además. Los dos guías eran muy diferentes el uno del otro. Lafayette era un hombre distinguido y extremadamente atractivo, con un fino bigote, lustrosas patillas y astutos ojos negros. Henri era tan macizo como Bull, aunque de menor estatura y con un aire tan seductor como tranquilizador. También estaba allí el cocinero, English Bill, un hombre cuyas enormes patillas sobresalían de su cara y pronto caerían hasta cubrirle el cuello. Joseph había desarrollado cierto recelo hacia las patillas descomunales, pero le gustaba English Bill, que regateaba y fastidiaba al coronel Poolcaugh con una energía fascinante. Bill se mantenía inflexible en la necesidad de suministrar un equipo completo. Asimismo insistía en llevarse a su perra, una pequeña y rechoncha terrier de pelo corto, blanco y castaño, y obligó a Joseph a que se probara cada prenda del equipo; eran tantas que Joseph estaba dispuesto a aceptar la pila sin más, pero cuando se probó las tres camisas y los tres calzones de lana, los tres pares de medias y los mocasines encima, hubo que realizar algunos arreglos. Había que modificar un sobretodo de tela vaquera de Kentucky y sus chanclos de piel de alce necesitaban más cordones. Un casco imponente hecho de piel de cordero le llegaba hasta los hombros, con orejeras a ambos lados para taparse rápidamente la nariz; por último, había un par de mitones de piel. Una vez que se lo hubo puesto todo, Joseph tenía tanto calor que apenas podía respirar, ya que era un día caluroso para ser el mes de diciembre. Pero a finales de mes, cuando la partida emprendió el viaje, ya podía decirse que se trataba del invierno más crudo y frío que se recordara por esos pagos.
Cuando se separó de Dorea Swivel, la mujer le regaló una fotografía de ella misma. Estuvo a punto de devolvérsela, al considerar que no era justo aceptarla; si bien le encantaba su mullido y cálido cuerpo, no se imaginaba un futuro junto a alguien que no sabía leer y apenas sabía escribir su nombre, aunque se le daban muy bien las sumas y las restas. Pero algo le llevó a guardar el pequeño medallón con el retrato de la mujer, tan sencilla y firme, con la ancha cara simétrica debajo de una severa raya en mitad de su cabellera. Era como si tuviera el presentimiento de que se embarcaba en un viaje que le llevaría al borde de la locura y que necesitaría el sólido peso de su mirada para sujetarle.
El gran viaje
Con cinco yuntas de bueyes y dos trineos construidos para trayectos difíciles, los hombres partieron de Saint Anthony. Los únicos enseres personales que Joseph se llevó consigo fueron el medallón y el libro que contenía los escritos de Marco Aurelio. Uno de los trineos iba cargado de maíz y mazorcas para el ganado y el otro llevaba víveres para los hombres, además de todos los aperos que Bull, Emil Buckendorf y Joseph Coutts necesitarían para labrar la tierra y sobrevivir allí fuera durante todo un año. Los demás hombres serían repatriados en cuanto se secara la pradera en primavera y, al mismo tiempo, se suministrarían nuevos víveres a aquellos que se quedaran. A los dos días, el camino desapareció y Joseph, Henri y Lafayette se abrieron paso con raquetas, caminando delante de los bueyes, que se hundían en la espesa nieve o se cortaban los menudillos en la pradera reseca, donde el viento había formado una corteza despiadada. Un paso tras otro, avanzaban unos trece kilómetros diarios. Por la noche, montaban las tiendas, encendían una buena hoguera, cortaban espartillo en las marismas y lo apilaban en la nieve para formar un jergón; a continuación, extendían sus abrigos de piel de búfalo y los hules sobre la hierba y se metían, vestidos, en su enorme cama comunal. Los dos guías se turnaban para dormir con su tesoro más preciado: un violín, guardado en un estuche forrado de terciopelo, al que besaban como si fuera una mujer. En cuanto se tapaban con el inmenso edredón, los hombres empezaban a entrar en calor y se dormían, aunque cada vez que uno de ellos se daba la vuelta los demás hacían lo mismo. Las noches eran por tanto de lo más animado, pero al principio no resultaban insoportables, pensó Joseph. Sin embargo, sólo estaban en enero y ninguno de ellos tendría la posibilidad de darse un baño antes de la primavera. Nunca había sido una persona demasiado quisquillosa, pero la comida que preparaba English Bill era una losa en el estómago y, una noche, los hombres dieron rienda suelta a tal cúmulo de ventosidades que casi hicieron volar el edredón. En medio del concierto, Henri Peace empezó a reírse y a gritar en la oscuridad, elogiando a los hombres por tocar tan fuerte en sus propios violines franceses. Joseph también se echó a reír, pero Emil Buckendorf se ofendió.
—Gawiin ojidaa, ma frère —dijo Henri, que hablaba el dialecto francochippewa tan bien como el inglés o el chippewa puro, o el cree—, siento haberte insultado. Pues estabas tocando el clarín alemán, ¿no es así?
Emil se calló y rechinó los dientes. Joseph oyó el ruido de sus muelas. Pero la noche era demasiado fría para pelearse. Nadie quería salirse del edredón.
Cuando Joseph se levantó por la mañana y extendió la vista sobre el enorme cuenco blanco del universo, descubrió que el sol tenía dos perros a cada lado y estaba coronado por una medialuna ardiente. Fue una vista tan repentina, hermosa y desalentadora que se le humedecieron los ojos mientras se quedaba ahí paralizado.
—Oui, frère Joseph, llora ahora mientras te quedan fuerzas —comentó Henri, mientras le tendía una taza de hojalata con té caliente—, estaremos agotados para cuando llegue la tarde.
Como todo lo que decía Henri, así fue.
Se toparon con pesados cúmulos de nieve en la pradera incombustible y tuvieron que abrirse camino con las palas. Paso a paso, lograron avanzar unos ocho kilómetros. Henri y Lafayette descubrieron unas huellas de alce y fueron detrás de los animales, con la esperanza de complementar la carne de cerdo salada de English Bill. En cuanto desaparecieron, la ventisca amainó y los hombres se dispusieron a montar el campamento, arrastrando la leña e intentando armar la carpa. Pero el viento, que levantaba la nieve en capas horizontales, apagó el fuego y aplastó la carpa hasta desconcertar y apalear a los hombres, que tropezaban con torpeza con esto y lo otro. Henri regresó y les exhortó a que hicieran la cama allí mismo y se acostaran enseguida. Mientras extendían los abrigos de piel de búfalo y los hules, la nieve se iba filtrando en la piel, pero los hombres se tumbaron, con Lafayette a un extremo e English Bill al otro, porque siempre dormía con su terrier. Durante un largo rato, los hombres temblaron tanto que Henri gritó algo a Lafayette en chippewa, unas palabras que Joseph reconocería más tarde, cuando aprendiera a entenderlas mejor, y que se referían a un método sagrado de adivinación por el cual los espíritus penetraban en una tienda particular y la hacían temblar. Los temblores fueron cesando poco a poco. Los hombres se relajaron unos junto a otros y Joseph, apretado entre dos Buckendorf, se adormiló pensando en si volvería a despertar, pero demasiado cansado como para que le importase mucho.
Poco antes del amanecer, Joseph se despertó en efecto al sonido de unos hombres cantando. Asomó la cabeza desde la cama y descubrió que la manta estaba totalmente cubierta por una gruesa y brillante capa blanca. De las grietas en la nieve que había en los bordes manaba un poco de vaho. El viento había cesado y ahora les paralizaba un intenso frío. Henri y Lafayette habían encendido una hoguera y se secaban ante el fuego. Henri interpretaba una giga de una alegría conmovedora. Lafayette tocaba un tambor de mano mientras daba saltos arriba y abajo y cantaba en voz alta una canción que semejaba el aullido de la ventisca. Los Buckendorf maldijeron y chillaron en cuanto emergieron de la cama, empapados, al frío glacial, pero la música, que según explicó Henri a Joseph debía levantarles el ánimo, surtió efecto. Algo en la canción, que Joseph empezó a repetir con los guías, le conmovió. Mientras giraba cada flanco de su cuerpo hacia el fuego y cantaba, se apoderó de él una asombrosa consciencia. La violencia de la tormenta, el crepitar del fuego, el reflejo de las llamas en los oscuros rostros de los guías o en los rasgos más dulces de Bull y en los extraños ojos blanquecinos de los alemanes le golpearon con una fuerza indeleble. Le invadió una repentina, fiera y oscura felicidad. Soltó una sonora carcajada, miró a Henri a los ojos, que brillaban sobre el cuerpo ruano del violín, y comprendió que se habían salvado de milagro. Si la nieve no les hubiera cubierto, se habrían congelado con ese frío extremo y habrían muerto mientras dormían, soldados unos a otros por el hielo, convertidos en una masa compacta hasta que la primavera hubiese permitido que aquel extraño emparedado humano se derritiera y se pudriera.
Joseph no tuvo oportunidad de reflexionar sobre esa perspectiva, pues durante los cuatro días siguientes avanzaron sumergidos en la nieve e incluso caminaron sin tregua por una noche oscura y también durante todo el día siguiente, su habitual y consagrado domingo de descanso, a través de una mesa de póquer consistente en una extensión de pradera de cuarenta kilómetros de ancho, por miedo al viento en aquel páramo desprotegido. Los guías se orientaban gracias a la estrella polar y la partida se detuvo, desconcertada, cuando las brumas heladas empezaron a caer sobre ellos cada pocas horas. Cuando los bueyes se detuvieron, los Buckendorf se desplomaron de los trineos, como si los hubieran disparado, y se quedaron dormidos en la nieve. Emil golpeó a su hermano hasta que despertó, y los hombres y los bueyes siguieron avanzando con paso incierto. En un determinado momento, mientras caminaba adormecido, unas palabras brotaron en la mente de Joseph. «No te comportes como si fueras a vivir diez mil años. La muerte pende sobre ti. Mientras vivas, mientras esté en tus manos…» Al haber sobrevivido a la noche de la tormenta de nieve, Joseph tomó la determinación de que no sería en vano si también había de sobrevivir ahora. Era cierto que su propósito original en esta expedición había sido convertirse en un hombre rico, pero ahora, en la noche inconmensurable, comprendió que había algo más. Había visto cómo la ventisca surgía de la nada, se abatía sobre ellos y regresaba a la nada de donde había emergido, al igual que los hombres. Algo poderoso le aguardaba. Debía estar preparado para ello. Se quedó completamente dormido mientras caminaba, y cuando despertó, uno de los bueyes estaba en el suelo. Los hombres intentaban persuadirlo para que se levantara a base de golpes. Los pobres animales tenían los espolones hinchados como teteras y dejaban a cada paso un chorro de sangre en la nieve. Joseph se acercó al buey, se agachó sobre su enorme cabeza y sopló su propio aliento en el espumoso hocico del animal; a continuación, le habló con voz clara y serena hasta que el animal se levantó con un gruñido y avanzó penosamente por las tierras baldías. Fue el primero que mataron para comer.
Era una mala señal: sacrificar a sus propios bueyes antes de llegar a su destino. Henri parecía un poco desanimado. Pero esa noche, mientras asaban su corazón atrofiado, salaban la carne carbonizada y comían, y mientras la pequeña terrier con manchas y ojos marrones mordisqueaba un hueso junto al fuego, Lafayette tocó el violín y ambos guías se pusieron de nuevo a cantar. Sólo que esta vez se trataba de una canción francesa sobre una mujer morena, e incluso los Buckendorf, una vez que comprendieron el estribillo, la bramaron alegremente y sin desafinar hasta que se quedaron dormidos, sin dejar de bromear, como si estuvieran borrachos. La carne fresca y la canción francesa sentaron bien a los hombres, y esa noche Joseph soñó por primera vez con Dorea. Le contaba que había colocado una nueva tabla en la cama, mientras le atraía hacia ella. También los demás hombres, a juzgar por su aspecto a la luz del día, habían tenido un sueño agitado, pues todos presentaban oscuras ojeras y se mostraban alicaídos y taciturnos. Durante todo el día, Bull estuvo soltando fuertes suspiros y dejando la mirada perdida demasiado tiempo en el horizonte.
—¿Está ella allí? —preguntó Henri en cierto momento, señalando la línea que dividía el cielo y la tierra.
—¿Quién? ¿Dónde? —preguntó Bull.
—Ginimoshe! ¿Está allí?
Pero Bull no era un hombre de quien uno pudiera burlarse. No tenía el fuerte orgullo de Emil Buckendorf. Y contestó con cierta inocencia.
—Ojalá. ¡Ojalá estuviera allí!
Los guías asintieron, aprobando su devoción. Los demás hombres se callaron tanto por respeto como por envidia. Bull había estado a punto de no participar en la expedición porque se había enamorado. No se trataba de un amor cualquiera, le había explicado a Joseph: era un amor insoportable, era el paraíso. Se la habían presentado los guías y era el ama de llaves y ayudante del médico local que anunciaba: «Cirugía con o sin cloroformo, ¡lo último a precio de ganga!». De hecho, a Joseph el cartel del médico le había parecido un excelente argumento para enriquecerse. También había visto a la muchacha a la que Bull amaba. Era sobrina de los hermanos Peace, hija de su hermana pequeña, una metis católica cuya familia era muy estricta. Tenía la tez de un color crema oscuro. Era redonda y dulce como la miel, con el cabello castaño, casi negro, y diminutas pecas de color canela esparcidas por una nariz razonable. Era bastante bonita, con una mirada franca, pero costaba imaginarla como el objeto de una pasión eterna. Pero claro, reflexionó Joseph, ¿quién era él para decir nada? Guardaba el medallón de Dorea en el bolsillo de su camisa interior y lo sacaba en secreto, de cuando en cuando.
Los polvos de Batner
Alcanzaron la zona que pretendían reclamar un mes después de su partida y con tan sólo seis bueyes y una preocupante falta de harina. English Bill había insistido en que les suministraran tres toneles y, sin embargo, sólo habían cargado uno. Maldijo a Poolcaugh una y otra vez y escupió hasta que acabó estando furioso por la harina y la calidad de las alubias, que estaban resecas, y convencido de que a buen seguro le habían dado el cambiazo. No obstante, ahora que los hombres habían comido cada plato más quemado y extraño que el anterior, habían entendido que la cocina de English Bill resultaba un desafío tan imprevisible como el tiempo. Ambas cosas pronto empeorarían. Las primeras tormentas de nieve no habían sido nada y les aguardaba en su destino un temporal que duró cuatro días, al que sobrevivieron sólo gracias a la inteligencia de los guías a la hora de elegir el emplazamiento del campamento, levantar la carpa y cubrirla con maleza y nieve de modo que resultara lo bastante acogedora al final del vendaval. Al no quedar casi harina, cuando emergieron al fin, decidieron alimentar a los bueyes con ramajes de olmos y guardar los alimentos —maíz en bruto y mazorcas molidas— para su propia subsistencia. Los repartieron a partes iguales. Joseph rellenó sus calcetines de recambio con los cereales, tan duros como guijarros. Todavía quedaban muchas alubias, pero los hombres habían desarrollado trastornos intestinales y se comían la cena despacio, con desesperación. Por la mañana, bajo su sofocante edredón, querían asesinarse unos a otros. Al principio los hombres codiciaban dormir en el medio, el lugar más caliente, pero ahora ansiaban situarse en los extremos, donde al menos podían respirar un poco de aire puro. Acabaron estando tan débiles de tanto caminar que Bull decidió finalmente meter mano al botiquín con las medicinas que había obtenido del jefe de su amada.
Una noche, siguiendo las instrucciones escritas del médico, preparó una solución de polvos de Batner para cada hombre. Joseph se tragó sus diez gotas como los demás y se metió en la cama. La medicina fue mano de santo para todos. Durmieron como angelitos, tuvieron sueños exquisitos, amanecieron descansados y contentos, y llevaron a cabo además un trabajo de reconocimiento de campo. Con la ayuda de un compás manual, una cinta y una cadena, dibujaron las líneas generales, que completarían al volver a Saint Paul. Joseph había soñado con un banquete con tal lujo de detalles que, durante buena parte de la mañana, pensó que se lo había comido de verdad. Esa noche, pusieron a cocer carne de buey y de cerdo con lo último de la harina para hacer una espesa papilla a la que Henri llamó booyeh. Comieron lo mejor que pudieron y aceptaron el tratamiento con ilusión. A lo largo de las semanas siguientes, las raciones fueron menguando. Lafayette mató un lince y los guías sustituyeron las cuerdas rotas del violín con sus tripas, pero la fétida carne les cayó mal a sus estómagos maltrechos. Al final, sacrificaron el último buey y se alegraron de que la medicina también aliviara los calambres provocados por el hambre. Joseph reparó en lo grande que le iba quedando la ropa y en cómo sus carnes parecían pegadas a sus huesos.
—No somos más que cartílago —comentó una noche a Lafayette, que sonrió y se bebió su láudano.
Esa noche todos los hombres soñaron y, de forma extraordinaria, tuvieron el mismo sueño. Allí donde dormían, vislumbraban luces que centelleaban en una enorme rueda levantada en el aire y tazas gigantes, que daban vueltas en la oscuridad al compás de una música de otro mundo. A su alrededor vivían cientos de personas que caminaban, flotaban, emergían y volvían a desaparecer entre las sombras. Había torres y edificios y una variedad de luces que no tenían nada que envidiar a las mejores ciudades de Europa. A la mañana siguiente, mientras tomaban el té y masticaban las calientes tortas de maíz que habían amasado con la última grasa de cerdo recalentada, todos estuvieron de acuerdo en que aquello era una señal asombrosa y maravillosa. Además, ese mismo día, Henri y Lafayette mataron dos crías de búfalo y una vaca. Arrastraron los animales muertos a un cobertizo de maleza en el pequeño y vacío cercado para el ganado, cubrieron la carne con hielo y nieve y clavaron alrededor un sinfín de banderillas para ahuyentar a los lobos. Esa noche cenaron de maravilla y toda la semana siguiente hizo un tiempo despejado. Convencidos de que ya disponían de alimentos hasta la llegada prevista de B. J. Bolt con nuevos suministros, trabajaron con alegría y levantaron una cabaña de troncos. Incluso construyeron en una esquina una plataforma elevada para la cama, así como una gran chimenea. Enseguida pretendieron instalar una puerta de verdad. Bull utilizaba una sierra de hender para conseguir una tabla y marcos para una puerta e incluso una ventana para que entrara un poco de luz.
El emisario
Los más devotos del grupo eran Henri y Lafayette Peace, que llevaban un crucifijo pegado a la piel, según se descubrió cuando, un cálido día de febrero, los hombres se quitaron las diversas capas de ropa hasta quedarse tan sólo con dos camisas. Tenían una forma curiosa de hacer las cosas, pensó Joseph. Por ejemplo, para cazar un búfalo se deslizaban en medio de la pequeña manada que se aventuraba a acercarse vestidos con pieles de lobo en la cabeza y los hombros. Como los lobos merodeaban siempre en busca de las manadas, los machos se aproximaban a los hombres y olfateaban sus capuchas, lo que sin duda les hacía pensar que los guías eran lobos muertos. Los búfalos se alejaban y hundían sus enormes hocicos en la nieve en busca de hierba. Cuando ya se encontraban cerca del animal que habían elegido, uno de los dos hermanos se levantaba un poco y lo mataba de un solo disparo a quemarropa, y acto seguido se agazapaban. Manteniendo las armas secas debajo de las pieles de lobo, los guías aguardaban, inmóviles, hasta que los animales que se habían movido, intranquilos al oír el disparo pero sin estampida, volvían a rebuscar la hierba debajo de la nieve. Joseph se encontraba lo bastante cerca como para fijarse en que, debajo de las pieles, los dos hombres se santiguaban y besaban su crucifijo, y podía asegurar que, mientras esperaban inmóviles, rezaban y daban gracias al Señor. Adoraban su violín y lo llamaban su «amor», su amante. Pero los domingos se convertía en la Virgen María para los bois brûlé; sólo tocaban música sacra. Y por muy difíciles que fueran las circunstancias, siempre sacaban sus rosarios al levantarse y rezaban entre dientes mientras recorrían las cuentas con los dedos.
English Bill trataba sus prácticas religiosas con cierto escepticismo e incluso les gastaba alguna que otra broma. También le parecía una buena travesura esconder el espejo que Lafayette utilizaba cada mañana para llevar a cabo su escrupuloso aseo. Pero un día, un lobo sorprendió a la terrier de English Bill en la linde del campamento, la cazó y desapareció de un salto. Dio la casualidad de que Lafayette se encontraba allí y, en un movimiento tan lírico como el del lobo, preparó y alzó su fusil y abatió al predador de un solo disparo, a pesar de que éste había recorrido ya una buena distancia. La terrier saltó de las fauces del animal sin el menor rasguño, olfateó el cadáver y regresó corriendo al campamento, comportándose como si no hubiese pasado nada. Después de aquello, English Bill se deshacía por los dos guías. Y el destino quiso que fuera providencial que Lafayette salvara la vida de la perra, pues, a cambio, la pequeña terrier también salvaría la vida de los hombres.
El tiempo se mantuvo cálido y, después, se tornó más caluroso, hasta que la carne se pudrió y se vieron abocados de nuevo a las alubias. La carne parecía haber regulado los intestinos de los hombres. La carne o el láudano. De nuevo empezaron con la dieta médica. Ahora con una delgadez inquietante, intentaban atrapar a las presas con todo tipo de trampas, pero ni siquiera los hermanos Peace tenían suerte alguna, y una noche, Bull pronunció lo indecible asegurando que todos iban a morir. Anunció que se marchaba al día siguiente, en un último y desesperado esfuerzo por salvar su vida. Regresaba a Saint Anthony. Junto a su amada.
—No lo conseguirás —dijo Joseph.
Se había encariñado con Bull y le estaba agradecido por traer consigo el láudano, que —estaba convencido— era lo que les había salvado de morir en la nieve con los pantalones en los tobillos.
—No te vayas —le rogó—. No dejes que se vaya —imploró a Henri.
Pero los guías sólo asintieron y apartaron la vista. Comprendían que el ama de llaves del médico era la única razón por la que Bull aún seguía con vida. Como la mayoría de los hombres corpulentos, había sufrido los retortijones de hambre con más sevicia que los demás. Incluso había mirado a la perra de English Bill con ojos hambrientos, y por ello, esa noche, English Bill y los guías fueron los únicos que no intentaron disuadir a Bull de su empresa.
El hielo se rompió y, cuando amaneció, el río llegaba a la puerta de la cabaña. Hacia el mediodía, mientras Bull se preparaba para marcharse, el agua se había colado en el interior. Los hombres le dieron la mitad del maíz que les quedaba y se llevó un cuchillo de carnicero. Todos le dieron la mano antes de que emprendiera el camino y nadie esperaba volver a verle. El deshielo era peligroso: no sólo habían edificado demasiado cerca del río, como ahora podían comprobar, sino que la pradera entre ellos y Saint Anthony se habría convertido en una enorme charca, imposible de cruzar. Bull moriría en el lodo. B. J. Bolt no iba a llegar con un carromato cargado de víveres. Tal vez un poni indio lograra cruzar, comentó Joseph, pero los guías dijeron que no y Henri cortó en pedazos, muy despacio, los mocasines de recambio que había traído y los puso a hervir. Joseph añadió los cordones y la piel de alce que cubría sus botas. Habían dado a Bull para su marcha una ración de láudano mayor de la que le correspondía, y la dosis que tomaron esa noche, al ser la última, les llenó de melancolía.
Cuando amanecieron, el nivel del agua había subido hasta la plataforma de la cama. Entonces decidieron construir, con las pocas fuerzas que les quedaban, un abrigo temporal más alto sobre una pequeña elevación del terreno detrás de la cabaña. Mientras se afanaban lentamente, a Joseph le invadió de pronto el temor de haber dejado las Meditaciones al alcance del agua y regresó corriendo a la cabaña para recuperar el libro. Llevaba encima su fusil porque también quería mantenerlo seco. Cuando entró en la choza, vislumbró un movimiento borroso en el agua. A la luz que se filtraba por la puerta abierta, una nutria asomó la cabeza y le observó con la mirada curiosa y confiada de un niño. Despacio, sin quitar los ojos del animal, Joseph apuntó y disparó. La nutria murió en un remolino sanguinolento y Joseph descubrió, cuando la sacó del agua, que tenía lágrimas en los ojos. Rompió a llorar desconsoladamente sobre el cuerpo sinuoso y centelleante del animal.
El libro estaba a salvo. Lo guardó dentro de su abrigo. Algo avergonzado, llevó la nutria a un lugar seguro y la despellejó. Para cuando llevó la carne a English Bill, ya se había repuesto, pero estaba desconcertado ante la conmoción que había experimentado, porque en aquel instante le había invadido el sentimiento atroz de haber cometido un asesinato. Y ese convencimiento aún subsistía en él. La criatura era una especie de emisario. Lo supo cuando el animal sostuvo esa mirada humana. Joseph mismo formaba parte de todo lo que era preservado y destruido por una fuerza misteriosa. Había matado al mensajero. Y la nutria ni siquiera era comestible. English Bill intentó asar la carne sin escaldarla antes y el sabor a pescado podrido provocó arcadas en los hombres. No así en la terrier, que se dio un buen festín.
La perra estaba tan ahíta que al día siguiente ni siquiera probó uno de los treinta y seis pinzones de las nieves que descubrió muertos, amontonados, congelados y en perfecto estado. Los Buckendorf apilaron los pájaros en el regazo y fueron desplumándolos con rápidos movimientos. A continuación, los ensartaron, asaron y comieron, temblando de placer mientras chupaban los huesecillos. Joseph elogió a la perra, que levantó las orejas henchida de orgullo. Después de aquello, la perra les llevó comida de forma misteriosa en tres ocasiones más. Arrastró dos enormes bagres, que todavía vivían, desde un trozo de hielo. Atrapó una ardilla e intentó cazar una tortuga en un tronco agarrándola por la cola. Cuando Henri vio la tortuga, sonrió y no dejó que English Bill la tocara. Le puso un cebo hasta que el animal mordió el palo y entonces le serró la cabeza. La cabeza no soltó el palo y los ojos siguieron parpadeando incluso después de que su cuerpo fuera troceado y convertido en una deliciosa sopa.
Los millones
Los hombres se encontraban por tanto en bastantes buenas condiciones cuando Bull regresó al campamento, arrastrándose como un fantasma, un esqueleto, un ser trémulo con los ojos hundidos y la boca jadeante. Le había crecido la barba y ahora le cubría toda la cara, y tenía el pecho hundido. Sus rodillas y codos estaban desmesuradamente hinchados y los músculos se le pegaban a los huesos. Había perdido las botas y los calcetines, y tenía los pies negros por la congelación. Con el corazón partido de compasión, Joseph cogió al devastado hombre por la cintura y le ayudó a tumbarse sobre una piel de búfalo. Sujetó a Bull como si se tratara de un bebé y le dio de beber un poco de sopa. En cuanto el líquido alcanzó su estómago, el hombre estiró las piernas, propinó dos patadas al aire y expiró. Bull murió con la mirada puesta en los árboles que tenía encima y que empezaban a brotar. Un sinfín de pequeñas borlas doradas centellearon al sol y los millones de destellos se reflejaron en su gesto desconcertado.
Lafayette Peace
Pronto los brotes se abrieron, y al cabo de una semana, cuando llegó B. J. Bolt con un aspecto similar al que había presentado Bull, los árboles lucían un manto verde más denso. Hacía más de un mes que había partido con cuatro hombres y tres ponis de carga, además de sus propias monturas, sólo para terminar dándose de bruces con el deshielo. A partir de ahí, no encontraron más que lodo a medio descongelar y cenagales helados. Tras discutir si debían continuar o no, los demás hombres habían abandonado a B. J. dejándole con un solo caballo, que se escapó enseguida. B. J. había comido lo que había podido de los víveres, pero —sorprendentemente, dado que habría llegado a Saint Cloud en dos días— se ató al cuerpo el resto de los alimentos y se dirigió hacia el oeste. A veces tenía que caminar con el agua helada hasta el pecho, sujetando la comida por encima de la cabeza. En otras ocasiones, la delgada capa de hielo se rompía a su paso. De alguna manera, siguió avanzando. Pero necesitaba comer para poder andar. De modo que cuando llegó al campamento y desató su fardo, no le quedaba más que una docena de galletas secas y rancias. Los hombres se las repartieron y esa noche, mientras dejaba que cada migaja se disolviera en su lengua, Joseph pensó en la nutria y en su libro salvado, que se sabía de memoria. Una frase le daba vueltas en la cabeza: «Aguarda la muerte con mente gozosa».
Si tan sólo hubiese algo después… Bull no parecía haber atisbado nada entre las ramas y Marco Aurelio había dejado esa cuestión en el aire.
—Envidio tu fe —confesó Joseph a Henri. Los Buckendorf dormían hacinados uno junto al otro. Era una noche clara y las llamas de la hoguera se elevaban en el cielo. Los dos guías se turnaban para tocar música suave y Joseph pensó que si no se encontraran tan cerca de la muerte, ésa habría sido una noche muy agradable.
—Yo —dijo Henri, dejando el violín y atizando el fuego con un palo—, yo no tengo mucha fe. Los santos aman a mi hermano aquí presente.
Lafayette sonrió, sin dejar de lustrar el fusil, y se inclinó para soplar en el interior del cañón. Se había vuelto extremadamente hermoso y frágil. No obstante, de todos ellos era el que menos había cambiado de pensamiento y obras. Su música había ganado en profundidad. Era el único que parecía capaz de acometer algún esfuerzo.
—¿Crees que vamos a morir? —preguntó Joseph a Lafayette, que seguía limpiando el arma con el ensimismamiento propio de una plegaria—. ¿Me prometes que me enterrarás si me muero?
De pronto, Lafayette se inclinó hacia delante, sacó el crucifijo que colgaba de su cuello y, con un gesto cariñoso, se lo puso a Joseph. El fuego crepitó en su portentoso y afilado semblante. Suavemente golpeó tres veces a Joseph en el pecho y éste sintió cómo su corazón se desbocaba. Después, Lafayette se dio la vuelta y desapareció en el bosque.
—¿Adónde va? —preguntó Joseph, tocando la cruz en su cuello—. ¿Qué va a hacer?
—Mañana tendremos carne —respondió Henri. Eso fue todo.
Los ojos de los Buckendorf refulgían de hambre como piedras místicas; sus colmillos amarillentos habían crecido. Se llegó a hablar de comerse a Bull y los guías juraron que matarían a todo aquel que lo intentara. Ellos fueron los encargados de enterrar al pobre Bull y cubrir su tumba con una gruesa pila de piedras. Se arrodillaron con sus rosarios y rezaron a la Virgen María por el eterno descanso de su alma. Joseph había intentado ayudarles, pero se había caído una y otra vez. En realidad estaba pidiendo a Lafayette y a Henri que hicieran lo mismo por él que por Bull. Ahora se sentía muy cansado. Sentado junto a Henri, sacó de su bolsillo interior el medallón con el retrato de Dorea y lo abrió para enseñárselo al guía. Hasta ese momento, siempre contemplaba el retrato cuando se hallaba a solas, avergonzado tal vez por lo poco agraciada y lo mayor que era la mujer. Avergonzado tal vez también porque alguien pudiera pensar que era su madre.
Henri guardó el violín con sumo cuidado en su estuche de terciopelo y lo acarició antes de cerrar la tapa. Después, cogió el medallón de las manos de Joseph y observó el rostro de Dorea durante largo tiempo. Al fin, se lo devolvió a Joseph.
—Una mujer muy bonita —dijo—. Très jolie. Serás feliz. Te dará muchos hijos y calor por las noches.
Aquélla fue la única falta a la verdad que Joseph le oyó decir nunca a Henri Peace, pues después de esa noche en que Lafayette matara a una vieja hembra de alce enloquecida, y después de la semana siguiente, cuando otro equipo llegó con harina y todos se atiborraron de tortitas con sirope para salir a continuación al bosque, agonizantes, y después de que Joseph regresase a Saint Anthony, más arruinado que cuando había partido y con un título de propiedad de ochenta hectáreas de una tierra sin ningún valor en el bolsillo, se presentó en la puerta de Dorea para encontrarse ante un hombre que dijo ser su nuevo marido y a quien le entregó el medallón sin mediar palabra.
El santo
Joseph estuvo enfermo, en términos generales, durante mucho tiempo después de la expedición. Se quedaba mirando el crucifijo de Lafayette clavado en la pared. Se preguntaba dónde estarían ahora English Bill, la perra, los Buckendorf y Lafayette y Henri Peace. Salvo B. J. Bolt, que le visitaba de vez en cuando, la única persona de la que conocía el paradero con plena seguridad era Bull. Por ello, cuando ya se recuperó, Joseph fue a visitar al ama de llaves del médico, esa morena dulce, de piel café con leche y nariz pecosa. Le atendió en la sala de espera donde solían aguardar los pacientes del médico. Al otro lado de la puerta cerrada, se oían el tintineo del instrumental y algunos aullidos apagados. Joseph le contó al ama de llaves todo lo que le había sucedido a Bull, cómo hablaba de ella mientras contemplaba el horizonte y cómo había emprendido el viaje de regreso por las oscuras ciénagas de la pradera a finales del invierno para volver a su lado. La joven le miró con sus ojos castaños y asintió cuando terminó de hablarle de la sopa de tortuga y de cómo Bull había fallecido mirando los nuevos brotes de las ramas con su nombre en los labios. Esperaba que la última parte sobre el nombre fuera un adorno perdonable. La mujer mostró cierta tristeza y no menos sorpresa. Al final, habló.
—Iba a casarme con él, a decir verdad. Le amaba, creo, pero lo cierto es que no recuerdo qué aspecto tenía. Nuestro afecto nació de repente y él se marchó demasiado pronto. No tenía un retrato suyo. Pero sinceramente pienso que le echo de menos y me siento muy apenada por su muerte.
Mostraba tanta lucidez en su perplejidad y su discurso parecía tan sereno que Joseph estuvo a punto de pedirle que se casara con él allí mismo. Se mordió la lengua por respeto a Bull y regresó a la habitación que B. J. Bolt había insistido en que le dieran detrás del establecimiento de Poolcaugh. Allí reflexionó, como en numerosas ocasiones, sobre el misterio de su supervivencia y el significado de la nutria. Descolgó el crucifijo y se lo llevó a la frente. «Alejandro, Pompeyo y Cayo César, tras haber arrasado hasta los cimientos y tantas veces ciudades enteras y destrozado en orden de combate numerosas miríadas de jinetes e infantes, también ellos acabaron por perder la vida. Después de haber realizado tantas investigaciones sobre la conflagración del mundo, Heráclito también murió, aquejado de hidropesía y cubierto de estiércol. A Demócrito le devoraron los gusanos; gusanos también, pero distintos, acabaron con Sócrates. ¿Qué significa todo esto? Te embarcaste, surcaste mares, atracaste: ¡desembarca!»
Dejó el libro. Apoyó el crucifijo en su frente como si quisiera absorber su significado. Pensó en la tranquila novia de Bull. La nutria volvió a mirarle, un santo inocente. Y los ojos desconcertados de Bull miraban fijamente las hojas.
—Bien —dijo en voz alta—, ya estoy curado de la fiebre de la ciudad.
Salió, se compró un traje con chaleco y decidió que se haría abogado.