De la naturaleza de las cosas

En el momento en que me crucé con Geraldine Milk en el estrecho pasillo de las oficinas tribales, decidí que tenía que casarme con ella. Mientras nos apartábamos bruscamente hacia un lado, con un leve movimiento de cabeza, sus pechos, bajo una sencilla blusa blanca, pasaron justo debajo de mi línea de visión. No podía sustraerme a la atracción de esos senos y me obligué a mirarla a los ojos, pero aun así, pude percibir el delicado aroma de su jabón, mezclado con un fuerte olor a sudor femenino. Se me erizó el pelo de la nuca, me quedé inmóvil, me giré como una marioneta manejada por unos hilos para seguirla con la vista mientras se alejaba por el pasillo. Geraldine tenía un caminar elástico y muy femenino, pero no había nada provocativo en él. A decir verdad, más bien denotaba un aire de «dejadme-en-paz». Se la consideraba una mujer fría y distante porque nunca se había casado. Roman, su primer novio, el del tren de pasajeros, había fallecido en un accidente de coche y Geraldine no se había vuelto a enamorar. Yo tenía mis propios desgarros en ese terreno. Ambos teníamos eso en común.

Por supuesto, Geraldine lo sabe todo. Es una especialista en el registro tribal y guarda por orden alfabético los secretos de todo el mundo. De hecho, mi trabajo me lleva a recurrir a su pericia en numerosos asuntos de sangre que se me presentan. Unos días más tarde, la visité en su despacho. Saludé con la cabeza al entrar en la habitación y Geraldine apartó la mirada.

—Soy Antone Coutts —anuncié.

—Sí —respondió.

Sus ojos, negros y rasgados en un rostro pálido y sereno, se posaron sobre mí con una extraña intensidad, pero sin la menor calidez. No expresaban la más mínima amabilidad, aunque hizo una leve mueca. Alzó las cejas una décima de segundo. Aquel día lucía un vestido rosa ajustado en la cintura y una corbata negra. Llevaba medias muy finas y zapatos negros con poco tacón. Se había puesto un perfume de gardenia que desprendía a su paso la sugerencia de una vegetación húmeda. Una mujer que olía a trópico, aquí en Dakota del Norte. La observé mientras abandonaba el despacho, y Margaret Lesperance, que había sido testigo de su desaire hacia mí, comentó en tono compasivo:

—Su viejo tío debe de estar esperándola ahí fuera.

En aquel momento pensé que Margaret había dicho eso sólo para disimular lo embarazoso de la situación. Me parecía evidente que Geraldine no quería saber nada de mí. Pero después supe que su tío había estado realmente esperándola y que, por supuesto, ella había pretendido desde el primer momento conocerme mejor. Sí, había intentado evitarme, pero el motivo no era, tal y como yo había imaginado, el modo en que consideraba mi pasado o juzgaba a mi familia. Era una mujer desenfadada porque así era su forma de ser. Era una mujer cauta.

Pasó mucho tiempo antes de que Geraldine llegara a dirigirme la palabra, y más aún antes de que se sentara a tomar un café conmigo. Con motivo de una conferencia en Bismarck, al fin cenó conmigo: en la cola del bufé escandinavo, me colé justo detrás de ella y, cuando se dirigió hacia una mesa, la seguí. Hablamos de asuntos generales y tópicos, para conocernos mejor, pero todo ese tiempo yo sólo deseaba decirle: «Voy a casarme contigo, Geraldine Milk, y tú te vas a casar conmigo».

A pesar de mi impaciencia, logré disimular mi entusiasmo. Me habían contado que las chicas Milk tenían mucho genio y no quería empezar provocando su enojo. Después de la conferencia, cuando volvimos a casa, mantuve una correcta y aburrida distancia, aunque de vez en cuando pensaba que me moriría de todas las cosas que no me atrevía a decirle en su presencia. Mi amor por la música de su tío fue de gran ayuda: a menudo iba a visitarle para sentarme a su lado por las noches. En otras ocasiones, me pasaba por su casa a primera hora de la mañana, le preparaba una tetera de té bien cargado o le invitaba a desayunar fuera. Solía hacer eso los fines de semana. La primera vez que Geraldine se presentó en casa de su tío y me encontró allí, fingí una gran sorpresa. Pero no la engañé.

—¿Ha venido usted a cortarse el pelo, señor juez? He traído mis tijeras.

Sacó un par de tijeras de su bolso y las abrió y cerró en el aire con un chasquido. Tuve ganas de decirle que podía hacer lo que quisiera conmigo. Estoy casi seguro de que lo leyó en mi cara y se apiadó de mí. Guardó las tijeras.

—¿Le gusta pescar? —le pregunté. Puede que fuera una forma un tanto extraña de acercarse a una mujer, pero yo estaba sufriendo mucho.

—No —respondió.

—¿Le gustaría venir a pescar de todas maneras?

—De acuerdo.

Así que al día siguiente salimos juntos en el barco de un primo mío, una pequeña lancha con un motor de cuarenta y cinco caballos. Llevaba unos pantalones vaqueros remangados y una camisa a cuadros almidonada. Su cabello, un peinado con rizos lleno de gracia, le caía sobre los hombros. Por todo maquillaje llevaba un pintalabios de color rojo intenso, y pensé que si me dejara inclinarme sobre ella en el bote sujetaría su rostro, rozaría sus labios con la punta de mi dedo pulgar, la miraría a los ojos y la besaría despacio. Me estaba imaginando lo que haría cuando dijo «¡cuidado!» bruscamente. Habíamos estado a punto de chocar contra una roca, aunque yo sabía que estaba ahí. Sacudió la cabeza.

—Va a conseguir que nos quedemos aquí colgados, señor juez.

—No soy un juez que mande colgar a nadie.

—¿Conoce usted esa historia?

—Claro.

Le conté que Henri y Lafayette, los dos hermanos mayores de Cuthbert Peace, habían salvado, tiempo atrás, la vida de mi abuelo. Nos detuvimos en lo que parecía un buen lugar, lanzamos las cañas de pescar, recogimos el sedal, volvimos a lanzar y a recoger sin mediar palabra. El silencio no resultaba incómodo. Sabíamos de dónde veníamos. Al cabo de un rato, empezamos a hablar de manera general precisamente de eso. Hablamos de historia y reflexionamos un poco acerca del futuro. Nuestra reserva tal y como existe ahora está delimitada por tres pueblos: Hoopdance, Argus y Pluto. Este último —el más cercano, pero en la frontera occidental y, por lo tanto, alejado de las carreteras más transitadas— no acabó de beneficiarse de la ligera estabilidad e incluso la ocasional prosperidad que llevó a la reserva la pequeña industria. Como el Gobierno ofrece incentivos fiscales a las empresas que se instalan aquí, hemos empezado a abandonar la ganadería como base de nuestra economía, a pesar de que los pueblos que nos rodean se vacían y mueren. Es una pena ver cómo van desapareciendo, pero Geraldine y yo estábamos de acuerdo en no malgastar nuestra compasión. Durante el invierno de la gran hambruna, cuando decenas de los nuestros morían, los vecinos de Argus vendieron sus cereales y rifaron un gran piano. Hace menos tiempo, cuando viajamos a Washington para luchar contra una política que habría puesto fin a nuestra relación con el Gobierno de Estados Unidos, garantizada por un tratado, sólo un abogado de Pluto salió en nuestra defensa: mi padre. Y en 1911, cuando una familia fue asesinada brutalmente en una granja que se hallaba un poco más al oeste, una partida de linchadores se lanzó rápidamente contra un puñado de nuestra gente que vagabundeaba por ahí. Persiguieron y atraparon a tres hombres y un muchacho y los colgaron a todos, salvo a Mooshum. La historia que Geraldine acababa de mencionar. Le conté que, más tarde, la patrulla ciudadana reconoció que probablemente se había equivocado. Geraldine no lo sabía.

—«Es que ocurrió en el fragor del momento», dijo uno. Me parece que fue Wildstrand. ¡En el fragor del momento!

Geraldine añadió:

—¿Qué es lo que no ocurre en el fragor del momento? Alguien ha tomado el momento para actuar siguiendo sus propios prejuicios. Es así. O la historia. A veces es la historia.

Pesqué un par de pececillos y los devolví al agua. Algo mordió el anzuelo de Geraldine y su caña se dobló.

—Apuesto a que es una tortuga.

—Rebobine muy despacio, deje que nade hasta usted. Atráigala con paciencia.

Geraldine, por supuesto, sabía cómo pescar una tortuga mucho mejor que yo. No teníamos una redecilla, así que iba a tener que atraer el animal a lo largo del casco de la lancha. Cuando lo arrastró más cerca, reparé en la enorme cabeza redonda y las gruesas jorobas y supe que era una tortuga gigante. Me sorprendió que no mordiera el sedal para soltarse y escapar. Era tan grande como un neumático y flotaba a ras de la superficie. Con sumo cuidado, guardé mi caña de pescar e intenté pensar en cómo sacar el monstruo del lago. Habría preferido soltar la tortuga antes que arrastrarla, no porque me diera pena alguna, sino porque las tortugas gigantes muerden con tremenda virulencia. Cuando sugerí a Geraldine que la dejáramos libre, me lanzó una mirada llena de emoción y dijo:

—¡No, Clemence hará una sopa de tortuga francesa!

Así que me resigné, crucé los dedos y esperé no perderlos.

—¡Ahora, ahora! ¡Agáchese y cójala!

La tortuga de Geraldine nadaba junto al casco del barco. Me incliné por la borda y agarré la concha, pero no conseguí sujetar el animal. Dos veces se me escapó, lo que exasperó a Geraldine.

—Tenga, coja esto. Yo ya he atrapado muchas tortugas gigantes antes.

Dejó la caña de pescar en mi mano y tiró del bicho por la cola, por encima de la borda, hasta meterla en el bote. Era la tortuga gigante más grande que había visto jamás, con una baba verde oliva que le crecía en la espalda formando dibujos y ese extraño y recalcitrante pico de dinosaurio. Tenía un cuello enorme y flácido, y su nariz se reducía a un punto delicado y espeluznante.

—Se remontan a millones de años y no han cambiado en nada —dije. Tenía previsto golpear la tortuga con el remo de emergencia en caso de que nos atacara, pero se quedó muy quieta. Geraldine observó fijamente la concha, mientras permanecía sentada muy erguida con las manos en el regazo. Su inmovilidad se prolongó y su semblante se tornó gris.

—¿La devuelvo al agua? —pregunté. No respondió. Seguí hablando—: La tortuga que mi primo conservó como mascota intentó poner huevos al cabo de dos años de estar sola en el acuario. Me imagino que las hembras pueden conservar el esperma por mucho tiempo, si es necesario.

Intenté callar, preguntándome hasta qué punto un hombre podía volverse idiota, pero su silencio me ponía nervioso.

—Lo sé —dijo al fin—. Mi cuñado estudia los reptiles.

—¿Pasa algo? —pregunté después de que ambos permaneciéramos demasiado tiempo contemplando aquella tortuga en el fondo de la embarcación.

—¿No lo ve?

La tortuga se mostraba ahora más inquieta. Abría sus ojos llenos de fango y asomaba la cabeza como una serpiente; a continuación, abría la mandíbula de par en par. El interior de la boca era grotesco, vistosamente carnoso, y desprendía un leve hedor a almizcle de tortuga.

—La hemos asustado —comenté con voz débil a la vez que sujetaba el remo ante mí. La cosa avanzó y se golpeó contra la pala, haciendo crujir la madera. Solté un grito, pero Geraldine me ignoró.

—¿No lo ve? Fíjese bien —dijo de nuevo.

Ahora que sus mandíbulas apretaban con fuerza el remo, podía concentrarme mejor. Pero seguía sin ver nada, hasta que dibujó las iniciales en el aire, justo encima de la espalda de la tortuga: G y R.

—Roman y yo atrapamos esta tortuga hace mucho tiempo, cuando era una cría —explicó—. Él grabó nuestras iniciales en la concha. Yo estaba furiosa. Le dije que como la iba a matar de todas maneras, podíamos hacer una sopa con ella al menos.

—Vaya —dije tontamente al cabo de un momento—, ya había pescado aquí antes.

Maldije a Roman por morir y a la tortuga por sobrevivir. Maldije a la tortuga por morder su anzuelo; la maldije por dejarse subir al barco. Con esta señal del pasado, mi noviazgo podría verse retrasado otros diez años más. Para entonces sabía que la vena romántica de los Milk podía tornarse fatalista.

Geraldine cogió mi navaja y cortó el sedal. Aunque en ese momento me sentía capaz de comerme la tortuga cruda, la levantamos (seguía mordiendo el remo) y la tiramos por la borda. Estabilicé el barco. Geraldine sujetó un extremo del remo y la tortuga flotaba al otro, mirándonos de forma extraña, como un perro, hasta que Geraldine ordenó al animal:

—Suéltate.

El animal se hundió, obediente, y ella se quedó sentada, mirando con el ceño fruncido cómo desaparecía. Al cabo de un rato, arranqué el motor.

«Todo está perdido», pensé, «definitivamente, y mi suerte también». Sin embargo, no me sorprendió. Perder a las mujeres que queríamos era un rasgo distintivo que heredábamos todos los varones Coutts.

Aquella noche, mientras preparaba mi cena de solterón (latas de esto con latas de lo otro), intenté convencerme de que debía persistir. Pensé en los amores de mi abuelo y sus horrendas pruebas. Él formaba parte de la primera y fallida expedición al lugar donde se erigió el pueblo; era el más joven de un grupo de locos codiciosos, o capitalistas aventureros, que casi se mueren de hambre antes de convertirse finalmente en algunas de las primeras personas en sacar provecho financiero de esta parte del mundo. La afortunada pesca de una tortuga les había salvado entonces, y ese pensamiento me reconfortaba ahora. Había leído sus viejos diarios. Algunos de sus otros libros se amontonaban en la otra habitación de mi casa, a la espera de unas estanterías. Las paredes del salón ya estaban abarrotadas con una doble columna de volúmenes. Cajas con carpetas y más libros llenaban el sótano. Aunque esos libros eran valiosos, yo no los cuidaba como un fanático. Sí, eran muy antiguos, pero estaban ahí para ser leídos por un ser humano vivo y yo les hice ese honor. Mientras sujetaba uno de mis libros favoritos con una mano y leía, levanté despacio una cucharada de estofado de ternera caliente con alubias. Por fin encontré el fragmento que buscaba. «La primera señal de una mente bien organizada es la capacidad del hombre para permanecer en un mismo lugar y entretenerse consigo mismo». Lucio Anneo Séneca, el Joven.

De postre, como siempre, macedonia.