Mooshum acabó de hablar cuando la tormenta avanzaba sobre nosotros con sus amenazantes y bajos nubarrones. En el patio, las sábanas ondeaban con fuerza y los monos y las camisas de trabajo de Mooshum se hinchaban como globos. Incluso la ropa interior de mi madre, de tonos pastel, volaba hacia atrás, enrollándose, y los sujetadores se enredaban formando tirabuzones alrededor de las pinzas de madera y del tendedero. Mi madre debía de haber ido a alguna parte con Geraldine y había dejado la cesta vacía en el suelo rodando por la acción del viento.
Salté hacia delante en cuanto los primeros goterones me cayeron en los hombros y, rápidamente, empecé a recoger la ropa. Las prendas salieron volando de mis manos, azotadas por el fuerte viento. Una falda de campana me envolvió por completo. Yo seguía absorta en la historia, y tuve que hacer un esfuerzo de concentración para lograr cruzar el patio con mis pensamientos y la ropa y entrar en la quietud de la casa.
Mi madre me siguió empapada hasta la cocina. Había caminado desde la casa de nuestro tío bajo la lluvia, pero aquello no había apagado su furia. Además, era el tipo de chaparrón que pasaba rápido y dejaba el aire limpio y caliente después, así que no permaneció dentro de casa mucho tiempo, hablando con Mooshum. Enseguida estaba de nuevo fuera con la cesta de ropa, tendiendo las mismas prendas que yo acababa de recoger. Esta vez ocultó con esmero la ropa interior. Mooshum había salido con mamá y le sujetaba la bolsa con las pinzas, encorvado a su lado. Pensé que quizá le estaba cantando las cuarenta por contarnos lo que había ocurrido, la historia del muchacho ahorcado, pero cuando regresó por la puerta, agarrada del brazo de Mooshum y tras haber dejado otra vez la cesta bajo la ropa tendida, sólo dijo:
—No logro convencerla. Tiene que verle, le quiere. También sabe lo de esa mujer médico a la que amó a escondidas. Tú ya sabes quién, lo sabes de sobra.
Fingí que estaba haciendo otra cosa y no escuchaba, pero no pude engañarla. Quería preguntarle acerca de la doctora.
—Ay, qué bien, Evelina. Necesito que me peles unas patatas.
—¿Podemos recogernos el pelo esta noche, como Geraldine?
Mamá me dirigió una mirada muy seria y aparté la vista. Tiré de la anilla de la trampilla cuadrada de la cocina, bordeada de hojalata abollada y encastrada en el linóleo. Bajé con cautela la escalera que conducía al sótano. Me tendió un escurridor.
—Como ahora mismo me menciones a Geraldine, te encierro ahí abajo —amenazó.
Subí con dificultad, cargada con las patatas. Sin embargo, mientras estaba ahí abajo, oí cómo le decía a Mooshum algo acerca del juez, de modo que sospeché que eso tenía algo que ver con el motivo de su disgusto con Geraldine. Pero me equivocaba por completo. Pensaba que Geraldine (algo inaudito en su caso) había cometido alguna infracción y tenía que acudir ante el juez, en el juzgado, y pagar alguna multa o ir a la cárcel. Eso pensaba yo.
Al día siguiente, el tío Whitey y Shamengwa vinieron a casa. El tío Whitey me enseñaba a defenderme en la vida y yo le pegaba puñetazos en las manos.
—Eres rápida —dijo—, pero no lo bastante.
Intentaba agachar la cabeza antes de que me tocara la oreja, pero no lo conseguía nunca.
—Piensa como una serpiente —dijo—. No pienses, reacciona.
Pero sabía que yo era más de pensar y nunca tendría unos reflejos rápidos. Ni tampoco Joseph.
—Chico, eres un desastre —dijo el tío Whitey. Era un hombre corpulento y cuadrado con un rostro indio y cierto parecido a Elvis, con un mullido tupé que peinaba hacia atrás con gomina, que se echaba de un frasco morado. A veces vivía con nosotros y dormía en el sofá.
—¿Qué sucede con la tía Geraldine? —le pregunté.
—Si te lo cuento me matan —respondió Whitey—. Es información reservada.
—Vamos a buscar unos guantes —dijo Joseph—. Ven detrás de los cobertizos y déjales que hablen lo que quieran de la tía Geraldine. Nosotros, los hombres, estamos por encima de los chismes.
—Estoy contigo —asintió Whitey, y le mostró que, debajo de la camisa, guardaba una petaca de Four Roses.
Así que me quedé sola con Shamengwa y Mooshum, y después de que llevara sentada junto a ellos un buen rato bebiendo agua les pregunté, porque sabía que no se enfadarían conmigo, qué había hecho Geraldine para enojar de aquella manera a mi madre.
—¿Hecho? —dijo Mooshum, intentando poner, por una vez, cara de no saber nada—. No ha hecho nada.
—Todavía —añadió Shamengwa con el rostro impasible.
Shamengwa había traído su violín, pero sólo lo estaba afinando con el ceño fruncido. Se quejaba de la mala calidad de las cuerdas.
Pregunté qué había pasado con esos hombres que habían linchado a nuestra gente.
—¡Habéis hablado de eso! —bisbiseó Shamengwa entre dientes.
Tras dirigir una mirada cautelosa a su hermano, Mooshum se volvió hacia mí.
—Los Buckendorf se hicieron ricos y gordos, y no se extinguieron nunca —explicó—. Prosperaron y se fueron apoderando de todo. De la mitad del condado. Pero nunca debieron lograrlo. Y Wildstrand. Nadie lo acusó de asesinato. El sheriff Fells acabó tullido y el viejo Lungsford, asqueado, volvió al mundo civilizado que él llamaba Minnesota. Se mudó a Breckenridge, donde los habitantes colgaron al sheriff en 1928. No tenía escapatoria. Creo que murió en algún lugar del este.
—Y tú —pregunté—, ¿cómo sobreviviste? ¿Se puede vivir después de que te cuelguen?
—No iban a colgarle hasta la muerte —comentó Shamengwa.
—¿Y por qué no?
Pero Mooshum empezó a discutir con su hermano y le dijo cosas que para mí no tenían ningún sentido. «Yo vi lo mismo que Sendero Sagrado, las palomas siguen ahí arriba». La discusión se fue acalorando, así que me marché y di vueltas en mi cabeza a todo lo que había escuchado. Más tarde, un coche llegó y salí a ver quién era. Cuando la vi, volví rápidamente dentro de casa.
La tía Harp había venido desde Pluto para entrevistar a los dos hermanos para el boletín de la sociedad histórica local. Mi madre procuraba estar fuera cuando nos visitaba la tía Harp. Pero si no lograba escabullirse, mamá soportaba a Neve porque nuestro padre todavía quería mucho a su hermana, a pesar de que se hubiera quedado ella sola con toda la herencia, con la bendición de mi otro abuelo. El viejo Murdo nunca perdonó a mi padre por no hacerse banquero. Mi padre consideró incluso la conveniencia de contratar a un abogado para obligar a su hermana a repartir lo que quedaba, pero nunca lo hizo. Insistía en que sólo quería unos viejos álbumes de sellos que habían pertenecido al tío Octave.
Aun así, no era por su codicia por lo que guardábamos rencor a la tía Neve. Irritaba y agotaba a todos los que la rodeaban con sus preguntas simplistas, a las que contestaba ella misma sin esperar respuesta.
—¿Qué tipo de leña utilizaban los indios? —preguntó esa tarde. Se había convertido en una de sus preguntas más famosas—. ¡No me puedo creer que haya hecho esa pregunta! —y se fundió en un alarde de autocomplacencia.
Shamengwa le siguió la corriente, cansino, pero Mooshum estaba encantado de tenerla cerca para seducirla con sus encantos. Coqueteaba con ella descaradamente y le preguntó si le apetecería sentarse en su regazo.
—¿Te has sentado alguna vez en un caballo, en una silla de montar? Entonces sabrás que tienes que agarrarte a un cuerno. Yo también tengo uno…
El hermano de Mooshum apartó la mirada, disgustado, y yo pregunté:
—¿Qué cuerno, Mooshum? ¿Dónde lo tienes?
Mamá apareció por la puerta y se quedó observando a su padre con una mirada muy atenta. Me callé. Llevaba un delantal azul a cuadros, bordado con una trenza serpentina amarilla, y aguardaba con los brazos cruzados. Mooshum reparó en ella, se enderezó, carraspeó y preguntó a la señora Neve Harp si le habían llegado sus cartas. Contestó que sí y que había venido porque necesitaba material para su boletín. Mooshum anunció con entusiasmo que estaba dispuesto a responder a sus preguntas. Shamengwa entrecruzó sus manos. Pero cuando Neve Harp dijo que deseaba retroceder al principio de todo y que quería hablar de cómo la ciudad de Pluto se había formado y por qué se encontraba dentro de los límites originales de la reserva, aunque casi no vivían indios en Pluto, el rostro de ambos hombres se volvió como el de mamá: impávido, con una prudente reserva, y algo más que se me ha quedado grabado en la memoria desde entonces. Comprendí que la pérdida de sus tierras habitaba en ellos para siempre. Esa pérdida también me afectaría a mí. Con el tiempo aprendí que la pena era algo que cada uno de ellos ocultaba según su carácter: mi anciano tío a través de su férrea disciplina, mi madre mediante una bondad estricta y un orden meticuloso. En cuanto a mi abuelo, recurría al paciente arte de la ironía.
—¿Lo que estás preguntando —dijo Mooshum esa tarde, abriendo las manos y torciendo la boca en una mueca abierta y húmeda— es cómo nos fue robada? ¿Cómo pudo consentirse semejante expolio? ¿Cómo pudimos vivir a vuestro lado sabiendo lo que habíamos perdido y cómo nos lo quitasteis?
Neve Harp decidió que se tomaría gustosa un poco de té.
—Yo lo preparo —dije, y entré en casa.
Llené el hervidor de agua y encendí el quemador delantero de la cocina. Encima del fregadero había una pequeña ventana y me quedé ahí mientras el agua empezaba a hervir. Apenas lograba ver por encima del alféizar. Observé a la tía Neve, que meneaba sus diminutos dedos ante los dos ancianos y esbozaba forzadas sonrisas. Mamá entró por la puerta y se quedó a mi lado. Casi nunca me tocaba, así que cuando me puso la mano en la espalda, me la quité de encima, sobresaltada, y enseguida me arrepentí de haberlo hecho. Creo que di un paso hacia ella para que mi hombro rozara su brazo. Permanecimos así las dos y, quizá por primera vez, me di cuenta de que estábamos pensando más o menos lo mismo sobre lo que estábamos viendo.
—No es culpa suya —dijo mamá, pero no me hablaba a mí. Estaba recordando que debía tener pensamientos caritativos para poder soportar a la señora Neve Harp en el patio.
—Yo creo que es culpa suya —respondí.
—¿Ah? Tal vez estés pensando en el dinero —dijo mamá—. Sé que lo sabes. No nos hace falta.
—No había ningún Harp en el linchamiento —dije sin pensar—. Pero sí que había un Wildstrand. Ella se casó con uno.
Me sorprendió que mi madre no cuestionara el hecho de que yo supiera lo que ella había encomendado a Mooshum que no nos contara. Sólo tomó aire.
—Bueno —dijo—, y los Buckendorf. Eso fue hace mucho tiempo. Y mira cómo Mary Anita ha vuelto para ayudar a los niños pequeños de la parroquia —su voz adoptó ese tono piadoso y demasiado prudente que siempre me hacía alejarme de ella. Me aparté.
—Ah, ella —fingí, y permanecimos calladas un rato. Justo antes de que el agua se pusiera a hervir, mamá reaccionó.
—Evelina, tú sabes que tu abuela Junesse no era del todo chippewa.
—Sí —respondí.
—Su padre la abandonó y, claro, la crió una tía. El nombre de su padre era Eugene Wildstrand.
Me quedé mirando por la ventana, como si no hubiese oído lo que acababa de decir. Pero pensé para mis adentros que ahora entendía por qué no habían colgado a Mooshum hasta la muerte, tal y como lo había expresado su hermano. A mis espaldas, oí cómo mi madre retiraba el hervidor del fuego. El asa tintineó un poco mientras lo dejaba en la mesa. Con los dedos, cogió las hojas de té de una lata y, a continuación, las dejó caer en la tetera y cerró la tapa del bote. Oí caer el agua caliente mientras la vertía en la tetera marrón. Después volvió junto a mí. Esta vez, cuando puso la mano sobre mi hombro, no la aparté. Esperamos juntas a que se hiciera el té tal y como les gustaba a los dos hermanos, fuerte y amargo. Neve Harp podría añadirle medio kilo de azúcar y aun así nunca sería lo bastante dulce.
—En fin —dijo mamá—, puedo contártelo todo. ¿Qué más da? Te vas a enterar de todos modos. Tu tía Geraldine y el juez Coutts están… —pero era incapaz de decirlo. Sólo exhaló un fuerte y sonoro suspiro y se llevó las manos al pecho.
—¿Embarazados? —pregunté.
Mamá me miró con sorpresa. Después, comprendió que yo no sabía realmente lo que decía.
—Tu tía no puede tener hijos —dijo con pesadumbre.
—Ah —dije—. ¿Entonces qué? ¿Qué es lo que están?
Pero mi madre se arrepintió de haber hablado y me envió fuera con las tazas de té.
Líneas
La historia que Mooshum nos había contado tuvo sus consecuencias: la primera fue que ya no volví a mirar a la gente de la misma manera nunca más. Empecé a obsesionarme con el linaje. Cuando alcancé las últimas páginas de mi pequeño diario de piel de leopardo (cuya llave se había vuelto inservible desde que mi hermano había roto la cerradura), escribí cuanto podía recordar de la historia de Mooshum y, a continuación, el nombre de los parientes de todas las personas que conocía: padres, abuelos y antepasados. Seguí el rastro de la historia sangrienta de los asesinos a través de mis compañeros de clase y amigos, hasta que pude esbozar elaboradas telarañas con líneas y círculos que se iban entrecruzando. Lo dibujé todo a lápiz. Había algunas personas, entre las que se encontraba Corwin Peace, cuyo mapa resultaba tan complicado que, de tanto borrar partes, desgasté el papel. Aun así, no podía eliminar las preguntas subyacentes y Mooshum no ayudaba nada. Soportaba mis interrogatorios en silencio y con un gesto de enojo. Yo insistía y le preguntaba una y otra vez por pequeños detalles, pero respondía con evasivas, para salir del paso. No volvió a hablar con la fluidez de ese primer relato. Su frasco de medicina, que nuestra madre le había confiscado, había contenido whisky. Nadie sabía de dónde lo había sacado. Ella nunca consiguió que dejara la bebida. Yo seguía queriendo mucho a Mooshum, por supuesto, pero tras aquel relato algo cambió en mi forma de verle, como si hubiera pisado un riachuelo de agua pura y una ola de cieno hubiera brotado bajo mis pies.