Sendero Sagrado

Aunque desde entonces me tratara con un interés neutro y no me castigara, la indiferencia de la hermana Mary Anita me dolió. Escribí cartas, las rompí, y al final, como no había nada más que pudiera hacer, reuní datos y me puse a estudiar a la hermana Mary Anita. En un arranque de añoranza, recogí las hojas que mi profesora había escrito y desechado. Su letra inclinada era totalmente uniforme. Se podía colocar cada mayúscula una encima de otra y sujetar las hojas al trasluz: no se apreciaba la menor variación ni floritura. Sin embargo, su caligrafía no era una estricta letra palmer, sino una creación personal suya.

Un asombroso día, descubrí que era alérgica al chocolate y que le producía urticaria. Las ronchas rojizas que le cubrían el rostro le daban la intensidad de un guerrero. No se rascaba jamás, pero debía de ser un suplicio. Aun así, de vez en cuando no podía resistirse, y era bien sabido que se comía un dulce o un pastelito de chocolate en las bodas y espetaba: «¡A la porra las consecuencias!», aunque en una monja «a la porra» se consideraba una palabrota.

Al contrario de otras monjas que enseñaban en la escuela y provenían de la casa madre en Kentucky, la hermana Mary Anita se había criado cerca de la reserva, en una granja situada entre Hoopdance y Pluto. Nos lo contó en medio de la clase de historia. A ninguno de los alumnos le pareció extraño, pero yo lo interpreté como una señal. En casa, hablaba de ella sin cesar, y un día mi madre me miró fijamente.

—Que si la hermana Mary Anita por aquí, que si la hermana Mary Anita por allá. Tú hablas mucho de la hermana Mary Anita. Además, ¿cuál es su nombre completo?

Me volví y balbuceé:

—Hermana Mary Anita Buckendorf.

Miré de reojo a mi madre. Alzó las cejas y miró a mi padre. Éste no dio la menor muestra de que ese nombre significara nada particular y continuó pegando sellos en el álbum. Había heredado aquellos pulidos álbumes de cuero y completaba poco a poco la arcana colección que había ordenado originalmente el tío Octave, aquel que había fallecido de forma trágica, por amor. Cuando se dedicaba a sus álbumes, mi padre se ensimismaba por completo, de modo que se volvía inalcanzable. Mooshum estaba sentado a la mesa y jugaba al rummy con Joseph. No obstante, oyó el nombre y exclamó:

—¡Buckendorf!

Intentó continuar con el juego, pero Joseph le dio un codazo para que lo dejara. Mi madre salió a tender la ropa mojada, a pesar de la tormenta que se avecinaba. Al igual que mi hermano, advertí el tono de voz de Mooshum, y volví a mirar a mi padre, que seguía examinando con una lupa algún sello que sujetaba con unas pinzas. Nuestro padre suspiró, embelesado, como si el delicado fragmento de papel guardara algún secreto místico. Me acerqué al extremo de la mesa y pregunté:

—¿Qué pasa con ese nombre?

—¿Qué nombre? —Mooshum sabía de sobra que nos tenía intrigados.

—Ya sabes, mi profesora, la hermana Mary Anita Buckendorf.

—¡Ya! ¡Los Buckendorf! —dijo, torciendo la boca.

—Es monja.

Mooshum apretó las mandíbulas y movió la cabeza hacia su escupidera. Joseph gruñó haciendo ascos, pero salió afuera con el bote de esputos —un tarro de café Sandborn, metálico y rojo, que mostraba a un hombre vestido con un batín amarillo paseando mientras sorbía una taza de café—. Siempre vaciábamos el bote sobre las raíces del abeto azul de Colorado de mamá, que luchaba por seguir viviendo y acabó rindiéndose ante los jugos asesinos, ennegreciéndose y marchitándose.

—Al fin y al cabo, tú sabes por qué se hizo monja, hija —dijo Mooshum mientras Joseph estaba fuera—. Pocas personas tienen el privilegio de ver ante sus propios ojos que no hay justicia en la tierra —pronunció la palabra «tierra» con suavidad.

Mooshum extendió las manos y empujó el aire dos veces hacia abajo. Empujó el aire como si lo estuviera aplastando en una caja.

—Ella lo vio. No hay justicia.

—¿Ah, sí?

Joseph había vuelto y estábamos esperando, pero Mooshum nos dio de pronto la espalda y hurgó en el bolsillo de su camisa. No alcanzábamos a ver lo que hacía. Volvió a mirarnos y escupió en el bote de café vacío con un golpe metálico tan agudo que mi padre levantó la vista, aunque sus ojos ni siquiera repararon en nosotros y los sellos centraron de nuevo toda su atención. Mooshum masticó un rato la bola de tabaco sin dejar de observarnos con los ojos entornados. Nos ponderaba. Permanecimos quietos, mirándole fijamente e intentando controlarnos. El televisor había sucumbido ante alguna perturbación atmosférica y ningún cuidadoso ajuste de la larga antena había conseguido limpiar la imagen de la nieve. Nos estábamos aburriendo mucho, pero había algo más que tal vez podría añadir a lo que ya sabía sobre la hermana Mary Anita. Por lo visto, Mooshum tenía conocimiento de algo nuevo acerca de ella, o al menos de su familia, y yo sospechaba que se trataba de algo que nadie más me contaría.

Mooshum se incorporó con un gruñido y se inclinó hacia delante. Encontró el equilibrio y se lanzó. Le seguimos por la puerta y bajamos los peldaños de madera hasta el maltrecho césped. Se dejó caer en la desconchada silla de cocina amarilla que sacaba en primavera y volvía a guardar después de la escarcha. Aunque estábamos a finales de septiembre, el aire todavía era cálido. Le gustaba sentarse fuera en el césped marchito y pasar revista a la gente que caminaba por la carretera en dirección a las oficinas de la agencia. Mi hermano y yo cogimos un par de taburetes plegables y nos sentamos a observarle mientras reflexionaba. Su boca se relajó y luego su rostro se agarrotó. Se rascó la barbilla y nos miró. Las extrañas reticencias de Mooshum a contarnos esta historia nos tenían hechizados. Cuanto menos quería hablar, más queríamos oír. Apartó de nuevo la mirada, agachó la cabeza y, con un rápido vistazo, metió la mano en su bolsillo. Aspiró un poco de algo que no conseguimos ver. Se dio media vuelta rápidamente para mirar de hito en hito a nuestra madre, que se había metido una pinza de madera en la boca antes de coger una funda de almohada y, dándole una sacudida seca, colgarla con las dos pinzas que sujetaba con una mano. La pinza que tenía entre los dientes era una pinza de más, que utilizaba para sujetar su ropa interior bajo las finas sábanas, de tan pudorosa que era.

Mooshum escupió, haciendo sonar de nuevo el bote, y esperó a ver si nuestra madre se daba la vuelta. No lo hizo, así que empezó a hablarnos en voz muy baja, regresando al tiempo en que era joven, aunque no tanto como cuando las palomas habían invadido el cielo. Ya habían desaparecido cuando ocurrió lo que se disponía a contarnos, dijo, y Joseph le preguntó si las oraciones habían surtido efecto para ahuyentarlas. Mooshum explicó que todo había menguado para entonces, incluidos los búfalos, que, según le contaron, eran innumerables en una determinada época. Los mataron, explicó, encogiéndose de hombros a la vez que escupía —un gesto que intentamos imitar más adelante— el tabaco de mascar robado. Mooshum nos pidió que no contáramos a nuestros padres nada de lo que estaba a punto de revelarnos. Aquello, por supuesto, nos cortó la respiración, y nos apretujamos aún más junto a él.

Las botas

Pensativo, Mooshum escupió y apretó los labios. Repitió el nombre varias veces, arrastrando la voz. De pronto se despertó, como suele hacer la gente mayor, y nos contó en un torrente de palabras cómo cuando Junesse y él regresaron a la reserva a lomos de los mejores caballos de Maude la Bigotuda les acusaron de haberlos robado. Durante un tiempo, les costó mucho esquivar a la nueva policía tribal que acababa de ser creada y que codiciaba ganado de pura raza. Consiguieron conservar los caballos gracias a la intervención del padre Severine. Las autoridades cedieron a causa de las regañinas del cura. La joven yegua que montaba Junesse tenía largas patas, dorso robusto y alma de luchadora, de modo que corría muy bien en las carreras. Mooshum ganó lo suficiente en las apuestas como para comprar una vaca y equipar el rancho con un molino de viento. Vendió los servicios de su caballo semental a cambio de ayuda para edificar una cabaña con madera de roble. Pero, al relacionarse con el tipo de gente que apuesta en las carreras de caballos —no de muy buena calaña, según Mooshum—, empezó a beber whisky por primera vez.

—Siempre podía tomarlo o dejarlo —dijo, e hizo una pausa arrugando la cara con una extraña mueca de dolor y añadiendo en voz baja que a veces era el whisky el que no quería tomarle o dejarle a él. El whisky tenía voluntad propia. O espíritu, puntualizó. Un espíritu malicioso. A veces le engañaba. A veces le liberaba.

Un muchacho y su madre, que era prima de Junesse, vivían en los límites de las tierras de Mooshum, y daban lástima. Los pulmones de la madre estaban muy deteriorados. Mooshum cruzó sus manos sobre el pecho. Estaba tan débil que apenas lograba levantarse de la cama para cuidar del muchacho. Él tenía trece años y se estaba convirtiendo en un joven flaco y larguirucho, pero era un chico inocente. Hasta que su madre empeoró, la acompañaba a la iglesia todos los días. Ella se quedaba allí, absorta en sus plegarias, mientras su hijo memorizaba la misa en latín y aprendía exactamente cómo ayudar al padre Severine a transformar el pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios. A veces Junesse la acompañaba y los tres volvían juntos después, Junesse y el muchacho sujetando a la enferma, que de tanto en tanto se paraba y escupía sangre en la cuneta, inclinándose cuidadosamente para no mancharse el vestido.

Aquello duró todo el otoño, hasta que el frío se hizo demasiado intenso. Durante todo el invierno, la madre se fue apagando. Para cuando la nieve ya se había fundido por completo y los brotes de las hojas se tornaban más oscuros, casi estaba muerta. Junesse enviaba a Mooshum a la casa para ver si su prima había sobrevivido a la noche. Una mañana de primavera, se llevó el martillo y los clavos que le había pedido. Allí estaba el hijo, así como una tía que trabajaba en Canadá en un sanatorio para pacientes con tuberculosis. Por norma, ese establecimiento no admitía indios, pero, debido a la piedad de la tía, las monjas aceptaron hacer una excepción y le prepararon una cama.

La madre del muchacho sujetaba un pequeño crucifijo en cada mano, unos premios que había obtenido su hijo por memorizar las largas oraciones. Con la cabeza señaló las botas rudimentarias y de gruesa suela de su hijo y le indicó que se las quitara y las entregara a Mooshum. Después, pidió a Mooshum que clavara un crucifijo en cada suela. Éste los clavó con cuidado y cubrió las puntas de los clavos que sobresalían en el interior con trozos de manta que la mujer había recortado para este propósito. Cuando Mooshum acabó, la enferma se acercó tambaleante a su hermana, que la ayudó a subirse en la camilla de la pequeña carreta, enganchada a un viejo y recio poni.

—Póntelas —susurró a su hijo—. No te acechará la enfermedad. El mal no se cruzará en tu camino. Vivirás.

El muchacho se calzó las botas y se quedó muy abatido junto a Mooshum, mientras su tía conducía el caballo y la carreta por el sendero de hierba, antes de enfilar el camino más ancho hacia el norte. Mooshum llevó al muchacho a casa de un anciano llamado Asiginak en honor del gran jefe Blackbird, que vivía solo más allá en el monte. El anciano era tío abuelo del chico.

Al principio las botas debían de rozarle, explicó Mooshum. Pero para cuando volvió a ver al muchacho, éste había envuelto sus pies en vendas de cuero y se había acostumbrado poco a poco a su peso. La gente empezó a creer que su madre tenía razón acerca de las botas, pues su hijo no empezó a toser. Después de un tiempo y dado que dejaba huellas en forma de cruz, la gente empezó a llamarle Sendero Sagrado.

El tendedero

Mooshum levantó la vista con los ojos iluminados y asintió. Mamá había terminado de colgar toda la ropa de la cesta. Las camisas azules de profesor de papá, todos nuestros pantalones vaqueros, la ropa de cama blanca y el vestido marrón que yo odiaba ondeaban al viento bajo el sol. A través de las hojas del arce, divisamos las nubes que se arracimaban al oeste, formando resplandecientes torres rosas que se recortaban contra el fondo azul grisáceo de la lluvia lejana. Mamá nos observó. Tenía el don de mirar a la gente sin mostrar la menor expresión, y uno rellenaba ese vacío con lo que más le hiciera sentirse culpable. Mooshum dejó de hablar. Nuestra madre dejó la cesta vacía debajo de los alambres del tendedero y cruzó el césped marchito, levantando una polvareda tras su paso seguro y firme.

—No necesitan oírlo —dijo.

—¿Oír el qué? —preguntó Mooshum.

—Tú ya lo sabes.

—Ah, eso, ¡tawpway, muchacha!

Normalmente, mamá se habría asegurado de que Mooshum lo dejara o nos habría encargado a cada uno alguna tarea para cerciorarse de que seguíamos sus instrucciones. Sin embargo, ese día parecía distraída y simplemente subió las escaleras de vuelta a casa. En cuanto entró, nos inclinamos de nuevo hacia Mooshum.

Los fabricantes de cestos

Un macizo de grandes sauces crecía en torno a su cabaña, de modo que Asiginak enseñó a Sendero Sagrado el arte de la cestería. En primavera, podaban los sauces y guardaban los haces en un lugar fresco. Después, partían el fresno para formar la estructura de las cestas —algunas con asas talladas, tikinaganan para los bebés, amplias cestas de fondo plano, incluso cestas con forma de corazón para las granjeras—. Todos los días tejían el flexible sauce en las estructuras de fresno hasta que se les agarrotaban los dedos. Cuando ya tenían unas treinta o cuarenta, tantas como podían llevar, salían a venderlas.

La gente compraba gustosa las cestas a Sendero Sagrado. Los grandes dientes infantiles del muchacho eran blancos y un tanto torcidos; sonreía tímidamente, y tenía unas pestañas tan largas que daban sombra a sus mejillas. Asiginak había intentado hacerle un corte de pelo de hombre blanco y en algunas zonas quedaba tan ralo que sobresalía como unas plumas revueltas.

Un día de principios de verano, cuando las pequeñas fresas maduraban a lo largo de la linde de los prados y los patitos revoloteaban por los cenagales, los dos hombres se encaminaron hacia los pueblos y las granjas que circundaban la reserva. Vendieron un par de cestos en cada lugar que visitaron. Sólo les quedaban diez cestos por vender cuando se encontraron con Mooshum y Cuthbert Peace por el camino.

—Los dos pendencieros que éramos —empezó Mooshum, guiñándonos un ojo— estábamos tristemente sobrios. Nos unimos a Asiginak y Sendero Sagrado con la esperanza de lograr convencer al viejo para que apartara una pequeña cantidad del dinero ganado con los cestos para emborrachar a sus viejos amigos. Gewehn! —Mooshum hizo aspavientos con la mano al recordar la escena—. «Marchaos a casa», nos dijo el viejo. «Ah, no, hermano», respondí. «Déjanos que te llevemos estas cosas».

Mooshum extendió las manos como si fuera a cargar con las cestas, pero nos contó cómo Sendero Sagrado las sujetaba sin soltarlas mientras apretaba el paso pegado a su tío.

Cuthbert, el amigo de Mooshum, era tan moreno como un orondo oso pardo y tenía la nariz, como indicaba su apodo, Opin, como una patata. Algo le había pasado en una pelea y una aleta de la nariz siguió creciéndole después, fuera de control. Ahora ocupaba la mayor parte de su rostro y se había convertido en un bulto extraño. Escupió un poco de tabaco y tiró del brazo de Sendero Sagrado. «Déjale en paz», dijo Asiginak, «tu nariz echará retoños».

Cuthbert se ofendió, soltó la mano enseguida y pataleó como un perro que arrojara tierra sobre sus excrementos. Sendero Sagrado aún estudiaba catequesis con el padre Severine, pero no pudo reprimirse y se rió de Cuthbert. El granuja se alejó camino abajo, contoneándose; luego se detuvo, sacudió su melena y se acicaló como una chica bonita. Mooshum nos hizo una demostración, con un pequeño baile sentado. Después, se recostó con una risotada e imitó a Cuthbert. «Te sorprendería saber lo que consigo con esta nariz y esta panza, pero lo que de verdad vuelve locas a las mujeres ¡es lo que tengo aquí abajo!» Asiginak intentó acallar a los dos hombres diciéndoles: «Este muchacho va a ser cura. No puede oír semejantes cosas».

Mooshum explicó que Opin y él caminaron en silencio detrás de los dos fabricantes de cestas, todavía esperanzados, hasta que Asiginak se volvió y les advirtió: «No piséis sus huellas».

Mooshum sacudió la cabeza lentamente de arriba abajo, desplazando la bola de tabaco de un lado a otro y arrugando la boca como solía hacer.

—El viejo quería decir que no éramos dignos de pisar las huellas del muchacho. El mal nos poseía en aquellos tiempos.

La granja Lochren

Siguieron por un camino de carros que conducía al patio de una granja que estaba rodeado por un bosque de álamos americanos. La granja se encontraba cerca del pueblo de Pluto, pero la entrada se ocultaba detrás de una pequeña colina y de la maraña de maleza del lodazal. Cuando llegaron a la granja, Mooshum dijo que ojalá no hubiese seguido los pasos del muchacho. Supo desde el primer momento que allí pasaba algo, tras ver la puerta de la casa salpicada de sangre y abierta de par en par, sin que por la chimenea saliera ni pizca de humo. En cuanto se acercaron un poco, las vacas del establo empezaron a gruñir para que las ordeñaran. Sus desesperados y sonoros mugidos detuvieron a los hombres en el pisoteado patio.

Asiginak dejó los cestos en el suelo. Una de las vacas chillaba como una mujer agonizante, y, de repente, todo quedó en silencio. Al cabo de un momento, las ranas empezaron de nuevo a croar y saltar por la ciénaga.

—No nos acerquemos más —dijo Asiginak—. El demonio se ha apoderado de este lugar.

Entonces oyeron el llanto de un niño. Era un berreo entrecortado, un gemido débil, exhausto, procedente del interior de la casa.

Asiginak recogió sus cestos y se dio media vuelta para alejarse.

—Es un bebé —dijo Cuthbert, y agarró a Mooshum por la camisa, sin moverse, con la mirada fija, masticando con la barbilla manchada.

El niño seguía llorando, como si supiera que estaban ahí fuera. Pero ninguno se movió y pronto el llanto enmudeció. El viento empezó a mover los largos álamos jóvenes y las pelusillas blancas revolotearon en el cielo sobre ellos. Se podía oír el estrépito de las hojas nuevas. En cuanto Asiginak empezó a alejarse, las vacas se pusieron a mugir con más fuerza. Y tal vez lo hiciera también el niño, pero no podían oírle con el estruendo de los bramidos en el establo.

—Estoy sintiendo al demonio —exclamó Asiginak—. ¡Mirad allí!

Pero Cuthbert ya había cruzado la puerta ensangrentada. Desapareció dentro de la casa. Cuando salió, llevaba en brazos a un bebé, con los ojos desorbitados de espanto —así lo expresó Mooshum, «con los ojos desorbitados de espanto»—. Cuthbert caminó hasta el establo con el niño, tambaleante. Llevaba una diminuta camisola blanca y un pañal maloliente. Los demás le siguieron. Mientras avanzaban, descubrieron a dos muchachos hechos un ovillo en el suelo, sobre la maleza, como si estuvieran dormidos, y después a un hombre, con los dedos firmemente agarrados a la hierba oscura, la cabeza levantada y la mirada puesta aún en los chicos, como si hubiera muerto mientras se arrastraba hacia ellos. Tenía la espalda reventada.

—No mires en esa dirección —dijo Asiginak a Sendero Sagrado.

Los hombres abrieron las puertas del establo de par en par y entraron en medio de un estallido enloquecido.

Había diez vacas, incluida una muerta. Mooshum ayudó a Sendero Sagrado a dejar las cestas en algún sitio en la penumbra y pestañeó hasta que distinguió la vaca más cercana. Empezó con ésa y luego encontró otra. Pronto lo único que se oía era el siseo de la leche y los mugidos de las últimas reses. Las vacas ordeñadas sonaban como si sollozaran suavemente, aliviadas. Cuthbert mecía al niño con un solo brazo y estrujó una tetilla en su boca. Sus labios apenas podían abarcarla entera, pero el hombre consiguió introducir, con gran destreza, pequeños chorros de leche en su boca. Por fin el niño se tranquilizó y dejó caer su cabecita hacia atrás. Una sonrisa iluminó sus agrietados labios escarlata. Mooshum sacó las vacas a pastar y los hombres salieron afuera rápidamente, frotándose los ojos, deslumbrados y aturdidos.

—Voy a llevar al niño —dijo Cuthbert, mirándole a la cara con preocupación.

—¿Adónde? —preguntó Asiginak.

—Al sheriff.

—¿Al sheriff blanco?

Asiginak vio que su sobrino observaba el patio. Desvió suavemente el rostro del niño para que Sendero Sagrado no mirara las formas dormidas sino la línea azulada del horizonte.

Asiginak se volvió hacia Cuthbert.

—No estás borracho, así que ¿por qué dices eso? Somos proscritos, somos indios. Incluso yo. Si se lo cuentas al sheriff blanco, moriremos.

—Nos colgarán seguro —dijo Mooshum mientras cogía las cestas de Sendero Sagrado.

—No pasa nada —interrumpió Sendero Sagrado—. Yo sé lo que hay que hacer. Se lo contaré al cura.

Los hombres miraron al muchacho.

—No se lo digas al cura —dijo Mooshum.

Cuthbert sujetaba al bebé con fuerza.

—No podemos dejar a este niño aquí. Si nos vamos, nos lo llevamos con nosotros.

—No podemos hacer eso —respondió Asiginak.

—No volveré a entrar en esa casa —insistió Cuthbert.

—Tú sabes escribir —dijo Asiginak al muchacho—. Escribirás lo siguiente: «Alguien sigue vivo en Lochren». Esta noche dejaré tu nota en el buzón donde el sheriff recibe sus papeles. Vendrán a buscar al niño por la mañana.

Cuthbert asintió despacio y entregó el niño a Asiginak, quien regresó al interior de la casa. Cuando salió, miraba al suelo. Reparó en las huellas.

—Debemos borrar todas tus huellas donde las encontremos —dijo con voz seria y pensativa—. Quítate las botas.

Los hombres recorrieron el patio borrando las marcas de la cruz de la tierra. Cuando se dieron por satisfechos, se marcharon y se fundieron con las vacas que pastaban, desapareciendo luego en el bosque y alejándose finalmente por los sinuosos caminos durante varios kilómetros.

Un traguito de medicina

Mooshum permanecía en silencio. Pensamos que ya había hablado bastante; lo que nos estaba contando era tan extraño y espantoso que nos quedamos ahí sentados sin mover un músculo. Yo jugueteaba con un mechón de pelo, enrollándomelo en un dedo, y Joseph miraba el duro suelo con el ceño fruncido.

La puerta se abrió con un crujido. Mamá se asomó para mirar el cielo. Los grandes remolinos de nubes se elevaban, succionados por la oscuridad, aunque la lluvia todavía parecía lejana. El viento se había levantado en el bosquecillo de arces y la ropa ondeaba en el tendedero. Nuestra madre agachó la cabeza como si cargara un yugo sobre sus hombros y dejó que la puerta se cerrara de golpe a su espalda. Se acercó al tendedero para comprobar si la ropa ya estaba lo bastante seca. Ese día no cabe duda de que algo le preocupaba, pero no descubrimos de qué se trataba hasta más tarde. Quizá si no hubiera estado tan ensimismada en su propio malestar, habría impedido que Mooshum nos contara toda la historia o que bebiera del pequeño frasco de medicina marrón que guardaba bajo su chaqueta de trabajo verde y con cremallera comprada en Sears. Sacó la petaca, agitó su contenido una y otra vez y dejó deslizar un buen trago por su garganta. Nos llegó un olorcillo amargo a hojas silvestres. Sus ojos se humedecieron mientras guardaba el frasco.

Mamá recogió un par de sábanas y dejó su ropa interior tendida en la cuerda. Nunca había visto sus prendas íntimas colgando a plena luz. Las bragas azul claro y rosa satinado se hincharon con el viento manteniéndose fieles a sus curvas. Pasó delante de nosotros y dijo a Mooshum:

—Geraldine va a venir y ya sé lo que me va a decir —subió las escaleras y le gritó de nuevo—: No voy a fingir que me gusta.

Mooshum abrió los ojos como platos cómicamente cuando mi madre entró en casa dando un portazo, e hizo una mueca agachando la cabeza como para decir: «Ay, está loca».

—¿Qué pasó con el bebé? —preguntó Joseph.

—Un hombre llamado Hoag vino a por el niño —contestó Mooshum.

Pensé que la historia se había acabado y me levanté para seguir a mamá —iba a querer que la ayudara a doblar la ropa o a enrollarla para plancharla—. Estaba ya tan alterada que no quería poner a prueba su paciencia. Pero Mooshum tomó un nuevo traguito de su frasco de medicina y añadió:

—Vinieron a por Asiginak al caer la noche.

—¿Vinieron? —pregunté volviéndome.

—¿Quiénes? —continuó Joseph.

—Los hombres del pueblo —dijo Mooshum—. Por eso os cuento todo esto. Wildstrand, los Buckendorf…

—¿Los Buckendorf? —repetí.

—¡Oh, sí! Esos mismos. Vinieron a por Asiginak al anochecer, pero los oímos llegar y salimos corriendo. Yo había ido a avisarles y conseguí sacar al muchacho justo a tiempo.

El confesionario

En la parte trasera de la pequeña cabaña había una ventana minúscula cubierta por una tapa de cuero. Sendero Sagrado y Mooshum saltaron por ese ventanuco en una fracción de segundo y cayeron en el bosque, arrastrados por el terror. Aterrizaron como hojas y corrieron entre los árboles, avanzando sigilosamente entre la maraña de cerezos silvestres y sauces. Después, lucharon por mantenerse a flote en el cenagal y se hundieron entre los juncos. Había perros con los hombres, pero eran pastores, no adiestrados perros de caza, y ladraban a todo. Olieron un animal o quizá a Asiginak y se alejaron en otra dirección. Las antorchas de los hombres se reflejaban en la superficie del agua. Se oyeron más pasos, un ruido de pies arrastrándose, más ladridos enloquecidos, y luego se desvanecieron. El sonido fue amainando. Mooshum y el muchacho reptaron por el lodo hasta que lograron alcanzar tierra firme. No tenían más opción que ir corriendo hasta la casa del padre Severine. Aunque no infundía ninguna confianza y despreciaba ahora a Mooshum, quería mucho a Sendero Sagrado.

A medida que avanzaban por el camino que rodeaba las colinas y bordeaba los pastos, los pájaros empezaron a trinar en los alisos y las matas de frambuesas silvestres. Mooshum pedía ayuda a los pajaritos y Sendero Sagrado iba recitando avemarías. Mientras caminaban, iban hablando de las costumbres del sacerdote: lo mucho que tardaba en partir la hostia y cómo arrastraba las palabras cuando rezaba las oraciones, de manera que era casi imposible no cerrar los ojos y cabecear hacia delante; lo suave que parecía el suelo cuando Severine pronunciaba sus sermones y lo horrible que era cuando un piojo o una pulga se ponían a picarte o te entraban ganas de orinar. Estaban de acuerdo en que la peor desazón siempre surgía en el momento de ayudar en misa. Ambos coincidían en que sus posaderas conocían una misericordiosa y puntiaguda esquina del reclinatorio donde uno se podía rascar en secreto.

En la ladera de una colina, mientras seguían un pequeño arroyo que iba de ciénaga en ciénaga, oyeron unos caballos y se ocultaron en el tronco roto de un álamo caído. Se escondieron entre la maraña de raíces negras y se quedaron inmóviles mientras los hombres blancos pasaban de largo. No habían atrapado a Asiginak.

—Tal vez dejen de buscarnos —dijo Sendero Sagrado.

El aire se mantenía fresco por el rocío de la noche cuando Sendero Sagrado y Mooshum abrieron la puerta de la iglesia y se deslizaron en su interior. Flotaba un olor a arpillera putrefacta y a tierra procedente de todos los sacos de patatas que cubrían el suelo a modo de alfombras. Una diminuta lámpara titilaba delante del tabernáculo de madera tallada, donde el párroco guardaba las hostias. Estaba cubierto con un paño bordado con letras rojas.

—No me gusta el sabor de ese pan —dijo Mooshum torciendo el gesto—. Cómo se puede llamar pan a eso. Ni siquiera galleta. Podrías comer miles de ellas y no vivirías.

—Se consigue la vida eterna con ellas, se supone —dijo Joseph.

—Pues no le funcionó a Sendero Sagrado —replicó Mooshum.

El muchacho se arrodilló un momento delante del tabernáculo. Después, apartó el paño, abrió la puerta dorada y se comió todas las hostias. Cerró la portezuela y apagó la llama de la lámpara. Le explicó a Mooshum que llevaba muchos días sin comer, desde que Asiginak había regresado a casa muerto de miedo, diciendo que unos borrachos se habían ido de la lengua y ahora el sheriff blanco y quizá también un par de granjeros sabían que los indios habían estado en la granja de la familia asesinada. Sendero Sagrado alargó las manos y bebió la grasa rancia del recipiente de la lámpara. Enseguida sufrió un retortijón. Empezó a sudar, salió corriendo y apoyó la cabeza contra el muro trasero del templo. Hizo un enorme esfuerzo para no vomitar las hostias, respirando hondo y concentrándose en la presencia dentro de él. El padre Severine le había explicado cómo era su alma. Ahora, dijo a Mooshum, tenía sentido que el pan que había comido alimentara su alma, su espíritu, y le fortaleciera. Pensaba que necesitaría esa fuerza.

Al fin, cuando el muchacho ya se encontraba mejor, Mooshum le ayudó a regresar a la iglesia. Había una abertura en un espacio cerrado en el templo donde el párroco oía las confesiones. Un saco convertido en cortina cubría la entrada. Sendero Sagrado se agachó hasta enroscarse como un ovillo en el suelo de tierra del confesionario.

Mooshum le dejó ahí y bebió agua de la pila bautismal con ansia animal. Después, se durmió bajo un banco hasta que los primeros rayos de sol se filtraron por las bastas cortinas. Forzó la vista en medio de la claridad ocre de la iglesia. La puerta se abrió y una leve franja de luz blanca atravesó el suelo. El padre Severine se dirigió al confesionario con paso largo y ligero. Miró en el interior.

—¡Hijo mío! —suspiró. Un sombrío surco de preocupación se formó en el entrecejo del cura—. ¿También están aquí los demás?

—No —respondió Sendero Sagrado.

El cura respiró aliviado. El muchacho estaba agazapado en el suelo. El semblante del cura oscilaba entre gestos de lástima y asco; al final optó por una expresión de amarga decepción.

—Supongo que estarás aquí para confesarte —dijo con voz aguda, temblorosa y jadeante—. ¡Has cometido una monstruosidad! —se recompuso y retrocedió—. Te daré de comer, nada más —añadió antes de salir.

Cuando el padre Severine regresó, traía comida. Había lágrimas en sus ojos evanescentes mientras observaba cómo su favorito devoraba las diminutas galletas con orejones, la carne de venado fría, un tarro de miel, y un pan tan blando como pétalos de flores. Mooshum permaneció quieto aunque su estómago rugía de hambre.

Sendero Sagrado comió con solemnidad, fruición y gula. Hablaba con la boca llena.

—Todos estaban muertos salvo el bebé.

Cuando acabó de tragar, ya habían llegado varios hombres a la puerta de la iglesia. El cura se levantó. Sus ojos se humedecieron.

—Nada, no hicimos nada…, nunca —farfulló el chico, pero tenía la lengua pastosa por la miel y la boca demasiado reseca para engullir la comida.

—Ellos te indujeron a hacerlo —dijo el padre Severine rompiendo a llorar, mientras las lágrimas corrían por los surcos de su rostro a lo largo de la nariz aguileña hasta deslizarse dentro del alzacuellos—. Quédate aquí escondido. Hablaré con ellos.

Las hermanas

La puerta se cerró con un sonoro golpe. Mooshum escupió. Joseph miró y yo me sobresalté. Mamá estaba ahora con Geraldine y, cuando pasaron junto a nosotros, pude oír a mi tía que decía: «¿Quién te lo ha contado?». Después ya habían atravesado la mitad del patio, más allá de la maleza y la ropa tendida, que mamá ni se molestó en tocar esta vez para comprobar si estaba seca. Seguían absortas en su conversación. Mi madre tenía los hombros encorvados y la cabeza levemente girada hacia Geraldine. De espaldas se parecían mucho, con el cabello negro moldeado y cortado con esmero a la altura de los hombros. Mamá llevaba una blusa verde y Geraldine una amarilla. Sus faldas oscuras eran largas y con vuelo, ajustadas a la cintura con un cinturón de goma. Calzaban delicadas zapatillas Keds y llevaban una pulsera en el tobillo. Mamá repasaba sus zapatillas de lona con betún blanco para mantenerlas impecables. Aunque siempre vestían ropa de segunda mano, presentaban un aspecto elegante. La gente pensaba que compraban su ropa en Fargo cuando, en realidad, procedía de la misión.

Caminaron hasta el fondo del patio, donde se hallaba el viejo retrete exterior, ahora convertido en un cobertizo lleno de azadas y palas. Allí se cruzaron de brazos y se miraron moviendo la boca, mientras la cálida y húmeda brisa azotaba sus faldas. Mooshum reanudó su relato, ahora que sabía que la atención de mamá estaba siendo acaparada por otro asunto. No obstante, no parecía hablarnos a nosotros, ni empleaba la voz que solía adoptar cuando contaba historias. No trataba de captar nuestra atención ni gesticulaba. Esto era distinto. Parecía haberse quedado detenido en alguna parte, en algún camino, como si no pudiera impedir que la historia saliera a la luz. Ésa fue la única vez que contó toda la historia.

La partida de hombres

En el exterior de la iglesia, el vocerío de los hombres retumbaba como un zumbido. Primero las plegarias entrecortadas del cura, después el estertor de un barril lleno de palabras rodando. Mooshum no entendió nada, pero devoró somnoliento la comida que Sendero Sagrado le había acercado. Las palabras de los hombres iban y venían. Se agolpaban hasta que los hombres y los caballos formaron un solo sonido, una espesa mezcla de respiración y sangre latiendo. Después, un breve silencio en el que se oyó el silbido del viento en los aleros. De pronto, Sendero Sagrado dio un salto, guardó algunos trozos de carne frita en los bolsillos y se ocultó debajo del banco más oscuro junto a Mooshum.

Los hombres blancos apartaron al padre Severine y forzaron la puerta de la iglesia. Avanzaron por la nave central con sus gruesas botas e hicieron una genuflexión. Algunos se santiguaron. Acto seguido, miraron detrás del altar y en el confesionario.

—Se ha vuelto a escapar —dijo una voz fuerte y clara.

—De todos modos tenemos a uno, colguemos al que tenemos —chilló un hombre desde la calle. Tenía una voz preciosa y melódica con un leve acento alemán.

Fuera, cuando los hombres arrastraron a Asiginak delante del padre Severine, el párroco se puso tenso. Abrió y cerró la boca como si se ahogara e intentó bendecir torpemente al anciano. Asiginak apartó sus manos de un manotazo.

—No sea usted inútil —gritó—. ¡Quíteme las manos de encima!

Debajo del banco, Sendero Sagrado oyó el grito de su tío. Asiginak soltó un penetrante aullido de miedo y gritó en ojibwe: «¡No quiero morir solo!».

El padre Severine se tambaleó y se apoyó en un árbol del patio. De pronto todo el mundo se detuvo. Notaron que alguien se había plantado en el umbral de la puerta de la iglesia. Todos se giraron a la vez.

—Tío, yo iré con usted —dijo el muchacho.

Mooshum se arrastró desde debajo del banco y saltó para agarrar a Sendero Sagrado e introducirlo de nuevo en la iglesia. Luchó con los hombres para atrancar la puerta, pero los Buckendorf invadieron el interior y enseguida atraparon a ambos con sus fuertes brazos de segadores. Los hombres sacaron a Mooshum y al chico a la luz del día. Uno sujetaba al joven por el cogote. Cuando descubrió el horror y la vergüenza en el semblante de Asiginak, Mooshum supo que Sendero Sagrado se arrepentía de haberse puesto al descubierto. Pero mantuvo el tipo y se santiguó una y otra vez hasta que los hombres blancos le ataron las manos a la espalda. Lo maniataron y arrojaron al chico junto a Mooshum y Asiginak en el fondo de su carreta. El padre Severine bramó algo en latín y volvió a la vida. Se agarró a los laterales del carromato y avanzó torpemente a su lado. Vertía amenazas tan absurdas como inútiles y bendiciones contradictorias mientras bajaban la colina con un suave traqueteo. Muy pronto su voz ronca se fue apagando. Al principio, Asiginak se quedó encorvado, con la vista puesta en sus pies, sin hablar. Al fin, con una voz cargada de angustia, dijo a Sendero Sagrado:

—No tenía ni idea de que estuvieras allí. Mis palabras no iban destinadas a que tú las oyeras.

Sendero Sagrado miró a su tío con ira; después se encogió de hombros y fingió que no le importaba.

En los matorrales, los ciruelos silvestres estaban en flor. De los sauces habían empezado a brotar largas ramas de hojas verdes y las ciénagas brillaban bajo la primera luz del día. Los chimookamanag deliberaron sobre la necesidad de buscar un árbol y un lugar. Sin embargo, su atención se dispersó por la llegada de otros dos hombres que arrastraban a Cuthbert detrás de un caballo. Lo arrastraban despacio para poder ahorcarlo a él también. Cuthbert parecía una enorme oruga cubierta de polvo gris. Cortaron las cuerdas que le aprisionaban y le subieron a la carreta. Permaneció tumbado, sin moverse, pestañeando a los demás.

—Ah —dijo después de un rato, con el rostro ensangrentado—, han borrado la peor parte de mi nariz. Es una pena que me tenga que morir ahora que estoy guapo.

—Sigues siendo feo, hermano —respondió Asiginak.

—Entonces no supondré una gran pérdida para las mujeres —contestó Cuthbert—. Es un consuelo.

La carreta los iba sacudiendo alegremente. Mientras atravesaban las lindes de los campos y caminos de la reserva, algún que otro granjero observaba, de pie en sus tierras, la lenta procesión de hombres, caballos, perros e indios maniatados.

El bebé

Mooshum echó un vistazo a sus hijas, que se habían puesto a discutir al fondo del patio. Bebió un trago de su medicina con presteza. De pronto, mamá y Geraldine dejaron de hablar y arrugaron el ceño mientras miraban al cielo. Se acercaron al tendedero, pero antes de quitar siquiera una pinza, volvieron a discutir. En lugar de recoger el resto de la ropa, ambas mujeres nos dirigieron una mirada para asegurarse de que no estábamos escuchando. Al ver que las mirábamos, sacudieron sus faldas y se dirigieron, a buen paso, al frente de la casa. Nos volvimos hacia Mooshum. Nos contó otras cosas que sabía. Cómo el hermano pequeño de una mujer llamada Electa Hoag —bueno, no era tan pequeño con diecisiete años— se había escapado la noche del crimen, llevándose con él dos de las hogazas de pan que acababan de hornear, sus zapatos, una chaqueta de lana y un mono de recambio. También faltaba de la percha de la entrada la gorra de su marido Oric, quien se había marchado tan rápidamente, convocado por el coronel Benton Lungsford y el sheriff, que no había tenido tiempo de preguntarse dónde había guardado la gorra. Electa podía haber comentado algo sobre la marcha de Tobeck cuando los hombres regresaron de la granja al poco tiempo. Podía haber dicho algo, pero estaba demasiado sorprendida por el bebé que Oric llevaba en el caballo. Estaba demasiado distraída con aquello y luego se quedó absorta cuando su marido se agachó sobre la montura y le entregó el niño. En vez de llorar, el bebé le dirigió una mirada tranquila y confiada, una mirada franca, como si fuera ya un ser maduro atrapado en un cuerpecito minúsculo. Oh, más tarde sí que berreó, le contó a Mooshum. Volvió a ser un bebé. Eso sucedió después de que los hombres se prepararan algo de comer y se marcharan y la mujer se encontrara sola limpiándole e intentando darle de comer. Cuando más tarde se enteró de los asesinatos, Electa decidió que le diría a Oric que debía de haberse llevado la gorra y la habría perdido: se la habría quitado en algún momento en la granja ante una escena tan espantosa. Al saber lo que había ocurrido, decidió que no contaría que Tobeck estaba desaparecido, que se había escapado, al menos por un tiempo, mientras pudiera.

—Si lo hubiese dicho… —dijo Mooshum—. Si lo hubiese dicho… También estaba allí Johann Vogeli. Mi viejo amigo Vogeli. Volvía de la granja cuando vio a su padre, Frederic, fumándose un cigarrillo a plena luz del día.

—¿Qué tiene eso de raro? —pregunté.

—No lo sé —respondió Mooshum.

Vogeli

Frederic Vogeli se pasaba el día en el patio hablando en alemán coloquial con los Buckendorf. La difunta madre de Johann hablaba un alemán más complejo. En su cabeza, la voz de su madre se iba desvaneciendo o acabando, como todo lo referente a ella. La mujer había escrito cartas a su familia en Heidelberg, de las que guardaba copias, había escrito cartas de amor a Frederic y notas a Johann, y también había llevado un diario detallado con sus pequeñas aventuras y todo aquello que sucedía en sus vidas cotidianas, salvo la paliza que le había propinado Frederic un día que ella enfermó: aquello no lo consignó por escrito. Aun así, a Frederic no le gustaban tantos escritos y arrancaba una hoja de su diario o utilizaba el fino papel de alguna carta cada vez que liaba un cigarrillo. Johann odiaba ver aquello.

Ahora, al doblar la esquina de la casa, se los encontró allí. Los Buckendorf también estaban fumando. Su padre había liado cigarrillos para ellos. El estrecho tubo de papel relleno de tabaco colgaba de la fuerte mandíbula del más joven de los Buckendorf. Mientras permanecía allí, conversando, Johann observó a los hombres que aspiraban el humo en sus pulmones avivando el papel incandescente. Las nítidas palabras de su madre desaparecían en sus pechos y emergían convertidas en volutas de humo.

Johann entró en la casa y ocultó el diario de su madre en un nuevo escondrijo. Había crecido unos treinta centímetros en los meses siguientes a su muerte y se había hecho más fuerte. No estaba acostumbrado a la fuerza que tenía ahora. Cuando salió de nuevo, Frederic le atrapó por el cuello y le dijo:

—Coge los caballos.

Y le empujó hacia los prados. Volvió con un caballo llamado Nadel y su padre le mandó ensillar a Girlie también. Mientras montaban en sus monturas respectivas, su padre le dijo:

—Ahora verás algo.

Y salieron tras los pasos de los Buckendorf.

—Así que ése era el viejo Johann —comenté—. Ese al que llamabas el Deutscher.

Ya vole —respondió Mooshum—. El Deutscher. Más tarde me contó lo que sucedió cuando su padre y él alcanzaron a los demás, y cuando el sheriff y el viejo coronel intentaron interponerse en su camino.

El canto de la muerte

El coronel Benton Lungsford y el sheriff, que se llamaba Quintus Fells, alcanzaron a la partida de hombres cuando éstos buscaban un lugar que sirviera para colgar a los indios. Oric Hoag se había quedado rezagado y se acercaba a lo lejos. Los hombres se encontraban junto a un pozo y escrutaban el agujero. Discutían la cuestión y probaban la cuerda que sujetaba el cubo. El coronel y el sheriff llevaron sus monturas delante de la carreta e impidieron el paso a los hombres de la partida.

—Y bien, amigos —dijo el sheriff con su habitual tono tranquilo—. Ya veo que habéis hecho parte del trabajo por nosotros.

—Y lo vamos a terminar también —anunció Frederic Vogeli.

Eugene Wildstrand, un vecino de la familia masacrada, y William Hotchkiss, un cerrajero y negociante de cereales, se acercaron con sus caballos al sheriff. Algunos de los hombres iban a pie. Dos o tres incluso habían viajado en la carreta. Emil Buckendorf conducía el vehículo. Sus hermanos de ojos claros estaban sentados a su lado en la banqueta con las manos en el regazo. Parecían niños descomunales en el banco de una iglesia.

—Bajad de ahí —ordenó el sheriff Fells—. Estoy requisando esta carreta y es mi deber llevar a los sospechosos a la cárcel.

—Requisar —espetó Emil Buckendorf con desdén a través de su barba. Uno de sus hermanos soltó una risotada y el otro, el de la fuerte mandíbula, se quedó mirándose las rodillas.

William Hotchkiss se estiró hacia delante desde su montura. Llevaba en la mano un fusil de repetición. El sheriff Fells sacó su escopeta, y el coronel Lungsford tenía la mano en el revólver que había llevado en la guerra hispanoamericana y que mantenía desde entonces limpia y engrasada en una estantería especial. Los hombres y los caballos estaban tan cerca unos de otros que se rozaban, mientras los animales intentaban, nerviosos, no dar un paso en falso.

—Tan sólo es un muchacho a quien habéis atrapado —les dijo a todos el coronel Lungsford—. Nada más.

—Es un asesino —dijo Vogeli.

—¿No tenéis conciencia? —espetó Wildstrand al sheriff y al coronel, mientras sujetaba la brida de su montura y escupía. Sus ojos sobresalían como tachuelas negras en una hoja blanca—. Habéis entrado en esa casa, ¿sí o no?

William Hotchkiss arrimó de pronto su caballo detrás del coronel Lungsford y apuntó a la espalda del hombre con su arma. El coronel Lungsford se volvió y se dirigió a Hotchkiss, apartando el cañón de su fusil de sus riñones.

—Baja eso, imbécil —dijo.

Vogeli arreó a Hotchkiss lejos del sheriff Fells.

—Lo siento, muchachos —dijo Wildstrand—. Debemos hacer lo que hay que hacer.

Se inclinó sobre el espacio que los separaba y disparó al caballo de Fells entre los ojos. El sheriff levantó las manos mientras caía junto a su montura. Se oyó un latigazo de huesos rotos. El chasquido hizo sobresaltarse a todo el mundo. Los hombres se miraron unos a otros y, en la carreta, Asiginak hizo ademán de acercarse al sheriff. Pero uno de los Buckendorf lo empujó hacia atrás con fuerza.

—Estamos acabados —dijo Cuthbert. Empezó a tener arcadas con la sangre que corría por su garganta desde la nariz.

Emil Buckendorf golpeó las riendas y la carreta se puso en marcha despacio.

—Todavía no hemos encontrado un lugar donde colgar a estos indios —dijo William Hotchkiss—. Quizá podamos utilizar el cabestrante para reses de Oric.

—Yo no estoy metido en esto —exclamó Oric, que acababa de alcanzar al grupo. De un salto se bajó del caballo para ayudar a Quintus Fells. El sheriff respiraba deprisa, murmurando: «Ay, ay, ay…». Seguía debajo del caballo muerto. Puso los ojos en blanco y perdió el conocimiento. Lungsford soltó un «maldita sea» y algunas palabras más y se bajó de su caballo para ayudar a Oric con el sheriff, dejando que se alejara la carreta.

Jabez Woods, Henric Gostlin, Enery Mantle y todos los demás permanecieron quietos en el borde de la carretera, observando a los hombres que tenían armas y caballos. Enseguida se pusieron a caminar junto al carruaje, por el camino de hierba de dos pistas.

—Tal vez al otro lado de esa elevación —sugirió Mantle—. Los árboles que hay en esta zona son esqueléticos.

—Todos los árboles buenos están detrás de nosotros, más allá del límite de la reserva —señaló un Buckendorf.

—Sólo hace falta la rama de un árbol —dijo Wildstrand. Miró al interior de la carreta con el rostro blanco alrededor de los ojos, como si la sangre hubiese desaparecido debajo de su piel curtida.

—Cuando encontramos a esa gente, ya estaban muertos —gritó Cuthbert mientras sacudía a Sendero Sagrado para sacarle de su sopor. Mooshum lo estaba escuchando todo—. Los encontramos, pero no los matamos. Ordeñamos sus vacas por ellos y dimos de comer al bebé. ¡Yo, Cuthbert, di de comer al bebé! ¡No somos los indios malos que creéis! ¡Ésos son los que viven más al sur!

—No hables mal de los bwaanags —dijo Asiginak—. Me adoptaron.

Cuthbert le ignoró y siguió presionando a los hombres blancos.

—Somos iguales que vosotros.

—¡Iguales que nosotros! —Hotchkiss se agachó y golpeó la cabeza de Cuthbert con la culata de su fusil—. Ni por asomo.

—Tienes razón —asintió Asiginak en ojibwe—. Vosotros sois la locura de esta tierra.

La cabeza de Cuthbert estaba ahora cubierta de sangre. Sus ojos se ocultaban detrás de su cabello ensangrentado. La sangre le inundaba el cuello y le había empapado la camisa. Habló en ojibwe bajo su máscara roja y dijo a Sendero Sagrado:

—No te preocupes. Hay un muchacho con ellos. Pronto alguien se dará cuenta y recordará las palabras del sheriff. Te soltarán. Cuando hables de mi muerte a los demás, háblales de mi valor. Voy a cantar mi canto de la muerte.

—Espero que lo recuerdes antes de cagarte en los pantalones —comentó Asiginak.

Aiii! Estoy intentando recordarlo.

Ambos hombres empezaron a tararear muy despacio.

—Si te digo la verdad —dijo Cuthbert al cabo de un rato—, nunca me dieron un canto de la muerte. No consideraron que yo fuera digno de uno.

—Invéntate uno —dijo Asiginak—. Yo te ayudaré.

Empezaron a dar palmadas en las rodillas y a tararear de nuevo entre dientes una melodía que más bien parecía un quejido. No dirigieron ni una palabra a Mooshum. Éste miró hacia los campos, recién arados y sembrados, y se fijó en los surcos que formaban líneas rectas y de los que brotaba una fina pelusa verde. El cielo presentaba un precioso color celeste. El horizonte se veía polvoriento, con un toque de verde, como el huevo de un petirrojo, y las nubes flotaban delicadamente, apenas unas diminutas plumas blancas elevándose en el cielo.

Llegaron ante un árbol que parecía adecuado, pero los hombres blancos pensaron que las ramas eran demasiado delgadas e inclinadas. Continuaron hasta otro, donde discutieron debajo, midiéndolo con los brazos y las manos. Por lo visto, aquel árbol tampoco servía.

—En fin, nos están dejando tiempo para que ensayemos nuestro canto —dijo Cuthbert. Se limpió la cara. Parecía como si la masa de su nariz hubiera sido esquilada.

—Ahora que te miro de cerca —comentó Asiginak—, creo que habrías sido apuesto, amigo mío.

—Gracias —respondió Cuthbert.

—Ese árbol de ahí servirá —dijo Emil Buckendorf.

Mooshum oyó que alguien empezaba a sollozar y al principio pensó que era él mismo —sonaba igual que él—, pero después se dio cuenta de que se trataba de Johann Vogeli. El muchacho cabalgaba junto a él, con las manos aferradas a la crin de su caballo. Las lágrimas fluían por su cara mojando la silla. Frederic Vogeli se arrimó a su hijo y echó el brazo hacia atrás. Después golpeó su rostro con los nudillos y todo el antebrazo. Johann estuvo a punto de caerse del caballo, pero logró sujetarse a tiempo. Mientras recobraba el equilibrio, se transformó: se ensanchó, creció y algo en su interior se encendió. Ese algo ardió y le hizo estallar. Le impulsó fuera de su caballo hasta fundirse en un abrazo con su padre, que cayó lateralmente de su montura y permanecía aún bajo el cuerpo de su hijo cuando los dos hombres se desplomaron y resbalaron por la tierra sobre la espalda de Frederic. Johann se sentó sobre el pecho de su padre y empezó a golpearle en la cara con el canto del puño, como si estuviera dando golpes contra una mesa. Pegaba con toda la fuerza de sus brazos, como si quisiera atravesar la madera, o la carne. Con la otra mano apretaba el cuello de su padre. La carreta continuó su camino dando bandazos y los demás la siguieron, abandonando a los dos hombres que se revolcaban por el suelo, propinándose patadas, levantándose, cayendo y volviendo a pelear. Tirados por el suelo o de nuevo en pie, la pelea tomaba un cariz cada vez más cómico a medida que desaparecían en la distancia. Al final no fueron más que dos oscuros monigotes que aparecían y desaparecían contra un horizonte infinito y bajo un cielo interminable.

—Al menos el muchacho tiene buen corazón —constató Cuthbert.

—Ojalá no haya matado a su padre todavía —dijo Asiginak—. Sería una carga dura de llevar.

Cuthbert asintió.

—Así que hablaste también con Cuthbert —observó Joseph con voz ronca—. ¿Y Sendero Sagrado y Asiginak? Llegaron a viejos, ¿verdad?

—No —contestó Mooshum.

—Oh —dijo Joseph.

El batir de alas

El roble ofrecía una generosa envergadura. Sin duda había crecido allí apaciblemente durante siglos.

—Puedo enseñarte ese árbol a día de hoy, en el límite de las tierras de Wolde —dijo Mooshum—. Allí hay tabaco. En sus ramas cuelgan banderas de oración.

Los hombres cabalgaron hasta el roble, desmontaron y dieron una vuelta al tronco, examinando las ramas y señalando una en particular, que crecía recta a ambos lados del árbol y luego se doblaba hacia arriba, como si estuviera rezando. Decidieron que ése era el árbol que andaban buscando y llevaron la carreta debajo. Había unas cinco o seis cuerdas cuidadosamente enrolladas en el suelo de la carreta. Enery Mantle y los Buckendorf cogieron las sogas y debatieron sobre cuáles debían utilizar. A continuación, comprobaron y arreglaron los nudos, con torpeza, varias veces y sin dejar de discutir, y lanzaron las cuerdas por encima de la rama. Se aseguraron de que los nudos corrían bien y deliberaron acerca de quién azotaría los caballos y cuándo.

—No saben cómo atrapar un conejo —dijo Cuthbert— o colgar a un hombre. Esto no resultará nada agradable.

Sendero Sagrado vomitó, desesperado. Asiginak no respondió. Mooshum miraba al vacío, fingiendo estar ya muerto.

—El michif se las arreglará —dijo Cuthbert refiriéndose a Mooshum—. Sabe moverse bien.

Asiginak emergió de su ensimismamiento y tocó el hombro de su sobrino.

—Te considero como mi hijo —dijo a Sendero Sagrado—. Caminaremos juntos al mundo de los espíritus. No me habría gustado recorrer ese camino solo. Howah! Llenaste mi viejo corazón de orgullo cuando te mostraste en la puerta de esa iglesia.

—Gracias, tío —respondió el muchacho con voz suave y formal—. Yo también le considero como mi padre.

—Pronto los veremos —dijo Cuthbert—. A todos nuestros parientes —tocó el brazo del chico y sonrió. Su sonrisa era espantosa en medio de la sangre reseca—. Aniin ezhinikaazoyan?

—Charles.

Cuthbert sacudió la cabeza.

—No el nombre que te puso el cura. Ni el apodo que te pusimos nosotros, Sendero Sagrado. ¿Con qué nombre te conocen los espíritus?

Sendero Sagrado se lo dijo.

—Cielo Eterno. Bien, te pusieron un buen nombre. Dale ese nombre a la persona que te estará aguardando al otro lado. Entonces entrarás en el mundo del espíritu Anishinaabeg. Tu madre y tu padre te estarán esperando, hijo. No tengas miedo.

—No luches contra la soga —dijo Asiginak con voz trémula.

Wildstrand obligó a los cuatro indios a levantarse y volvió a apretar las cuerdas que ataban sus manos a la espalda. Emil Buckendorf los colocó en el suelo de la carreta y bajó la lazada sobre sus cabezas. A continuación, apretó los nudos para ajustarlos bien.

Henric Gostlin se acercó a la carreta.

—Dice que no quiere ahorcar al chico —dijo Emil Buckendorf.

Uno de sus hermanos añadió:

—Ya, déjale.

El rostro de Eugene Wildstrand se ensombreció, enardecido.

—¿Estabais allí? —dijo mirando a Gostlin y a los demás, de uno en uno—. ¿Estabais allí, en la granja? Estabais allí. Lo habéis visto.

Aguantó sus miradas, y su semblante encendido refulgía de forma extraña bajo la luz.

—La muchacha —prosiguió—, la mujer. Los dos chicos. Mi viejo amigo, también. Todos ellos.

Emil miró fijamente a sus hermanos hasta que asintieron y bajaron la vista al suelo. Henric Gostlin se alejó, camino abajo, golpeándose la pierna con el sombrero. Los demás hombres que esperaban junto a los caballos se sobresaltaron cuando Asiginak y Cuthbert rompieron de pronto a cantar. Empezaron en un tono agudo: la voz de Cuthbert era un falsete embravecido que cortaba el aire. Asiginak se unió a él y Sendero Sagrado casi se sintió bien, al oír sus fuertes y poderosas voces. Y las palabras en la antigua lengua.

Estos hombres blancos nada son.

Lo que hagan no puede dañarme.

Veré el rostro del misterio.

Cantaron los versos dos veces antes de que los Buckendorf reaccionaran y prepararan la carreta. Emil sujetó los dos caballos para que no se movieran y empezó la cuenta atrás para fustigarlos al mismo tiempo. El muchacho intentó abrir la boca para unirse al canto de su tío, pero sólo pudo tararear para sí la nana disonante que su madre solía entonar para que se durmiera. Los Buckendorf echaron los brazos atrás y golpearon los caballos a la vez, y después otra vez, más fuerte. La carreta se movió, se detuvo y luego avanzó con una brusca sacudida. Los hombres se tambalearon, pero no dejaron de cantar. Al fin, los caballos avanzaron. Se pararon unos siete metros más adelante. Los hombres intentaron seguir cantando incluso mientras se ahogaban. El chico era demasiado ligero para que la muerte le llegase fácilmente. Se fue asfixiando poco a poco mientras daba vueltas y pataleaba en el aire. Oyó cuando Cuthbert primero, y luego su tío, dejaron de cantar y gorjear. Detrás de sus ojos cerrados le invadió un miedo atroz, hasta que oyó a su madre que le decía «abre los ojos» y miró el cielo azul. Entonces todo mejoró. Las pequeñas volutas de nubes, allá en lo alto, se habían convertido en alas y atravesaban ahora el cielo, más y más rápido.