Mi amor por Corwin Peace se convirtió en una furibunda traición cuando le dio por contar a los demás muchachos que me había besado. Ahora yo estaba rabiosa de amor y decidida a vengarme de Corwin aunque se me partiera el corazón. Sin embargo, pronto descubrí que mi corazón no se partía en absoluto, más bien disfrutaba atormentando a Corwin. Durante todo ese verano, le atacaba en cuanto se atrevía a jugar algún partido, y esperaba con ansia el momento en que Corwin arrojaba el bate a sus espaldas con furia, golpeando a veces la espinilla de sus compañeros y convirtiendo sus abucheos en gritos de dolor. Le disparé con un rifle de aire comprimido. Años más tarde, mantuvo que el perdigón atravesó su cuerpo y le salió por el riñón, lo que le causó un dolor atroz. Mi hermano y yo montábamos nuestros ponis por todas partes y nos turnábamos para dar una vuelta a todo el mundo, salvo a Corwin, a cuyo alrededor cabalgaba en círculo a gran velocidad, cubriéndole poco a poco de tierra mientras él permanecía quieto e indefenso, con las manos extendidas.
Sin embargo, por mucho que intentara humillarle, Corwin seguía estando enamorado de mí. Crecimos codo con codo. No sé qué le pasó a él debajo de su ropa, pero aquel verano mis pechos se transformaron en unos dolorosos capullos y casi rompí a llorar cuando descubrí vello donde no correspondía. Soporté estoicamente los nuevos secretos de mi cuerpo. El verano acabó y el aire se volvió más fresco. Me compraron un vestido nuevo con la parte de arriba muy holgada. Estábamos en sexto, por fin, y era el primer día de clase. Mamá nos levantó y nos puso en el camino de tierra colina arriba. Nos entretuvimos por el camino hasta que oímos a los demás niños en el patio y entonces echamos a correr. Formamos dos filas como siempre. Entramos, pues ya sabíamos en qué clase estábamos. La puerta se cerró de golpe y nos encontramos a solas con la profesora.
Los hábitos de las monjas franciscanas envolvían a las mujeres por completo y sólo dejaban al descubierto sus rostros, de modo que cada rasgo de la nueva monja quedaba realzado y escrutado cuarenta veces ante nuestra extrañeza. Enmarcados en una rígida y blanca toca de tela almidonada, resaltaban los ojos de la hermana, su nariz y su boca protuberante, como una máscara salida de un mal sueño, el enorme y huesudo hocico de un chacal.
—¡Dios mío! —soltó Corwin, lo bastante alto como para que le oyera.
Había tomado la decisión de ignorarle durante el primer mes, al menos, pero la extrema fealdad de la monja resultó irresistible.
—Godzilla —susurré mientras me volvía hacia él, alzando las cejas.
La profesora era en realidad la hermana Mary Anita. La gente que la conocía desde antes de tomar los hábitos decía que se apellidaba Buckendorf. Era joven, tendría veintitantos o treinta años, y se movía con gran agilidad a pesar de sus aparatosos ropajes, de modo que, al cruzar la clase desde el fondo hacia delante con paso rápido, a menudo sorprendía a sus alumnos y nos hacía imaginar unas piernas atléticas y unos músculos fuertes bajo el vaivén de lana negra. Cuando movía las manos en el aire en un gesto que pretendía incluirnos a todos en sus comentarios iniciales, sus manos atrapaban nuestras miradas. Eran justo lo contrario de su rostro. Sus manos eran hermosas, blancas como la leche, y mostraban unos dedos rectos y bien torneados. Eran las manos de la reproducción que había en el vestíbulo de María a los pies de la cruz. Eran las manos de los apóstoles, moldeadas en yeso y que se encendían por las noches sobre los televisores: manos que rezaban.
Manos de jugadora de béisbol. Nos sorprendió aún más cuando, en el recreo, salió al campo de gravilla con el cuello de su hábito apretándole la garganta debajo de su fuerte mandíbula. Con una gracia natural, se sacó de la manga del hábito un guante de cuero de color mostaza oscuro y lo levantó, y en su interior cayó una pelota de softball. Saltaba a la vista que se le daba muy bien. Los buenos jugadores casi nunca se estiraban o torcían el gesto. Simplemente alargaban la mano hacia la pelota como si fuera un imán y ya estaba. Cuando le tocaba lanzar, Mary Anita se convertía en una espiral de lana, grácil como la capa del Zorro ondeando al viento, una silueta conmovedora que removía algo en mí. Cuando me tocó el turno de batear, yo estaba tan impregnada de ese sentimiento que llegué a la conclusión, mientras machacaba la base de meta formada por un salvamanteles de goma, bateaba el aire dos veces a modo de entrenamiento y agarraba el bate un poco más arriba, de que no tenía más opción que conseguir una carrera completa.
No lo logré. A decir verdad, lo hice aún peor que Corwin: en tres golpes, no conseguí marcar ni lanzar siquiera la bola fuera. Enfadada conmigo misma, me senté en la barandilla del estacionamiento para bicicletas y observé cómo la hermana regalaba un par de pelotas y, después, lanzaba unos fáciles golpes al resto del equipo. Era como si, desde el principio, las dos hubiésemos presentido lo que iba a ocurrir. O también es posible que Mary Anita hubiese obtenido información sencillamente a través de mis anteriores profesoras, que vivían en el convento de ladrillos rojos frente al colegio. Una chica difícil de manejar. Impertinente. Mejor no darle la espalda. Tenían razón. Después del recreo, estaba herida en mi orgullo. Volví a mi mesa y dibujé un dinosaurio revestido con un hábito de monja y con la boca abierta, rugiendo. Los dientes, largos y torcidos, de un color grisáceo, se llevaron toda mi concentración: quería que las sombras quedaran perfectas, con la profunda y negra garganta detrás. Me concentré tanto en el dibujo que no me di cuenta de que se iba haciendo silencio a mi alrededor. Sin embargo, sentí una presencia, la tensión de unos ojos sobre mí cuando Mary Anita se detuvo a mirarme. Como muestra de mi arrogancia, seguí dibujando.
Pinté la sombra del último diente y me recosté para contemplar mi obra. La página fue arrancada en el aire antes de que pudiera intentar taparla. Se produjo un gran silencio. Se me aceleró el pulso de la emoción.
—Te quedarás después de clase —sentenció la monja.
Pasó la última media hora. Los demás salieron en fila dejándome atrás, entre risitas y susurros. Y de pronto, algo cayó sobre mi mesa. Era la hoja de papel, el macilento dinosaurio representado con gran esmero en pleno rugido. Lo miré, llena de furia, con mis pensamientos en un fogonazo de expectación. No tenía miedo.
—Mírame —dijo Mary Anita.
Creo que fue en ese momento cuando sucedió. No podía levantar la cabeza. Sentía un nudo en la garganta. Reparé en las iniciales grabadas en la superficie de la mesa: las mías.
—Mírame —repitió Mary Anita. Alcé la mirada, como tirada por un hilo, hasta que mis ojos encontraron los de mi profesora. Tenía los ojos azul profundo como el manto de María, llenos de una tristeza eléctrica. Me estremeció la imperturbabilidad de su mirada.
—Lo siento —dije.
Una vez que mis labios pronunciaron esas dos insólitas palabras, supe que algo terrible acababa de suceder. La sangre me subió a la cabeza tan deprisa que me dolían los oídos; sin embargo, todavía tenía dormidas las yemas de los dedos. Me picaban los ojos y empecé a moquear, a la vez que se me resecaba la boca. Mi cuerpo se había convertido en una masa de extremos opuestos y contradictorios.
—Cuando yo era una jovencita —empezó a decir la hermana Mary Anita—, una jovencita como tú, me dolía mucho que se burlaran de mi aspecto. Desde entonces, hace mucho que he asumido mi… deformidad. La mandíbula prognática me viene de familia. Pero he de reconocer que todavía me duelen los insultos esporádicos, o los dibujos como el tuyo.
Empecé a farfullar, pero enseguida desistí, con la garganta reseca. La hermana Mary Anita esperó y, después, me tendió su propio pañuelo. Hundí mi cara en el paño. Lo utilizaba para secarse la frente cuando las gotas de sudor caían por debajo de la tela blanca y almidonada que le cubría la cabeza. No desprendía el menor perfume, por supuesto, pero tal vez olía a algo más que a limpio. Quizá a lavanda. O caléndula. Alguna planta aromática.
—Lo siento —estaba intoxicada por el pañuelo. Me soné la nariz. Le pregunté si me podía quedar con el pequeño pañito blanco, pero la hermana Mary Anita negó con la cabeza y me quitó el pañuelo arrugado.
—¿Puedo irme ahora?
—Claro que no —contestó Mary Anita.
Estaba confundida. Las dos palabras mágicas —una disculpa— habían brotado de mis labios. Aun así todavía esperaba algo más. ¿Qué?
—Quiero que entiendas una cosa —dijo la monja—. Te he explicado cómo me siento. Y espero que no vuelvas a hacerme daño nunca más.
De nuevo la monja esperó, y esperó, hasta que nuestras miradas se cruzaron. Abrí la boca de par en par. Mis ojos volvieron a llenarse de lágrimas. Sabía que las extrañas emociones que estaba experimentando y que me paralizaban eran las mismas emociones que sentía Mary Anita. Jamás había sentido las emociones de otra persona, nunca en mi vida.
—No haré nada que pueda hacerle daño —balbuceé en un acceso de dolor sobrecogido—. Antes me mataría.
—Estoy segura de que eso no será necesario —respondió la hermana Mary Anita.
Intenté entonces salvar mi orgullo y me marché rápidamente. Sin pedir permiso, escapé corriendo por la puerta, bajé las escaleras y salí a la carretera, donde se fue debilitando la fuerza magnética del encuentro y por fin pude respirar. Sin embargo, incluso eso era diferente. Mientras caminaba, me di cuenta de que mi cuerpo todavía estaba luchando. Mis pulmones se llenaron de aire como dos grandes bolsas, pero a cada inspiración sentía una punzante presión en algún punto por debajo de ellos, hasta que lo vi claro.
—Ahora la quiero —espeté. Me detuve sobre una grieta y la pisé. Luego la pisoteé con fuerza, asqueada—. Dios mío, estoy enamorada.
Corwin lo intentó todo para recuperarme. A punto estuvo de acabar con su reputación al comerse un poco de corteza. Después, se metió dos lápices por la nariz a modo de colmillos. El lápiz rosa se quedó atascado y la hermana Mary Anita lo envió a la clínica del Servicio de Salud indio. Sólo consiguió salvar su imagen gracias al lavado de estómago que le hubieron de practicar en urgencias. Yo ahora le despreciaba, pero eso sólo parecía alentar su adoración por mí.
Una mañana soleada y fresca de la segunda semana de septiembre, al llegar al patio del colegio, Corwin corrió hasta mí y se deslizó hasta pararse en seco delante de mí, como si fuera un corredor robando una base.
—Godzilla —exclamó—. Sí, no está tan mal.
Se enderezó y salió disparado, con los cordones de sus zapatos desatados. Le seguí con la mirada y noté cómo me retumbaba otra vez ese zumbido en la cabeza. Quería tragarme esa palabra, o al menos hacer que se la tragara Corwin.
—¡Ojalá te tropieces y te mates! —grité.
Pero Corwin no tropezó. A pesar de su temeridad, se mantuvo en pie y, mientras yo permanecía anclada en medio del patio, le observé corriendo de un grupo a otro de niños, burlándose y gesticulando, llenando el aire de pequeños sonidos desdeñosos. La hermana Mary Anita apareció en el umbral de la puerta con una campana de latón con mango de madera en la mano. Cuando la agitó, los niños que jugaban por parejas o en grupos de tres se volvieron hacia ella y la observaron entrecerrando los ojos o abriéndolos como platos antes de mirarse unos a otros con regocijo. Algunos rompieron a reír. En realidad, a mí me pareció que todos lo hacían y que ese sonido que manaba de sus labios sonaba fuerte, extraño y terriblemente delicioso. Brotaba como agua en mi propia garganta y sabía agrio.
—Godzilla, Godzilla —murmuraban entre dientes—. Hermana Godzilla.
En los escalones delante de ellos, la hermana Mary Anita les seguía sonriendo a la cara. No los había oído… todavía. Pero yo sabía que lo haría. Por encima de la campana, sus ojos brillaban, oscuros y vivos. Sus horribles y torcidos dientes esbozaron una sonrisa. Corrí hacia ella. Metí la mano en mi bolsa del almuerzo y saqué las galletas que mi madre había preparado siguiendo las recetas que recortaba de los paquetes de copos de avena y tarros de melaza.
—¡Tenga! —y puse una galleta dulce y grumosa en la mano de la monja. Se deshizo en pedazos y aquello desvió su atención mientras los alumnos pasaban por delante de ella.
Durante toda la semana, mis compañeros de clase parecían olvidar a veces ese mote. Algunos días todo indicaba que habían incurrido en nuevas maldades: o se dedicaban a otras profesoras o algún incidente en la clase centraba su atención. Pero entonces Corwin revoloteaba a su alrededor durante el recreo, contraía los brazos para mostrar sus bíceps y hacía ademán de rugir detrás de la hermana Mary Anita mientras ella se acercaba a la base de meta. Cuando bateaba, dándole a la pelota e impulsándose para correr, con el hábito levantado y los músculos de sus hombros encorvados como la joroba de las alas de un ave de rapiña, Corwin avanzaba detrás de ella arrastrando las piernas de la misma manera en que lo hacía Godzilla en la película de King Kong. Pero Mary Anita no se percataba de ello mientras corría de base en base, toda emocionada, con unos pies largos y ágiles para su edad, enfundados en los típicos botines negros de cordones de monja. Sin embargo yo sí lo veía, sin poder hacer nada, con un sabor metálico en la garganta.
—«Las serpientes viven en agujeros. Las serpientes son reptiles. Éstos son datos científicos» —estaba leyendo en voz alta a toda la clase un fragmento de mi libro de descubrimientos científicos—. «Las serpientes no amamantan. Algunas serpientes son ovíparas. Otras son vivíparas».
—Muy bien —dijo la hermana—. ¿Puedes nombrarme otros reptiles?
Tragué saliva.
—Sí —respondí con voz ronca.
Esperó, mirándome con paciencia.
—Está la chrysemys picta —dije—, la tortuga pintada. Y la serpiente de las praderas Thamnophis radix, y la Thamnophis sirtilis, la culebra rayada. Viven aquí mismo, en las ciénagas, a nuestro alrededor.
La hermana asintió con gesto sorprendido y pensativo. Después debió de recordar que mi padre era profesor de ciencias y esbozó su espantosa y amable sonrisa.
—Bueno, eso está muy bien. ¿Alguien más? —preguntó la hermana—. ¿Reptiles de otras partes del mundo?
Corwin Peace levantó la mano. La hermana le reconoció.
—¿Y Godzilla?
Se oyeron unos murmullos. Pequeños susurros de excitación. Los niños se quedaron boquiabiertos. Una gran admiración por las agallas de Corwin fue recorriendo las hileras de niños como el ulular del viento sobre el campo. La descomunal mandíbula de la hermana Mary Anita se abrió de par en par y luego se cerró de golpe. Sus hombros se estremecieron. Nadie supo qué hacer al principio. Luego la hermana se echó a reír. Fue una risa estridente, como el piar de un pájaro, tan aguda como las notas más altas de un piano. Los demás alumnos abrieron la boca, dudaron un momento y, después, rieron con ella, incluido Corwin. Las miradas se cruzaron a vuelapluma hasta caer sobre mí, y Corwin se rió.
Pero yo estaba a punto de reventar de rabia. Cuando la hermana Mary Anita se dispuso a empezar una nueva tarea, cerré el puño contra mi cuerpo como un pistón y, a continuación, me incliné sobre la mesa de Corwin.
—Te voy a dar un puñetazo en la barriga —dije.
Corwin parecía contento, así que de un solo y certero golpe —que había aprendido de mi tío Whitey, que había peleado en los Guantes de Oro— le dejé sin aliento y jadeando. Me volví al frente, con el rostro sereno y el corazón apaciguado, para atender la lección que empezaba la hermana.
Una luz cegadora. Un hábito negro. Me había sentado en el columpio de hierro y la barra se me clavaba en la parte trasera de las piernas. Mientras me balanceaba, observaba a la hermana Mary Anita. El viento soplaba con fuerza y llevaba unos guantes maravillosos: negros, con los dedos recortados de modo que su mano pudiera agarrar mejor el bate. La pelota hendió el aire sinuosamente hacia ella. Al bajar, el bate golpeó la bola con un sonido limpio. La pelota salió disparada, más allá del campo, hasta el jardín de la residencia del cura. Los hábitos de la hermana Mary Anita se entreabrieron mientras corría. El frío le cortaba la cara enrojecida. Al llegar a la tercera base, echó una mirada por encima del hombro, jadeante, y acto seguido corrió hasta la base de meta. Marcó un tanto suavemente y empezó a saltar.
Mis brazos se me hicieron muy pesados, débiles. Me dejé caer del columpio y me fui a apoyar contra el muro de ladrillos del colegio. El corazón me latía con fuerza. Supe lo que quería hacer de mayor. Proclamaría mi vocación y entraría en el convento. La hermana Mary Anita y yo viviríamos en la casa de las monjas, juntas, codo con codo. Comeríamos, trabajaríamos y cocinaríamos. Para relajarnos, la hermana Mary Anita batearía voleas y yo las atraparía.
Algún día, las dos pasearíamos con las manos metidas en las mangas y el largo hábito ondeando a cada paso. «Querida hermana», le diría, «¿recuerdas ese viejo apodo que tenías aquel año que diste clase a los alumnos de sexto?». «Pues no», respondería la hermana Mary Anita sonriéndome, «pues no».
Entonces yo sabría que la había protegido.
Las cosas empeoraron. Me puse a escribir cartas para luego romperlas. Me temblaba la mano cuando la hermana pasaba a mi lado por el pasillo y se me cerraban los ojos. Tomaba aire. Jabón. Jabón puro. Un imperceptible toque de ácido carbólico. Caléndula, seguro. Olía a todo eso. La cabeza me daba vueltas. Cerraba los puños. Me frotaba los ojos con los nudillos y me disculpaba en voz alta. Me dirigía al baño de chicas y me metía en un retrete. Mi vida era horrible. La verdad es que yo no quería ser monja.
—Debe de haber otro modo —susurré, desesperada.
El panel metálico blanco tembló cuando golpeé el tabique del retrete. Decidí que tendría que convencer a Mary Anita para que renunciara a sus votos y se viniese a vivir conmigo y mi familia a nuestra casa de la Oficina de Asuntos Indios. Alguien aguardaba fuera. Entreabrí la puerta y me quedé mirando el enorme y curtido rostro.
—¿Te encuentras bien? ¿Necesitas irte a casa? —preguntó la hermana Mary Anita, preocupada.
Sentí que se me encendía todo el cuerpo. El baño de chicas, con su luz tenue y fría, un lugar de secretos, de cristales con escarcha, me paralizó. Me recompuse. Ésta era mi oportunidad, como si Dios la hubiera puesto en mi camino.
—Por favor —susurré—. Escapémonos juntas.
La hermana se detuvo.
—¿Tienes problemas en casa? —preguntó.
—No.
La mano de la hermana, blanca como la leche, franqueó el umbral de la puerta y cubrió mi frente. Mis pensamientos desesperados vibraban contra la palma fresca de su delgada mano. Mientras miraba a los ojos a mi amada, sujeté el pequeño pomo metálico en la parte interior de la puerta, empujé y me dejé caer hacia delante, convirtiéndome despacio en una hoja mecida por el viento, manteniéndome a flote en un dulce bramido. Parecía como si nunca fuera a alcanzar los brazos de la hermana, pero cuando lo hice, volví en mí con un sobresalto.
—Estás enferma —dijo la hermana—. Ven a mi despacho y avisaremos a tu madre.
Como sabía que sucedería, quizá desde aquel mismo instante en el baño de chicas, llegó el día. El día del juicio final.
Fuera, en el patio del colegio, una mañana después de la misa y antes de que sonara la primera campana, todo el mundo se había aglomerado alrededor de Corwin Peace. Sujetaba en sus manos un Godzilla de hojalata y cuerda: un juguete inmenso, que casi llegaba hasta la rodilla, una réplica verde y dorada a la que le habían pintado un ojo feroz hasta el más mínimo detalle. Las escamas eran perfectas medias lunas que se sobreponían unas encima de otras y los ojos eran grandes y maniáticos, de un color negro azabache, extrañamente humanos. Corwin había prendido con alfileres una especie de tela sobre el muñeco: un pañuelo negro. Mis brazos se abrieron paso entre los hombros fornidos, pero sonó la campana y Corwin escondió el muñeco debajo de su abrigo. Sus ojos se fijaron en mí entre todos los presentes.
—¡Tuve que encargarlo! —gritó.
El puñetazo no le había puesto en mi contra, sino que le había hecho enamorarse locamente de mí. Dio media vuelta y desapareció a través de las pesadas puertas rojizas del colegio. Me quedé mirando el suelo y pensé en marcharme de casa. Podía hacerlo. Haría dedo hasta que parase un furgón de mercancías. El mundo se tornó inhóspito y los colores violentos. Los pequeños guijarros marrones del patio saltaron de la tierra sellada con alquitrán. Di un paso. Las piedras crujieron y silbaron bajo mis pies.
—¡Última llamada! —avisó la hermana Mary Anita—. Vas a llegar tarde.
La oración de la mañana. El compromiso. Corwin prolongó el suspense entre su público, disfrutando de cada mirada y cada murmullo. Guardaba el juguete en su pupitre. De vez en cuando, levantaba la tapa y miraba a su alrededor para comprobar cuántos de nosotros le observábamos mientras se inclinaba para colocar el muñeco. Para cuando la hermana empezó con la lectura del día, había tal tensión en el aula que ni siquiera Corwin aguantaba ya más.
Nuestra aula era una habitación amplia, con el techo alto y el suelo de tablas de madera enceradas. Varias lámparas circulares colgaban de unas gruesas cadenas y amplios ventanales rectangulares dejaban entrar intensos haces de luz. Nuestra clase llevaba ocupando esta aula los dos últimos años. Me había pasado todos los días allí. Conocía cada una de sus grietas, el sonido apagado y metálico que hacían las mesas al moverse sobre los tornillos del suelo de madera, los golpes demenciales que producían los radiadores, como si hubiera miles de elfos encerrados, de modo que percibí el chasquido. Y después el chirrido seco, cuando Corwin le dio cuerda. La hermana Mary Anita no. Se volvió hacia la pizarra, con el libro abierto sobre su mesa, y empezó a escribir instrucciones para que las copiáramos.
Estaba concentrada mientras repetía en voz alta las instrucciones que iba escribiendo. Me parecía que movía el brazo arriba y abajo con una especie de frenética alegría. Estaba inventando un tipo de lección, una nueva manera de hacer las cosas, de la que nadie escuchó una sola palabra. Todos los ojos estaban puestos en la tercera fila, donde se sentaba Corwin Peace. Todos los ojos estaban pendientes de su mano mientras daba cuerda al muñeco hasta el final, se agachaba y depositaba el juguete en el suelo. Entonces los ojos se centraron en el juguete a la vez que Corwin apartaba su mano. Y el muñeco empezó a moverse solo.
El pañuelo que llevaba puesto, el manto, no dificultaba los movimientos de la bestia. Las piernas se doblaban y avanzaban a buen paso. Las pequeñas garras daban palmas como pistones y la cola hueca de hojalata se balanceaba de un lado a otro mientras progresaba por el pasillo central, hacia el frente, hacia la hermana Mary Anita, que permanecía de espaldas, enfrascada en su tarea en la pizarra.
Yo me había situado en la primera fila, para estar más cerca de mi amada, de modo que vi perfectamente a la criatura antes de que se dirigiera al espacio encerado y vacío que había en la parte delantera del aula. Las poderosas mandíbulas sobresalían de la tela negra. Los enormes dientes no se movían, exhibiendo una sonrisa espantosa. Los ojos pintados reflejaban una mirada resuelta y llena de ira.
Sus movimientos se hacían vacilantes a medida que se acercaba a Mary Anita. Toda la clase aguantó la respiración, pero el muñeco prosiguió su lento y fascinante avance, directamente hacia el dobladillo del hábito de Mary Anita. La mujer no parecía percatarse de nada. Continuó escribiendo, hablando, rodeando números con un círculo y subrayando con cuidado algunas palabras. Y mientras ella hacía todo eso, y a medida que el momento se aproximaba, mi cerebro al fin hizo saltar todas las alarmas. Salí disparada de mi pupitre. En dos pasos crucé ese espacio lustroso de madera y me planté delante del aula. Pero en el momento en que me incliné para llevarme el muñeco al pecho, apareció a centímetros de mi nariz una impoluta bota negra. La hermana Mary Anita se había girado con la tiza en la mano. Delicadamente, con indiferencia, se levantó el hábito y con una patada lanzó al aire el dinosaurio. El muñeco ascendió, mientras pedaleaba con sus garras traseras, y la capa se abrió como un paraguas. Siguió una trayectoria recta, sin desviarse. Golpeó el techo con la cabeza y volvió a bajar hecho pedazos. La clase se agachó bajo la lluvia de fragmentos de hojalata. Sólo la hermana Mary Anita y yo permanecimos erguidas, con aplomo, impasibles, absortas en lo que sucedía entre nosotras.
No había otro lugar para mí donde fijar la mirada que no fuese mi profesora. Sin embargo, cuando levanté la vista esta vez, la hermana Mary Anita no me estaba mirando. Había apartado la mirada y su ruda mejilla ardía como si la hubiesen abofeteado; su rostro se había ensombrecido y estaba cabizbaja. La hermana se acercó a la ventana, dándonos de nuevo la espalda a mí y al resto de la clase, y a medida que las risas empezaron a oírse, unos gruñidos incómodos al principio y luego más estridentes y fuertes hasta convertirse en un rugido animal, sentí que me invadía un cariño irrefrenable que me inundaba el corazón. Para mis adentros, rogué a Mary Anita que se diera la vuelta y detuviera ese ruido. Pero la hermana no lo hizo. Dejó que pasara por encima de nosotras sin la menor piedad. Perdí de vista su indefinible perfil mientras miraba hacia el patio. Bañado por una luz resplandeciente, su semblante había palidecido como una hoja de papel, como el cielo, sin rasgos distintivos como todos los seres que entran en el paraíso.