Un mordisquito

En la pared de la cocina, junto al reloj metálico negro cuyas agujas de radio tóxico brillaban en la oscuridad, colgaban tres retratos: John F. Kennedy, el papa Juan XXIII y Louis Riel. Los dos primeros eran fotografías en color que mis padres habían adquirido a través de la escuela y la iglesia. El último era un recorte de periódico, amarillento y frágil. Mi madre había recortado la fotografía y la había colocado con sumo cuidado en un marco comprado en una tienda de baratijas. En la fotografía, Riel tenía un aspecto taciturno y despeinado, y aparecía un poco borroso. Sin embargo, era el héroe visionario de nuestro pueblo y prácticamente el líder de lo que podría haber sido la nación michif. Mooshum y nuestra madre le veneraban, aunque los padres de Mooshum habían vivido cómodamente cerca de Batoche, en Saskatchewan, y su enorme granja habría pasado a sus hijos de no ser por Riel. Aquella granja fue incendiada antes de que Mooshum tuviera edad de hablar, porque la familia Milk había dado refugio al genial Riel, apoyado su causa con dinero, acogido a su mujer e hijo, alimentado a sus oficiales, luchado a su lado y enojado a los curas que amenazaron con excomulgar a los seguidores de Riel y que al final los terminaron entregando a sus asesinos.

Tras la reyerta de Batoche, la familia huyó al sur y cruzó la frontera en la oscuridad, sin saber exactamente dónde se encontraban. En cuanto hallaron un lugar agradable, intentaron empezar de nuevo, pero ya les faltaba la ilusión. Perdieron un bebé, vivieron con lo justo y, desmotivados, se vinieron abajo cuando se enteraron de que Riel había sido juzgado y ahorcado. Riel subió al cadalso con unos mocasines y sujetando en la mano un crucifijo labrado en plata. Sus últimas palabras, dirigidas al clérigo que le atendió, fueron Courage, mon père. Joseph Milk, nuestro bisabuelo, profesaba un cariño especial al temperamental profeta del nuevo catolicismo mestizo y maldijo a los curas, a pesar de que su propio hijo Severine acababa de ordenarse.

Mooshum tenía un hermano más pequeño, un violinista llamado Shamengwa, que era pulcro y virtuoso, al contrario que Mooshum, que era muy desordenado e irreverente. Salvo por su brazo encogido, Shamengwa exhalaba pura elegancia. Los últimos de su generación, ambos muchachos disfrutaban de su mutua compañía a pesar de sus diferencias. Crecieron en ese hogar melancólico y la historia afectó a cada uno de una manera distinta. A Shamengwa le condujo a la música, y a Mooshum a contar historias. Ambos escaparon en cuanto pudieron, pero la historia les persiguió, por supuesto, y ahora, convertidos ya en dos ancianos, encontraban cierto consuelo en rumiarla una y otra vez. Cuando Shamengwa nos visitaba, se sentaba muy recto en una dura silla de la cocina, y a menudo tocaba viejas melodías, mientras que a Mooshum le gustaba no hacer nada o marcar el ritmo lentamente golpeándose la rodilla. En verano, Mooshum reivindicó para sí el asiento trasero de un viejo coche que había en el patio, y no permitió que mi madre lo tirara. En casa, el sofá hundido, lleno de nudos y con un exceso de relleno, era suyo. A veces, ambos hermanos se sentaban a la mesa de la cocina y se tomaban un té caliente y azucarado, en el que Mooshum «echaba alguna cosita». Pero nada les procuraba tanto placer como la oportunidad de restregar la historia por la cara de algún miembro de la tan odiada iglesia. Así, en los días en que el anciano sacerdote ya retirado, tan frágil como una flor marchita pero en absoluto olvidado en lo alto de la colina, bajaba laboriosamente para visitar a los dos hermanos, o cuando llegaba en una enorme silla de ruedas improvisada, empujado por una servicial hermana franciscana, los hermanos se emocionaban mucho. Se tomaban grandes molestias para conseguir whisky e incordiaban a mamá o a la tía Geraldine para que les hiciesen boulettes o la ligera e inflada tortita especial que les había enseñado a preparar Junesse. Otras comidas descansaban, rotundas, en sus tripas, pero los tres ancianos alegaban que el caldo de carne con pan les soltaba el vientre de maravilla si estaba bañado en bastante grasa. El viejo sacerdote se ayudaba de un pulido bastón de madera de sauce para sortear los surcos del camino y lo clavaba con firmeza entre sus pies mientras se sentaba en el voluminoso sofá de color burdeos. Desde ahí, asintiendo con su fino cráneo de cáscara de huevo, expresaba sus dogmáticas opiniones en un tono suave y susurrante, que resultaban tal vez demasiado convincentes para los dos hermanos. A veces permanecían en silencio, desilusionados ante la falta de oposición del cura. No obstante, las visitas siempre finalizaban con un educado brindis tras otro. Pero el buen sacerdote falleció y los hermanos se quedaron sin un clérigo con quien enfrentarse hasta que fue trasladado desde Montana un cura corpulento, de tez lechosa, pomposo y terriblemente campechano. Le pusieron el apodo de Padre Brinco Alegre por sus orígenes vaqueros, aunque su nombre real era Cassidy, y por su desafortunada tendencia a dar delicados saltitos de puntillas cuando utilizaba el hisopo para rociar con agua bendita a los feligreses durante la misa mayor.

En aquel verano después de mi primer beso, la televisión empezó a parpadear y se quedó sin sonido. No conseguíamos más que unos zumbidos ocasionales y la imagen daba vueltas tan rápido que nos mareaba. Pero de todos modos pasábamos la mayor parte del tiempo fuera de casa. Joseph y yo teníamos permiso para atrapar y montar, cuando quisiéramos, los caballos pintos que pertenecían a la tía Geraldine. Ambos animales eran veloces y les gustaba galopar. El blanco y negro era bastante manso; en cambio el otro, un caballo pío alazán, mordía con gran fiereza si uno se colocaba en su ángulo muerto. Los montábamos a pelo con ronzales de cuerda y los atábamos al final del patio cuando hacíamos un largo descanso para comer. Un día, mientras estábamos tomando sopa a la mesa al otro extremo de donde estaban sentados Mooshum y Shamengwa, tras haber atado a los caballos debajo de los árboles en el patio trasero, empezó a lloviznar. Resguardados bajo las gruesas hojas, los caballos comían afanosamente la larga hierba a su alrededor, de modo que cuando mamá abrió la puerta e hizo pasar rápidamente al padre Cassidy no intentamos escapar, sino que decidimos jugar a las cartas junto a la puerta hasta que aclarara.

Los dos ancianos saludaron al sacerdote con gran alegría.

Tawnshi! Tawnshi ta sawntee, Père Cassidy! Qué amable de su parte visitarnos. Tiene usted muy buen aspecto. Siéntese, por favor. Siéntese con nosotros. Tómese algo, un poco de sopa o un trocito de pan.

—Quizá también una copita de la jarra, Clemence.

—No me vendría mal —respondió el padre Cassidy tiritando levemente, más aún ante la expectativa del trago, pues no hacía frío—. Un ligero refrigerio me haría entrar en calor.

Joseph me miró, alzó una ceja y torció la boca como solía hacer. Fuera no hacía ni pizca de frío. El aire seguía siendo cálido y la lluvia había provocado que manara vapor de la hierba, por lo que se hizo enseguida evidente que teníamos a un cura sediento. Mooshum rugió de alegría y levantó la mano de Clemence mientras ésta vertía la bebida con cicatería.

—¡Hija, sé un poco más hospitalaria!

—Y bien, padre Cassidy, ya lleva usted aquí varios meses. ¿Qué le parecen nuestras costumbres?

Pero el párroco tenía la cabeza echada hacia atrás para apurar hasta la última gota de su copa.

—¡Sí, señor! Recuerdo cuando los sacerdotes solían tomarse el whisky con agua, pero a éste le gusta el alcohol fuerte solo. Hermano, hagamos lo mismo.

—Así somos los hombres de Montana —dijo el padre Cassidy, procurando disimular que había apurado la copa con demasiadas ansias—. No nos andamos con formalidades y no rebajamos el whisky con agua, pero sí creemos en asistir a la misa mayor. Clemence acude con regularidad y lleva a Edward con ella; los muchachos, por supuesto, están obligados a confesarse cada viernes y a asistir al menos a tres misas por semana. Pero ustedes…, no he visto a ninguno de los dos en la iglesia desde que llegué aquí. Así que eso significa, como poco, que hace muchísimo tiempo que se tendrían que haber confesado.

Tawpway, Père Cassidy, dice usted la verdad. Pero los viejos tenemos pocas oportunidades para pecar —respondió Mooshum con pesar. Miró a Shamengwa—. Hermano, ¿has tenido ya oportunidad de pecar este año?

Shamengwa puso cara de circunstancias y suspiró con vehemencia.

Frère, lo sabrías, te lo contaría inmediatamente para darte envidia. Hyin, no, me he mantenido puro.

—Yo también, completamente puro —dijo Mooshum con un temblor en la barbilla.

—¿Están seguros? —insistió el padre Cassidy, mirando la botella. Agarró con una mano su vaso de agua vacío y lo alzó hacia la botella—. No son necesarios grandes pecados. ¿No han utilizado, tal vez, el nombre de Dios en vano?

Mon Dieu! ¡Jamás!

Los hermanos se indignaron y manifestaron su desaprobación ante la idea, así que sirvieron rápidamente un doble trago al fraile a la vez que rellenaban sus propios vasos.

El padre Cassidy se quedó pensativo, tal vez un poco alicaído al descubrir que los dos hermanos se mantenían libres de pecado. Después dio un largo sorbo y se animó.

—¡Hay tantas maneras de pecar que no saltan a la vista! Por ejemplo, es posible que compartan la culpa del pecado de otra persona sin haberlo cometido ustedes mismos, mediante el pecado de silencio. ¿Ha pecado alguien que conozcan?

Los dos hermanos negaron con la cabeza, sorprendidos. El cura miró a su alrededor agitando su mano regordeta en busca de inspiración.

—Puede que hayan pecado contra el Espíritu Santo resistiéndose a la verdad, al negar el valor de la misa mayor y, por consiguiente, ¡endureciendo sus almas a la influencia de la gracia de Dios!

El padre Cassidy estaba muy satisfecho de sí mismo. En cambio los hermanos parecían tan ofendidos de que el fraile pudiera imaginar que sus almas se hubieran endurecido que se llevaron las manos al corazón, que les latía con fuerza. Sin embargo, el cura no desistió y enseguida enunció una lista de pecados veniales.

—Una punzada de envidia u orgullo o…, ¿no? Una chispa de mal humor o incluso una pequeña mentirijilla, ¿tal vez? O incluso, no sé si decirlo… —la suave mano del cura tembló un poco mientras agarraba el vaso y el hombre sonrió con gran deleite ante su contenido, mientras agitaba despacio el líquido dorado a la vez que hablaba. Ahora parecía un poco distraído—. Pensamientos impuros —susurró—. Es muy habitual.

Ante esa sugerencia, Mooshum dirigió a su hermano una mirada entre dolida y perpleja. Después alzó la ceja, interrogante. Shamengwa se santiguó con su brazo bueno y luego tomó un pequeño sorbo de su vaso.

Deberíamos saber de lo que nos está hablando —comentó Mooshum, tocándose su oreja tullida—, pero hemos de reconocer que somos totalmente ignorantes de esos…

—Pensamientos impuros —intervino Joseph desde la puerta, mirando sus cartas con el ceño fruncido.

Gin —anuncié.

—Ya.

—Pensamientos impuros —repitió Shamengwa—. Querido cura, ¿podría usted explicarnos exactamente cuáles son esos pensamientos impuros de los que habla? Si son tan habituales como dice, debemos de haberlos experimentado y, sin embargo, por alguna razón no nos hemos dado cuenta de ello.

—Tal vez pecamos sin saberlo —continuó Mooshum con ojos sinceros mientras observaba al sacerdote por encima de la copa que sujetaba en el aire. Intentó poner cara de dignidad, pero su oreja maltrecha siempre le daba un aspecto ridículo—. Eso sería algo…

—¡Trágico! —completó Joseph. Intentó disimular una risita burlona barajando rápidamente las cartas.

—Trágico… puesto que acabaríamos en el lugar equivocado sin previo aviso, si llegáramos a morir.

—¿Acaso nos podrían enviar al infierno esos pensamientos impuros?

Petrificados de susto, los dos hermanos se pusieron muy tiesos. El cura bizqueó sobre el vaso vacío y Mooshum se lo rellenó con esmero.

—Concupiscencia —enunció el padre Cassidy levantando un dedo junto al vaso, que sujetaba a la altura de su alzacuellos. Con la otra mano tiró de éste, como si le apretase demasiado—. Del latín concupiseria, creo, lo que significa… eh… pensar obsesivamente en emisiones impuras de nuestro pasado o desear… cualquier acto de fornicación imaginaria o eyaculatoria. Por hablar sin rodeos.

—¡Ah, la fornicación! —se animaron los hermanos, chocaron sus copas y, a continuación, buscaron la del padre Cassidy, que se había unido al brindis sin pensar, antes de bajar los ojos, incómodo, mientras farfullaba.

—Del latín for, como en «forasteros», por tener relaciones con forasteros —irrumpió Joseph.

—¡Vaya, vaya! —exclamaron los hermanos, brindando de nuevo mientras Joseph dejaba sus cartas y se escabullía por la puerta.

Rápidamente corrí tras él, pero el padre Cassidy y mi madre salieron por la puerta detrás de nosotros y mi madre nos interpeló:

—Vosotros dos, ¡quedaos donde estáis y disculpaos ante el padre Cassidy!

Pero el padre Cassidy, quizá para demostrar su inmenso conocimiento de los caballos, como buen hombre de Montana que era, caminó con paso largo detrás de nosotros, con toda su papada sobresaliéndole del alzacuellos, y dijo:

—No hace falta, no hace falta, son vuestros, ¿verdad? Bonitos ponis enanos y dóciles. Horrible constitución, por supuesto, claramente patizambos, y desde luego necesitan un buen cepillado con la almohaza.

Un centelleo malintencionado brilló en el ojo del caballo pinto de cuello largo. El padre Cassidy se acercó a la cabeza del animal y extendió la mano. Veloz como una serpiente de cascabel, el caballo atacó y le dio un buen mordisco a su carnoso bíceps. El padre Cassidy soltó un alarido y empezó a dar brincos sin parar. Pero el animal no soltaba la pieza, como una madre que tiene bien agarrado a un niño travieso. El padre Cassidy intentó aplastarle el hocico con la palma de la mano. El poni puso los ojos en blanco, soltó unos gruñidos entrecortados que sonaban a risotada y mordió con más fuerza antes de soltar su brazo por fin. Los ojos del padre Cassidy reflejaban una fuerte conmoción.

—Ay —dijo mi madre—. Lo siento muchísimo, padre. Por favor, venga a casa y le pondré un poco de hielo en ese mordisquito.

—¡Mordisquito! —espetó el padre Cassidy. Colocó su mano sobre el brazo como si quisiera mantener la carne en su sitio y retrocedió hacia su automóvil, que estaba aparcado en la carretera delante de nuestra casa—. Adiós, Clemence, muy agradecido. El traguito me vino bien. Ay. ¡Quién iba a saber que necesitaría el anestésico!

—Del latín anestiado, que significa «atontado» —me explicó Joseph.

El padre Cassidy se montó en su coche.

—¡Dígale a su padre y a su hermano que están coqueteando con la perdición al no acudir a misa!

—Se lo diré, padre, no se preocupe.

Mi madre dio un paso adelante para despedir educadamente al padre Cassidy con la mano, y para cuando se dio la vuelta para dirigirse hacia nosotros como una bala ya nos habíamos montado en los caballos y habíamos escapado a toda velocidad. Así que creo que ese día entró en casa y pagó su disgusto con su padre y su tío, aunque solía mostrarse cariñosa con los dos ancianos, a los que quería tanto como nos quería a nosotros. Quedaron escarmentados y los encontramos callados cuando regresamos a la hora de la cena. Shamengwa se quedó porque mi madre no había permitido que «se escabullera», tal y como lo expresó. La televisión atronaba y las imágenes desfilaban lentamente de arriba abajo por la pantalla, de modo que las piernas de una mujer aparecían encima de su cabeza mientras hablaba. Después, su cabeza subía y las piernas se ponían a temblar por un momento debajo de ella, hasta que la cabeza desaparecía y aparecía abajo de golpe. Los dos ancianos se recostaron y cerraron los ojos, incapaces de soportar una visión que les aturdía tanto. Se quedaron dormidos. Roncaban suavemente con profunda inocencia.

Aquello no fue el fin de la historia. Mooshum y su hermano asistieron a la misa mayor y, después, dejaron de acudir intencionadamente para provocar una visita del padre Cassidy. El párroco vio un rayo de esperanza cuando descubrió en el banco delante de él, tan cerca de la eternidad, a los dos ancianos y se propuso garantizar la salvación de sus almas. La segunda visita resultó tan ridícula como la primera. Mooshum le prometió que haría un esfuerzo heroico para pecar, de modo que así tendría algo que confesar. Joseph observó toda la escena con la paciente omnisciencia de un adolescente.

La vida de niño era difícil para mi hermano. Ser el hijo de un profesor de ciencias en una escuela de la reserva le colocaba siempre bajo sospecha, mientras que a mí me beneficiaba. Para una chica estaba bien visto tener un padre conocido. Era peor para Joseph; le encantaban las ciencias y, de hecho, aprendía por su cuenta los nombres en latín de todas las cosas. Para compensar, montaba cualquiera de los caballos pintos de la tía Geraldine hasta adentrarse en el monte y se emborrachaba con vino de contrabando en cuanto podía. Ambos teníamos amigos, así como unos ocho o nueve primos hermanos, segundos y terceros de la rama Peace, otros dieciséis que podíamos contar, y Corwin. Yo tenía amigas y no me importaba ir a la escuela, pero de alguna manera me bastaba mi familia fuera del colegio. No éramos muy sociables. Además, Joseph y nuestro padre vivían un poco al margen por sus aficiones: coleccionaban sellos, por supuesto, que era una forma de viajar sin hacer las maletas, pero también les atraían los astros y los fenómenos celestiales, las plantas, árboles, aves, reptiles e insectos casuales, que recogían metódicamente, prendían con alfileres en cartulinas blancas y etiquetaban.

A Joseph le interesaba particularmente una especie de salamandra negra y gorda, que consideraba endémica en nuestra región, y convenció a nuestro padre para que le ayudara a seguir su ciclo vital durante todo un año, mediante la observación en el campo. Para ello salían, incluso en lo más crudo del invierno, con una pala y un piolet y desenterraban a los bichos que hibernaban en el barro endurecido del cenagal de la tía Geraldine. O en verano, como ahora, pergeñaban falsos terrarios para los bichos y observaban cada uno de sus movimientos, mientras tomaban nota con cuidada letra de imprenta. Por alguna razón se habían puesto de acuerdo para evitar la cursiva.

Quizá el hecho de que yo me criara admirando a Joseph hiciera que se mostrara más cariñoso conmigo que la mayoría de los hermanos. También sabíamos que no habría más hijos. Mamá nos lo había dicho, y cuando nos peleábamos, nos callaba diciéndonos: «Imaginaos cómo os sentiríais si os pasara algo». Imaginar que el otro se moría nos ayudaba, en cierto modo, a disfrutar el uno del otro. Yo ayudaba a Joseph a recolectar especímenes en tarros de cristal robados y memorizaba algunos nombres en latín sólo para complacerle. También influía que me gustaran las salamandras acuáticas o necturos, como también son conocidas. Eran pequeñas masas de tierra, oscuras y con manchas amarillas e indefensas en cuanto salían del agua. Durante las fuertes lluvias, pululaban con parsimoniosa gravedad entre las húmedas grietas del suelo. Había algo grandioso y a la vez terrible en esa miríada silenciosa. Mooshum contaba que las monjas creían que eran emisarios de los muertos profanos, enviados por el demonio, y que el infierno estaba repleto de esas alimañas. Removíamos la hierba despacio y les dábamos la vuelta con el pie con sumo cuidado. Las recogíamos y las atesorábamos en un terreno más elevado, cubriéndolas con hojas húmedas. Caían a montones por los recovecos mojados de los edificios de la escuela —podíamos encontrar diez o doce en los huecos de las ventanas—. Joseph siempre me despertaba temprano cuando empezaban las lluvias torrenciales, a finales de la primavera, y éramos los primeros en llegar al colegio para poder atrapar a los bichos antes de que los encontraran los demás niños y los pisotearan hasta matarlos.

Aquel verano, ayudados con piolets y palas, Joseph y mi padre habían cavado una profunda charca en el patio trasero. El nivel freático había subido mucho ese año y enseguida se llenó de agua. Plantaron espadañas y un sauce en la ribera y, después, añadieron ranas y salamandras. El estanque no estaba destinado a los peces, aquellos enemigos de las neotenic larvae, pero lo rellenaron con ranas de coro y ranas leopardo que trasladaron desde el cenagal de la tía Geraldine y, a continuación, las salamandras, que llevamos a casa en cubos. Para desilusión de Joseph, las salamandras desaparecieron en el fango, como si se las hubiera tragado la tierra. Aunque encontráramos una, costaba mucho observarlas haciendo alguna cosa. Nos llevaba un día entero ver a alguna abrir sólo la boca. Joseph se impacientó y le robó un equipo de disección a papá. La caja de cartón contenía un escalpelo, pinzas, alfileres, pequeñas placas de cristal, un vial de cloroformo y unas bolas de algodón. También había un diagrama de una rana abierta en canal con todos sus órganos etiquetados.

Joseph colocó con cuidado los instrumentos en el alféizar de la ventana de la pequeña habitación que compartíamos. Cogió un tarro de debajo de la cama. Contenía un ejemplar de ambystoma tigrinum, la salamandra tigre del este. En el frasco, dejó caer una bola de algodón impregnada de cloroformo, y acto seguido lo escondió debajo de la cama. A nuestro padre no le gustaban mucho las disecciones.

Esa misma noche, acerqué una vela para proporcionar más luz a Joseph donde lo necesitaba. Observé mientras rajaba la tripa de la salamandra, dejando al descubierto sus entrañas mugrientas y viscosas: un enjambre de tubos rellenos de baba transparente.

—Estaba a punto de liberar su espermatóforo —constató Joseph, sobrecogido, y tocó un trocito de esa masa blanda y blanquecina. Al otro lado de la puerta se oyeron unos pasos. Apagué la vela. Papá abrió la puerta.

—Nada de velas —dijo—. Riesgo de incendio. Dámela —hice rodar la vela hasta sus pies desde debajo de la cama y prosiguió—: Evey, sal de ahí y vete a la cama.

A la mañana siguiente, me levanté antes que Joseph y descubrí que la salamandra había vuelto en sí y había intentado escapar, desenredando las entrañas que Joseph había prendido con alfileres en la madera blanda de la cómoda. La estela de sus entrañas llegaba hasta la ventana, donde había conseguido morir con la nariz aplastada contra el cristal. Ese día, en el sepelio, Joseph enterró el equipo de disección junto a la salamandra. Resopló mucho mientras cubría el cuerpecito regordete y grisáceo, pero no pronunció palabra, ni yo tampoco. Pasaron meses antes de que desenterrara el equipo de disección y puede que pasara un año antes de que lo volviéramos a utilizar.

Tanto Mooshum como Shamengwa insistían en que si Louis Riel hubiera dejado que Gabriel Dumont, su temible jefe de guerra, tomase todas las decisiones previas así como las que hubo que adoptar en Batoche, no sólo habría conseguido una posición más prominente en el mundo para los indios metis, sino que además la victoria habría animado a los indios más al sur de la frontera para que se unieran en un momento crucial de la historia. Las cosas podrían haber sido por completo diferentes. A los dos hermanos también les gustaba especular sobre la forma que habría tomado el catolicismo metis y si tal vez hubieran podido tener sus propios curas. Mooshum insistía en que sería mucho mejor que a los sacerdotes del cisma se les permitiera casarse, y Shamengwa opinaba en cambio que incluso los curas metis debían mantener la castidad. Ambos estaban de acuerdo en que la revelación de Louis Riel, que experimentó tras enterarse de que tanto él como sus seguidores habían sido excomulgados, fue sin duda contundente. Tras meditar largamente, el místico Riel anunció que el infierno no duraba para siempre y que ni siquiera hacía tanto calor allí.

—Y yo lo creo —mantenía Mooshum—. No sólo porque Riel recibió el consuelo de los ángeles, sino porque es lógico.

—Ilumíname.

Mi padre iba a misa para complacer a Clemence y desaparecía en cuanto llegaba el padre Cassidy. Era un católico sin la menor convicción.

—Si en el infierno hiciese tanto calor que devorase la carne, no nos quedaría carne para sufrir —explicó Mooshum—. Y si el infierno estuviera diseñado para abrasar el alma, que es invisible, tendría que tratarse de un fuego imaginario, cuyas llamas no se pueden sentir.

—Así que, de una forma u otra, el infierno está en entredicho.

—De una forma u otra —asintió Mooshum.

—Me parece bastante verosímil —asintió a su vez mi padre—. Tiene mucho sentido. Desde un punto de vista científico, claro, nada puede arder para siempre sin una fuente de combustible ilimitada. Así que da que pensar.

Clemence, que sí creía en fuegos abrasadores que ardían eternamente y hasta la médula, sacudió la cabeza con pena mirando a los hombres. Consideraba que no creer en el infierno demostraba un carácter débil, una conveniente artimaña mental para justificar una conducta laxa. Había notado que esa añagaza se daba más y de manera más pronunciada en aquellos que no mantenían ninguna esperanza de ir al cielo. Pero aunque con todas sus fuerzas deseaba criar a sus hijos de modo que fueran conducidos con total certeza al reino de los cielos (su legado), sus intenciones se veían frustradas de alguna manera por sus propias afinidades.

Por ejemplo, era fácil convencerla de que tuviera la mano generosa a la hora de servir un trago a Mooshum; además ella también se tomaba una copita de vez en cuando. Asimismo, cualquiera podía darse cuenta de que el padre Cassidy no era santo de su devoción. Era patente su falta de entusiasmo en su presencia, tras aquella primera visita. A veces, dejaba escapar alguna que otra crítica a sus espaldas. Joseph y yo estábamos seguros de haberla oído farfullar «estúpido gordinflón» al final de uno de sus sermones sobre los designios de Dios de crear a los niños en el vientre de las mujeres. El padre Cassidy predicaba contra la intromisión en dichos planes, pero en unos términos tan crípticos que yo no lograba entender nada de lo que decía. Cuando le pregunté a mamá qué quería decir el padre Cassidy, me miró fijamente y afirmó:

—Quiere decir que el plan de Dios era que yo volviese a quedarme embarazada y muriese. Sin embargo, el médico con quien hablé no estaba de acuerdo con esos designios divinos y aquí me tienes, vivita y coleando.

Vio una sombra de preocupación en mi rostro y comprendió, supongo, cómo me habían impactado sus palabras.

—Te lo explicaré cuando tengas catorce años —dijo, con una voz que pretendía ser tranquilizante. No estaba tranquila en absoluto y tuve que preguntar a Joseph si había entendido al padre Cassidy.

—Claro —afirmó Joseph—, se refiere al control de la natalidad. Si necesitas información sexual habla con la tía Geraldine. Te lo explicará con pelos y señales.

De modo que la siguiente vez que fui a buscar un caballo, regresé a casa con más conocimientos. Gracias a Geraldine, también entendí a qué se referían cuando hablaban de pensamientos impuros y me di cuenta de que aquellos prodigiosos sentimientos, que formaban parte del plan de Dios para mí y que había experimentado en la bañera con una dosis de mayonesa, se consideraban pecados.

—¿Tengo que confesarlos? —pregunté, horrorizada ante la idea.

—Yo no lo hago —respondió Geraldine.

La siguiente vez que el padre Cassidy se presentó ante nuestra puerta, le recibí con la conciencia impoluta, recogí su ligera chaqueta y su sombrero y los dejé en la silla junto a la puerta. Luego me retiré a un rincón de la habitación. Esta vez, en cuanto el cura fue conducido rápidamente a la mesa, mamá no dejó la botella después de servir los tragos. Se la llevó con ella a otra habitación. Sin la botella, se instaló una cierta frialdad entre los hombres.

—Bueno… —dijo Mooshum—, no bebieron vino en las trincheras de Batoche y los sacerdotes también pasaron hambre. Padre Cassidy, ¿está usted familiarizado con nuestra historia?

—Soy un hombre de Montana —dijo el cura—. Sé cómo acabaron con la rebelión.

—¡Rebelión! —Mooshum hinchó los carrillos, sin probar aún una gota de su vaso.

—¡Con una ametralladora Gatling! —puntualizó Shamengwa—. Traída desde el este. Un invento de cobardes.

El padre Cassidy se encogió de hombros. De pronto Mooshum se puso furioso. Se le encendió el rostro, su oreja maltrecha se volvió roja incandescente y frunció el ceño. Apretó los dientes, temblando, lleno de odio.

—Era una cuestión de derechos —vociferó, dando un puñetazo sobre la mesa—. Lograr que se les reconocieran sus derechos cuando ya habían demostrado que las tierras eran suyas. Los michif y los blancos. El viejo Poundmaker[1]. Querían que el Gobierno hiciera algo. Nada más. Y el Gobierno se dedicó a marear la perdiz, así que el bueno de Riel dijo: «¡Lo haremos nosotros en vuestro lugar!». Howah! «¡Lo haremos nosotros en vuestro lugar!»

Alzó su vaso levemente y miró al padre Cassidy con los ojos entrecerrados.

Una expresión de felicidad iluminó la cara de Shamengwa. Sorbió un traguito de licor con la lengua y sonrió.

—Vaya —dijo—, esto sí que está suave.

—La semana pasada cobré la pensión —explicó Mooshum—. Clemence me compró una botella especial. ¡Pero hay que ver lo tacaña que es! Si tuviéramos nuestros derechos, tal y como los dispuso Riel, padre Cassidy, usted trabajaría a nuestro servicio y no vendría a darnos lecciones. Y además, Clemence nos serviría un trago más generoso.

—Bueno, déjame que lo ponga en duda —respondió Shamengwa—, pero hay muchas otras cosas —Shamengwa se había animado de repente—. He pensado mucho en ello, hermano. De haber ganado Riel, nuestros padres se habrían quedado en Canadá, un pueblo entero. No dividido. Nos habrían educado correctamente. Mi brazo funcionaría perfectamente.

—Muchas cosas —repitió Mooshum en voz baja—. Muchas… Pero no cabe la menor duda sobre una palabra, hermano mío.

—¿Qué palabra es ésa?

—Respeto.

—Respetuoso es aquel que obra con respeto —sermoneó el padre Cassidy—. ¿Han respetado la voluntad de Dios Nuestro Señor esta semana?

—¿Nos ha creado Dios Nuestro Señor? —preguntó Mooshum, beligerante.

—Pues claro —respondió el padre Cassidy.

—¿Tal y como somos, de carne y hueso? —prosiguió Mooshum.

—Por supuesto.

—¿Hasta el último detalle? ¿Incluidas las partes masculinas?

—¿Adónde quiere llegar? —inquirió el padre Cassidy.

—Si Dios Nuestro Señor es el creador de nuestros cuerpos incluidas las partes pudendas masculinas, entonces también creó los deseos de esas partes masculinas. Esta semana he respetado esos deseos, es lo que puedo decirle.

Antes de que el padre Cassidy pudiera abrir la boca, Shamengwa intervino.

—El respeto —dijo— es una cuestión mucho más amplia que tus partes pudendas, hermano. Hablabas del respeto político de nuestro pueblo. Y estabas en lo cierto, absolutamente en lo cierto, pues no hay duda alguna. Si Riel hubiese salido airoso, habríamos obtenido ese respeto.

—¡Por nuestra nación! ¡Por nuestro pueblo! —dijo Mooshum apurando su vaso.

—Tierra —rumió Shamengwa.

—Mujeres —continuó Mooshum, mareado.

—Ni siquiera el gran Riel te podría haber ayudado con eso.

—Pero no habrían colgado a nuestro pueblo…

—Ah, sí —dijo el padre Cassidy observando el fondo de su vaso—. ¡Las ejecuciones! Una historiadora local…

—No hable mal de ella, padre. ¡Estoy enamorado de ella!

—Yo no…

—No hablemos de las ejecuciones —dijo Shamengwa con tono firme—. Hablemos en cambio de solicitar otro vaso de esto a Clemence. ¡Sobrina, sobrinita favorita!

—No me vengas con zalamerías.

Mi madre volvió a la habitación y sirvió otro trago a los hombres. Salió otra vez con la botella, tan rápido que no me vio. Me había agazapado detrás del sofá, porque no me apetecía tener que ir a limpiar las judías en ese momento. Que no se mostrara más hospitalaria con el cura confirmaba la poca consideración que le tenía. Pero, a continuación, comprendí que también había ido a verla a ella.

—¿Podemos hablar un momento?

El padre Cassidy intentó detener sus pasos alzando la voz para sacarla de la cocina, pero ya había atravesado la puerta trasera para escabullirse en el jardín.

Mooshum estaba realmente enamorado de la señora Neve Harp, una pesada tía nuestra, una dama de Pluto que se denominaba a sí misma «la historiadora del pueblo». Se dejaba caer por nuestra casa a menudo. Nunca estábamos libres de esa amenaza. Iba siempre lo que la gente llama «emperifollada», con demasiado maquillaje y ropa muy pomposa. Era rica y consentida, y también estaba un poco loca. A veces soltaba una risita nerviosa que duraba demasiado y parecía fuera de su control. Mamá decía que le daba pena, pero no quería explicarme por qué. Neve Harp se mostraba orgullosa de haber zurrado a dos maridos —incluso mandó a uno a prisión—. Ahora se esmeraba con un tercero y hacía alarde de sus hijastros, si bien ya había empezado a firmar con su apellido de soltera para evitar malos entendidos. Como a Mooshum no se le permitía visitar a Neve Harp tanto como deseaba, le escribía cartas. Algunas noches, cuando el televisor funcionaba, Joseph y yo veíamos la televisión mientras Mooshum se sentaba a la mesa y escribía con su pulcra letra de monja. Entonces atacaba a nuestro padre para sonsacarle información.

—¿Le gustan las flores a tu hermana? ¿Cuáles son sus preferidas?

—Las ortigas.

—¿Tú dirías que tiene un color favorito?

—Blanco como la panza de un pez.

—¿Cuáles eran sus mayores encantos de moza?

—Podía tocar el himno nacional sólo con los pedos que se tiraba.

—¿Entero?

—Sí.

Howah! ¿Siempre ha tenido ese pelo tan bonito?

—Se lo tiñe.

—¿Cómo es que ha tenido tantos maridos?

—Tiene unas dotes obscenas.

—¿Qué piensa? ¿Cómo funciona su mente?

Nuestro padre dejaba escapar una risa cansina.

—¿Su «mente»? —repetía—. ¿«Pensar»?

—Tiene todos sus dientes, ¿no?

—Menos aquellos que dejó clavados en la yugular de sus maridos.

—Me pregunto si le interesarían los recuerdos de mis días de carreras de caballos, aquí en la reserva. Podrían considerarse históricas.

—Lo dejaste hace sólo dos años.

—Ya, pero se remontan a hace mucho tiempo.

Y así continuaban hasta que Mooshum se sentía satisfecho con su carta. Doblaba la hoja de papel, marcaba cada pliegue con el pulgar, la metía en un sobre y arrancaba con mucho cuidado un sello de una hoja de estampillas conmemorativas. Guardaba la carta en el bolsillo interior de su chaqueta hasta que mi madre iba a la tienda. Entonces la acompañaba y la entregaba directamente en manos de la señora Bannock, la cartera. Sabía que su acoso sobre Neve Harp estaba mal visto y creía que Clemence tiraría sus cartas a la basura.

Es probable que yo no advirtiera ni valorara la relativa comodidad con la que vivía nuestra familia en la reserva. Aunque todos los miembros de la familia, salvo mi padre, eran en algún grado mezcla de chippewa con francés, y aunque la mujer de Shamengwa había sido una purasangre tradicional y Mooshum había abandonado la iglesia más tarde para seguir costumbres paganas, la verdad era que vivíamos en una vivienda de la Oficina de Asuntos Indios. En la ciudad había luz eléctrica y agua corriente, como ya he mencionado, e incluso una señal intermitente de televisión. La tía Geraldine seguía viviendo en la vieja casa, en el campo, y no tenía agua corriente. Sus caballos eran los descendientes de los caballos de carreras de Mooshum. También teníamos estanterías con libros, de los que algunos eran permanentes y otros cambiaban cada semana. Pero al vivir en la ciudad, el cura nos visitaba más a menudo. Se produjo, de hecho, una última visita del padre Cassidy; un drama que tuvo unas consecuencias de gran impacto para nuestra familia. Por una parte, nuestra madre le echó la culpa al alcohol y prohibió lo mejor que pudo que Mooshum volviera a beber. Y por otra, el poder de la Iglesia sobre nuestra familia se vino abajo cuando Mooshum rompió con ella con enorme entusiasmo.

Era un día de verano gris y lluvioso. Joseph y yo habíamos atrapado unas cuantas salamandras después de la lluvia y estábamos entretenidos reponiendo la charca de atrás con un cubo metálico galvanizado, cuando apareció el padre Cassidy en el patio y cruzó el césped con toda su corpulencia para inspeccionar lo que hacíamos. Levantamos la vista desde debajo de su voluminosa panza y nos sorprendimos al ver que se santiguaba dos veces.

—¿Qué ocurre? —preguntó Joseph.

—Hay quien cree que esas criaturas representan al demonio —respondió el cura—. Por supuesto, yo no creo en las supersticiones.

Pero quizá había algo de eso, tal y como pudimos comprobar más tarde.

Para cuando Joseph y yo acabamos de soltar las salamandras y de regresar a casa, la conversación estaba en su apogeo y la botella salió en cuanto nuestra madre salió… Los tres hombres nos saludaron con un movimiento de cabeza. No bebían en vasos sino en tazas de café de plástico, el nuevo juego de café preferido de mamá, de color mostaza.

—Será mejor que nos quedemos aquí y los vigilemos —me dijo Joseph en voz baja, y serví un vaso de agua fresca para mi hermano y para mí.

Nos sentamos en el sofá. No cabía la menor duda de que las cosas iban muy rápido. El padre Cassidy había hecho a Mooshum una pregunta concreta, a la que éste nunca daba dos veces la misma respuesta. Era la siguiente: ¿qué le había pasado a su oreja? En realidad —nos contó más tarde—, su oreja no había sido picoteada por las palomas.

Mooshum entrecerró los ojos, frunció los labios y preguntó al padre Cassidy si había oído hablar de Johnson el Devorador de Hígados.

El padre Cassidy sonrió con indulgencia y soltó un chiste que no tenía la menor gracia:

—Debía de ser de Montana.

Tawpway —dijo Mooshum.

—Retrátalo con palabras, mon frère —dijo Shamengwa.

Mooshum se transformó en una bestia enorme y se arañó la barbilla imitando la barba desaliñada y ensangrentada del hombre. Después, relató la estremecedora historia del odio que Johnson el Devorador de Hígados sentía por los indios y de cómo, en los días sin ley, este malvado y cobarde trampero atacaba a sus presas y, según decían, arrancaba el hígado de sus víctimas mientras permanecían con vida y lo devoraba ante sus propios ojos. También le gustaba perseguirlos a lo largo de grandes distancias.

El padre Cassidy tragó saliva y exhaló una risa nerviosa.

—¡Ya es suficiente!

Pero Mooshum bebió un sorbo de su taza y prosiguió.

—Yo era un crío, todavía no era un hombre, y me encontraba solo en la pradera intentando cazar cualquier cosa para comer. Me había escapado de casa. A lo lejos vi que alguien se acercaba corriendo, un hombre peludo que parecía desesperado. Pero yo no le tenía miedo a nada.

Shamengwa nos miró, se dio unos golpecitos en la cabeza y nos guiñó un ojo.

—Seguí caminando a mi ritmo, ya que buscaba algo para comer. Un conejo quizá, un urogallo, incluso una serpiente de cascabel me habría venido bien. Estaba muerto de hambre.

—Los chicos suelen tener hambre —puntualizó Shamengwa.

—Echo un vistazo a mi alrededor con la esperanza de que tal vez al forastero le sobre algo de comida. Viene hacia mí sin dejar de correr. Va vestido con harapos y lleva una barba desaliñada, y la barba…, ¿eh?, pues de pronto veo, cuando está lo bastante cerca, que está cubierta de sangre seca. Y sé que es él.

—El Devorador de Hígados —añadió Shamengwa.

—Veo ese brillo en sus ojos. ¡Él también está hambriento! Echo a correr lo más rápido que puedo, vamos, salgo disparado como un conejo, como una flecha. Yo soy veloz, pero sé que el Devorador de Hígados tiene resistencia. Como esto dure todo el día, me agotará y acabará conmigo. Y claro, en cuanto aminoro el paso, me alcanza. Acelero. Es el juego del gato y el ratón, del lince y el conejo. Entonces, en una brusca embestida, me ataca.

El padre Cassidy estaba tan horrorizado que se olvidó de beber. Mooshum se palpó despacio lo que le quedaba de oreja.

—Sí, esto fue lo que consiguió. Tenía unos dientes muy afilados. Pero debía de haber perdido su navaja, porque no me apuñaló. Luché para liberarme —Mooshum peleó con sus propios brazos y se liberó de sus propias manos—. Me zafo y salgo corriendo de nuevo, un poco por delante de él, pero mientras avanzo, con la sangre de mi oreja rociando el aire, me pongo a pensar. Si Riel hubiese ganado, ¡habría algo de justicia! Este demonio no se atrevería a cazar a un indio. Oye, yo también tengo hambre. Vamos a darle al Devorador de Hígados un poco de su propia medicina. Yo también tengo los dientes afilados. Así que me paro en seco.

Mooshum se movía en su silla.

—El barbudo hombre blanco se abalanza sobre mí, y mientras lo hace, le arranco un dedo de un mordisco.

—¿Cuál? —preguntó Shamengwa.

—Sólo conseguí el meñique —contestó Mooshum—. Pero está furioso, así que dejo que se acerque otra vez. Ahora le ataco como una comadreja. ¡Zas! Un pulgar fuera.

—¿Te lo comiste? —preguntó Joseph.

—Tuve que tragármelo entero, sin masticar. Sabía asqueroso —explicó Mooshum—. Lo necesitaba para tener fuerzas, muchacho. Volvimos a rugir. La siguiente vez que aminoré el paso, se lanzó contra mi hígado, pero sólo consiguió arrancar un bocado de mi nalga izquierda, aquí —Mooshum señaló los fondillos anchos de su pantalón—. Yo también le arranqué un bocado de sus posaderas. Conseguí tumbarle y logré un trocito de muslo después. Yo era joven. ¡Debimos de recorrer unos treinta o cuarenta kilómetros! Y durante todos esos kilómetros le fui recortando.

Howah! —exclamó Shamengwa.

—Para cuando se derrumbó, tras perder mucha sangre, le faltaban seis dedos. Conseguí además una de sus orejas, entera. También le arranqué un par de dedos del pie, sólo para ralentizarle. Pero los escupí enseguida. Y le dejé sin nariz.

—Qué asco —exclamé.

—Es mi amuleto de la suerte —continuó Mooshum—. ¿Quiere verlo, padre?

—¡No, no quiero verlo!

Pero Mooshum ya había sacado su pañuelo del bolsillo y, con gran reverencia, lo abrió para mostrar un trozo ennegrecido de una sustancia viscosa y repugnante que parecía cuero.

—Un poco de thamnophis radix —dijo Joseph, observándolo por encima del hombro de Mooshum—. ¿Por qué lo guardas?

—Es su amuleto del amor —dijo Shamengwa.

—Pero eso es… ¡totalmente pagano! —espetó el padre Cassidy, y los ojos de Mooshum se iluminaron.

—¿Cómo es eso, querido fraile? —preguntó con un aire de inocente curiosidad, mientras vertía un poco de whisky en la taza de café que el padre Cassidy sujetaba entre sus temblorosos dedos.

—¡Una nariz! —exclamó el padre Cassidy.

—¿Y qué parte del bueno de san José se guarda en el altar de nuestra parroquia? —preguntó Mooshum. Habló con la voz suave y reprobadora de una monja.

El padre Cassidy apretó los dientes y frunció el ceño.

Comparar, sólo el hecho de comparar…

—Me han contado —interrumpió Joseph de buena gana—, como me han puesto el nombre por el santo…, me han contado que en nuestro altar se guarda parte de la médula espinal de san José.

El padre Cassidy apuró su taza de un solo trago.

—Sacrilegio.

Sacudió la cabeza. Meneó su taza vacía, que Mooshum se apresuró a rellenar.

—Me entristece y me indigna —añadió el padre Cassidy mientras sorbía del borde de la taza—. Me entristece y me indigna —repitió con voz más débil. Después se soliviantó, como si algún pensamiento se hubiera abierto paso entre la niebla. Era la misma idea que ya había expresado—. Comparar… —bramó, casi entre lágrimas.

—Sin embargo, debo comparar —precisó Mooshum— si me paro a pensar en cómo, en cada misa, se toma el cuerpo y la sangre de Cristo.

Las lágrimas del padre Cassidy desaparecieron bajo un arrebato de cólera. Aquello le hizo explotar. Se le hincharon las mejillas y se levantó con grandes aspavientos.

—Eso es la transubstanciación, es decir que está usted hablando del aspecto más sagrado de nuestra Santa Madre Iglesia, que acontece en la eucaristía.

El padre Cassidy empezó a bullir exacerbado, y pronto le salieron pequeños esputos por la comisura de los labios. Mooshum se inclinó hacia delante, inquisitivo.

—Entonces, lo que usted me quiere decir es que el cuerpo y la sangre están, eh, digamos, solamente en la cabeza, ¿no es así? ¿El pan representa la cosa de verdad? En ese caso, puedo entenderle. De lo contrario, la eucaristía es un acto de canibalismo.

Los labios del padre Cassidy se tornaron morados e intentó rugir, aunque sonó como un gorjeo.

—¡Herejía! Lo que usted describe es una herejía. El pan se convierte realmente en el cuerpo de Cristo. El vino se convierte realmente en su sangre. No obstante, no puede compararse de ninguna manera con comerse a otro ser humano —el padre Cassidy agitó un dedo—. ¡Me temo que usted ha ido demasiado lejos! ¡Me temo que ha rebasado el límite con estas palabras! Me temo que habrá de hacer una confesión muy especial y muy seria para que le dejemos volver a la iglesia.

—Pues volveré a las costumbres ancestrales —Mooshum estaba exaltado, regocijándose—. Nuestras viejas tradiciones me van bien. Ya he visto lo suficiente de su iglesia. Durante mucho tiempo he tenido mis recelos. Y además, ¿por qué los curas tienen tantas ganas de escuchar sucios secretos?

—Está bien, sea un pagano, ¡arda en el infierno! —el padre Cassidy contuvo un eructo y extendió la taza para que le sirvieran otro trago. La botella ya estaba casi vacía.

—Nosotros no creemos en un infierno que arde eternamente, ¿se acuerda? —añadió Shamengwa con gazmoñería.

—Confiamos en que haya un infierno misericordioso —continuó Mooshum.

—¡Pues ya no hay nada que yo pueda hacer!

El padre Cassidy levantó las manos y se dirigió hacia la puerta tambaleándose. Salió con torpeza y bajó las escaleras. Joseph y yo permanecimos en el sofá, sorbiendo todavía un poco de agua fresca. Shamengwa y Mooshum se quedaron mirando la puerta, meditabundos. Shamengwa acababa de coger su violín cuando retumbó fuera un tremendo estruendo, un rotundo ruido sordo, como si se hubiera desplomado una vaca. Yo me encontraba más cerca de la puerta y fui la primera en salir. El padre Cassidy yacía sobre la hierba como un enorme cadáver. Parecía estar muerto, pero cuando me incliné sobre él comprobé que todavía respiraba, pues echaba espumarajos por la comisura de sus labios.

—¡Oh, no! —gritó Joseph, arrodillándose a los pies del padre Cassidy. Retiró algo de la suela del negro zapato clerical del padre Cassidy y lo acunó con ambas manos. Se alejó con la salamandra aplastada y sólo se volvió una vez para mirar al cura tendido en el suelo.

Mooshum nos miraba boquiabierto, agarrado a la barandilla de madera. Ni él ni Shamengwa confiaban en que sus piernas lograran bajar los escalones y se las arreglaban para descender despacio y de costado, como si se tratara de una fuerte pendiente.

—Ha resbalado con una salamandra —expliqué.

—¿Sigue con vida?

—Respira.

Payhtik, mon frère —dijo, mientras Shamengwa se marchaba con cuidado hacia su casa, agitando su brazo sano sin volverse. Mooshum se dirigió al asiento del coche en el jardín trasero, se tumbó y se quedó dormido. Yo me quedé junto al padre Cassidy, que permaneció roncando en la hierba durante un buen rato. Cuando volvió en sí, le ayudé a levantarse y, después, a llegar hasta su coche, en el que se alejó cuesta arriba, algo errático.

Las cosas se pondrían ahora más difíciles para el padre Cassidy. Mientras entraba en casa para esconder la botella vacía y fregar las tazas de mamá, sabía que se correría la voz: el cura borracho, tropezando con el demonio bajo la forma de una salamandra acuática, maldiciendo a un anciano y amenazándole con arder en el infierno. Mooshum y Shamengwa narrarían una y otra vez todos los detalles a sus amigos. Y Mooshum sí llevó a cabo lo que había parecido la amenaza de un borracho. Poco después unió su suerte a la de los seguidores de las tradiciones ancestrales y empezó a asistir a ceremonias que se celebraban en los confines de la reserva y a las que nuestro padre le llevaba en coche en secreto. Clemence estaba furiosa con la deserción de Mooshum. Cuando le pregunté a mi abuelo por qué decidió cambiar tan drásticamente a tan avanzada edad, Mooshum me respondió:

—Hay un momento en la vida de todo hombre en el que éste sabe exactamente quién es. El viejo Brinco Alegre no lo pretendía, pero me ayudó a llegar a ese momento.

—Pero estabas borracho, Mooshum.

Awee, tawpway, hija mía, tienes razón. Pero mi embriaguez me ayudó a aclararme las ideas. Seraph Milk tenía una madre purasangre que murió de tristeza sin el menor apoyo del cura. Comprendí que yo era el hijo de esa buena mujer, por muy callada que fuese. Además, no estaba llegando a ninguna parte con esas señoras católicas. Pensé que podría encontrar a algunas bien parecidas en el monte.

—Ése no es un buen motivo.

—Te equivocas, es el mejor.

Y Mooshum me guiñó un ojo como si supiera que yo iba a la iglesia porque esperaba poder ver a Corwin.