En el año 1896, mi tío abuelo, uno de los primeros sacerdotes católicos de sangre aborigen, convocó a sus feligreses para que acudieran a la iglesia de Saint Joseph con los escapularios puestos y provistos de un misal. Desde allí procederían a avanzar por los campos formando una larga y ancha fila, rezando en voz alta a cada paso con el objetivo de ahuyentar a las palomas. Su rebaño humano había empezado a labrar y cultivar la tierra junto a los colonos alemanes y noruegos. Al contrario de los franceses, que se mezclaron con mis antepasados, esa gente prestó escasa atención a las mujeres indígenas y no se casó con ellas. De hecho, los noruegos despreciaban a cualquiera que no fuera uno de los suyos y constituían un clan muy cerrado. Pero las palomas se comían sus cosechas igual que las de los demás.
Cuando los pájaros descendían, tanto los indios como los hombres blancos encendían enormes hogueras e intentaban atraparlos en unas redes. Las palomas se comían los brotes de trigo y de centeno y luego atacaban el maíz. Devoraban los capullos de las nuevas flores, los brotes de las manzanas, las gruesas hojas de los robles e incluso la paja del año anterior. Las palomas eran gordas, y ahumadas estaban deliciosas, pero se podía retorcer el cuello a miles de ellas sin que ello supusiera una disminución visible de su número. Las casas de adobe de los mestizos y las chozas de corteza de los indios osage acababan siendo aplastadas bajo el peso de las aves. Se asaban, quemaban, cocinaban en pasteles, guisaban, conservaban en salazón dentro de toneles, o se mataban a palos y se dejaban pudrir ahí mismo. Pero las muertas sólo servían para alimentar a las vivas, y cada mañana los aldeanos se despertaban por los ruidos que producían la fricción y el aleteo, el rumor de los arrullos, el espantoso parloteo ronroneante y, aquellos que aún poseían las ventanas intactas, con la visión de los extraños y delicados rostros de esas criaturas.
Mi tío abuelo había construido apresuradamente unas rejillas de palos entrecruzados para proteger los cristales de lo que se llamaba, con gran pretensión, la casa del párroco. En un rincón de esa cabaña de una sola estancia, dormía en un catre hecho con ramas de abeto y un jergón relleno de hierba su hermano pequeño, a quien había salvado de una vida de excesiva libertad. Aquélla era la cama más mullida en la que se había echado nunca, y el muchacho no quería abandonarla por nada del mundo. Pero mi tío abuelo le lanzó la ropa de monaguillo y le mandó sacar brillo a los candelabros que tendría que llevar en la procesión.
Con el tiempo, ese muchacho se convertiría en el padre de mi madre, mi Mooshum. Le pusieron el nombre de Seraph Milk y, como vivió más de cien años, yo tendría unos once cuando le oía contar, una y otra vez, la historia del día más trascendental de su vida, que empezó con el intento de acabar con la plaga de palomas. Se sentaba en una silla de madera, entre el primer televisor que tuvimos y la estantería con libros empotrada en un pequeño hueco de la pared de nuestra casa, que era propiedad del Gobierno, en una parcela de la reserva de la Oficina de Asuntos Indios. Mooshum nos explicaba cómo podía oír el tableteo que hacían las patas de las palomas sobre las rejillas de palos fabricadas por su hermano. Le daba pavor ir al excusado, donde numerosos pájaros se habían quedado atrapados en el lodo bajo el agujero y soltaban un estridente y desesperado graznido que llevaba a sus congéneres a lanzarse contra la cabaña para intentar rescatarlos. Sin embargo, no se atrevía a aliviarse en ninguna otra parte. Así que, atravesando ráfagas de alas y arrastrando los pies para no pisarles las patas o la espalda, se abría paso hasta el retrete para satisfacer sus necesidades fisiológicas con los ojos cerrados. Al marcharse, atrancaba bien la puerta para que no quedaran atrapadas más palomas.
Adornaba la peripecia del excusado —siempre lo primero en ese día trascendental— con el tipo de detalles que a mi hermano y a mí nos parecían interesantes. El retrete, que conocíamos muy bien a pesar de que ahora disponíamos de una instalación de cañerías, y el horror de la muerte de los pájaros bajo los excrementos, así como otros elementos del principio de la historia, cautivaban nuestra atención. Mooshum era nuestra diversión de interior preferida junto con la televisión. Pero nuestro padre había quitado los mandos del televisor y los había escondido. A pesar de nuestros incesantes esfuerzos, nunca los encontrábamos, por lo que acabamos pensando que los llevaba encima a todas horas. Así que escuchábamos a Mooshum. Mientras hablaba, permanecíamos sentados en sillas de cocina y nos trenzábamos el pelo. Nuestra madre le había dado un tarro de café rojo para que escupiera en él el tabaco de mascar. Llevaba una sencilla y desgastada ropa de trabajo verde de los almacenes Sears, un par de estropeadas botas marrones con cordones y una gorra de sarga, incluso dentro de casa. Sus ojos brillaban dentro de dos profundas hendiduras en su rostro. Le faltaba la parte superior de la oreja izquierda, lo que le daba un aspecto oblicuo. Tenía el cuerpo encorvado y la piel ajada, con pequeños mechones de pelo cano cayéndole por las orejas y la nuca. De vez en cuando, mientras hablaba, vislumbrábamos su desvencijada y sucia dentadura. Aun así, contaba la historia con tal convicción que no costaba nada imaginarle a la edad de doce años.
Su hermano mayor se vistió con sus mejores galas, una ropa de segunda mano procedente de una parroquia de Minneapolis. Puesto que era imposible conseguir incienso de verdad, había rellenado el incensario con bolas de salvia seca enrollada. En la cabaña había una bomba de agua de hierro y un lavabo; el hermano o medio hermano de Mooshum, el padre Severine Milk, mojó un peine y peinó hacia atrás su pelo negro y, a continuación, el de su hermano pequeño. La iglesia consistía en una amplia cabaña al otro lado del patio, al que, desde hacía más de una hora, iban llegando numerosas carretas. La gente se hallaba ahora en el interior del templo y el patio estaba atestado de carros aparcados, cada uno de ellos con uno o dos perros atados en el pescante para ahuyentar a los pájaros y evitar que sus excrementos cayeran en el heno amontonado donde se sentaban los parroquianos. El continuo vaivén de las aves ponía nerviosos a algunos caballos. Muchos animales llevaban anteojeras y ramos de manzanilla atados al arnés para calmarlos. Cuando nuestro Mooshum atravesó el patio, se fijó en que el tejado de la iglesia estaba cubierto de pájaros que una y otra vez, como si de un juego se tratara, alzaban el vuelo y caían en picado hasta derribar a algún pájaro de la santa cruz, que identificaba la cabaña como una iglesia, para ocupar su lugar hasta que otro le echara a su vez de la cruz. Mi tío abuelo era un hombre enjuto y huraño, de más de un metro ochenta de estatura, con una voz nerviosa que resonó por encima de la fuerte algarabía mientras intentaba poner orden entre los feligreses. Los dos hermanos se hallaban en el centro de la fila y, rodeados por los fieles a ambos lados, se abrieron paso lentamente ladera abajo hasta el primero de los campos que esperaban despejar.
Era un día gris, con un cielo muy cubierto. El aire resultaba opresivo, y las acres nubes de humo de salvia flotaban alrededor del incensario metálico que se balanceaba al final de la cadena en todas las direcciones. La gente avanzaba deprisa. Sin embargo, en el primer campo, las palomas abarrotaban de tal manera el suelo que se produjo un gran revuelo entre las mujeres, que no podían seguir sin arrastrar las aves en sus faldas. Atemorizados, los pájaros se enredaban solos en las ropas. La fila se detuvo de repente cuando, ante los ojos de nuestro Mooshum, las mujeres estallaron en un baile frenético; cada una daba vueltas a su manera, golpeaba el suelo con los pies al compás y sacudía su falda. La danza resultaba tan vehemente que todas las aves a su alrededor echaron a volar, asustando a su vez a otros pájaros, de modo que en cuestión de segundos todo el campo y el bosque próximos se habían convertido en un torbellino de pájaros que graznaban y atacaban a las personas, que no obstante se mantenían firmes con sus misales abiertos sobre la cabeza. Las mujeres renunciaron a todo pudor, se anudaron las faldas a la altura de los muslos, extendieron las manos con sus rosarios o escapularios y continuaron avanzando. Empezaron a entonar un avemaría al viento del batir de alas. Mooshum, que rara vez había visto los miembros inferiores de una mujer, aprovechó que su hermano luchaba por mantener el incensario encendido y se quedó rezagado. Se deleitó en admirar las piernas morenas, redondas y desnudas de las mujeres mientras avanzaban; bajó el candelabro, que no llevaba velas pero que su hermano le había dado para protegerse la cara. Al instante un pájaro caído del cielo le golpeó la frente con tanta fuerza que parecía haber sido enviado directamente por la mano de Dios para fustigarle y cegarle antes de que llevara más lejos su pecado de lascivia.
En ese punto del relato, Mooshum se ponía tan nervioso que a menudo representaba la escena del pájaro golpeándole y, para nuestro gozo, se arrojaba al suelo. Escenificaba su desplome, luego abría los ojos, levantaba la cabeza y miraba al vacío, donde todavía podía contemplar con claridad la visión del Espíritu Santo, que no se le aparecía bajo la forma de un pájaro blanco en medio de las palomas pardas, sino encarnado en el cuerpo terrenal de una muchacha.
Nuestra familia siempre ha conservado una cierta reputación histórica en lo referente a encuentros románticos e inmortales. Incluso mi padre, un profesor de ciencias de aspecto tranquilo, atravesó indemne la Segunda Guerra Mundial gracias a una sola mirada esperanzadora de mi madre. Y su hermana, la tía Geraldine, alcanzada por la sonrisa de un joven que viajaba en un tren de pasajeros, alzó la mano desde la zanja en la que se hallaba recogiendo bayas y no pudo ver la mano que le devolvía el saludo. Pero algo hizo que permaneciera allí recogiendo bayas hasta el anochecer, que pasara allí toda la noche y esperara otro día entero, tranquilamente sentada en su taburete plegable, hasta que el hombre regresó caminando hasta ella desde la estación, cien kilómetros más allá. Mi tío Whitey cortejaba a la princesa india de la tribu haskell, que se cortó las trenzas y se las regaló la noche en que murió de tuberculosis. En su honor, permaneció soltero hasta cumplidos los cincuenta años, cuando desposó a una stripper de pueblo. Agathe, o «Feliz», la prima de mi madre, colgó los hábitos por un cura y nunca más se supo de ella. Mi hermano Joseph entró en una comuna en un arrebato. Jack, el primo segundo de mi padre, secuestró a su propia esposa y empleó el dinero del rescate en mantener a su amante en Fargo. Despechado por una mujer, Octave Harp, tío de mi padre, consiguió ahogarse en tres palmos de agua. Y así sucesivamente. Estas historias de encuentros extravagantes contrastaban con la modestia de los posteriores matrimonios y oficios de mis familiares, al igual que en el caso de mi padre. Somos una tribu de oficinistas, cajeros de banca, lectores de libros y burócratas. El más alocado de todos nosotros (Whitey) es cocinero de comida rápida, y el más heroico (mi padre) es profesor. Sin embargo, creo que este continuo flujo de dramas ha mantenido unidas a las diversas generaciones, y mi hermano y yo no sólo escuchábamos a Mooshum por el suspense de su relato, sino para encontrar las claves que nos permitirían comportarnos adecuadamente cuando llegase nuestro momento de revelación, o quizá nuestra prueba romántica.
El millón de nombres
En realidad, yo pensaba que la mía probablemente ya había tenido lugar, pues incluso mientras escuchaba a Mooshum, sentada allí, mis dedos deletreaban reiteradamente el nombre de mi amado en mi brazo, en mi mano o en mi rodilla. Pensaba que si escribía su nombre un millón de veces, él me besaría. Sabía que me quería y él estaba seguro de que yo le correspondía, pero estudiábamos en una escuela primaria católica, apostólica y romana a mediados de los años sesenta, y los chicos y las chicas que se enamoraban apenas se hablaban y jamás se tocaban. Jugábamos juntos al softball y al kickball y nos comunicábamos por medio de otros niños ávidos de entregar nuestros mensajes. Había copiado una serie de declaraciones de amor de segunda mano en mi diminuto diario de piel de leopardo con cerradura dorada. Escondía la llave en el pomo hueco del armazón de mi cama. Había escrito además, en la cara interior del armario, el nombre de mi amado con la sangre que había brotado tras rascarme una picadura de mosquito. Su nombre tenía para mí el sonido sagrado de aquellas palabras del Antiguo Testamento escritas a fuego por una mano invisible. Mene, mene, tekel, uparsin. No podía pronunciar su nombre en voz alta. Sólo podía escribirlo con los dedos en mi piel sin cesar, hasta que mi madre temió que tuviera piojos, me llenó el pelo de mayonesa, me cubrió la cabeza con un gorro de ducha y me mandó sentarme en la bañera mientras la llenaba de agua lo más caliente que yo podía soportar.
El cuarto de baño, la bañera, las cañerías: todo era nuevo. Como mis padres trabajaban para el colegio y en las oficinas tribales, nos conectaron a la red general de aguas. Cerré la puerta del cuarto de baño con llave, comprobé la temperatura del agua con el dedo gordo del pie y decidí incrementar el número total de nombres escritos en varias centenas. No tenía nada mejor que hacer. Mientras escribía, descubrí partes de mi cuerpo que cambiaban y se excitaban ante la repetición de esas letras, y sin tener la menor idea de lo que estaba haciendo, me regalé una sucesión de orgasmos alfabéticos de una intensidad y una delicadeza tan escandalosas que, sin duda, la mayonesa debió de derretirse en mi cabeza. Entonces dejé de escribir sobre mi cuerpo. Estaba convencida de que había alcanzado el millón y no me atrevía a repetirlo otra vez.
Por esa misma época más o menos, celebramos el Miércoles de Ceniza y me recordaron que no era más que polvo y en polvo me convertiría en cuanto la vida acabara conmigo. Mi cuerpo, cubierto por completo con la escritura del nombre sagrado de Corwin Peace (ahora ya puedo decirlo), no era más que una superficie temporal, tan efímera como el hielo, y pronto se marchitaría como una hoja seca. Como siempre, empezamos la cuaresma advertidos de nuestra transitoriedad y conscientes de que nuestra ansia de caramelos o galletas saladas, o lo que quiera que fuese a lo que habíamos renunciado, no eran más que antojos ilusorios. Sólo el hambre del espíritu era real. Fue una suerte para mí no darme cuenta de que escribir el nombre de mi enamorado sobre mi cuerpo había sido un acto impuro, de modo que, a mi juicio, lo único que debía expiar era mi colaboración en el descubrimiento que había hecho mi hermano: los alicates de la caja de herramientas funcionaban con el televisor tan bien como los mandos. En cuanto mis padres se marchaban de casa, podíamos ver Los tres chiflados, nuestro programa favorito y el de Mooshum, que a mis padres les parecía horroroso. Y no fue hasta el Domingo de Ramos cuando mi padre se presentó en casa después de hacer un recado, colocó la mano en la superficie caliente del televisor y, a continuación, nos dirigió una mirada llena de recelo que sin duda temían sus alumnos. Pronto nos sonsacó la verdad. Los alicates fueron escondidos y la historia de Mooshum se reanudó.
Una aparición
La muchacha que se convertiría en mi abuela se había quedado rezagada detrás de las demás mujeres en el campo, porque le daba demasiada vergüenza anudarse las faldas. Se llamaba Junesse. Descubrió que el truco residía en caminar muy despacio para que las aves tuviesen tiempo de apartarse a un lado educadamente y no levantar el vuelo espantadas. Junesse llevaba un vestido de comunión largo y blanco, compuesto por varias capas de vaporosa muselina. Había insistido en ponerse ese vestido y la tía que la cuidaba acabó agotada ante su terquedad y accedió, si bien la amenazó con darle una buena paliza si regresaba con el menor rasguño o mancha. Además del pudor, esa amenaza disuadió a Junesse de unirse a aquel baile frenético con una falda repleta de pájaros. Pero ahora, en su intento de reanimar al portador del candelabro que se había caído, tal vez forzara su destino en el mundo al arrodillarse en un charco de excrementos de pájaro y después lo sellara al utilizar la faja que llevaba para limpiar la sangre de la frente de Mooshum y de su oreja, que, según nos contó, las palomas habían picoteado a conciencia mientras yacía sin conocimiento. Y entonces él despertó.
¡Y ahí estaba ella! Mooshum hizo una pausa en su relato. Abrió las manos y frunció las infinitas arrugas de su rostro para dibujar una máscara de insuperable felicidad. Había una foto de ella de aquella época aunque un poco más tarde, y era preciosa. Llevaba un lazo blanco en su cabellera negra. Su vestido blanco tenía un florido corpiño, bordado con pétalos blancos y hojas del mismo color. Tenía la piel clara y opaca y los ojos negros y rasgados de las mujeres metis o michif, las cuales habían motivado que el obispo de esa diócesis enviara una advertencia a sus párrocos, recomendándoles que rezaran mucho en presencia de mujeres mestizas y que recordaran que, aunque lucían un aspecto extremadamente claro, sus corazones eran salvajes y permeables. El diablo entraba y salía de ellas a su antojo. Por supuesto, Junesse Malaterre era inocente, pero también tenía una mente muy astuta. Su apellido, que provenía de algún viajero francés, describía las grietas y los surcos de una roca impía, los valles estériles, los riscos con estrías y la configuración laberíntica de piedra rosa, gris, canela y violeta que caracterizaba las tierras baldías de Dakota del Norte. Y hasta ese lugar se encaminaron finalmente Mooshum y Junesse.
«Nos miramos a los ojos y nos vimos el alma», así fue como lo expresó Mooshum con su suave acento de la vieja reserva.
Se produjo un silencio entre los tres mientras transcurría la escena. Mooshum veía lo que describía. No puedo imaginar lo que veía mi hermano: después de su experiencia en la comuna pareció inmune a todo romance durante mucho tiempo. Se convirtió en profesor de ciencias, como nuestro padre, y tras un leve accidente de coche sin importancia se acomodó en una aburrida pero feliz rutina con su asesor de seguros. Yo vi a dos seres humanos: un muchacho conmocionado y con el gesto contrito, y una muchacha de blanco arrodillada sobre él, apretando en la mano con elegancia la faja de su vestido y apoyando la compresa en la herida de la cabeza del joven para contener la hemorragia. Más importante aún, imaginé su mirada cómplice y oscura. El Espíritu Santo planeó sobre ellos. La faja se tornó roja. La sangre desafió la ley de la gravedad y subió por el brazo de la muchacha. Entonces la joven abrió la boca. ¿Se besaron? No me atrevía a preguntárselo a Mooshum. Tal vez sonrió. No tuvo tiempo, sin embargo, de escribir su nombre en su propio cuerpo ni una sola vez, y además ni siquiera sabía su nombre. Se veían el alma, por lo tanto los nombres eran irrelevantes. Escaparon juntos, contó Mooshum, antes de que a ninguno de los dos se le ocurriera preguntarle su nombre al otro. Y ambos decidieron no tener nombre por un tiempo: lo único que importaba era que se habían fugado, habían soltado sus ataduras y cortado los arneses que sus familias ya habían tensado.
Junesse escapó de la segura paliza de su tía y del tedioso y sempiterno trabajo que suponía cuidar de seis primos más pequeños, que murieron todos de tosferina el siguiente invierno. Mooshum huyó del sacrosanto futuro que su medio hermano había elegido para él. Los dos niños vestidos de blanco se fundieron en el muro de pájaros. Su ropa pronto se volvió tan sucia como la tierra, de modo que se mezclaron con el suelo a medida que se alejaban por los límites de las parcelas, campo a través, hasta donde acababan los cultivos y se abría la tierra dando paso a las rocas erosionadas y los cañones de las tierras baldías. Aunque tardaron varios años en consumar físicamente su amor (Mooshum lo insinuaba, pero nunca llegó a expresarlo claramente), estaban enamorados. Y eran supervivientes. Ambos sabían, de manera natural, cómo prender un fuego de la nada, así que durante los primeros días pudieron vivir a base de palomas asadas. Era demasiado pronto para conseguir otros alimentos, pero robaron huevos de pájaros y arrancaron hierbajos. Prepararon trampas para conejos y mendigaron comida en granjas aisladas.
La mirada ardiente
El mismo lunes en que trenzamos las hojas de palma bendecidas en el colegio, me colocaron un aparato en los dientes. A diferencia de ahora, cuando casi todos los niños se someten a algún tipo de ortodoncia, los aparatos dentales eran poco frecuentes entonces. Debo reconocer que es realmente increíble que mis padres, con una situación económica tan precaria, decidieran siquiera corregir mi dentadura. El dentista estaba en las afueras de la reserva, en el pueblo de Pluto, y era un hombre anticuado que creía que para proteger el esmalte de mis dientes de los alambres había que cubrirlos con una funda de oro. De modo que al día siguiente me presenté en el colegio con dos incisivos resplandecientes y el resto de la boca como una ferretería. No había caído en la cuenta de que se burlarían de mí hasta que alguien susurró: «¡Conejito de Pascua!». Para cuando llegó el mediodía, los chicos daban vueltas a mi alrededor en el recreo, metiéndose conmigo para intentar sonsacarme una sonrisa. De pronto, como si una gran ráfaga de viento se hubiera llevado a todos los demás del patio de gravilla, apareció ante mí Corwin Peace. Me empujó y se rió en mi cara. Los demás muchachos se lo llevaron. Me alejé para resguardarme en el único refugio que había en el patio, un hueco en el muro sur de ladrillos que daba al aparcamiento abarrotado de coches detrás de la estación de servicio. Permanecí en una burbuja de silencio, mientras me frotaba la clavícula justo en el lugar donde sus manos me habían empujado, preguntándome qué había pasado. Nuestro amor estaba en peligro, tal vez había terminado. Y todo por culpa de unos dientes de oro. Incluso en ese momento me resultaba imposible soportar un cambio de sentimiento tan drástico. Sin embargo, debido a nuestra tradición familiar, me repuse ante el desafío. Las historias románticas incluían sufrir algún que otro revés. Tenía la injusticia de mi parte y, además, cuando me quitara el aparato estaría guapísima. De eso estaba segura. Por tanto, mientras entrábamos en clase en dos filas paralelas como de costumbre, yo en la fila de las chicas y él en la de los chicos, me desplacé para ponerme a la altura de Corwin, le di un golpe en el brazo y le dije:
—Quiéreme o déjame.
Y luego me alejé. Me temblaban las rodillas y el corazón se me desbocaba. Había sido un gesto desesperado e inaudito. Pronto, todo el mundo se enteró y mi audaz declaración de telenovela me hizo famosa incluso entre las alumnas de octavo, entre las que Beryl Hoop se ofreció a pegarle una paliza a Corwin por mí. Tenía la sartén por el mango y era Semana Santa. Las figuras religiosas estaban envueltas de morado, salvo las estaciones de la Cruz de nuestra parroquia, que eran excepcionalmente gráficas.
Hoy día las imágenes que se contemplan en las iglesias son tallas de madera noble y representaciones sobrias. Pero los pasos de nuestra iglesia habían sido moldeados en escayola y pintados con detalles sanguinolentos por doquier. Ojos en blanco, bocas contorsionadas y miembros estremecidos. Todo estaba ahí. Las naves laterales de la iglesia eran amplias y había mucho sitio para que se arrodillaran los colegiales en el árido suelo de piedra y contemplaran los duros rigores de la tortura. Las niñas más sensibles y un muchacho, no destinado al sacerdocio sino a un espectacular agotamiento físico y emocional en una compañía de teatro aficionado, lloraban a mares sin ningún pudor. El resto de nosotros, abrumados por la culpa o admirando en secreto toda esa sangre, intentábamos sentarnos discretamente sobre el trasero y salvaguardar así nuestras rótulas. En un momento dado se nos permitía sentarnos en los bancos, donde, a lo largo de las tres horas más sagradas del Viernes Santo y mientras Jesús moría poco a poco bajo su manto morado, debíamos mantenernos en silencio. Durante todo ese tiempo había decidido empezar a borrar el nombre de Corwin de mi cuerpo, escribiéndolo al revés un millón de veces: «ecaepniwroc». Inicié la tarea en la palma de la mano y luego proseguí con la rodilla. Sólo llevaba cien nombres borrados cuando me llenó de emoción comprobar que Corwin intentaba desesperadamente llamar mi atención, algo que jamás había sucedido antes. Como ya he dicho, nuestra historia de amor se fraguaba a través de terceros. Aquel puñetazo en el brazo había sido nuestro primer contacto físico y aquellas ahora famosas frases eran las primeras palabras que le había dirigido nunca. Pero mi encarnizado golpe parecía haber atizado unas intensas pasiones. ¡Que se sintiera tan impetuoso, tan desesperado como para buscarme directamente, era increíble! Me invadió una oleada de vergüenza y pánico. La respiración se me entrecortaba. Deseaba responder a Corwin, pero era incapaz de hacerlo. Permanecí petrificada hasta que nos dejaron salir.
Domingo de Pascua. Llevo un vestido moteado de nailon azul. Las costuras pican y el cuello me roza, pero creo que el efecto general es espectacular. No son para mí los lazos hechos con un pañuelo de papel y fijados encima de la cabeza con una horquilla. Yo tengo un sombrero con lirios sintéticos y una cinta elástica que se me clava en la barbilla. Pero en el último momento supliqué para que me dejaran llevar en su lugar la mantilla de encaje de mi madre, que es como la de Jackie Kennedy, y el tocado que sólo llevan las chicas mayores más modernas. Estoy fantástica, pero no estoy preparada en absoluto para lo que me va a suceder tras tomar la comunión. Me encuentro arrodillada al final del banco. Nos ordenan que nos quedemos muy callados para permitir que la presencia de Jesús fluya dentro de nosotros. Lo hago lo mejor que puedo. Pero entonces diviso a Corwin en la cola para comulgar que se forma a mi lado de la iglesia, lo que implica que, al regresar a su sitio más atrás, pasará a pocos centímetros de mí. Puedo mantener la cabeza gacha, muy recatada, o puedo mirar. La elección me aturde. Y miro. Da media vuelta ante el primer banco. Mantengo la mirada firme. Y él ve que le estoy mirando —cabello negro y húmedo, finos ojos castaños— y no aparta la mirada. Con la sagrada hostia de la resurrección en la boca, mi primer amor me dirige una mirada ardiente de atormentada pasión que, de repente, enciende el millón de nombres invisibles.
Maude la Bigotuda
Durante todo un verano, mis abuelos vivieron de un saco de judías pintas de contrabando. Mataban serpientes de cascabel que cazaban en el arroyo y las asaban. Para sazonar la carne, utilizaban sal procedente de un pequeño cauce seco. Encontraban algunos arbustos con bayas y lograban atrapar en sus trampas a algunos topos y liebres. Pero el sabor de la libertad se veía ahora eclipsado por una ansiada comida caliente. Aunque eran desérticas, las tierras baldías no estaban vacías en absoluto, sino pobladas en los tiempos de Mooshum tanto por villanos y forajidos sin propósito como por honrados granjeros. Un día, oyeron un alarido inhumano procedente de unos matorrales en el fondo de un pequeño barranco donde habían colocado varias trampas. Tras una prudente investigación, descubrieron que habían atrapado un cerdo por una pata trasera. Mientras deliberaban sobre cómo matarlo, en una elevación del terreno surgió, montada a caballo, la silueta de un ser humano imponente con un gran sombrero de fieltro. Podían haber salido corriendo, pero mientras el jinete se acercaba se sintieron demasiado fascinados como para moverse, o no quisieron hacerlo, pues la luz desvelaba ahora los rasgos de una enorme mujer vestida con ropa de hombre. Tenía los ojos pequeños y sagaces, la nariz prominente, las mejillas regordetas y los labios finos como un pliegue en la carne. Una larga trenza le caía sobre unos pechos generosos y maternales. Llevaba unos pantalones de sarga, botas, zahones, guantes de cuero de puño largo y un cinturón de piel de vaca con incrustaciones de plata. Sujetaba su sombrero de ala ancha con una banda hecha de piel de serpiente. Su purasangre pardo se detuvo en seco, obediente y adiestrado. La mujer lanzó un esputo lleno de tabaco sobre una lagartija inmóvil y soltó una risotada cuando el bicho se sobresaltó y se esfumó. Después, ordenó a los dos niños que no se movieran mientras enlazaba el cerdo. En cuanto acabó, lo ató con gran rapidez y destreza al pomo de la montura y le liberó la pata trasera.
—Arriba —les ordenó, señalando el caballo.
Cuando los muchachos lo hicieron, la mujer agarró el ronzal y echó a andar. El cerdo atado les seguía el paso. Para cuando llegaron al rancho, que se encontraba a varios kilómetros de allí, ambos se habían quedado dormidos a lomos del amigable caballo. La mujer ordenó a un peón que bajara a los muchachos dormidos y los llevara a un dormitorio de la casa, que consistía en una estancia amplia, destartalada, con una parte de tepe y otra de madera. Había dos camas en la habitación, además de una cama nido donde la mujer dormía a veces, roncando como un motor, cuando se enfadaba con su marido, el famoso Ott Black. En aquel lugar, mi Mooshum y su futura esposa vivieron seis años, hasta que el rancho fue destruido y Mooshum estuvo a punto de ser linchado.
En el compendio de mujeres y hombres memorables de Dakota del Norte de Erling Nicolai Rolfsrud no se describe a Maude Black la Bigotuda —pues ése era el nombre de la benefactora de mis abuelos— como a una mujer masculina, a pesar de que vestía como un hombre, fumaba, bebía, era una gran tiradora y dirigía el rancho con mano de hierro. Todo ello, decía mi Mooshum, era cierto, así como lo eran su amabilidad y su inclinación esporádica a robar ganado. Esto último, explicaba Mooshum, era una especie de deporte para ella; nunca pretendía perjudicar a nadie con ello. De vez en cuando sustraía unos cerdos. El del matorral no le pertenecía. Maude la Bigotuda llevaba a veces bigote, y otras no, cuando se depilaba. Mantenía un gallinero impecable y la cocina ordenada. Se encariñó con Mooshum y Junesse, les enseñó a enlazar, montar a caballo, disparar y cocinar un rico estofado de albóndigas de pollo. Al adivinar su amor, desterró a Mooshum al barracón de los vaqueros, donde pronto aprendió todas las formas en que podría tener hijos con Junesse en el futuro. Ensayaba mentalmente y apenas podía soportar la espera. Pero Maude les prohibió casarse hasta que ambos cumplieran diecisiete años. Cuando llegó ese día, organizó una cena de bodas de la que se habló durante años, donde ofreció deliciosos animales asados que parecían del mismo tamaño y tipo que los que habían perdido los comensales. Aquello causó cierto revuelo, pero cuando acabó la fiesta sólo quedaban los huesos, y Maude se aseguró de que el alcohol corriera a raudales, de modo que la mayoría de los rancheros le restó importancia. Lo que no pasaron por alto, sin embargo, provocando cierto malestar y fomentando una subyacente corriente de recelo, fue el hecho de que Maud hubiera organizado una enorme y espléndida fiesta para un par de indios. O mestizos. Daba igual. Aquello era Dakota del Norte a finales del siglo pasado. Incluso años más tarde, cuando toda una familia fue asesinada a las afueras de Pluto, cuatro indios, incluido un muchacho llamado Sendero Sagrado, fueron culpados y linchados por la turba.
Según el relato de Mooshum, se produjo otro asesinato infame: el de una mujer en una granja un poco más al oeste. Los vecinos no prestaron atención a la repentina ausencia del marido de dicha mujer y se cebaron en el primer indio que tenían a mano.
«Y ahí estaba yo», contaba Mooshum. Una noche, el patio de tierra pisoteada que había entre el barracón, la cocina de Maude y los dormitorios se llenó de hombres que blandían antorchas y bengalas. Sus alaridos sacaron a Maude de la cama, y eso la irritaba profundamente. Como precaución tras oír que vendrían a por él, Maude había enviado a Mooshum al sótano de la cocina con una manta para que pasara allí la noche. De modo que él sólo supo lo que había sucedido por el relato de su bendita mujer, pues no oyó nada y pasó durmiendo los momentos de peligro.
—¡Entréganoslo! —vociferaron—, ¡o entraremos a por él!
Maude permaneció firme en la entrada, en camisón, con la pistolera colgada a la cintura y un arma lista para disparar en cada mano. No le gustaba nada que la despertaran.
—Dispararé a los dos primeros que bajen del caballo —dijo, y a continuación señaló al hombre adormilado que se hallaba junto a ella—. Y Ott Black freirá al siguiente.
Los hombres estaban ebrios y apenas conseguían controlar sus monturas. Uno se cayó del caballo y Ott le disparó en la pierna. Empezó a gritar más fuerte de lo que lo había hecho el cerdo atrapado en la trampa.
—¿Cuál de vosotros es el siguiente? —bramó Maude.
—¡Entréganos al maldito indio!
Pero la interpelación sonaba menos convincente y estaba salpicada de los roncos gritos de dolor del hombre herido.
—¿Qué indio?
—¡El chico!
—No es indio —contestó Maude—. Es un judío de la tierra de Galilea. ¡De una de las tribus perdidas de Israel!
Ott Black casi se atragantó ante el ingenio de su esposa.
—¡Ella tiene una maleta llena de libros, malditos idiotas! —y apuntó a los hombres uno por uno.
Los hombres se echaron a reír, nerviosos, y volvieron a reclamar la entrega del muchacho.
—Sólo os estaba tomando un poco el pelo —dijo Maude—. Pero la verdad es que… es el hijo de Ott Black.
Aquello devolvió a los hombres a sus monturas. Ott pestañeó, después lo entendió y bramó:
—¡Nunca habíais visto a una mujer de verdad hasta que conocisteis a Maude Black!
Los hombres se desvanecieron en la oscuridad y abandonaron al malherido linchador pataleando en el suelo y rogando a Dios misericordia. Tal vez la bala de Ott le había dado en un nervio o un hueso, pues el hombre parecía sufrir un dolor inaudito para tratarse de una herida de bala. Empezó a delirar y a echar espuma por la boca, así que Maude le emborrachó, le ató a su silla de montar y se encaminó hacia la casa del médico, porque no quería que lo curasen en su propia casa. El hombre murió de camino, desangrado. Antes del amanecer, Maude regresó, entregó a mis abuelos sus dos mejores caballos y les dijo que cabalgaran rápido por donde habían venido. Así fue como acabaron en su reserva natal a tiempo de recibir la parcela que les correspondía, donde cultivaron la tierra con semillas y arados del Gobierno, donde criaron a sus cinco hijos, entre los que se encontraba Clemence, mi madre, y adonde mis padres nos dejaban ir cada verano a montar a caballo cuando desaparecían las garrapatas de los bosques.
La historia
La historia podría haber sido real, puesto que, como he dicho, existió de verdad una tal Maude Black la Bigotuda, casada con un hombre llamado Ott. Sólo que de vez en cuando era Maude quien alegaba que Mooshum era su hijo en la historia, y otras veces afirmaba que había mantenido una aventura amorosa con el jefe Gall. Y en algunas ocasiones Ott Black golpeaba al hombre en el estómago. Pero comoquiera que la historia se adornase, se ceñía a los hechos. La iglesia de Saint Joseph fue bautizada con ese nombre en honor al carpintero que creyó a su esposa y crió a un hijo que no era suyo, y se venera como el santo patrón de nuestro audaz y apasionado pueblo: los metis. Esas palomas, sin duda, eran las palomas del pasajero, mito y realidad, cuyo número era tal que nadie creía posible que pudieran ser borradas de la faz de la tierra.
Aquella primavera, Mooshum se tomó las cosas con más calma y le costó trabajo plantar el huerto. Mientras disfrutaba cada vez más de su sillón, nuestros padres relajaron la prohibición. Ahora, nuestro padre colocaba más a menudo los círculos mágicos de plástico en sus pivotes metálicos y los giraba hasta que la imagen quedaba nítida. A veces veíamos Los tres chiflados todos juntos. El moreno se parecía mucho a la mujer que le había salvado la vida, decía Mooshum mientras asentía y señalaba el televisor con la cabeza. Recuerdo que observaba su dedo moreno y retorcido y me lo imaginaba perteneciendo a la mano de un hombre joven y fuerte que agarraba un arado o a la de un muchacho que sujetaba el candelabro que, por cierto, mis abuelos habían llevado consigo por todas las tierras baldías, donde había resultado muy útil para matar serpientes y topos. Había regalado a Maude el único bien que poseían como muestra de su gratitud. Ella se lo devolvió bruscamente la noche en que huyeron.
Aquel imponente candelabro plateado de seis brazos, desgastado en algunos puntos hasta dejar al descubierto el metal, ocupaba ahora un sitio de honor en el centro de la mesa del comedor. Sostenía unas velas de cera de abeja que habían sido encendidas recientemente durante la cena de Pascua. El día siguiente al lunes de Pascua, en el pequeño recoveco del patio del colegio, besé a Corwin Peace. Fue un beso intenso, apasionado y extrañamente maduro. Después, volví a casa sola. Caminé muy despacio. A la mitad del camino, me detuve y observé una parte de la acera que había cruzado miles de veces y conocía al dedillo. Tenía una grieta profunda, larga, irregular y oscura. Ese día se desprendía la pelusa de los enormes y viejos álamos blancos. El aire estaba lleno de pelusilla y la hierba de las acequias y canalones lucía un manto de luz. Esperaba sentir una gran alegría. En cambio, sentí una mezcla de tristeza y tal vez miedo, pues mi vida parecía una historia hambrienta y yo era su fuente. Ese beso me había arrojado a las palabras.