Un solo de violín

El arma se encasquilló en el último disparo y el bebé permaneció de pie, agarrado al borde de la cuna, berreando con los ojos desorbitados. El hombre se sentó en una butaca tapizada y empezó a desmontar el arma intentando averiguar por qué no había disparado. El llanto del niño le sacaba de quicio. Dejó el arma y miró a su alrededor en busca de un martillo; en su lugar descubrió un gramófono. Se acercó. Ya había un disco en el plato, de modo que dio vueltas a la manivela y bajó la aguja. Regresó a su butaca y reanudó el trabajo mientras la música inundaba la habitación. El bebé se calmó. Un celestial solo de violín a la mitad del disco hizo que el hombre se detuviese, con las piezas del arma entre las manos. Cuando la música acabó, se levantó, volvió a darle cuerda al gramófono y puso de nuevo el disco. Repitió aquella operación tres veces. El niño se durmió. El hombre reparó el arma y la bala se deslizó suavemente en la recámara. Lo comprobó varias veces, se levantó y se acercó a la cuna. El violín alcanzó un crescendo de una extraña armonía. Alzó el arma. El olor a sangre fresca impregnaba la habitación cerrada.