Prólogo
EL último invitado se fue ya de madrugada. Estaba borracho, y un criado tuvo que acompañarlo afuera. Sulana vio a ambos haciendo eses por el jardín. El hombre farfullaba algo que a ella le resultaba ininteligible, aunque bien pudiera tratarse de una canción lasciva.
Estaba agotada. El esfuerzo por mostrarse formal, amable, y de sonreír cuando tocaba, la había dejado hecha polvo. No podía decirse lo mismo de Dohor, su esposo desde aquella mañana. Parecía nacido para ese tipo de cosas. Había tomado galantemente su mano ante el sacerdote y le había hecho de guía durante toda la jornada. Ni una sola palabra fuera de lugar, ni el menor signo de desidia… Sulana estaba maravillada. ¿Cómo se las ingeniaba para saber siempre lo que tenía que decirle a cada uno? Era un arte que ella nunca había logrado aprender. De no ser así, tal vez no se habría casado.
* * *
Fueron los consejeros.
—Tenéis la edad adecuada.
—La gente murmura a propósito de vos.
—Necesitamos un rey.
Resistió durante siete años. Había sido capaz de regir su territorio, la Tierra del Sol, a través de la guerra y la paz, había logrado imponer su voluntad, y que fuese acatada por cortesanos y ministros. Pero al final había comprendido que no podría seguir adelante. Aunque tenía poco más de veinte años, se sentía vieja, como si le hubieran robado la infancia. Así no podía avanzar. Se le habían acabado el valor y a fuerza, y fue entonces cuando consintió. Se casaría.
Dadas las circunstancias, apenas le interesaba saber quién habría de ser su futuro marido. Sólo deseaba descansar, y si ese descanso tenía que pasar por los brazos de un hombre que no conocía, que así fuera.
Le tocó el premio a aquel chico apenas mayor que ella, con el cabello de un rubio casi blanco y los ojos muy, muy claros.
«Sí», había murmurado Sulana cuando él le pidió la mano. Sólo se sintió molesta un instante por su propia debilidad.
«No se puede ser fuerte eternamente», se había dicho mordiéndose los labios. La sombra de una sonrisa triunfal asomó en el rostro de su prometido.
Después se sucedió un torbellino de acontecimientos. La preparación del banquete, de la ceremonia, las innumerables pruebas del vestido nupcial, la infinidad de cosas que se vio obligada a elegir. Sulana se observaba a sí misma viviendo. Ni siquiera reconocía su voz que, agotada, daba indicaciones e impartía órdenes.
—En efecto, los lirios van en el centro de la mesa grande. Sí, tengo que darle las gracias al primer ministro por su bonito regalo.
Y Dohor se mantenía ausente, lejano. Desde que le pidió que se casara con él, apenas se habían dirigido la palabra.
«¿Cómo será conmigo? ¿Será amable? ¿Sabré amarlo?».
Era un matrimonio de conveniencia, nada más. Él sería rey, ella tendría la paz que anhelaba. Pero desde pequeña siempre había soñado que viviría con alguien a quien amase. Por eso miraba esperanzada a su futuro marido, que asistía a los preparativos. Lo espiaba en el inmenso jardín del palacio, oculta junto al pozo. Le parecía seguro y decidido, y también guapo, con su complexión enjuta. Sin embargo, había algo inquietante en él. Tal vez su sonrisa, o su modo de actuar. Y ese algo la asustaba, pero al mismo tiempo la atraía. Era el misterio que emanaba de su persona. Era el hecho de que fueran extraños el uno para el otro.
Empezó a creer que lo amaba. Y si ella lo amaba, quién sabía…, acaso Dohor también podría corresponderla.
* * *
Fue una ceremonia larga. Cortesanos, miembros de la realeza, príncipes, guerreros, ministros, parásitos puros y duros. Uno tras otro se arrodillaban ante la pareja real. Sulana sonreía, con la mano levemente apoyada en la de su esposo. Pero nadie parecía mirarla de verdad. Las miradas la atravesaban, y ella se sentía invisible, incluso para Dohor, inmerso en su papel de rey.
Sólo Ido parecía verla realmente. Se presentó ante ella llevando del brazo a Soana, la mujer que amaba y con quien vivía. Experta en magia, Soana había sido Consejera de la Tierra del Viento, y fue reincorporada a su puesto tras la marcha de Sennar. Ido le ofreció a la esposa una flor y una sonrisa llena de comprensión. Sulana se la devolvió con sinceridad, y ésa fue la primera vez desde que había comenzado aquella interminable jornada.
Muy distinta fue la mirada que el gnomo dedicó a su marido. Sin ser abiertamente hostil, era a todas luces gélida. Al principio Dohor pareció no percatarse.
—¡Nuestro querido Supremo General! —dijo en voz alta—. ¡Alzaos, alzaos!
—Gracias, Su Majestad —masculló Ido con voz sombría.
—Resulta realmente extraño que ahora tengáis que ser vos quien se inclina ante mí. Hasta ayer era al contrario.
A Sulana aquellas palabras le parecieron inoportunas, pero las atribuyó al vino y a la excitación de la fiesta.
—Sí, así es como gira la rueda de la fortuna, ¿verdad?
Soana se puso rígida, Sulana lo percibió al instante.
—Mis mejores augurios para que vos y vuestra consorte disfrutéis de un reinado largo y pacífico —dijo la maga con una sonrisa.
—Gracias, gracias —zanjó Dohor, vagamente resentido. Se dirigió a Ido nuevamente—: En cualquier caso, no he olvidado que ante todo soy un Caballero del Dragón, y nunca faltaré a mis deberes militares. Para un reino es una gran suerte poder contar con un rey experto en guerras, ¿no os parece?
—Si estuviéramos en tiempos de guerra, sin duda sería una gran suerte.
—Ya, pero nadie puede prever cuándo llegará…
—Vuelvo a daros las gracias por habernos honrado con esta invitación, larga vida a los monarcas —se apresuró a decir nuevamente Soana con una reverencia. Ido, confundido, la imitó.
Se fueron, y Sulana percibió un leve temblor en la mano de su esposo. Se volvió para mirarlo pero él no la correspondió. Frío y circunspecto, ya tenía preparada una nueva sonrisa para el siguiente invitado.
* * *
Sulana se cambió a toda prisa de ropa y casi logró impacientar a la doncella.
—¡Desgraciaréis el vestido!
No le importaba. En cualquier caso, no pensaba ponérselo nunca más. Su noche de bodas la esperaba, y no sabía si sentirse aterrorizada o feliz.
Entró en la alcoba, con el semblante pálido. Una única vela la iluminaba, además de la rotunda luz de una espléndida luna estival. Estaba vacía.
Sulana se quedó en la puerta. Se volvió hacia el pasillo, pero no había nadie. Llamó a la doncella.
—¿Dónde está el rey?
—No lo sé, mi reina, no lo he visto salir.
¿Dónde se habría metido Dohor? ¿Qué podía haber más importante que su esposa?
Sulana se sentó en el borde de la cama. Sentía un estúpido temor de arrugar las sábanas. Permaneció a la espera.
Ya era de madrugada. No había ni rastro de Dohor. ¿Qué habría pasado? Sulana ya no pensaba esperar más. Caminaba por el jardín oscuro, descalza. Le gustaba el cosquilleo de la hierba bajo los pies.
Suspirando, pensó en sus sueños, en cómo se habían desvanecido todas sus ilusiones de juventud.
Oyó un murmullo. Se volvió. Fue hacia su origen.
Trató de moverse despacio. A esas horas no debería haber nadie en el jardín. Por un instante se hizo ilusiones de que fuera Dohor. Tal vez la estuviera esperando allí, tal vez fuera una especie de sorpresa. Una idea muy absurda, y muy bonita al mismo tiempo.
Cuando distinguió una sombra entre los setos de boj, bajo el sauce, el corazón le dio un vuelco. Un bisbiseo. ¿Era su voz? No, había dos voces. Y dos cuerpos.
Se ocultó tras el árbol.
—¿Por qué no asististeis a la ceremonia?
—Los que son como yo sólo entran en los palacios en raras ocasiones, y éstas no resultan felices como las bodas. Allá adonde vamos, entra la muerte con nosotros.
Era una voz fría y contenida, con un matiz jocoso apenas perceptible. La otra, por el contrario, resultaba inconfundible. Dohor. Sulana reconoció su risa.
—Entiendo. Así pues, ¿tenéis algo más que decirme?
—Nada más, por ahora. Sólo me resta felicitarme: en vos creo haber hallado a un joven agudo y perspicaz.
—No estaría donde me encuentro si no fuera como decís.
—Y esto sólo es el principio, ¿me equivoco?
—En absoluto.
De nuevo aquella risa sutil, que hasta el día antes le abría el corazón, y ahora se lo helaba.
—Con toda seguridad en el futuro tendré que valerme de vuestros servicios y de los de vuestra secta.
—Estaremos a vuestra total disposición. Obviamente, siempre que recordéis nuestro precio…
—No resultará difícil hacer algunas indagaciones en la Gran Tierra.
El otro hombre hizo una elegante reverencia.
—Siento no tener vino a mano para brindar por nuestro pacto.
—Lo haremos más adelante, cuando nuestra colaboración ya haya dado sus primeros frutos.
Sulana vio como Dohor se dirigía de nuevo al palacio. Tenía las piernas paralizadas, pero debía ponerse en movimiento, correr a su habitación. Lo hizo. Por lo demás, conocía el palacio real mejor que su esposo.
Llegó poco antes que él y se precipitó en la alcoba, se metió en la cama, sentada, con las manos en el regazo. ¿Qué haría a continuación?
Dohor abrió la puerta con cautela. Cuando vio que estaba despierta se quedó en el umbral, estupefacto.
—¿Aún no duermes?
Ella no sabía qué decir.
—Te esperaba…
Él cerró la puerta tras de sí.
—Lo siento, debí avisarte de que tenía cosas que hacer. De verdad, no era necesario que me esperases.
Cortés. Pero frío. Se puso tras el biombo para cambiarse. Sulana lo oyó afanarse con el agua del jarro, oyó el ruido de su espada al depositarla. Ni una palabra. Ella, en cambio, tenía un montón de preguntas en la punta de la lengua.
Dohor salió del biombo con una casaca y unos calzones militares. Cogió la vela que había junto a la cama e hizo el gesto de apagarla.
—¿Dónde estabas?
La pregunta estalló casi sin que ella lo quisiera.
Dohor se quedó inmóvil. No se volvió.
—Ya te lo he dicho, tenía cosas que hacer.
—¿No quieres decirme qué cosas son ésas?
—No es asunto de tu incumbencia.
Acercó los dedos al pábilo de la vela. De repente, Sulana se sintió irritada.
—Te he visto hablar con un hombre en el jardín.
Dohor se volvió de golpe hacia ella.
—¿Me has estado espiando? —De repente, en sus ojos claros asomaba una mezcla de ira y temor.
—Estaba allí por casualidad…
La sujetó por las muñecas.
—¿Y te has dedicado a espiarnos? ¿Cómo te has atrevido?
En ese instante, Sulana se sintió presa del terror. Se hallaba sola en la habitación con un desconocido, un desconocido que había empezado a agredirla sin previo aviso. Sintió las lágrimas agolpándose en su garganta.
—He llegado y no estabas…, no sabía si debía preocuparme o no… y te he esperado…, pero se ha hecho tarde…, Estaba decepcionada… y entonces… Es nuestra noche de bodas… —concluyó mirándolo en busca de comprensión. Pero no halló el menor rastro.
—Lo que yo haga no es asunto tuyo. Ahora soy el rey, los asuntos de Estado han pasado a mis manos.
El corazón de Sulana ya lo había comprendido todo, pero no pudo evitar volver a intentarlo.
—Pero ahora somos marido y mujer… y aquel hombre… aquel hombre me ha dado miedo…
Dohor compuso una sonrisa torcida.
—¿Marido y mujer? Querrás decir rey y reina. Tú estabas cansada, y yo quería el trono, eso es todo. Ese hombre me hará llegar arriba, muy arriba, y eso también será bueno para ti.
La soltó con brusquedad, apagó la vela y se tendió dándole la espalda.
Sulana permaneció sentada en la oscuridad, con los ojos muy abiertos. Oyó que se volvía de nuevo.
—Y no se te ocurra ponerme palos en las ruedas, ¿está claro? Tenemos un acuerdo, y tú no lo romperás.
Lo dijo con una tranquilidad glacial; a continuación se tapó con las mantas.
Sulana se quedó inmóvil un buen rato, las lágrimas surcaban lentamente sus mejillas, sin emitir un solo sollozo.
Había cometido un error. Sólo con el tiempo sabría cuán grande había sido.