Epílogo

DUBHE entró en la Sala del Consejo envuelta en su capa negra. Se sentó en un rincón, como el día anterior. En realidad no tenía ganas de participar, pero al mismo tiempo sentía la necesidad de escuchar lo que allí iba a decirse.

Casi de inmediato alguien se sentó a su lado. Era la chica que había estudiado con Lonerin, le pareció recordar que se llamaba Theana. Se apartó instintivamente y se cubrió mejor con la capa. Trató de concentrarse en la sala que ya empezaba a llenarse, pero sentía con intensidad la presencia de la joven a su lado. La percibía, aunque ésta no estuviera haciendo nada, y era una presencia embarazosa. La miró de reojo.

Era hermosa, tenía la piel clara, como la de una muñeca, rizos rubios y una expresión absorta en el rostro. Recordó que el día de la partida estaba enfurruñada, y ésa era la imagen que Dubhe había conservado de ella. Con toda probabilidad era la novia de Lonerin, aquella a la que él había traicionado.

Sintió un escalofrío recorriéndole los huesos. Indirectamente, ella también la había lastimado.

Pensó en todos los años que habían pasado juntos, en lo que habían compartido, en lo que los había unido. Percibió un atisbo de celos, totalmente absurdos. Ella no tenía nada que ver con Lonerin, lo había rechazado, y sería una buena noticia que él volviera con aquella chica.

—Lonerin nos habló de ti, de lo que tienes que hacer.

Dubhe llevó un pequeño susto. Se volvió hacia la chica y la miró con desconfianza.

—¿Piensas explicarlo hoy al Consejo?

Theana también se volvió para mirarla. Había rencor —mucho rencor— en su mirada. Sin embargo, aquellos ojos tan límpidos y cristalinos le causaron cierta envidia.

—Es una misión personal. No es asunto del Consejo.

—Pero necesitas un mago.

Dubhe miró a su alrededor, incómoda. No acababa de comprender adónde quería ir a parar.

Theana se le acercó, y pudo sentir la calidez de su respiración en la oreja.

—Lonerin ha dicho que irá con Sennar a liberar a Aster.

Dubhe vio cómo apartaba el rostro. Sonreía. Una sonrisa victoriosa y triste al mismo tiempo. Se sintió molesta.

—¿Y a mí qué me cuentas?

Observó que la chica se retorcía las manos.

Sintió deseos de irse, de huir. No tenía nada que hacer en aquel lugar, debía escapar de allí, encontrar a Dohor, degollarlo, tal como la Bestia le reclamaba en lo más profundo de su corazón, y como ella misma deseaba. Su lugar no estaba entre las cuatro paredes cerradas de aquel Consejo, sino oculta entre las sombras de los palacios, con el puñal en la mano, sola y maldita. Porque siempre había estado maldita, antes de que irrumpiera la Bestia, y creer que iba a poder librarse de su maldición no había sido más que una quimera.

Se levantó de golpe, localizó un lugar más solitario, en la zona superior, y se refugió allí apresuradamente. Había huido, pero le daba igual. Lo mejor habría sido irse, pero no podía. Era como si Lonerin le hubiera transmitido parte de su pasión por el Mundo Emergido.

Cuando la sala estuvo al completo, Ido empezó a hablar.

Con voz tranquila, y con el auditorio pendiente de cada una de sus palabras —como siempre sucedía cuando él tomaba la palabra— retomó los puntos más destacados de las discusiones del día anterior. Y por fin abordó el tema principal.

—Está claro que nos hallamos de nuevo ante dos grandes desafíos: por una parte hay que conducir a San a un lugar seguro. Sin él, Yeshol no puede hacer nada. Por la otra, si el espíritu de Aster sigue estando en suspensión como hasta ahora, la amenaza se eternizará, y no podemos condenar a un niño a vivir ocultándose de por vida. Y además, es indispensable que alguien rompa el hechizo que ha invocado el Supremo Guardián. Sennar nos ha explicado con detalle el ritual que ha de llevarse a cabo, y nos ha dicho que se requiere el talismán del poder para que actúe como catalizador. Pues bien, yo no lo tengo.

Hubo una gran conmoción entre el auditorio, y Dubhe también se mostró desconcertada. Estaba convencida —como el resto de los presentes, por lo demás— de que Ido ya habría resuelto el problema.

—No registré la casa de Tarik, así que es posible que el talismán aún se encuentre allí. Lo que sí es seguro es que no sé dónde está.

—¿Y el chico? ¿Sabe algo? —preguntó una voz, al fondo.

—Nada.

Respiró profundamente y volvió a tomar la palabra:

—Así pues, la misión es doble: encontrar el talismán e infiltrarse en la Gilda para liberar el espíritu de Aster. Sennar ya se ha ofrecido a participar en la empresa. Le ruego me confirme que ésa sigue siendo su voluntad.

Dubhe observó cómo el anciano se ponía en pie desde una posición casi tan apartada como la suya.

—Lo confirmo. Es mi tarea, la misión que me ha traído hasta aquí.

—Pero necesitarás la ayuda de otra persona —añadió Ido.

Sennar asintió.

—Ya he sugerido a alguien.

Lonerin se levantó inmediatamente, sin esperar a que se pronunciasen las palabras de rigor ni ninguna otra convención por el estilo.

—No sólo se trata que haya sugerido mi nombre: para mí sería un gran honor participar en esta misión.

Ido le hizo un gesto con la mano.

—Nadie lo ha puesto en duda —dijo sonriente—. ¿Alguna objeción?

Las hubo, y muchas, y Dubhe las escuchó atentamente. Aunque no se atreviese a confesárselo ni a ella misma, esperaba que alguna de aquellas discrepancias prosperase. Sintió la Bestia palpitando en sus entrañas. Sabía que necesitaría un mago, y quería que fuese él. Tal vez porque temía no encontrar otro, tal vez para desquitarse de Theana, tal vez porque había algo que los unía por encima de sus voluntades, algo demasiado débil para ser amor y demasiado poderoso para ser una simple amistad.

—Esta magia es muy compleja, requiere una gran fuerza, y estamos hablando de un mago que aún no ha completado su formación.

—Una cosa es haber traído a una persona hasta aquí, y otra es participar en un ritual tan complicado.

Lonerin escuchó todas las opiniones, y entonces respondió:

—Mi maestro puede dar fe de mi preparación y, en cualquier caso, durante mi viaje a las Tierras Ignotas pude poner a prueba mis habilidades mágicas. Y tampoco hay que olvidar que poseo una voluntad férrea. Para mí, la misión sobre la que está deliberando este Consejo está por encima de todo.

Folwar tomó la palabra para apoyarlo. Su voz sonaba débil, pero sus palabras fueron contundentes, precisas.

—Es un mago con muchas aptitudes. Puedo aseguraros que esta misión no está por encima de sus capacidades, sobre todo si cuenta con el adiestramiento de un maestro de la talla de Sennar.

El propio Sennar se puso en pie.

—No he propuesto a este chico al azar. Conozco la potencia de este ritual, y ciertamente se requieren unas grandes dotes. Estoy seguro de que puede lograrlo, y yo le ayudaré a conseguirlo, aunque mis fuerzas sean tan limitadas.

Ya no hizo falta mucho más para convencer al Consejo. Sennar y Lonerin irían en busca del medallón, y en cuanto lo hallaran, el joven regresaría a la Gilda para culminar la misión. Se daba por sobrentendido que Dubhe se encargaría de indicarle cómo llegar hasta allí y el modo de entrar.

En cuanto oyó su nombre, se refugió entre los pliegues de su capa.

—Con respecto a la segunda misión, yo me encargaré de poner a salvo a San —anunció finalmente Ido.

Se alzó un murmullo entre los miembros de la asamblea. Dafne recogió las inquietudes de todos los presentes.

—Creíamos que volverías a convertirte en el alma de la resistencia. No basta con atacar la Gilda, los planes de Dohor van más allá de su alianza con Yeshol, y aún es preciso combatir.

—Os comprendo, pero juré que protegería a San, y no sólo se lo prometí a su padre. Tengo que hacerlo, ¿comprendéis? Me hago cargo de vuestras dificultades, pero en realidad yo ya no soy para vos más que un símbolo.

Los murmullos crecieron en intensidad.

—Ya hace mucho tiempo que no piso el campo de batalla. Dirijo la estrategia desde aquí, pero son otros los que luchan. Y, además, otras veces ya habéis seguido adelante sin mí. Ahora me reclaman empresas de otra naturaleza. —Los murmullos siguieron extendiéndose, pero Ido los acalló retomando la palabra de inmediato—: San vendrá conmigo al Mundo Sumergido.

La sola mención de aquel nombre hizo que volviera a reinar el silencio.

—Durante estos días de convalecencia forzada, aquí en Laodamea, me puse en contacto con el rey de la Tierra del Mar, como algunos de vosotros ya sabéis, y gracias a su mediación he hallado un refugio seguro para San y para mí. Me disculparéis si no revelo su ubicación, pero las paredes tienen oídos, sobre todo después de ver la gran cantidad de Asesinos que andan por ahí últimamente.

El vocerío volvió a hacerse más denso.

—En cuanto a Dohor, seguiremos como siempre. El Tirano supone una amenaza mucho más seria e inminente que él.

Dubhe se estremeció. Algo le decía que debía ponerse en pie y hablar, pero se contuvo. Si había de discutir con alguien, lo haría con Ido. Su misión tenía otras finalidades, otras estrategias, que por su naturaleza tenían que despacharse fuera de aquel hemiciclo.

—Creo que eso es todo. Tal vez pasarán muchos meses antes de que podamos volver a reunirnos de nuevo, tal vez para algunos de nosotros esto sea una despedida, no lo sé. Pero nos hallamos nuevamente ante una disyuntiva, tal como los más ancianos recordamos haber vivido antes. De nuevo nuestros destinos están ligados al éxito incierto de una misión, a los poderes de un mago, a la voluntad de un viejo como yo. Cada uno de nosotros cumplirá con su tarea como si no existiera otra cosa. A lo largo de estos años hemos construido el Consejo de las Aguas como un cuerpo con distintas cabezas: os pido que recordéis esta primera lección que extraje del hundimiento de la resistencia, en mi amada Tierra del Fuego. Por lo demás, no puedo por menos que esperar que juntos, todos juntos, algún día lograremos vivir en paz de nuevo.

Ido disolvió la asamblea mediante la fórmula ritual, y todos los asistentes se dirigieron lentamente y en silencio hacia la salida.

Todos se sentían conmovidos por las palabras del gnomo.

Dubhe se levantó de pronto, cuando la sala ya estaba casi vacía. Se abrió paso entre la multitud y, no sin esfuerzo, consiguió alcanzar a Ido.

—Debo hablaros —le dijo.

—Dime, pues —respondió él, sonriente pero cansado.

—Aquí, no.

* * *

—¿Encontraste lo que buscabas? —fue lo primero que el gnomo le preguntó en cuanto ambos estuvieron en su habitación.

Dubhe revivió como en un destello la breve discusión que había mantenido en las murallas de Laodamea, antes de partir hacia las Tierras Ignotas. Entonces le había dicho que todo dependía de ella, pero no se lo creyó. Ahora lo había comprendido de pronto, pero el hecho de ser consciente de ello no hacía que se sintiera mejor, ni mucho menos. Había encontrado muchas cosas a lo largo del camino, pero igualmente había acabado dejándolas de lado. Al final seguía con las manos vacías, sólo tenía su puñal, como al principio. El crimen, formando parte de su pasado y de su futuro. Una jaula.

—No lo sé —respondió con toda honestidad.

—La búsqueda no acaba nunca. ¿Has leído las Crónicas del Mundo Emergido?

—Algún fragmento.

—Creo que te haría bien leerlas atentamente. Ahí también se habla de una búsqueda. La vida, en el fondo, no es otra cosa, y basándome en mis cien años de edad puedo decirte que jamás llegamos a poseer nada realmente.

Dubhe bajó los ojos. Decirle lo que tenía que decirle a un personaje tan importante la incomodaba.

—Mientras vosotros estéis dándolo todo en vuestras misiones, yo estaré llevando a cabo la mía.

Guardó silencio y miró a Ido. Él, a su vez, se la quedó mirando fijamente, y a continuación cogió la pipa que estaba apoyada en un rincón. Se sentó.

—¿Qué has querido decir con eso?

—Sennar me ha explicado lo que debo hacer para librarme de la maldición.

Lo dijo todo de carrerilla, casi sin respirar. Era como sacarse un peso de encima, vomitar parte de la oscuridad que siempre sentía gravitando en su estómago.

—Tengo que matar a Dohor —concluyó con la voz grave—. Folwar me aconsejó que os hablara de ello, porque, si bien la misión es mía, ciertamente, su éxito implicaría la salvación del Mundo Emergido.

Ido guardaba silencio y fumaba nerviosamente. De su boca salían compactas nubes de humo a intervalos regulares, y al instante se disipaban el aire.

—¿Qué quieres de mí? ¿Que lo apruebe?

Dubhe se sintió tocada por la dureza de aquellas palabras.

—¿Quieres que bendiga tu misión? Aquí dentro nadie ha pretendido contar con tus servicios en ningún momento. Viniste en calidad de espía, no de sicaria, y no tengo la menor intención de utilizar tu desesperación para matar a mi enemigo.

Se puso en pie de repente y empezó a caminar por la habitación, dando pasos rápidos.

—No puedo hacer otra cosa —murmuró Dubhe.

—Y yo no puedo respaldar tu misión. —Ido se situó frente a ella, apoyó sus voluminosos brazos en los hombros de la chica y acercó su rostro arrugado y cansado hasta casi entrar en contacto con el de ella.

»El Consejo no puede ordenarte que mates a Dohor. Ni siquiera podemos aprobar tu misión, porque va contra nuestros principios.

Dubhe apartó el rostro.

—Pero si él muriese…

Ido se alejó de pronto y se puso a caminar de nuevo.

—Si el Consejo lo aprobase, seríamos iguales que Yeshol, iguales que Dohor, dispuestos a todo con tal de alcanzar nuestros objetivos. ¿Lo entiendes, Dubhe?

Lo entendía, por desgracia lo entendía. Incluso Dohor, al que tanto odiaba, cuya vida sacrificaría en ese mismo instante, incluso él no le parecía carne de matadero. Sin embargo, el Maestro ya lo decía: «El hombre al que hay que matar no es una persona… No es nada. Debes mirarlo como mirarías a un animal o, aún menos, un pedazo de madera, una piedra». Pero Dubhe sabía que eso no se lo creía ni él. Así pues, ¿cómo iba a hacerlo ella, su estúpida alumna?

—No os estoy pidiendo nada, ni ayuda ni ninguna otra cosa, únicamente he creído que debíais estar informado.

Ido se puso frente a la ventana, dándole la espalda. Respiraba aceleradamente, con violencia. Se notaba por el modo en que subían y bajaban sus hombros.

—Es mi enemigo desde hace casi cuarenta años. Lo odio como jamás he odiado a nadie, ni siquiera a Aster.

Dubhe comprendió de repente qué era lo que irritaba tanto a Ido.

—Lo siento, os entiendo. Pero no puedo esperar a que la guerra siga su curso para que ese hombre muera. Antes me habrá devorado la Bestia, y no soy lo bastante valiente para aceptar un final como ése. Lo siento en el alma.

Ido permaneció frente a la ventana, sacudió enérgicamente la cabeza y se volvió hacia donde ella estaba.

—Entonces busca un mago entre los que residen en palacio y vete. No puedo darte mi bendición oficialmente, y debo confesarte que esperaba podérmelas ver en persona con el hombre que me destrozó la vida, pero ya puedes marcharte, y dile al mago que cuenta con mi autorización para seguirte y obedecerte.

Era más de cuanto Dubhe quería y de cuanto habría podido esperarse.

—Creedme, yo había jurado que no volvería a matar, pero…

—Vive, es lo único que cuenta ahora. Si algún día decides cambiar, hallar tu camino y liberarte, tienes que vivir. Haz cuanto te he dicho.

Dubhe le estrechó la mano con fuerza y bajó la vista. Si se hubiera sentido digna de ello, tal vez lo habría abrazado, pero sus manos estaban manchadas de sangre, y le pesaba la conciencia. Por eso lo soltó y se encaminó hacia la puerta con su hatillo al hombro.

* * *

Theana estaba parada en medio de uno de los corredores próximos a la habitación de Ido. Sabía que Dubhe pasaría por allí. La había visto entrar poco antes. Sólo tenía que aguardar, pero la espera la agotaba, y se retorcía las manos, como hacía siempre que estaba nerviosa.

Reflexionaba sobre la decisión que acababa de tomar impulsivamente. Era algo impropio de ella. Pero no pensaba echarse atrás. No lograba explicarse con claridad por qué había tomado aquella determinación. Le bastó con ver la resolución que había mostrado Lonerin, y escuchar su frase: «Para mí, la misión sobre la que está deliberando este Consejo está por encima de todo».

Por encima de Dubhe, cierto, pero también por encima de ella. Por encima de todo. Lonerin nunca sería suyo, pese a sus torpes tentativas de amarla, pese al inmenso amor que ella podía ofrecerle.

Así pues, su única opción era marcharse. La muerte de Dohor, aunque motivada y consumada por otras razones, conllevaría la salvación del Mundo Emergido, y ella podría contribuir personalmente a la causa, aunque fuera modestamente.

La vio pasar con su capa negra: pensó que realmente había algo irresistible en ella. Estaba sola, atrapada y marcada por un destino oscuro. Theana lo comprendía al fin.

—¿Puedo hablar contigo? —le dijo acercándose a ella por sorpresa.

Dubhe la miró con incredulidad y desconfianza.

—¿Conmigo?

Era natural, poco antes se había mostrado muy descortés con ella.

—Sí —respondió Theana, sonriente.

La condujo afuera. Estaba nublado, el aire olía a musgo y a lluvia. Se sentaron en un banco que daba a la galería.

—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó.

Dubhe la miró, desconcertada.

—¿Por qué te interesa lo que vaya a ser de mí?

Theana se encogió de hombros. En realidad, ni ella misma lo sabía.

—¿Has encontrado al mago que necesitas?

Fue directa al grano. En cualquier caso, la conversación no estaba resultando nada agradable.

Dubhe sacudió la cabeza.

—¿Y quién iba a querer ayudar a una asesina? No creo que aquí encuentre a nadie.

Theana tragó saliva. No había pensado en ello. «Ayudar a una asesina».

—Yo podría ir contigo.

Dubhe se volvió de golpe.

—¿Cómo dices?

—Soy maga, y en cierto sentido, única. Soy muy buena con las artes sacerdotales de Thenaar, el verdadero Thenaar.

Dubhe la miró, incrédula.

—¿Qué quieres decir?

—En la Gilda, mi padre estaba considerado un hereje. Thenaar es un dios muy antiguo. Hay quien lo identifica con el élfico Shevraar.

—Lo sé.

Theana se quedó muy sorprendida. Eso era algo que muy pocos sabían.

—Mi padre era uno de sus sacerdotes. Consagró su vida a tratar de erradicar la herejía de la Gilda.

La mirada de Dubhe seguía transmitiendo desconcierto.

—¿Qué motivos te impulsan a venir conmigo? A fin de cuentas, no te caigo nada bien, ¿a que no? Resulta evidente, y lo comprendo.

Tenía razón, pero a Theana le resultaba muy complicado explicar todos los motivos que la habían impulsado a tomar aquella decisión. El deseo de alejarse de Lonerin, de perseguir una meta personal; las ganas de entrar en acción, ella que siempre se había sentido tan segura tras la silla de Folwar; el deseo loco, absurdo, de ayudar a la mujer que Lonerin amaba, o que, cuando menos, había amado. El sutil placer de torturarse ayudando a su enemiga. Todo aquel marasmo se agitaba confuso en su corazón, y le resultaba imposible explicarlo con palabras, por lo menos a ella.

—Porque necesitas ayuda. Lonerin te la había brindado, pero no puede. Y ahora lo hago yo.

Aquello era en parte cierto.

Dubhe sacudió la cabeza.

—No es posible que quieras hacerlo realmente. ¿Qué te pasa, te gusta sufrir? —replicó con sarcasmo.

Eso también.

—Te estoy ofreciendo mi ayuda —insistió Theana—, ¿por qué no la aceptas simplemente, antes de que me arrepienta?

La mirada de Dubhe se endureció.

—Yo no te he pedido nada.

—Estoy cansada de vivir aquí, ¿vale? De ser la alumna ejemplar del maestro Folwar. Hace unas semanas acudí a salvarle la vida a Ido, había sido envenenado, y entonces comprendí que debía abandonar esta prisión, ¿de acuerdo?

Dubhe se levantó de pronto.

—Tú no tienes ni idea de quién soy. Vivo rodeada de muerte, llevo un monstruo en el corazón, y cuando se apodera de mí no distingo entre amigos y enemigos. Estuve a punto de asesinar a Lonerin, ¿no te lo ha contado? Y ahora me voy de aquí porque he de matar a un hombre, ¿comprendes?

Su mirada se había teñido de desesperación. Theana se quedó sin argumentos.

—¿Realmente lo amas tanto? Ayudarme no te servirá de nada. Lonerin no me desea hasta ese punto, si no, sería él quien vendría conmigo.

Theana no se esperaba aquella frase.

—Lo necesito, Dubhe… Necesito marcharme y encontrar mi camino.

Dubhe apoyó la cabeza en la pared. Permaneció en silencio unos instantes.

—Pregúntale a Sennar de qué encantamiento se trata —dijo al fin—. Si aún quieres venir conmigo, adelante, parto mañana.

Se puso en pie, y Theana se quedó sola en el exterior, mientras el frío otoñal avanzaba reptante en su dirección.

* * *

Lonerin abrió la puerta de golpe y se encontró a Theana preparando el equipaje. Aquella imagen lo puso furioso.

Corrió hacia ella y le sujetó las manos con vehemencia.

—¿Qué se te ha metido en la cabeza, si puede saberse? ¡Tú no vas a ninguna parte!

Semejante arranque había cogido a Theana por sorpresa, pero no tardó mucho tiempo en controlar la situación de nuevo.

—Me estás haciendo daño —le advirtió con voz sibilante, y Lonerin no tuvo más remedio que soltarla de inmediato.

—¿Por qué? ¡Es una locura!

Ella siguió haciendo las maletas con toda tranquilidad. Lonerin observaba cómo todos sus útiles de sacerdotisa iban entrando en la bolsa de cuero uno tras otro.

—Tú no puedes decirme qué debo hacer. Hace tiempo te di la oportunidad, pero la rechazaste.

—Ni siquiera conoces a Dubhe, ¿por qué tendrías que ayudarla? ¡Va a matar a un hombre! ¡No tiene nada en común contigo!

Theana se detuvo, le temblaban las manos. Siempre le sucedía lo mismo, cuando estallaba de rabia y de impotencia. Lonerin lo sabía. Pensó con una pena terrible en la de cosas que sabía de ella, en lo bien que la conocía.

—Atendí a Ido para curar sus heridas en territorio enemigo, ¿no te lo han contado? —repuso volviéndose hacia él.

—Sí, pero…

—Estoy cansada de permanecer en este palacio, mientras tú y todos los demás entráis en acción. No hay nadie que pueda igualarme, ya va siendo hora de que tome conciencia de ello y busque mi propio camino. Ha llegado el momento de ver mundo, de alejarme.

Miró al suelo, tratando de contener las lágrimas.

Lonerin la cogió por los hombros, pero ella volvió a rehuir su mirada.

—¿Es por mí?

Ella siguió mirando al suelo con obstinación.

—Si es por mí, no tienes por qué hacerlo.

—¡Es por mí! —le espetó Theana, zafándose de su abrazo—. No tuviste bastante con todos los meses que estuviste fuera, con Dubhe, amándola.

Lonerin habría querido decir algo, pero ella lo interrumpió con un simple gesto.

—Al menos ten la decencia de callarte —dijo, temblando de rabia.

Trató de recuperar el control, pero en cuanto empezó a hablar de nuevo le vibró la voz.

—Tú has ido avanzando mientras yo permanecía aquí, prisionera de aquello que siempre has sido para mí.

Aquellas palabras lo desgarraron. De repente todo estaba claro.

—Me voy para salvarme.

Él permaneció en silencio durante unos instantes, mirando cómo hacía el equipaje y se sorbía la nariz.

«La he perdido. He perdido a Theana para siempre». Era incapaz de pensar en otra cosa.

—Pero ¿por qué con ella? —murmuró.

—Porque ocupa una posición central en esta historia, ¿aún no lo has entendido? Porque si ella triunfa, todo se acabará. —Un sollozo escapó a su rígido control, llenando el silencio de la habitación—. Si realmente me quieres, márchate, y mañana no vengas a despedirme.

—No me pidas eso —musitó él.

—Si no querías que acabase así, tendrías que haberlo pensado antes. Yo siempre he sabido lo que quería, pero ¿y tú? Tú tienes pendiente tu venganza. Espero que la disfrutes.

Lonerin apenas podía reaccionar. La encontraba distante, fría, llena de determinación; nunca antes la había visto así.

La cogió de los hombros, le dio un beso en la frente mientras ella trataba de zafarse.

—Por lo que más quieras, cuídate —le susurró.

Ella cerró los ojos. Él sintió cómo temblaba entre sus brazos.

—Tú también.

Se apartó de ella y se dirigió hacia la puerta. Cuando estuvo fuera, al fin pudo permitirse llorar por el error que había cometido.

* * *

Ido leyó una vez más el pergamino que sostenía entre las manos. Quería estar seguro.

Kyrion, general de la Tierra del Mar, estaba frente a él y lo miraba con expresión severa. Aquella mañana el viento soplaba con fuerza y San se arrebujó en su capa.

—Os escoltarán hasta los Acantilados Ocultos, a partir de allí os custodiarán los hombres de Tiro.

El gnomo dobló el pergamino y asintió.

—Gracias por todo —dijo con sequedad.

—Por vos haría cuanto fuera necesario.

Era por la mañana temprano. Ido había decidido partir lo antes posible y con la menor cantidad posible de testigos. San seguía estando en peligro, y hasta que no llegaran a su destino no bajarían la guardia ni un instante.

Kyrion llamó al jinete que había llevado consigo. A su lado había un pequeño dragón azul, cuyo tamaño era más que suficiente para soportar el peso de un niño y de un gnomo.

—No es exactamente como los dragones a los que estáis acostumbrado —le explicó el jinete.

Kyrion lo miró ceñudo.

—Estás hablando con el guerrero más grande de nuestra era.

Ido le hizo un gesto para que no siguiera regañándolo, y entonces se dirigió al soldado.

—No temas, cuando haya llegado a mi destino te será devuelto de una pieza.

Le hizo una seña a San para que subiera. Sus manos blancas destacaban bajo la capa; a pesar del frío que sentía, estaba maravillado.

—Es precioso… —le comentó al oído.

Ido lo ayudó a montar, y a continuación él también subió.

—¿Estás listo?

San asintió.

Ido lo abrazó para que entrara en calor y para asegurarse de que no se cayera.

—¿En marcha?

—Sí. ¿Adónde vamos?

—Al Mundo Sumergido, a casa de una vieja amiga de tu abuelo. Azuzó al dragón y se elevaron hacia el cielo.

* * *

—¿Necesitas llevar tanta ropa?

Dubhe miraba displicente a Theana mientras ésta acarreaba una bolsa de cuero llena de libros.

La maga respondió afirmativamente.

—Llevo algunos volúmenes que me ha prestado Sennar para el ritual. He de estudiarlos.

—Ya lo harás durante el viaje. Si los llevamos con nosotras a la corte de Dohor acabarán descubriéndonos.

Theana asintió de nuevo.

Dubhe se echó a la espalda su pequeño hatillo. Su vida carecía de pertenencias.

La joven maga se subió al caballo con cierta dificultad. Dubhe se preguntó si estaría a la altura. No sabía nada de ella, aparte de lo poco que había accedido a revelarle el día anterior en el jardín. Parecía una persona decidida, pero estaba claro que con la determinación no sería suficiente. Aquel que la siguiese tenía que estar dispuesto a descender a los infiernos.

—¿Vienes? —le dijo Theana, bastante insegura sobre la silla de montar.

Dubhe se volvió y miró atrás. Nadie había ido a despedirlas. Lonerin no se presentó. La había visitado en su habitación la noche anterior.

—No me parece bien que Theana se vaya contigo —admitió.

—Yo tampoco me lo habría imaginado jamás —repuso ella.

Él se miró las manos, azorado, y Dubhe comprendió que habían terminado, de verdad y para siempre. Se habían sentido unidos durante un tiempo, pero ahora ya no quedaba nada. Entre ellos se había abierto un abismo. Le dio un beso fugaz en la mejilla, carente por completo de pasión, un beso de amigo.

—Cuídate. Cuando volvamos a vernos, ya serás libre —le dijo, sonriente.

Ella le devolvió la sonrisa. Libre. ¿Libre, realmente? Tal como le había dicho Ido tres meses atrás, dependía de ella.

Aquél podría ser su último asesinato, la última sangre derramada en pos de su libertad, y de la esperanza de una existencia distinta bajo otra estrella que no fuera la roja Rubira, el astro de la Gilda. No sabía si todo eso sería posible. Ni siquiera sabía si lo deseaba. Simplemente, estaba cansada.

Y ahora Lonerin no estaba. No había acudido a verla partir, ni siquiera había ido por Theana. Estaban solas; y ella, aún más: no tenía a nadie, ni siquiera el recuerdo del Maestro, desaparecido en la cabaña de los huyé.

—¿Has cogido la poción y el resto de los ingredientes para los otros encantamientos? —le preguntó al tiempo que subía al caballo.

—Sí —respondió Theana mientras se arrebujaba en la capa.

—Pues entonces sólo nos resta partir.

Dubhe espoleó su caballo y empezó a avanzar a paso lento y cansino. El cielo sobre sus cabezas tenía un aspecto plomizo. Se preguntó si finalmente aquel manto acabaría por abrirse y liberaría un rayo de sol.