29
El reencuentro
UNA mañana, Dubhe, Lonerin y Sennar llegaron a Laodamea. El viaje resultó increíblemente tranquilo. Lo hicieron a lomos del dragón, guiados por la experiencia de Sennar, que era buen conocedor de aquellas tierras. Oarf poseía unas alas fuertes y resistentes, de modo que sólo bastaron dos semanas de viaje.
Dubhe nunca había visto la ciudad desde las alturas. Le causó bastante impresión, era como un diamante sobre la alfombra verde de la Marca de los Bosques, y el palacio real parecía una auténtica joya. Tuvo una intensa sensación de haber llegado a casa, y eso la desconcertó. Ella jamás había tenido casa. Selva había sido un lugar al que volver, pero pertenecía a un pasado muy lejano, a la Dubhe que había muerto en el bosque. Las Tierras Ignotas, en cambio, eran tan terriblemente distintas, tan extrañas, que comparadas con el Mundo Emergido éste le pareció realmente su hogar, se sintió hija de aquel lugar y se sorprendió a sí misma con un extraño pensamiento.
«En verdad, éste es un lugar por el que morir».
Oarf posó sus garras en las murallas del palacio real.
Dubhe y Lonerin desmontaron cerca de la gran cascada que dominaba el imponente edificio.
Sólo habían pasado tres meses desde la última vez que estuvieron allí, pero parecía que hubiera transcurrido mucho más tiempo. Todo había cambiado. En todo viaje siempre hay algo definitivo e irreparable, y cuando uno vuelve, en realidad nunca se regresa al mismo lugar.
En las murallas los estaban esperando Folwar y Dafne. Lonerin corrió a saludar a su maestro, pero Dubhe prefirió mantenerse a cierta distancia, aunque no pudo evitar responder a la seña que la reina le hizo a modo de saludo. Sennar, en cambio, permaneció unos instantes en la grupa de Oarf y miró a su alrededor, como si tratara de comprender, de recordar, aunque en sus ojos no había recuerdo alguno. Tal vez lo había olvidado todo, o quizá, simplemente, le costaba recordar aquel lugar.
Bajó del dragón con dificultad, ayudado por Dubhe.
—Soy un viejo inútil —se lamentó una vez en tierra.
—No digáis eso. Al contrario, sois el único que puede salvarnos —replicó ella con determinación.
Pero aquellas palabras no lograron suavizar el rostro del mago.
—La última vez que estuve aquí, fue para asistir a una fiesta. Dafne ya era reina. Nihal venía conmigo, lucía un espléndido vestido de terciopelo rojo. Hacía frío, y nos detuvimos aquí arriba para admirar el paisaje. —Miró a su alrededor—. Señaló todo esto y me preguntó si realmente queríamos dejarlo, si queríamos asumir la responsabilidad de abandonar a su suerte el Mundo Emergido.
Dubhe contempló la cascada en todo su esplendor, el verdor de los bosques, y al fondo la franja más clara de las primeras estepas de la Tierra del Viento, la patria de Nihal. Sintió una opresión en el pecho.
—Yo le dije que nos merecíamos aquel viaje, y la paz que conllevaría, y que sólo importábamos nosotros dos, que nuestra casa estaría allí donde nosotros pudiéramos vivir juntos. —Miró a Dubhe con dureza.
»No hubo paz, y yo ya no tengo casa.
La chica no supo qué decir. Todo cuanto había pensado hasta ese momento, cada una de sus preocupaciones desaparecieron al lado de aquel dolor tan inmenso y tan contenido a la vez. Al fin, el anciano mago dejó atrás a Dubhe y se dirigió a saludar a Folwar y a Dafne. Ambos le hicieron una profunda reverencia al verlo, y Sennar intercambió unas palabras de cortesía con ellos, interesándose por su salud y por el nivel que había alcanzado Folwar, a quien, por lo visto, conocía desde que ambos eran jóvenes.
—Ido aún sigue convaleciente, por eso no ha podido venir.
Sennar se puso rígido al oír las palabras de Dafne, y sus ojos volvieron a adquirir aquella expresión gélida que Dubhe ya había advertido en otras ocasiones. Había pensado erróneamente que era una muestra de frialdad, pero en realidad se trataba de la última barrera que el mago ponía a todo el aluvión de recuerdos que en aquel instante estaba punto de arrollarlo.
—Vuestro nieto está con él. Antes de que los veáis, sin embargo, tengo que hablaros de muchas cosas.
* * *
Cuando Sennar se encontró con Ido, probablemente ya se lo había imaginado todo. Fueron las palabras de Dafne —cautelosas, mesuradas—, y su forma de tratarlo, como si fuera un objeto valioso y frágil. Y además, ¿dónde estaba Tarik? ¿Y qué pintaba su nieto en toda aquella historia?
Entró en la estancia con paso firme, luciendo en su rostro la máscara bajo la cual había decidido ocultarlo todo: la nostalgia, el dolor, los recuerdos y los remordimientos.
Ido le pareció más viejo, pero no en exceso. Estaba sentado en una butaca; el cabello totalmente blanco y su aspecto cansado podían llevar a engaño, pero a fin de cuentas era el mismo de siempre, indómito y huraño. Sin duda estaba convaleciente, pero estaba vivo.
El gnomo no pensaría lo mismo de él. Sennar había muerto hacía tiempo, y la única cosa que aún lo mantenía en pie era su obstinado instinto de supervivencia. Se esforzó en sonreírle, aunque no resultó muy convincente.
—Ido…
El gnomo se incorporó con alguna dificultad, fue hacia él y le dio un abrazo intenso y afectuoso. Sennar pensó que hacía años que no sentía aquel calor, y que lo había echado de menos terriblemente.
—Nunca creí que volvería a verte —murmuró Ido. Se apartó un poco y lo miró fijamente—. Eres todo cuanto me queda de mi pasado, ¿lo sabías? No puedes imaginarte cuánto deseaba verte de nuevo.
—Yo también, Ido, yo también.
Sennar notó en la garganta el sabor salado de las lágrimas. Lo sabía. Se acercaba el momento, y no podía hacer nada por alejarlo. Aquella agradable paz que había sentido un minuto antes al volver a ver a su viejo amigo, pronto se vería destruida.
—¿Cuándo murió Soana? —preguntó, seguramente para retrasar la hora de la verdad.
Ido bajó los hombros levemente.
—Poco después de que dejases de escribirme.
Sennar sintió una punzada en el corazón. Le debía tanto a esa mujer… Y Nihal tampoco habría salido adelante sin ella.
—Es un dolor que ahora compartimos ambos —añadió Ido, con una mirada llena de intención.
—Sí, de todo corazón —convino Sennar.
Respiró profundamente. Había llegado el momento.
—Ido, dímelo.
El gnomo no intentó simular que sus palabras lo pillaban por sorpresa, ni trató de cambiar de tema. Hacía muchos años que no se veían, pero seguían muy bien compenetrados. Se limitó a mirarlo a los ojos y se lo dijo.
* * *
Más tarde alguien contó que había sido testigo —al otro lado de la puerta— de su atónito silencio mientras Ido se lo explicaba todo. Otros, en cambio, describieron sus gritos de dolor e incluso de ira. Pero a Lonerin no le interesaba saber si Sennar había llorado o se había quedado sin palabras cuando le informaron de la muerte de su hijo. Se mantuvo alejado de todos aquellos chismorreos, de la gente que trataba de hurgar en la vida de un héroe para descubrir su esencia. El dolor es algo sagrado, y debe respetarse con el silencio y el afecto. Por eso el gnomo había insistido en ser él quien le diera la noticia, y después Sennar ya no se había dejado ver: permaneció encerrado en una estancia que nadie conocía, alejado de todo y de todos.
Lonerin se lo imaginó solo, mortificándose. Pero un hombre como él, que había visto tanto, que había comprendido y aceptado tantas cosas en la vida, también superaría aquello. Y además aún estaba San…
Lonerin lo vio al poco de su llegada. Iba escoltado a todas horas por una guardia armada que no le quitaba el ojo de encima, y parecía aburrido y desplazado. Era el primer semielfo que conocía, aunque el maestro ya le había explicado que San era mestizo, como el Tirano.
No hubo manera de poder hablar con él, aunque Lonerin ya había oído algunos comentarios sobre el chico.
Al día siguiente de su regreso, Theana, Folwar y él debían reunirse para hablar del próximo Consejo de las Aguas, durante el cual decidirían las siguientes estrategias.
Lonerin se sentía incómodo ante la idea de volver a ver a su compañera de estudios. De algún modo la había echado de menos, y aún tenía la costumbre de acariciar el saquito de terciopelo que contenía un mechón de su cabello, y que llevaba bajo la túnica. Sin embargo, tenía miedo. Durante su ausencia había cambiado todo, lo sabía. En especial había cambiado él. Había partido con una promesa tácita, y ahora regresaba con la conciencia de haberla incumplido.
Le extrañó que no fuera a recibirlo el día de su llegada, Pero pensó que quizá habría preferido hablarle en privado. Cuando la vio ante la puerta de Folwar no supo cómo reaccionar. En un instante pensó en lo que podría decirle, en cómo la saludaría, cómo le explicaría sus sentimientos. Pero ella ni siquiera alzó la vista. Se volvió, llamó a la puerta y entró unos pasos por delante de él.
Lonerin la encontró muy hermosa. No la recordaba tan atractiva y distante, era como si un océano y una cordillera los separasen. No era la misma clase de distancia que sentía con respecto a Dubhe, sino algo tal vez más doloroso y extraño.
Siguió con la vista su vestido vaporoso y entró tras ella, en el estudio de su maestro, como en los buenos tiempos.
Hablaron durante mucho rato, y Folwar lo puso al corriente de cuanto había sucedido en su ausencia. Ya tenía noticia de la muerte de Tarik, en el palacio no se hablaba de otra cosa, pero él le explicó los pormenores del suceso.
También discutieron sobre San y sus poderes.
—Es especial —dijo Theana con el semblante serio.
Lonerin notó que lo miraba con frialdad, y que trataba de aparentar una gran seguridad. Ella también había cambiado.
—Cuando entramos en contacto, sentí una especie de corriente entre ambos, una fuerza mágica que jamás había experimentado hasta entonces.
—Ido nos ha referido multitud de episodios vividos durante su viaje en los que San ha demostrado tener unos extraordinarios poderes mágicos —añadió Folwar, y a continuación se explayó detallando las aventuras del gnomo y el niño.
—Así pues, pensáis que posee unas cualidades especiales —inquirió Lonerin.
—No es una suposición, es una certeza —afirmó Theana con sequedad.
—Hay algo extraño en él. Resulta increíble la similitud que guarda con Aster en algunos aspectos, ¿no os parece? —observó Folwar.
—¿En qué sentido? —preguntó Lonerin, perplejo.
—Aster era mestizo, como él, y asimismo estaba extraordinariamente dotado para la magia. Aster también empezó a realizar encantamientos de forma involuntaria, por lo general curativos, igual que San.
Lonerin sintió que se le helaban los huesos.
—¿Qué intentáis decir? ¿Que está predestinado a albergar el espíritu del Tirano?
Folwar sacudió la cabeza.
—No lo sé, no poseo suficientes elementos de juicio. Pero estas coincidencias me preocupan, y en cualquier caso debemos aclarar si existe un vínculo real entre sus extraordinarios poderes mágicos y su condición de mestizo.
Entonces llegó el momento de que Lonerin les contara su historia. Se extendió poco en el relato de sus aventuras en las Tierras Ignotas y se centró fundamentalmente en informarles de lo que le había explicado Sennar.
El maestro escuchó con interés, aunque cada vez parecía más fatigado.
—Si estáis cansado puedo continuar más tarde —trató de decir el joven. Le pareció que Folwar había envejecido muchísimo durante aquellos pocos meses en que había estado ausente.
Éste sacudió la cabeza.
—Necesito saberlo todo antes del Consejo de las Aguas.
Lonerin prosiguió. De vez en cuando miraba a Theana, pero ella permanecía fría como el hielo. Aunque escuchaba sus palabras con interés, no participaba en nada.
Cuando hubo terminado, Folwar se lo quedó mirando; parecía agotado.
—Así pues, piensas ofrecerte para la misión.
—¿Y quién si no, debería llevarla a cabo, señor?
—Un consejero.
Lonerin sintió que se le revolvían las tripas.
—Maestro, yo…
No sin esfuerzo, Folwar alzó una mano.
—Lo sé, Lonerin, lo sé. Pero eres joven, y la magia de la que has hablado es muy compleja.
—También lo era ir a las Tierras Ignotas.
—Sólo me limito exponer las objeciones que te planteará el Consejo.
—Sennar no puede, me dijo que había perdido parte de sus poderes, y además, yo fui quien lo convenció de que viniera aquí.
—Y respecto a tu amiga, ¿Sennar le proporcionó la respuesta que buscaba?
Lonerin se ruborizó en extremo. Observó a Theana con el rabillo del ojo, pero ésta seguía inmóvil e impasible. Informó sucintamente de aquel aspecto de la misión.
—¿Acaso no quieres ayudarla? Sigue necesitando la poción, y no podrá sobrevivir sin la asistencia de un mago.
—Mi lucha contra la Gilda está por encima de todo.
Salió de su boca de forma espontánea, inmediata. Y era verdad.
Folwar se quedó mirando las brasas que ardían en la chimenea, en una esquina de la estancia.
—Te apoyaré —aseveró, volviendo a mirarlo—. Pero te estás poniendo a prueba a ti mismo, Lonerin. Un día, cuando ya no tengas ninguna otra misión que cumplir, deberás enfrentarte a tu odio, y entonces ¿qué sucederá?
—¿Qué queréis decir?
—Que nunca has abandonado la idea de vengarte.
Lonerin bajó la mirada; estaba furioso.
—Tuve la posibilidad de matar a uno de ellos, y no lo hice.
—Y eso te honra, pero no quiero que esto se acabe convirtiendo en una obsesión para ti.
«Es todo cuanto me queda», pensó Lonerin, como en un destello.
* * *
Cuando salieron de la estancia ya había caído la noche. Habían hablado mucho rato, y estaban cansados. Theana tomo el camino hacia sus aposentos sin tan sólo despedirse, pero Lonerin la sujetó del brazo.
—Te he echado de menos —le dijo, sonriente.
Ella lo miró con expresión gélida.
—No me mientas.
Pese a que se esperaba aquella respuesta, se quedó desarmado.
—No lo estoy haciendo.
Theana sonrió con amargura.
—Pues yo creo que sí. Y también mentiste la otra vez, cuando nos despedimos.
El recuerdo de aquel beso tan dulce regresó de pronto a su memoria. Era algo totalmente distinto de todas las imágenes que habían ocupado su mente aquellos últimos días, imágenes de aquella única noche que pasó con Dubhe.
—¿Cómo puedes pensar algo así? —replicó él, poco menos que escandalizado.
Estaba confundido. No lo entendía. No lo había entendido nunca. Para él, Theana siempre había sido algo indefinido, de contornos difuminados.
Ella liberó su brazo.
—Aquí, no, no delante de esta puerta. —Y lo arrastró hacia afuera, al aire fresco de finales del verano. Hacía una noche límpida, cuajada de estrellas.
—¡Cuando te besé, no te mentí! —protestó Lonerin.
—Sí que lo hiciste, y lo digo porque lo sé. Te bastó con conocerla a ella para que todos los años que habíamos compartido cayesen en el olvido. Por lo demás, yo nunca he significado nada para ti.
Ya habían tenido aquella conversación, pero entonces ella no se había mostrado tan terminante, ni él se había sentido tan culpable como en esos momentos.
—Ya te dije que eran tonterías.
—Tú la amas, lo sé —le dijo ella con frialdad—; se nota en cómo la miras, en cómo te comportas cuando estás con ella. Y durante estos meses…, durante estos meses… —Se mordió los labios.
Lonerin se preguntó si debía decírselo. ¿Tenía que decirle la verdad? Pero ¿qué verdad? Ni siquiera él lograba comprenderlo. Era incapaz de definir lo que sentía por ella, ni por Dubhe. Ambas parecían confundirse en un solo cuerpo.
—¿Estáis juntos?
—No —susurró él.
—Te ha rechazado.
—En cierto sentido.
Ella miró al suelo, conteniendo las lágrimas. La bofetada llegó sin previo aviso, y él la acogió aliviado, como una especie de merecido castigo.
—No pude evitarlo —dijo, y aquella frase sonó estúpida incluso en sus propios oídos.
—¡Cállate! Me había hecho a la idea de que todo había acabado, y sin embargo no es así, aún no.
Theana se cubrió los ojos con las manos y comenzó a llorar casi en silencio.
Parecía muy lejana. Lonerin percibía su dolor, pero para su propia exasperación, sentía que no podía tocarla. Llevado por un impulso, la cogió de los hombros, tal como había hecho cuando se besaron unos meses atrás. Hizo ademán de abrazarla, y en ese instante ella abrió los ojos. Estaban cargados de rencor.
—¿Te ha rechazado y ahora vienes a mí? ¿Cómo tienes el valor de hacerme esto?
—No, yo…
—No te engañes a ti mismo.
De improviso, Theana se zafó de la mano de Lonerin y se dirigió a sus aposentos sin que Lonerin pudiera hacer nada por detenerla.
* * *
San estaba sentado y balanceaba los pies. La silla era demasiado alta para él, y eso le molestaba. Detestaba parecer un chiquillo. Él se sentía adulto, y aquel cuerpo con el que había de cargar le parecía una especie de peso. Fantaseaba acerca de cuando fuera un mozalbete y pudiera hacer lo que le viniese en gana. Nadie volvería a obligarlo a nada, no como en esos momentos, que tenía que ir a ver a su abuelo y no sabía qué pensar de él.
Había surgido de la nada. Lo había dado por muerto durante tantos años que, al final, había acabado erradicándolo de su vida. La idea de que en algunos minutos lo vería aparecer por aquella puerta vivito y coleando le parecía tan paradójica como si ante él compareciera un muerto. Y, sin embargo, Sennar estaba vivo.
Se sentía nervioso. ¿Qué haría cuando él entrara? ¿Llamarlo abuelo? ¿Abrazarlo? A fin de cuentas, para él era un extraño. De hecho, era el único pariente que le quedaba, pero así, en frío, no le despertaba la menor emoción. Sólo le infundía miedo.
Los guardias se habían marchado y, si no recordaba mal, era la primera vez que sucedía desde su llegada a Laodamea. Aún no había tenido tiempo de pisar las murallas cuando Ido, todavía bastante aturdido, ordenó que siempre debía llevar escolta, y así había sido. Le habían endilgado a un tipo larguirucho que jamás abría la boca, y lo llevaba pegado todo el día como si fuera su sombra. Hacía que se sintiera como un niño, y el hecho de que se hubiera marchado era lo único positivo de aquel encuentro que, por lo demás, sólo le provocaba preocupación e inquietud.
Empezó a mirarse las puntas de los pies. Llevaba un buen rato solo, y allí no entraba nadie. Tal vez Sennar estuviera ocupado. Quizá él tampoco tuviera ganas de verlo. ¿O era que a lo mejor no tenía tiempo para un chiquillo?
La puerta se abrió de golpe y San, sin saber por qué, se puso en pie de un salto, como si lo hubieran sorprendido haciendo algo malo, tal como sucedía siempre que su padre irrumpía en la habitación y él estaba jugando con sus manos luminosas.
Sennar se detuvo en el umbral, con una expresión en el rostro absolutamente indescifrable.
«Es viejo», pensó San, y el corazón empezó a latirle incontrolado.
Ambos se quedaron plantados unos segundos en medio de la sala, mirándose, como si el tiempo se hubiera detenido.
—Siéntate —dijo por fin Sennar, cerrando la puerta tras de sí.
A San le pareció que tenía una voz profunda. Era totalmente distinto de como siempre se lo había imaginado. El Sennar autor de los libros que él había leído era un muchacho, y además tenía una bonita voz juvenil, los ojos límpidos, y era ingenioso. Aquella imagen mental chocaba estrepitosamente con el viejo renqueante que tenía ante sí.
Obedeció al momento, y sus pies volvieron a pendular en el vacío.
Sennar tardó una eternidad en coger una silla y sentarse. Cuando por fin lo logró, se plantó delante de su nieto y se lo quedó mirando de nuevo.
San se sintió incómodo. Los ojos de Sennar vagaban por su cuerpo, deteniéndose ora en las orejas ligeramente puntiagudas, ora en su cabello con matices azulados, pero sobre todo en sus ojos.
—Tienes los ojos de tu abuela —sentenció por fin.
El niño no supo qué decir. Se limitó a asentir sin convicción. Habría deseado huir.
«¡Es tu abuelo, y es un héroe! ¡Di algo inteligente!».
—¿Tu padre te habló de mí?
San se preguntó qué debería responderle: ¿una mentira piadosa o una cruel verdad?
—Puedes ser sincero, no temas. Con los viejos uno siempre puede serlo.
San pensó que aquélla era una frase casi alentadora, y aún lo habría sido en mayor medida si Sennar se hubiera reído, pero no lo hizo.
—No. Me dijo que habíais muerto.
—Tú también puedes tutearme.
—Como quieras.
San se quedó muy sorprendido al constatar que Sennar parecía tan cohibido como él.
—Lo echo de menos, San… Ése es tu nombre, ¿no es así?
Éste asintió.
—Siempre lo he echado de menos, desde que, hace ya demasiados años, se marchó para siempre. Y estaba realmente convencido de que cuando viniera aquí me reencontraría con él.
San se quedó estupefacto al ver lágrimas en sus ojos. Descendían en sincronización con el nudo que se había formado en el estómago del jovencito y comenzaba a ascender hacia su garganta.
—Pero tú estás aquí, ¿no?
Sennar sonrió, la primera sonrisa desde que aquella penosa conversación había dado comienzo. Sin saber por qué, a San aquel gesto le pareció aún más intolerable que todo lo demás, más que su mirada escrutadora, más que su extemporánea aparición, e incluso más que sus lágrimas.
Asumió que no podría contenerse, y empezó a llorar con desconsuelo, odiándose por aquella muestra de debilidad. Se sentía inmensamente solo, y pensó que la vida que había llevado hasta entonces había desaparecido por completo; no le había quedado nada, sólo un insoportable aluvión de recuerdos.
Sennar se puso en pie con lentitud —San lo vio con los ojos empañados por las lágrimas— y se le acercó. Lo abrazó con fuerza, empleando un solo brazo, pero aquel abrazo no tuvo nada de condescendiente. No era un viejo abrazando a un niño, sino un abrazo entre hombres.
—Compartiremos este dolor, ya lo verás. Esta historia se acabará algún día, y cuando ya no corras peligro, te vendrás a vivir conmigo. No será como antes, pero estará muy bien. Estará muy bien.
—¿No te vas a quedar conmigo? —preguntó San alzando los ojos.
Su abuelo se limitó a sacudir la cabeza.
—Vuelvo a tener una misión que cumplir, tal como me dijo tu abuela hace muchos años, pero tú estarás con Ido, en un lugar donde nadie podrá hacerte daño, y entonces yo volveré, te lo juro.
San hundió la cabeza en su túnica, por una vez sin avergonzarse de ser un niño. Decidió que tendría que habituarse a su nueva vida, decidió que se mantendría de pie mientras la tormenta arreciaba. Esperaría pacientemente aquello que el destino le tenía reservado.
* * *
El Consejo fue convocado en pleno. No faltaba nadie, desde Sennar —quien, de común acuerdo entre todos los consejeros, había vuelto a ocupar su antiguo escaño, el de Consejero de la Tierra del Viento— hasta Dubhe, que estaba sentada aparte, envuelta en su capa negra.
Ido, que ya se había reincorporado y estaba casi en plena forma, presidió la reunión.
Fue poco menos que interminable. La exposición de los distintos informes se hizo larguísima. Hacía tres meses que el Consejo no se reunía al completo, y todos tenían algo que referir para mantener informados al resto de los consejeros.
Dafne abrió la sesión con un parlamento sobre el estado de la guerra. Nada nuevo, en realidad, puesto que se hallaban en un punto muerto. Dohor tenía dificultades para mantener sus nuevas conquistas, y parte de sus fuerzas habían sido dislocadas en los frentes internos, lo cual había proporcionado unos meses de tregua al Consejo.
Los hombres de Yeshol, en cambio, estaban por todas partes. Aparte de los que se toparon con Ido, se habían detectado otros movimientos, e incluso habían tratado de entrar en el palacio real, aunque afortunadamente sin éxito.
Después le llegó el turno a Ido, que relató sus peripecias con San.
A continuación, Lonerin relató su aventura, y para cuando Sennar tomó la palabra ya había anochecido.
Cuando Ido lo anunció, un extraño murmullo se extendió entre los asistentes. Seguía siendo una leyenda, y todos tenían la sensación de que el pasado estaba reviviendo.
Dubhe lo escuchó con gran atención. Siempre se había preguntado cómo debía de ser su voz cuando hablaba en la asamblea, y qué artes oratorias debió de emplear para convencer al Consejo de que le permitiera viajar en solitario al Mundo Sumergido.
En cuanto Sennar abrió la boca, de algún modo se sintió desilusionada. Parecía emocionado, y le temblaban las manos. Pensó que para él tampoco debía de ser fácil volver a los fastos del pasado, empezar a desempeñar de nuevo un papel que ya había abandonado muchos años atrás.
Pero, fuera como fuese, aquella tensión inicial se desvaneció, y sus palabras, que remitían a hechos antiguos, a acontecimientos que muchos de los presentes sólo conocían por los libros de historia, lentamente fueron seduciendo al auditorio.
Hablaba de Aster como de alguien al que hubiera conocido bien, hablaba de un Mundo Emergido que en ciertos aspectos era distinto del presente y, al mismo tiempo, terriblemente similar, y sobre todo hablaba de magia prohibida sin miedo, con el conocimiento de quien lo ha visto todo, de quien no se ha negado a descender a ningún infierno.
Describió con inequívocas y descarnadas palabras el sortilegio que había que realizar para liberar el espíritu de Aster, y al final hizo algo que nadie se habría imaginado.
—Este encantamiento es especialmente complejo y peligroso, y si pudiera lo realizaría yo mismo. Mi existencia está ligada a la de Aster, y de algún modo se lo debo. Pero no puedo. He consumido mi vida al servicio de la magia y, a estas alturas, la poca que aún poseo resulta a todas luces insuficiente para un ritual de esa envergadura. En otras palabras, no sería capaz de llevar a cabo el encantamiento, lo cual no impedirá que adiestre a quien deba realizarlo y lo acompañe en la misión.
Se oyó un leve murmullo. Sin duda, muchos albergaban la esperanza de que Sennar se quedaría allí con ellos, aunque sólo fuera por el peso psicológico que pudiera tener su presencia.
—Ya ha sido propuesta una persona para la misión, y aunque no es mi intención interferir en las decisiones del Consejo, creo que se trata de la más adecuada. Estoy hablando de la persona que me convenció de que abandonase mi solitario retiro y viniera hasta aquí, para cerrar definitivamente una larga página de mi vida.
Sennar se sentó sin añadir nada más y dejó sumido al Consejo en un silencio absorto.
Ido se alzó al cabo de unos segundos después.
—Me imagino que todos debemos de estar agotados tras esta larga sesión. Por eso propongo aplazarla hasta mañana. Hoy hemos escuchado los elementos que habrán de servirnos para decidir nuestro futuro proceder. Creo que la noche nos ayudará a discurrir qué caminos nos conducirán a la consecución de nuestros planes.
Disolvió la sesión, y todos se retiraron silenciosos y agotados: ciertamente había cansancio, pero no se trataba sólo de eso. También pesaban las emociones de la jornada, el placer de reencontrarse con Sennar, y la incertidumbre que se cernía sobre el devenir.
Dubhe se dirigió hacia las dependencias que le habían asignado. Desde que se enteró de lo que debía hacer, prefirió vivir aislada. Una vez más, se sentía aplastada por el peso de su destino, hasta tal punto que jamás se había sentido tan sola. La sombra del Maestro, que durante tantos años le había resultado perfectamente tangible, ahora había desaparecido, como se esfuman los sueños; y Lonerin, que había de ser su gran apoyo, había acabado convirtiéndose en una falsa esperanza. En su horizonte sólo existía aquella misión, anhelada y aborrecida al mismo tiempo.
Envuelta en su capa, y abstraída en sus pensamientos, tropezó casualmente con la silla de Folwar.
—Disculpadme —dijo, componiendo una embarazosa sonrisa—, andaba con la cabeza en otra parte.
La sonrisa franca, y a la vez exhausta, del mago la dejó perpleja.
—Ya me lo imagino.
Dubhe no pudo evitar mirarlo con cara de sorpresa.
—Lonerin nos lo ha contado todo.
Aquel comentario la irritó. No le gustaba la idea de que sus problemas fueran aireados en público. Inclinó la cabeza e hizo ademán de marcharse, pero Folwar la retuvo.
—¿Qué pretendes hacer?
Ya lo había pensado. Aquél no era un lugar para ella, por muchos motivos.
—Me marcho mañana por la mañana.
—¿Y no piensas comunicar tus intenciones al Consejo?
—La maldición es mi problema, no el vuestro.
—Pero Lonerin me ha contado que lo ayudaste a convencer a Sennar. ¿En verdad no te interesa nada del Mundo Emergido?
Tiempo atrás no le importaba en absoluto, pero ahora no podría decir que no se sentía implicada en aquella historia.
—Lo que debo hacer para ser libre me apartará forzosamente del Consejo. ¿O acaso bendeciréis mi acción, el asesinato de un enemigo a sangre fría?
Los ojos de Folwar se empañaron y al instante adquirieron un aspecto gélido.
—¿Cambiaría algo el hecho de que Dohor muriese en el campo de batalla?
Aquella pregunta la dejó tocada.
—Pero soy una sicaria —murmuró Dubhe.
—¿Estás segura?
Ella no supo qué responder.
—En cualquier caso, no podrás hacerlo tú sola. Necesitas poción, mucha, ¿y quién realizará el ritual mágico para destruir los documentos?
Dubhe se arrebujó en la capa.
—Ya encontraré a alguien.
—¿Fuera de aquí?
Dubhe se mordió el labio.
—Tu destino ya no te pertenece sólo a ti, Dubhe, y tú lo sabes. No te conozco mucho, pero no es necesario ser muy perspicaz para advertir que has cambiado. Quédate e informa a Ido de tus planes. Es justo que el Consejo lo sepa.
Folwar le sonrió, y al instante desapareció por un pasillo.
Ella no se movió de donde estaba. Se sentía dividida. Por un lado, aquello que la empujaba a la muerte, su destino; por el otro, algo vivo y real que se agitaba en lo más profundo de su ser, algo puro, verdadero. O al menos así era como se sentía en esos momentos, sobre todo después de todo cuanto había descubierto sobre sí misma en aquel largo viaje.
Volvió a su habitación y esa noche, en lugar de hacer el equipaje, trató de dormir. Al día siguiente le esperaba una dura jornada en el Consejo.