27
Traición
—¿ASÍ es como me pagas la confianza que he depositado en ti, éste es el respeto, la consideración que le profesas a tu padre?
Learco estaba arrodillado ante su padre, con la casaca manchada de sangre. El dolor era muy intenso. Había desandado todo el camino con una herida en el cuerpo, su maltrecho dragón estaba peor que él, y nada más llegar había corrido a informar a su padre.
—Majestad, está herido… —Volco, el edecán del príncipe, intercedió por el joven. Learco lo oyó avanzar tímidamente hacia él, con toda probabilidad para socorrerlo.
—¡Quieto donde estás! —La voz de su padre vibraba con una rabia inconmensurable—. Debería haber muerto, no tolero ineptos en mi corte.
Learco sintió que se le nublaba la vista. La herida no era grave, pero había perdido sangre y una gélida sensación de abatimiento empezaba a extenderse desde el corte hacia las extremidades.
Su padre empezó a andar de arriba abajo, dando enérgicas zancadas. Sin duda lo hacía para prolongar su agonía.
—¿Lo has herido, al menos? —le dijo por fin.
Learco logró alzar la vista a duras penas.
—Sí, mi señor, en el hombro.
Había sido sólo un rasguño. Llamarlo herida era excesivo. Sin embargo, no se atrevía a decirle que no lo había herido. No podía soportar el modo en que lo miraba, su desprecio. En realidad únicamente buscaba su admiración.
Sin que nadie lo esperara, Dohor esbozó una sonrisa triunfal.
—Al menos esta vez nos libraremos para siempre de él.
Learco se quedó perplejo. Lanzó una rápida mirada a su espada: estaba junto a él, apoyada en el suelo.
—Me consta que tienes muy buen corazón —prosiguió su padre, procurando que su desprecio se hiciera patente en cada palabra—. Por eso me curé en salud y mandé envenenar tu espada.
La cabeza empezó a darle vueltas, y Learco sintió que iba a desmayarse, pero no a causa de la hemorragia.
Dohor debió de captar la expresión ausente y consternada de sus ojos.
—¿A qué viene esa mirada? Te he facilitado la victoria y la venganza, y además te las he servido en bandeja de plata.
Learco sostuvo su mirada durante algún tiempo; su expresión traslucía un velado reproche. Su gesto de caballerosidad, el acto de saldar la deuda de honor que había contraído con el gnomo, todo había sido en vano. Sin pretenderlo, lo había matado igualmente. Lo había engañado, igual que su padre había hecho con él.
—Habríais podido decírmelo.
Una rabia profunda y visceral enturbió los ojos de Dohor. Su hijo jamás había osado llegar tan lejos.
La bofetada fue tan violenta que le inflamó el pómulo. Learco se tambaleó, cada vez se le iba más la cabeza, pero logró mantenerse en pie. Volvió a mirarlo.
—Una vez más, has vuelto a demostrarme que no eres un guerrero, sino un ser decepcionante. No consentiré que vuelvas a contravenir mis planes.
Learco acató aquellas palabras. Las lágrimas ya estaban ascendiendo hacia sus ojos, pero las reprimió. No tenía sentido derramarlas.
—Ahora permanecerás aquí, de rodillas frente al trono. No quiero verte en la enfermería hasta que haya transcurrido una hora como mínimo.
—Pero ¡la herida podría infectarse, sire, necesita que la traten de inmediato! —protestó Volco enérgicamente.
El rey lo fulminó con la mirada. No admitía discusiones. Abandonó la sala y desapareció tras las columnas.
Learco permaneció inmóvil en su puesto, respirando pesadamente y a punto de sucumbir al cansancio. Aun así, pensaba obedecer. Como siempre.
—Lo siento, mi señor, lo siento… —Pese al tono lastimero de su voz, Learco agradeció las palabras de Volco. Era el único miembro de aquella corte tan fría con quien congeniaba.
»Vuestro padre es un hombre duro, lo sé, pero lo hace por vuestro bien, aunque pueda pareceros despiadado e injusto… os ama, estoy seguro de ello.
Learco reclinó la cabeza lentamente, y las lágrimas empezaron a caer una por una sobre el suelo de mármol.
* * *
—No sé muy bien cómo sucedió.
San caminaba con dificultad. Tenía una laceración bastante aparatosa en el tobillo. No era profunda, pero debía de dolerle, pues cojeaba, y se notaba que apenas podía soportar el dolor.
—Cuando llegó el dragón —añadió sorbiéndose la nariz—, pensé algo, creo, y entonces surgió un gran resplandor, y después me encontré en el suelo junto a aquella bestia enorme.
Ido lo escuchaba atentamente, pero no tenía ni idea de qué clase de magia podía haber utilizado. Sin duda, aquel niño era muy potente, había logrado dejar fuera de combate a un dragón, y eso no era cualquier cosa. Se le pasó por la cabeza que quizá tras la prohibición de Tarik se ocultaba algo más.
—No te preocupes —lo tranquilizó—, ahora estamos a salvo.
Pero eso no era del todo cierto. El gnomo se sentía fatigado y no lograba respirar con regularidad. Tal vez sólo estaba cansado, o condenadamente viejo, algo que se negaba a aceptar, pero debía de tener un aspecto horrible, pues San lo miró asustado.
—Ido, estás pálido.
—Sólo es cansancio, sólo es cansancio.
Caminaron durante toda la noche, sin que el gnomo lograse recuperar las fuerzas. Sentía flojera en las piernas y un sabor como de sangre en la boca. Decidió que lo mejor sería hacer un alto antes de que despuntase el alba.
Le costó un gran esfuerzo levantar la tienda. Las manos parecían no responderle del todo. Se dispusieron a acostarse, pero antes Ido examinó la herida del tobillo del chico. Cogió una cantimplora y le echó agua por encima. San apretó ligeramente los dientes.
—Te hiciste una buena rozadura al caerte.
El jovencito asintió.
—Duele.
—No lo dudo —respondió Ido con un hilo de voz. Se lavó las manos y cogió unas vendas que había llevado consigo del acueducto. No le resultó fácil aplicar el vendaje. Las manos empezaron a temblarle ostensiblemente y la frente se le perló de sudor pese a que el clima era más bien fresco.
—¿Te sientes bien?
Trató de despabilarse. San lo estaba mirando y se lo veía cada vez más preocupado.
—Sí —respondió sin mucha convicción.
—Te tiemblan las manos.
El gnomo apretó el nudo del vendaje y a continuación se concentró en escuchar su propio cuerpo. Notó una ligera quemazón en la espalda, y recordó la herida que había recibido en combate. La espada de Learco apenas le había rozado, pero cuando pasó los dedos por encima notó que el corte estaba hinchado y dolorido.
—Creo que voy a necesitar de nuevo tu ayuda —le dijo esbozando una sonrisa forzada.
San estaba tenso.
—Tranquilo, sólo tienes que echarle un vistazo a mi espalda, donde me han herido.
El jovencito parecía estar un poco más tranquilo; se acercó y empezó a examinar la zona que el gnomo le indicó.
—Dime qué ves.
Sintió las manos de San apoyándose en su piel. Le parecieron increíblemente frescas.
—Quema.
—Ya. Mala señal.
—Está un poco rojo, y además hay un rasguño… un corte, más bien. Está inflamado alrededor, y un poco violáceo en los bordes.
Ido no entendía mucho de venenos. Era una arma que nunca le había gustado. Él era un guerrero, no un maldito sicario, y si tenía que matar debía ser sólo con la fuerza de su espada, sin recurrir a inútiles trucos. Pero ¿por qué habría hecho Learco algo así? No parecía de los que lo engañan a uno; la primera vez que se topó con él —Learco aún era muy joven— ya distinguió en sus ojos la pátina de la honestidad. Tal vez había sido cosa de Dohor.
—¿Qué sucede, Ido?
El gnomo volvió en sí de pronto. Se volvió hacia San y vio que estaba al borde del pánico.
«Calma, debemos mantener la calma».
Respiró profundamente, tratando de disimular la fatiga que aquel gesto le provocaba.
—Necesitamos ayuda. No podemos seguir adelante nosotros solos.
—Pero ¿te sientes mal?
Ido ignoró la pregunta.
No tenía ni idea de cuán grave podía ser. La herida era superficial, pero con muchos venenos eso ya bastaba. En cualquier caso, habían pasado bastantes horas desde el momento en que lo hirieron, y los síntomas aún no revestían especial gravedad. Tal vez hubiera alguna esperanza.
Hurgó en sus bolsillos. Sus manos apenas le obedecían, y además la sensibilidad iba disminuyendo. Tuvo que tomarse su tiempo para encontrar lo que buscaba. Por fin depositó en el suelo unas piedras con extraños símbolos y un pedazo de papel.
—Necesito que realices un sortilegio.
—Ido, dime lo que…
San estaba a punto de derrumbarse. El gnomo lo sujetó por los hombros con menos intensidad de lo que habría deseado. Lo miró a los ojos y trató de que su voz sonara convincente.
—Tenemos que lograr que vengan a buscarnos. Yo no puedo seguir caminando. No estamos lejos de la frontera de la Tierra del Agua. Si alguien acude con un dragón, podremos conseguirlo. Pero debemos pedir ayuda, ¿está claro?
San asintió; estaba blanco como la cera.
—Sólo conozco dos sortilegios: uno para encender un fuego, y otro para enviar mensajes. Pero me siento demasiado débil para hacerlo. Necesito que me ayudes a completar el encantamiento y, además, siempre he sido un pésimo mago.
Sacudió la cabeza. Sus pensamientos empezaban a embarullarse. De pronto se sorprendió recordando su iniciación a la magia, el adiestramiento militar, y toda una serie de inútiles evocaciones.
—Tendrás que hacerlo por mí.
San asintió sin mucha convicción.
—Coge las piedras.
El chiquillo obedeció. Ido le dijo lo que tenía que hacer paso a paso. Le ordenó que dispusiera las piedras en círculo, a continuación le pasó una pluma y un tintero que llevaba siempre consigo en la mochila y le dictó el mensaje.
«Estamos a dos leguas de la frontera con la Tierra del Agua, en dirección a la Gran Tierra. Nos veréis con facilidad. Ido ha sido envenenado».
A San le tembló la mano, e Ido lo miró a los ojos con firmeza; en la mirada del niño podía leerse el pánico.
—Con suavidad, con mucha suavidad, o no lograré sobrevivir —precisó—. Y ahora, prosigamos. «A mí me han envenenado, y estoy muy grave; mi compañero está herido. Enviadme un dragón y un mago. Ido».
San acabó de escribir y lo miró con los ojos muy abiertos.
—Ahora necesitamos un fuego. —El mago le entregó dos pequeños pedernales—. ¿Sabes cómo se hace?
San asintió tímidamente.
Le costó bastante conseguirlo. Estaba nervioso y se lastimaba los dedos. Ido no lo apremió. Sabía que sería peor, y en el fondo se hacía cargo.
Por fin una pequeña chispa surgió de las piedras y prendió en el papel.
—Concéntrate.
San no sabía muy bien lo que estaba haciendo, se sentía perdido.
—¡Cierra los ojos y pon las manos sobre el papel, puedes hacerlo! —le dijo Ido para animarlo.
San obedeció de nuevo, pero le temblaban las manos.
—Piensa en el nombre que te diré. Folwar. Piénsalo con intensidad, ¿está claro? Piensa sólo en eso.
Por suerte se trataba de un encantamiento sencillo, San estaba demasiado alterado para llevar a cabo cualquier otra prueba más compleja.
El fuego empezó a quemar el pergamino poco a poco, y en seguida comenzó a difundirse en el aire un vapor azulado.
—Ahora ya puedes abrir los ojos.
San así lo hizo, e Ido le indicó el humo.
—Eso quiere decir que ha funcionado. ¡Buen chico! —le sonrió con gran esfuerzo; su cuerpo empezaba a ser presa de intensos temblores.
San contempló con la boca abierta cómo se iban alejando las volutas azuladas. Por un instante, Ido había logrado hacerle olvidar la situación en que se hallaban.
Echó un vistazo al cielo que ya empezaba a clarear.
—Y ahora sólo nos queda esperar.
* * *
Theana entró corriendo en las dependencias del maestro Folwar. Era extraño que la llamase. Durante todos aquellos años de aprendizaje, Lonerin siempre había sido su alumno predilecto, pese a ir un poco más rezagado que ella.
—El maestro precisa de ti con urgencia —le había dicho el asistente, y ella había pensado lo peor.
Entró nerviosa en la estancia, abriendo la puerta con violencia.
El corazón dejó de latirle con tanta intensidad en cuanto vio que Folwar le sonreía desde su silla. Disminuyó la velocidad de sus pasos, pero no pudo abstenerse de tomar la mano del maestro entre las suyas y arrodillarse ante él.
—¡Maestro, estaba tan preocupada…! Me habéis convocado aquí con tantas prisas, vos que nunca me llamáis…
El anciano le sonrió afectuosamente. Theana adoraba aquella sonrisa. Había sido el consuelo de su solitaria infancia, y no se imaginaba vivir sin ella.
—Lamento que mi premura te haya inducido a error, pero la situación es grave.
Su rostro adoptó una expresión circunspecta, y Theana se puso en pie. Estaba claro que había llegado el momento de que le encomendasen una misión.
—Acaba de llegarnos un mensaje de Ido. Yace cerca de la Tierra del Agua, envenenado, y el niño que lo acompaña está herido. Necesita un mago. Un mago que también conozca las artes del sacerdocio.
Theana no sabía qué decir.
—¿Y queréis que vaya yo?
Durante un tiempo se había dedicado a atender a los heridos de guerra más graves, allí, en Laodamea, pero siempre se había tratado de trabajos tranquilos, en un ambiente sosegado. Esta vez la cosa era distinta.
Folwar asintió.
Theana se limitó a bajar la cabeza. Desde luego, no tenía la menor intención de recular ante la única misión que el maestro le había encomendado personalmente, aun cuando le pareciese una empresa desmesurada para sus capacidades.
—Como deseéis.
—Viajarás con Bjol y su dragón.
Theana alzó la cabeza de golpe. Nunca había volado, y los dragones le daban pánico. Sus manos temblaron imperceptiblemente.
Volvió a inclinar la cabeza.
—Me esforzaré en hacerlo lo mejor que pueda… Y gracias por vuestra confianza.
Folwar sonrió con benevolencia.
—Y ahora, ponte en camino. Estoy seguro de que no nos defraudarás.
* * *
Theana permaneció pegada a Djol durante toda la travesía. Le pasó las manos alrededor de la cintura incluso antes de alzar el vuelo, y ya no volvió a soltarlas. Le dijeron que tardarían una jornada en llegar, y nunca se habría imaginado cuánto iba a echar de menos la tierra firme bajo sus pies. En realidad no le daban miedo los dragones, sino el vacío. Cada vez que se encontraba en un lugar elevado tenía que sujetarse a algo. Siempre tenía la sensación de que iba a caerse. Y lo mismo le estaba sucediendo a lomos de aquel dragón.
—¡Tranquila! —exclamó Bjol divertido.
—Disculpadme, pero es que no había volado nunca hasta hoy —dijo ella con un hilo de voz.
Se sentía estúpida. Desde luego, no era del tipo aventurero. Había pasado la infancia aislada en su aldea, casi todo el tiempo encerrada en casa, y la acción no le atraía en absoluto. Era la primera vez que le asignaban una misión tan temeraria.
Pensó inmediatamente en Lonerin, en cómo le gustaba meterse en situaciones peligrosas: regresaría convertido en héroe tras viajar a un territorio que muy pocos habían hollado. Disminuyó ligeramente la presión. El recuerdo del beso que se dieron acaparó sus pensamientos, acompañado de un dolor sordo. No sabía dónde podía estar, durante todo aquel tiempo se había estado temiendo que ya no regresaría, y no había dejado de pensar en él. El recuerdo de aquella despedida tan fría no la había abandonado ni un solo día. Lonerin se fue con Dubhe, después de haber arriesgado su vida por salvarla: aquello le había permitido hacerse una idea exacta de hasta qué punto apreciaba a aquella chica tenebrosa. Comprendió en seguida que no había espacio para ella. Y sin embargo no lograba entender por qué. Todo lo que habían hablado cuando eran alumnos de Folwar, sus sonrisas, y aquel beso, aquel pequeño beso sin significado —pero que para ella tenía más valor que el mundo entero—, todo aquello le resultaba imposible de olvidar.
De algún modo, aquellos pensamientos le sirvieron de distracción, y su temor a volar se fue disipando paulatinamente. Bjol, por su parte, procuró hablar todo el tiempo a fin de tranquilizarla con su cháchara fútil y divertida. La mayoría de las veces, Theana le respondía con monosílabos, y no sabía si sentirse avergonzada de tener tanto miedo, o cohibida por lo embarazosa que le resultaba aquella situación. A fin de cuentas, estaba fuertemente abrazada a un desconocido.
Llegaron cuando anochecía y empezaron a reconocer la zona que Ido les había indicado. No fue fácil para Theana, pues Bjol le pidió que tuviera los ojos bien abiertos.
—Dos pares son mejor que uno, ¿no os parece? Siempre que a vos no os resulte demasiado terrible mirar hacia abajo.
Ella sacudió la cabeza y empezó a mirar abajo, con el estómago atenazado por las náuseas. Apretó los dientes. No podía echarse atrás justamente cuando se le exigía por primera vez una pequeña prueba de valor.
* * *
Lograron dar con ellos gracias al fuego mágico que habían encendido. A Theana le resultó totalmente inconfundible.
—¡Allí! —dijo, señalando con la mano.
Bjol echó la cabeza hacia delante.
—Yo no veo nada.
—Pero yo lo siento —le respondió ella sonriente. Era un encantamiento apenas perceptible, pero Theana estaba dotada de una extraordinaria sensibilidad para la magia. Para ella, aquella pequeña llama era como un faro que señalaba el camino.
Aterrizaron, y vieron al niño en medio de la oscuridad que ya empezaba a descender, haciéndoles señales con los brazos. Era casi de noche.
Se apeó con agilidad de la silla y corrió hacia él; la pesada bolsa que llevaba a la espalda la hacía trastabillar.
—¿Dónde está Ido? —preguntó en seguida, tratando de hacerse con el control de la situación.
San se apresuró a llevarla junto a él. El niño estaba alterado y pálido. El cabello, desordenado, le cubría parte de la frente, y su paso aún parecía más inseguro con las prisas. Theana tuvo una extraña sensación. Había en él una parte de hombre y una de niño, y desprendía una aura especial que no era capaz de identificar.
Lo cogió por los hombros con delicadeza y lo miró a los ojos, sumergiéndose en aquel color violeta profundo y líquido.
—Tranquilo, ya estoy aquí.
Cuando estrechó sus delgados hombros sintió que fluía una especie de corriente.
—Sólo necesito que me digas dónde está Ido.
San se limitó a alzar un dedo y señaló un punto en el desierto.
Theana aguzó la vista, pero sólo logró verlo gracias a su percepción mágica. Había una tela de camuflaje tendida en el suelo. Se volvió hacia Bjol:
—¿Podéis haceros cargo del chico?
El jinete asintió. Ella echó a correr en dirección al gnomo. El corazón le latía con fuerza. Empezaba a tener miedo.
Apartó la tela con cuidado, y aquel personaje que tantas veces había admirado en el Consejo apareció ante ella, harapiento y pálido. Parecía más viejo de como lo recordaba, pero ello no impidió que sintiera un impulso reverencial. Nunca había estado tan cerca de él.
—Nos hemos tomado nuestro tiempo, ¿eh? —rezongó Ido.
Theana pareció despertar de un trance y el gnomo le dedicó una sonrisa.
—No pasa nada… Más vale tarde que nunca.
Problemas respiratorios, lividez, sudoración. Theana le puso una mano en la frente. Estaba helada. En un instante tuvo la situación controlada.
Alzó la mano libre e invocó un pequeño fuego que se elevó por los aires, a la altura de rostro del gnomo. Ahora podía examinarlo con mayor comodidad. Él bajó los párpados inmediatamente. Le molestaba la luz, otro síntoma que tener en cuenta.
—Mantened los ojos abiertos sólo un instante, por favor.
—A vuestras órdenes —respondió Ido, pero cada vez su voz sonaba más rota, y tenía la mirada vidriosa. El veneno estaba propagándose peligrosamente por su cuerpo.
Theana apartó por completo la tela mimetizada y se acercó al gnomo para examinarlo mejor.
—¡Dime que está bien, te lo ruego! —San se había acercado hasta ellos; su voz sonaba triste.
—Silencio, necesito mucho silencio —le dijo ella por toda respuesta. Estaba concentrada, buscaba algo. Cuando lo halló, suspiró aliviada. La herida del hombro de Ido ya se había infectado irremediablemente, y era por allí por donde se había propagado la infección. El gnomo había logrado resistir tanto porque apenas era un rasguño. Si el corte hubiera sido más grande, a esas alturas ya estaría muerto.
Theana se volvió hacia Bjol.
—Antes de llevárnoslo tengo que prestarle los primeros auxilios, como mínimo, si no, no sobrevivirá al viaje.
El muchachito dejó escapar un gemido; el jinete, en cambio, no se inmutó.
—Vos sois la maga.
Se sentía abrumada por el peso de aquella enorme responsabilidad. Con mano temblorosa, empezó a sacar de su bolsa todo cuanto necesitaba.
Ni se le pasó por la cabeza preparar el antídoto. A pesar de que ya había descubierto el origen de su mal, allí no disponía de los medios necesarios. Lo único que podía hacer era tratar de detener el avance del veneno, contenerlo mientras durase el viaje de vuelta. Abrió completamente la casaca de Ido y se la quitó, dejándolo con el torso desnudo.
Antes de empezar, le dio las gracias mentalmente a su padre. Siempre observaba aquel pequeño ritual, lo hacía de forma automática, pero cada vez se sentía ligeramente conmovida. Todo había partido de él, y no había día que no lo echase de menos. Tenía que actuar de prisa, pero sabía que su padre la protegería y guiaría sus pasos. La pausada letanía brotó de sus labios en una lengua ya olvidada por aquellos lares. Todo su cuerpo se movía al compás de la oración mientras Theana mezclaba los ingredientes en una pequeña escudilla que había extraído de la bolsa. Sintió la perpleja mirada de Bjol clavada en su espalda, pero procuró no pensar en ello. No podía permitirse la menor distracción.
Siguió canturreando mientras mojaba una ramita de sauce en la preparación. Lentamente, sus manos se fueron iluminando al tiempo que la plegaria subía de volumen. Cerró los ojos, se dejó guiar por el ritmo de su propia voz, y ante sus párpados cerrados empezó a formarse un complejo dibujo de líneas luminosas que se entrecruzaban artificiosamente. El mundo desapareció en el horizonte y sólo permaneció el cántico y la energía que sentía fluir de su propio cuerpo. Cuando notó que sus manos estaban calientes, comenzó.
Con la rama, delineó extraños dibujos sobre la piel de Ido, siguiendo un trazado invisible en aquel laberinto de líneas fluorescentes. Cuando terminaba uno, pronunciaba una palabra, el canto se interrumpía un instante y entonces seguía avanzando de forma armoniosa mientras su mano comenzaba a trazar diseños en otro punto.
Al final la compleja forma completa de aquel arabesco se mostró en toda su belleza. A medida que Theana iba acabándolo, de alguna oscura e incomprensible manera, la respiración de Ido iba normalizándose, su rostro recuperaba el color y sus miembros entraban en calor. Cuando la maga llegó a la zona de la herida, su voz entonó una nota musical larga y aguda. Describió un círculo alrededor del corte, prolongó el sonido hasta que se quedó sin aire y entonces se detuvo de golpe y abrió los ojos. Al instante, las líneas que había sobre el cuerpo de Ido desaparecieron, como si nunca hubieran sido trazadas.
Theana apoyó las manos en el suelo, agotada. Había resultado más duro de lo que esperaba. Había transcurrido mucho tiempo desde que le inocularon el veneno, y éste ya se había extendido considerablemente.
—¿Qué le has hecho? —preguntó el niño, tembloroso.
Theana le sonrió.
—Es un antiguo sortilegio. Ahora está bien. Cuando lleguemos a Laodamea prepararé el antídoto y todo se habrá solucionado.
El rostro de San se serenó.
—¡Gracias, muchísimas gracias! —le dijo al tiempo que le saltaba al cuello y rompía a llorar.
La chica sonrió. No solía tener la sensación de sentirse tan útil.
Notó que Bjol la miraba con cara de asombro.
—Nunca había visto un encantamiento como ése; ¿en qué consiste?
—Magia y prácticas sacerdotales arcaicas. Me lo enseñó mi padre.
Le daba vergüenza hablar de ello. Había tenido que ocultar durante tanto tiempo sus facultades como si fueran algo malo, vergonzoso, que ni siquiera ahora osaba pronunciar el nombre del dios en cuyo honor practicaba sus artes. Un dios maltratado, traicionado y distorsionado. El dios de su padre y, mucho antes, el de los elfos: Thenaar.