25

El fin de toda ilusión

EL viaje a la casa de Sennar fue tranquilo. Largas marchas a lomos de los kagua, noches serenas bajo las estrellas… En cuanto oscurecía refrescaba, y dormían cerca de los dragones para entrar en calor. Sólo les llovió una vez, y se refugiaron en una inmensa cueva.

Las montañas no tardaron en sumergirse nuevamente en los bosques, y el paisaje resultó idéntico al que habían hallado en la otra vertiente de aquellas serranías: un bosque selvático lleno de plantas de gran altura y de hojas enormes.

—¿Cuánto tiempo hace que Sennar vive aislado? —preguntó Lonerin un día.

—Al menos tres años —respondió Yljo.

—¿Y cómo sucedió? Quiero decir…, ¿echó a algún visitante, se peleó con el jefe del poblado…?

—Nada de eso. Nuestro Muyhar comprendió, sin que nadie se lo dijera, que el Mago quería estar solo. Simplemente, dejó de visitarlo, y los demás también nos abstuvimos. De vez en cuando le dejamos algún presente junto a un árbol hueco que hay cerca de su casa. A la mañana siguiente la cavidad está vacía. He de conduciros precisamente hasta allí.

—¿Y cuánto dista de la casa? —le preguntó Dubhe, interrumpiéndolo.

—No está lejos, daréis con ella, no temáis.

—El problema es que no sabemos con qué vamos a encontrarnos cuando lleguemos allí —razonó para sí Lonerin.

Yljo sonrió.

—El Mago es un gran héroe de vuestras tierras, ¿no es así? No tenéis nada que temer de él.

—¿Tú has llegado a conocerlo? ¿Has hablado con él?

Yljo asintió.

—Una vez, en el poblado, hace algunos años. Una persona solitaria y puede que un poco triste.

Dubhe no acababa de dar crédito a lo que estaba oyendo. Las crónicas hablaban de Nihal y de él como si fueran una especie de todo inseparable. La muerte de ella debió de causarle un dolor insoportable, por no hablar de la disputa con su hijo y de su consiguiente partida. Había sido suficiente para cortar los lazos con todo cuanto le rodeaba.

* * *

Llegaron al atardecer.

—Ése es el árbol hueco del que os había hablado —anunció Yljo, señalándolo—. A partir de aquí, ya depende de vosotros.

Dubhe miró a su alrededor. El bosque no tenía nada de particular, salvo un estrecho sendero de tierra que se adentraba en la espesura.

Cuando vio que Lonerin ya había desmontado del kagua, hizo lo mismo.

—Gracias por habernos guiado hasta aquí. Espero volver a verte —dijo el joven.

Yljo sonrió, como hacía siempre, y partió de inmediato por donde había llegado.

Dubhe y Lonerin volvían a estar solos. Él enfiló en seguida el sendero y se puso en cabeza sin decir palabra. Dubhe se limitó a seguirlo. Se sentía cohibida. Tras la pequeña discusión que tuvieron al principio del viaje no habían vuelto a dirigirse la palabra. Ella ni siquiera era capaz de mirarlo sin sentirse mal.

—¿Crees que estará lejos? —se decidió a preguntar de repente con voz temblorosa.

—Yljo dijo que estaba cerca.

Caminaron más de media hora sin ver nada en el horizonte. Entonces Dubhe sintió una extraña molestia en los oídos, como un sonido lejano y grave, casi demasiado para resultar audible. El aire vibró a su alrededor, con tal intensidad que Lonerin se detuvo y empezó a mirar en todas direcciones, perplejo.

Se oyó un grito desgarrador, un rugido terrible que sacudió los árboles, y entonces pudieron distinguir el ruido con toda claridad: eran dos alas batiendo.

Un potente viento los derribó, y Dubhe miró hacia arriba. Una criatura enorme, de un hermoso color verde brillante, pasó por encima de sus cabezas.

—¡Un dragón! —gritó Lonerin.

En cuanto hubo pasado, volvieron a incorporarse a toda prisa y lo vieron entre los árboles; estaba volviendo sobre sus pasos y rugía. Se detuvo encima de ellos, con las alas tensas por el esfuerzo de mantenerse suspendido en mitad del cielo. Barrió los árboles de un rugido y agitó las zarpas.

Dubhe y Lonerin huyeron veloces. Una llamarada los embistió. Ella gritó, y él reaccionó instintivamente levantando un escudo mágico. La llama no llegó a alcanzarlos, pero sí lo hizo parte de la onda de calor. Se arrojaron al suelo y se refugiaron bajo un tronco caído.

—No es como los que vimos en la garganta. Éste es un dragón de verdad, como los del Mundo Emergido —dijo una jadeante Dubhe—. Nunca había visto uno tan grande. Era terrorífico.

—Evidentemente —respondió Lonerin, tratando mostrarse impasible, pese a que él también estaba sin resuello—. Tú también deberías haber reconocido a este dragón.

Dubhe lo miró desconcertada.

—No puede ser otro que Oarf —afirmó, respondiendo a su pregunta implícita.

Dubhe se quedó boquiabierta. Había leído hasta la saciedad sobre ese animal. Lo sabía todo de Oarf, el más famoso de los dragones: Nihal había vivido la mayor parte de sus aventuras montada en su grupa. Verlo allí delante, en toda la plenitud de su poder, le producía una extraña sensación.

Oyeron cómo daba la vuelta, y cómo les rugía de nuevo.

—¡Vamos! —gritó Lonerin, y saltaron fuera del tronco. Oían el batido de las alas a su espalda y el rugido de Oarf, que los perseguía.

Sin apenas darse cuenta, llegaron a un claro: ni un árbol, sólo hierba hasta el horizonte. Al momento, el dragón apareció ante ellos. Con las alas desplegadas era inmenso, y muy hermoso. Pero Dubhe no tuvo tiempo de pensar en ello. Comprendió que los había llevado hasta allí a propósito: ahora estaban al descubierto, no tenían dónde esconderse.

Oarf abrió las fauces de par en par y exhaló llamaradas sobre ellos. Lonerin invocó rápidamente el escudo, pero la potencia de las llamas lo obligó a postrarse de rodillas. Ella se pegó al suelo todo cuanto pudo, cerró los ojos y se preguntó si era así como le tocaría morir, abrasada por un dragón legendario. Pensó que la vida discurría por caminos realmente curiosos.

Cuando reunió el coraje suficiente para abrirlos, vio un círculo de fuego a su alrededor, y a Lonerin jadeando, bañado en sudor.

Corrió hacia donde él estaba.

—¿Va todo bien?

—El escudo… Lo está absorbiendo… Mucha energía.

Vieron a Oarf girar de nuevo, y comprendieron que estaban perdidos. Y entonces las llamas se desvanecieron de repente y el dragón voló por encima de ellos sin rugirles ni tocarlos.

A través de la cortina de humo que se había alzado, lo vieron posarse junto a una forma imprecisa.

—¿Quiénes sois, y qué queréis?

A Dubhe el corazón le dio un vuelco. Sólo podía ser una persona, sólo una.

El humo se disipó, y ante sus ojos apareció un anciano de largos cabellos blancos y barba igualmente cana. Vestía una túnica negra y lisa, decorada con unas cenefas rojas, y se apoyaba en un grueso bastón de madera tosca. Pero lo que resultaba inconfundible eran sus ojos, unos ojos acerca de los cuales Dubhe y Lonerin habían leído mucho en los libros. Clarísimos, casi blancos, inquietantes.

—Dubhe y Lonerin, nos envía el Consejo de las Aguas —se presentó el chico.

El anciano permaneció inmóvil, con una mano en el hocico de Oarf, que había bajado la cabeza y seguía mirándolos con odio.

—¿Del Mundo Emergido?

—Sí. ¿Sois Sennar? —preguntó Dubhe mientras se ponía en pie.

El anciano entornó los ojos.

—No tengo nada que deciros. Por esta vez os he perdonado la vida, pero procurad que no vuelva a veros nunca más.

Se volvió y Oarf bajó una ala para permitirle montar con mayor comodidad. Sennar se movía con cierta fatiga, si bien su cuerpo seguía teniendo un aspecto vigoroso.

—¡Es por un asunto muy importante que concierne a vuestro hijo! —gritó Lonerin.

El viejo se detuvo, como si una mano invisible lo estuviera sujetando. Sus hombros temblaron levemente.

—¿Qué sabes de mi hijo?

—Está en peligro. Todo el Mundo Emergido lo está. Yo soy mago, hemos emprendido este largo viaje para pediros ayuda y consejo.

Sennar siguió dándoles la espalda y no respondió; continuaba con la mano apoyada en el ala de Oarf. Por fin decidió subirse a su grupa y los miró.

—La casa está al otro lado, seguid el sendero hacia el noroeste. Yo os esperaré allí.

Alzó el vuelo y los dejó solos de nuevo.

* * *

La casa de Sennar era modesta, una vivienda como tantas otras que podían verse en el Mundo Emergido. Por un instante, a Lonerin y a Dubhe les pareció haber vuelto a su tierra. Era lo más familiar con que se habían topado en los dos meses que llevaban recorriendo aquellos parajes.

Era pequeña y estaba construida en piedra, de una sola planta, con un gracioso tejado en pendiente. Alrededor había un huerto invadido por las malas hierbas, pero bien cuidado en conjunto. Oarf estaba ovillado a un lado, con una ala apoyada en el tejado. Seguía mirándolos como si ansiase atacarlos, y de sus ollares salían dos finas volutas de humo.

La casa estaba casi en ruinas. Los postigos estaban rotos y los sillares resquebrajados en distintas zonas. Podría pasar por deshabitada.

En la puerta no había nadie esperándolos. Aquel lugar resultaba muy poco acogedor, y Dubhe se detuvo antes de entrar.

—¿Y bien? —dijo Lonerin, malhumorado.

Ella sacudió la cabeza y se decidió a avanzar.

Pasaron bajo la hosca mirada de Oarf y hallaron la puerta entreabierta.

—¿Se puede?

Sólo se oyó el ruido apagado de alguien que cojeaba.

Lonerin entró y Dubhe fue tras él.

El interior estaba tan estropeado como el exterior, si no más. El mobiliario era extremadamente humilde: un par de sillas, un hogar de piedra, una alacena y una mesa. Había libros y papeles esparcidos por el suelo, algunos de ellos tachonados de extraños signos que hicieron palidecer a Lonerin en cuanto los vio. Había polvo por todas partes, y el olor a moho se agarraba a la garganta.

Sennar estaba junto a la mesa y trataba de abrir un hueco apartando los libros que la cubrían por completo. Se movía con dificultad, y arrastraba una pierna que parecía inerte.

Cuando logró liberar el espacio suficiente, se sentó en silencio.

No era en absoluto como Dubhe se lo había imaginado. El cabello y la barba cubrían casi por completo su rostro, que era un laberinto de arrugas donde despuntaban vivaces sus clarísimos ojos azules. Tenía las manos estropeadas, resecas y ennegrecidas por algún extraño motivo, y le temblaban ostensiblemente. Era un viejo, ni más ni menos, y su imagen distaba mucho de la de aquel joven héroe que había leído en los libros.

—¿Y bien?

Lonerin se sobresaltó. Él también parecía impresionado, y continuaba con la vista fija en los pergaminos del suelo.

Sennar siguió su mirada.

—¿Eres un consejero?

El chico sacudió la cabeza.

—Soy discípulo del actual consejero de la Tierra del Mar.

—Y entonces ¿por qué te has mostrado tan escandalizado al ver mis libros de fórmulas prohibidas?

Lonerin se puso muy colorado.

—Estoy seguro de que tú también has estudiado la magia prohibida, y probablemente la has utilizado.

El joven se estremeció, y Sennar sonrió malicioso.

—Así que las has usado…

Se los quedó mirando a ambos con una expresión que no tenía nada de amigable.

—Vayamos al grano, cuanto antes os marchéis, mejor. ¿Qué teníais que decirme?

Lonerin trató de recobrar la compostura, cogió una silla y se sentó frente a él. Dubhe hizo lo propio. Se aclaró la voz y empezó a contar su historia. Debía de haber pensado mucho en lo que le diría y en cómo lo haría, porque hablaba como si estuviera leyendo. Sin embargo, estaba rojo como un tomate, y toda la seguridad que solía exhibir cuando hablaba en público parecía haberse evaporado. Se comía palabras, se interrumpía, perdía el hilo.

Sennar estaba sentado, escuchándolo, con una mano apoyada en la mejilla. Lo miraba con aires de suficiencia, paseando su fría mirada por cada centímetro de su cuerpo. Parecía casi divertido de verlo tan turbado, y no hacía nada para tranquilizarlo. En cuanto a Dubhe, de vez en cuando le lanzaba una mirada furtiva. La casaca que le habían proporcionado los huyé dejaba bien a la vista el símbolo del sello que llevaba grabado en el brazo.

—¿Venís del poblado de los ghuar? —preguntó de repente, mirando a Dubhe.

Lonerin se había quedado con la palabra en la boca, justo cuando estaba describiendo a Dohor y le explicaba cómo se había hecho con el poder.

—Venimos del poblado de los huyé, ellos nos han indicado el camino a vuestra casa —se apresuró a responder.

Sennar volvió a entornar los ojos, y la ostentosa cicatriz de su cara aún se hizo más visible. Seguía mirando fijamente a Dubhe.

—Está claro que Ghuar ha decidido romper lo que habíamos pactado de forma tácita.

—No, fuimos nosotros quienes insistimos, y él creyó que teníamos buenas razones para venir aquí.

Fue como si no hubiera dicho nada. Sennar se volvió de nuevo hacia Lonerin.

—No hace falta que me cuentes lo que ha sucedido en el Mundo Emergido desde que me marché de allí. Ido me ha escrito durante estos años, y aunque no lo hubiera hecho, igualmente lo sabría todo el Mundo Emergido es tan banal, tan repetitivo… El hecho de que se llame Dohor, o el Tirano, que venga de la Tierra del Norte o de la del Fuego, carece de importancia. Siempre irrumpe alguien, y la paz se esfuma. El Mundo Emergido siempre está al borde de la guerra, acaba destruyéndose y después resurge de sus cenizas, con el único objeto de prepararse para el advenimiento de una nueva desgracia. Y un día todo acabará en un baño de sangre, en una masacre, pues ése es su destino desde el día de su fundación.

Lonerin permaneció en silencio unos instantes.

Dubhe paseaba la mirada de Lonerin a Sennar, y viceversa.

—Así pues, se trata de un círculo, como vos mismo escribisteis en las Crónicas del Mundo Emergido. Es un círculo infinito, que llevará… —dijo Lonerin sin salir de su desconcierto, pero no llegó a acabar la frase.

Sennar estalló en una carcajada. Fue una risotada maliciosa, amarga y desesperada que saturó toda la casa.

—Veo que lo has leído atentamente… ¿Ese libro aún sigue en circulación? Estaba convencido de que ya lo habrían quemado, o, cuando menos, de que lo habrían olvidado.

Esta vez, el chico se quedó con la boca abierta, sin saber qué decir.

—Tonterías. Estupideces. Delirios del jovencito inmaduro y feliz que era yo por entonces. Cuando te sientes feliz dirías cualquier cosa, estás predispuesto a creértelo todo con tal de mantener la ilusión de que durará para siempre. Pero nunca es para siempre.

Se apoyó en el respaldo y echó la cabeza hacia atrás. Parecía cansado.

—¿Quieres saber la verdad? La verdad es que existen breves períodos de gestación. La gente, al cabo de unos años, se aburre, los viejos enemigos han sido derrotados, y se precisa un tiempo para que surjan otros nuevos. Y esos pocos años tienen una única finalidad: preparar el nuevo baño de sangre. ¿De cuántos años de paz ha disfrutado el Mundo Emergido? ¿Cinco? Tras una guerra de cuarenta años.

Lonerin sacudió la cabeza.

—De acuerdo, pero ésa no es la cuestión. En efecto, es cierto, una nueva amenaza se cierne sobre el Mundo Emergido, pero no me importa la causa que ha podido originarla. Existe una secta que adora a un dios sanguinario que ama la muerte, Thenaar; dicha secta está tratando de resucitar a Aster.

Sennar hizo un gesto de contrariedad.

—¿Y has venido hasta aquí sólo para soltarme este discurso tan aburrido? ¿No has oído lo que te he dicho hasta ahora? Si has leído mis malditos libros sabrás cuánto he dado de mí mismo al Mundo Emergido. Una pierna, sólo para empezar, y todas mis esperanzas, todo aquello en lo que creía. ¡He perdido mis certezas luchando contra el Tirano, he matado combatiendo contra él, y también le he entregado cinco valiosos años de mi vida con Nihal, que empleé en consumirme construyendo la paz!

En esos momentos, su voz sonaba atronadora, furiosa.

—Lo he dado todo, esa tierra maldita me ha arrebatado toda la energía y la voluntad, y no tengo intención de darle nada más. No me ha quedado nada, incluso me ha quitado a mi hijo. Sólo poseo mi soledad, eso es cuanto me queda, y el Mundo Emergido no la tendrá. Es una tierra perdida, cargada de un odio irreparable, no hay ninguna fuerza capaz de salvarla. Aunque tú pudieras hacerlo, entregando todo cuanto eres, todo lo que aún no has perdido de camino a mi casa, vendría otro, y después otro más. El Mundo Emergido se precipita inexorablemente hacia el abismo, cada vez se hunde un poco más, y su descenso es inevitable.

Lonerin estaba consternado.

—Y entonces ¿qué proponéis? ¿Abandonarlo a su suerte?

—Caerá igualmente.

—Pero ¡vos luchasteis por este mundo, acabáis de reconocerlo!

—¿Y de qué ha servido? Ha aparecido ese tal Dohor y todo se está viniendo abajo, ¿no es así?

—Sí, pero…

—Hasta el mismo Aster regresará a la Tierra, como si yo jamás hubiese existido, como si Nihal jamás hubiese existido, como si jamás se hubiera librado una guerra.

Lonerin sacudió la cabeza con determinación.

—No es así, en absoluto. Tenemos nuevos instrumentos, y yo…

—¿Quién está luchando, quieres decírmelo? Hace cuarenta años estábamos Ido, Nihal, yo, la Academia, por no hablar de las Tierras Libres, de donde acudían los jóvenes en tropel para entregar su vida. ¿Y ahora?

—Está el Consejo de las Aguas, estoy yo, y está ella.

Lonerin señaló a Dubhe.

Sennar sonrió con sarcasmo.

—Tu amiga no habla. Ella tiene otros problemas, ¿no es así? Está aquí por sus propios asuntos, y te sigue la corriente en cuanto a tus ansias de convertirte en un héroe.

Dubhe se sintió humillada por la verdad que encerraban aquellas palabras, y lo mismo le sucedió a Lonerin, que cada vez estaba más consternado.

—No podéis creer realmente lo que estáis diciendo…

Sennar sonrió con amargura.

—Tengo sesenta años, soy viejo y me siento perdido. Creo que eres tú quien no ve las cosas con la perspectiva adecuada, porque aún eres un chiquillo. A tu edad pensaba como tú, y mírame ahora. Tarde o temprano, las ilusiones se acaban.

Lonerin bajó la vista. Unos días atrás habría mirado a Dubhe, habría buscado la fuerza y la razón en ella.

Y tal vez la chica lo habría ayudado. Pero no en ese momento. Ni siquiera ella sabía qué responder.

—No os estamos pidiendo tanto —repuso, haciendo un esfuerzo.

Sennar la atravesó con su mirada.

—Hemos recorrido este largo camino para pediros que nos ayudéis con un simple consejo. Sólo queremos saber qué clase de magia utilizará la Gilda para resucitar a Aster, y cómo podemos contrarrestarla.

—¿Y tú quién eres? Él es un mago, ¿y tú?

Dubhe miró al suelo.

—Soy una ladrona. La Secta de los Asesinos me obligó a trabajar para su organización.

—Y estás aquí por eso —dijo, señalando el símbolo de su brazo.

Dubhe asintió.

—Entonces limítate a tus intereses, y evita fingir que te mueven otros fines sólo para complacer a tu amigo.

—No lo estoy complaciendo.

—¿Ah, no?

—Cuando decidí acompañarlo, acepté ayudarlo en su misión y compartirla. —Notó que Lonerin la miraba de reojo—. Odio la Gilda, ellos fueron quienes me impusieron este sello.

Sennar la estuvo observando un buen rato, y lo mismo hizo con su marca.

—¿Sabes quién es Thenaar?

Dubhe sacudió la cabeza, desconcertada.

—Es otro nombre con el que se conoce a Shevraar.

La chica se puso lívida. Conocía a ese dios, había leído acerca de él en las baladas dedicadas a Nihal. La semielfa había sido consagrada a ese dios élfico cuando aún iba en pañales. En aquel tiempo, los semielfos ya eran objeto de persecuciones por parte de Aster. Los fammin atacaron la aldea donde vivían los padres de Nihal, y su madre hizo una promesa: si se salvaba, consagraría a su propia hija a Shevraar, el dios de la guerra y el fuego, creador y destructor.

—He leído algunos documentos de Aster, los que logré reunir antes de mi partida. Entre sus colaboradores había reclutado a unos fanáticos adoradores de un dios élfico, una secta nacida entre los hombres inmediatamente después de que los elfos se fueran. Aquéllos sólo adoraban la parte destructora de Shevraar. Con los años, el nombre del dios pasó a ser Thenaar, pero la divinidad es la misma.

Aquella revelación causó un extraño efecto en Dubhe. Era como si el pasado y el presente estuvieran conectados por un único hilo, y Nihal y ella compartiesen un vínculo profundo.

—Ésa es la esencia del Mundo Emergido: tomar cuanto posee de hermoso y corromperlo hasta el tuétano, pervertirlo, transformarlo en algo malvado.

Sennar suspiró de cansancio y de dolor.

Y a continuación volvió a centrarse en Lonerin:

—Siento mostrarme tan duro, lo siento por tus sueños y, créeme, respeto todo aquello en lo que crees. Pero con el tiempo uno acaba comprendiendo muchas cosas y, desgraciadamente, tú también comprenderás. Varen, un conde de Zalenia, en el Mundo Sumergido, adonde fui en busca de ayuda para la guerra contra el Tirano, me lo dijo hace muchos años. El tiempo acaba doblegando a los hombres.

—Lo sé —dijo Lonerin—, lo he leído.

—Yo no creía que fuera cierto y, sin embargo lo es. No es sólo que los años te debilitan, lo que en realidad sucede es que llegas a comprender la esencia del mundo, y te sientes destruido. A mí me ha pasado, y cuando eso sucede ya no puedes levantar cabeza. Estoy acabado, ya no soy el que escribió las Crónicas del Mundo Emergido, ya no soy aquel que era capaz de encontrar argumentos para rebatir los razonamientos de Aster. Si ahora tuviera que hablar con él, tal vez le daría la razón.

—No, sólo estáis cansado. La pérdida de Nihal, la fuga de vuestro hijo… Comprendo que todo ello pueda destruir a alguien —insistió Lonerin.

Fue como si Sennar se sintiese herido de muerte con la sola mención de aquellos dos sucesos. Se replegó en sí mismo, como si buscara mitigar su dolor. Sacudió la cabeza.

—Lo siento, ya no puedo hacer nada por vosotros. Soy incapaz de luchar, he perdido la convicción.

Lonerin se llevó las manos a la cabeza, y Dubhe sintió que debía ayudarlo. No sabía cómo, pero de algún modo aquella misión también se había convertido en la suya, como si él se la hubiera transferido durante el viaje.

—Entonces hacedlo por vuestro hijo.

Sennar se enderezó, y le lanzó una penetrante mirada.

—¿Sabéis dónde está? ¿Lo habéis visto?

Dubhe negó con la cabeza.

—Pero sabemos que está allí, y que está en peligro.

Una terrible angustia iluminó los ojos del anciano.

Entonces Lonerin tomó la palabra, animado por el arranque de Dubhe, y consciente de que se había abierto una posible brecha en la desesperación del viejo mago.

—El líder de la Gilda se llama Yeshol.

Sennar asintió.

—Hallé su nombre en los documentos que os he mencionado. Era un joven colaborador de Aster, un individuo movido por una desmesurada admiración hacia su jefe.

Dubhe reconoció en aquella descripción al hombre terrible que la había encadenado a la Gilda.

—Ese hombre ha logrado que el espíritu de Aster regrese de entre los muertos.

—Yo lo vi —intervino Dubhe sin dilación—. Vi el impreciso contorno de un cuerpo de niño que flotaba en una esfera luminosa, en los sótanos de la Casa, donde la Gilda tiene su sede.

—¿Y cómo dices que era él? —Sennar parecía interesado en las palabras de la chica.

—Se parecía a las estatuas que lo representan por toda la Casa; la Gilda le rinde culto como a un mesías.

Sennar esbozó otra sonrisa amarga.

—Ahora están buscando un cuerpo. El cuerpo de un semielfo —prosiguió Lonerin.

El anciano enderezó casi imperceptiblemente la espalda, y un destello de sagacidad iluminó sus ojos. Por fin estaba todo claro.

—Tarik…

—¿Vuestro hijo?

—O sus hipotéticos hijos —siguió diciendo Sennar con voz temblorosa, como si hablara consigo mismo—. La vida vuelve a hostigarme, aún no está satisfecha con todo el sufrimiento que me ha infligido…

Ahora parecía más envejecido, su voz sonaba débil y cargada de dolor. Dubhe se sintió que la embargaba la compasión, sentía su dolor.

—Se fue hace quince años, cerrándome la puerta en las narices. Para él sólo existía su madre, jamás me perdonó que no fuera capaz de evitar su muerte.

Cerró los ojos, como si estuviera contemplando imágenes lejanas.

—Me habría gustado encontrarlo, verlo de nuevo, volver atrás y cambiar lo que sucedió.

Una única lágrima descendió por su reseca mejilla, un desierto imposible de saciar. Abrió los ojos y trató de recomponerse.

—Si queréis, podéis quedaros a dormir en el granero. Oarf no os hará ningún daño. Es tarde, y yo estoy cansado, demasiado cansado para tomar una decisión. Seguiremos hablando mañana, pero ahora necesito descansar, os lo ruego…

Dubhe y Lonerin asintieron y se pusieron en pie.

Sennar los condujo al granero y les preparó como buenamente pudo un par de jergones. Se ausentó unos minutos y volvió con dos escudillas llenas de sopa. Las dejó en el suelo. No dijo una sola palabra, permanecía sumido en un obstinado silencio. Y sin hacer el menor ruido, desapareció tras la puerta.

* * *

Dubhe y Lonerin comieron sin intercambiar ningún comentario, aunque no hubo la menor tirantez entre ellos. Los acontecimientos de aquella jornada, la discusión con Sennar, parecían haber erradicado sus problemas personales. Por lo demás, ¿qué peso podía tener su desavenencia comparada con lo que acababa de contarles el viejo héroe? Una riña entre adolescentes, un estúpido litigio sin la menor importancia. Ambos pensaban en él, en cómo lo había transformado el paso del tiempo, en cuán desilusionado y desesperado se sentía.

Lonerin se preguntó si él también acabaría así, abatido y derrotado, si realmente serviría de algo todo el tiempo que había invertido en luchar contra el odio, una lucha que Sennar consideraba inútil. No había respuesta, como siempre. Sólo el cansancio de tener que afrontar un día tras otro aquella lucha contra sí mismo y contra sus más oscuros deseos.

Dubhe, en cambio, pensaba en su propia vida, en cuán alejada estaba de aquellos problemas tan extraordinarios y tan nobles. Su existencia era mísera y vacía: comparada con la de Sennar, resultaba despiadadamente claro que su vida era terriblemente insustancial y carente de valores.

Dejaron las escudillas vacías en el suelo casi al mismo tiempo y se tendieron sobre los jergones.

Dubhe ya se había vuelto hacia un lado cuando notó que Lonerin le tocaba el hombro. Sobresaltada, se dio la vuelta. El joven le sonrió, y fue como viera brotar una flor en el desierto.

—Gracias por tus palabras —le dijo, y ella se emocionó al oírlo.

Sólo duró un instante, Lonerin se volvió y se cerró de nuevo en sí mismo. Dubhe se quedó contemplando su espalda unos instantes.

—Gracias —murmuró ella a su vez.