24

El príncipe que nunca será rey

IDO decidió partir entrada la noche. Para llegar lo antes posible a Laodamea, lo mejor era atajar por la Gran Tierra, pero resultaba peligroso, pues el chico y él quedarían al descubierto la mayor parte del tiempo. Por eso lo más inteligente era aprovechar la oscuridad, aunque el precio fuera tener que dormir de día.

En cualquier caso, poco antes de partir llevó a San a la vieja armería.

La gran sala oval estaba llena de polvo y moho. Había telarañas en los rincones y armas oxidadas en todas las paredes. Aun así, al abrir los baúles apareció alguna que otra arma en bastante buen estado. La armería se encontraba en una zona particularmente seca del acueducto, al fondo de un corredor que habían excavado los suyos en los tiempos de la resistencia y que estaba bastante alejado de cualquier canal.

De entre todas, Ido eligió una espada que le pareció mejor conservada que las demás y la llevó hasta la muela para afilarla.

—¿Para qué quieres esa espada? ¿Acaso no tienes la tuya? —preguntó San con su voz aguda.

—Es para ti.

El jovencito se quedó pálido.

—No te preocupes, sólo será para los casos de emergencia.

Entre ambos se hizo el silencio.

—¿Sabes usarla?

San asintió sin mucha convicción.

—Mi padre empezó a enseñarme desde muy pequeño, pero nunca he luchado de verdad.

—Esperemos que esta vez tampoco tengas que hacerlo. Pero has de meterte en la cabeza que conviene estar prevenido para todo.

En cuanto acabó de decir aquellas palabras se la puso en la mano, junto con una funda de cuero bastante pulida. Estuvieron ejercitándose un poco, el tiempo suficiente para desempolvar las nociones básicas, y a Ido le pareció que el chico era bueno para su edad, tal vez un poco demasiado académico, pero tenía aptitudes. Le habían enseñado bastante bien.

Sin embargo, observó que luchaba con desgana y que le costaba concentrarse.

—Me habías dicho que te gustaba luchar con la espada.

—Y así es, en efecto. —El niño bajó la guardia—. Pero es que no lo entiendo. Me dijiste que me protegerías, y ahora pones una arma en mi mano, yo…

—San, estoy herido, y me siento más seguro si tú también vas armado. Pero no tendrás que usarla, no temas.

Ido notó que le brillaban los ojos. El niño que había en él estaba surgiendo con fuerza.

—No permitiré que te suceda nada —añadió el gnomo con convicción—, pero has de entender que debemos contemplar todas las posibilidades. Es propio de un buen guerrero no dejar nada al azar, y no me negarás que yo soy un guerrero muy experto, ¿no es así?

San se enjugó las lágrimas de sus mejillas con la manga de la casaca y asintió.

—Muy bien. Ve a dormir. Partiremos mañana por la noche.

* * *

El caballo estaba en forma. Lo habían acomodado en la cuadra y lo habían alimentado con toda la comida que hallaron en los establos. Era un buen auspicio, pues de ese modo podrían viajar sin parar y aprovechar todos los momentos que la oscuridad les brindase. Sin duda, dormir en la llanura iba a ser un problema, de manera que sólo descansarían unas pocas horas durante el día.

Partieron una noche sin luna, y en cuanto pusieron un pie en el exterior, Ido notó en su espalda que San se había puesto rígido.

—No se ve nada.

—Eso, quien no quiera ver… —replicó el gnomo.

Había realizado infinidad de marchas nocturnas, conocía todas las formas y las asechanzas de la oscuridad, y sabía cómo moverse. Había empleado mucho tiempo en adiestrar su único ojo con esa finalidad, y en cuanto empezó a fallarle la vista a causa de la vejez, aguzó sus otros sentidos.

Cabalgaron toda la noche, y cuando ya habían recorrido un buen trecho hicieron un alto para comer algo. Hasta que despuntó el alba no desmontaron realmente para descansar.

Ido montó una especie de telón que había llevado consigo. Era del mismo tejido que habían utilizado para camuflar las entradas al acueducto, y resultaba perfecto como tienda de campaña. Así tendrían más posibilidades de pasar inadvertidos; lo desplegó de forma que los cubriese a ambos.

—Dormiremos por turnos —dijo—. Dos horas cada uno. Si te entra sueño durante tu turno, me avisas, ¿de acuerdo?

San asintió al tiempo que bostezaba.

—Pero antes debo pedirte que me concedas el favor de curarme una vez más con tu magia. Lo necesito para poder estar en condiciones.

San puso las manos sobre la herida sin demasiada convicción. Estaba visiblemente cansado, y, en cualquier caso, seguía mostrando cierta renuencia a practicar la magia.

* * *

Una vez más, Ido contempló admirado aquella luz que se propagaba a través de sus dedos.

—Cuando toda esta historia haya acabado, haré que te adiestre un mago —le dijo de pronto.

El jovencito lo miró con cara de susto.

—Mejor que no.

—¿Es por tu padre?

Las manos de San se enfriaron de golpe. Sucedía siempre que hablaban de Tarik.

Ido buscó las palabras adecuadas.

—El hecho de que tu padre tuviera esa visión de la magia no implica que sea mala en sí. Sólo era su opinión, ¿comprendes?

San no lo veía claro.

—El Tirano era un mago, sin ir más lejos… O al menos ése era el ejemplo que ponía mi padre cuando se hablaba de estas cosas.

El gnomo se sintió inquieto. Ya había pensado en ello otras veces. Por lo poco que sabía de la biografía del Tirano, había sido un niño prodigio, igual que San. Se preguntó si todo eso no formaría parte de los planes de Yeshol.

—Ése fue un caso extremo. Fíjate en tu abuelo. Él hizo grandes cosas con la magia, ¿no crees? —dijo, cambiando su argumentación.

San no sabía qué responder.

—Todo radica en cómo se usen los poderes. Es bueno que ahora tú me estés curando, ¿no? Y cuando estábamos con el Asesino en la Gran Tierra, ¿te has preguntado cómo lograste liberarte?

San se ruborizó.

—Yo no quería, apenas me di cuenta de lo que hacía… Las manos se me volvieron de fuego por sí solas, y cuando miré, las cuerdas estaban medio quemadas.

Ido se felicitó mentalmente a sí mismo. Así pues, estaba en lo cierto.

—Era magia, San, y te permitió salvarte. Y salvarme a mí también.

El niño siguió curándolo, sin añadir ningún comentario.

El gnomo no estaba seguro de haber sido lo bastante convincente.

—Tú posees un don extraordinario. Tu abuelo también empezó así. ¿Sabías que hablaba con los dragones?

San se mostró interesado de inmediato.

—¿De veras?

Él asintió.

—Tú hablas con los animales, San. Son facultades extraordinarias que no deberían desperdiciarse. Por eso te aconsejaba que estudiaras.

Comprendía sus reticencias. Su padre había muerto recientemente, y con toda seguridad temía traicionar su memoria si hacía algo que él le había prohibido.

—No estás obligado a convertirte en mago —prosiguió—. Sólo lo harás si así lo deseas, de lo contrario podrás dedicarte a lo que quieras, incluso entrar en la Academia.

El pequeño esbozó una gran sonrisa de alivio, pero sólo duró unos instantes.

—¿Qué va suceder después, Ido? No tengo casa, ni parientes.

Ido comprendía bien su inquietud.

—Eres muy joven, y ante ti se abren una infinidad de puertas. No temas, sabrás por ti mismo qué quieres hacer.

San bajó la mirada.

—A veces pienso en ello, por las noches. Me despierto y me digo que tengo poco tiempo, demasiado poco. Cada día es un día menos, y tengo miedo. —Tragó saliva—. Tengo miedo de que esto no acabe nunca, tengo miedo de que la Gilda dé conmigo, y tengo miedo del Tirano…

—No debes pensar en ello, has de mirar adelante. El Tirano fue derrotado: y lo que ahora se cierne sobre nosotros no es más que su pálida sombra, y eso es lo que seguirá siendo, una sombra.

San asintió. Estaba claro que creía ciegamente en lo que Ido decía, sólo le bastaban sus palabras de apoyo para seguir adelante.

—Confía en mí. Todo irá bien, porque yo te defenderé con mi propia vida, San, ¿de acuerdo?

El jovencito asintió convencido.

—Eres la persona en quien más confío.

Ido sonrió y el niño le saltó al cuello. Sintió un espasmo de dolor en la costilla.

—Despacio —susurró el gnomo, pero aquel abrazo lo hizo sentirse feliz, y estrechó a San contra sí.

* * *

Ido despertó con una extraña sensación. Llevaban ocho días de marcha, y las cosas habían ido bastante bien. Se desplazaban de noche y al rayar el alba paraban para dormir. Montaban guardias, pero de hecho él nunca se permitía dormir profundamente. A fin de cuentas, estaban siendo perseguidos.

Escuchó su propio cuerpo en medio de la oscuridad. No sabría decir qué sentía en los huesos, pero tenía un mal presentimiento. Debía de haber oscurecido no hacía mucho, a juzgar por la delgada franja de un tono azul apagado que se extendía al oeste. La noche parecía idéntica a otras, sólo que ésta era más luminosa, con una luna creciente que resplandecía de forma inusual. Y, sin embargo, había algo que no cuadraba.

Despertó a San, sin hacerlo partícipe de su inquietud. No tenía sentido asustarlo en vano, ya estaba bastante intranquilo de por sí.

—Partiremos en seguida.

El chico se frotó los ojos.

—¿No comeremos nada?

—Lo haremos por el camino.

Montaron a caballo, e Ido obligó al animal a acelerar la marcha.

—¿Hay algún problema? —preguntó San, intrigado.

—Ninguno.

—Nunca habíamos ido tan de prisa.

—Cuanto antes lleguemos, mejor.

El aire vibraba emitiendo una nota grave e indefinida. Aquella atmósfera tórrida seguía mortificándolo, y aunque ya se estaban alejando de la Tierra del Fuego, era posible que le estuviera jugando una mala pasada. No obstante, Ido sentía una especie de antiguo reclamo susurrándole al oído, había algo en aquel sonido vibrante, pero sólo lograba distinguirlo de forma intermitente.

Y entonces, de pronto, lo comprendió. Aún se oía lejano y débil, pero pronto aquel sonido acabaría resultando demasiado claro y próximo. El gnomo lanzó el caballo al galope y apoyó la mano en la empuñadura de su espada.

Pensó instintivamente en Vesa, en cuán útil le habría resultado en esos momentos, en cómo habrían vibrado sus flancos bajo sus muslos al oír aquel sonido. Porque, en efecto, lo que había oído era el grito de un dragón, un rugido que para él había sido el sonido de sus amigos y aliados durante mucho tiempo, pero que desde que Dohor estaba en el poder sólo sonaba a muerte.

Un caballo no tenía ninguna posibilidad contra un dragón, pero espoleó igualmente al animal, lo forzó al límite y sacó su espada.

—Pase lo que pase, huye, ¿entendido?

—¡No me dejes! —gritó San, aterrorizado.

—¡Tu supervivencia está por encima de todo lo demás, así que harás lo que te he dicho!

El aire se estremeció, y una ráfaga de viento los embistió por detrás. Sintieron cómo pasaba sobre sus cabezas, inmenso y palpitante. Planeó durante unos segundos surcando los aires y tapando la luna, y entonces se volvió hacia donde estaban y los atacó. Era una masa oscura que cubría el horizonte y cuyo perfil débilmente iluminado apenas lograba distinguirse. Tenía las alas translúcidas y su boca era como un horno.

Abrió las fauces y un muro de llamas abrasó el camino que se abría ante ellos.

La luz del fuego iluminó por completo la mole del dragón, su tornasolada piel verde y las escamas rojas que coronaban su cresta y el lomo. Un Caballero del Dragón se mantenía erguido en el centro, oscuro y amenazador.

Ido hizo girar rápidamente el caballo, bordeó las llamas en busca de una vía de escape y se preparó para defenderse.

El dragón emergió de entre las llamas con su caballero de armadura plateada montado en la grupa, tan pequeño que parecía un soldadito comparado con las dimensiones del animal. Con una de sus garras golpeó al caballo en plena carrera, e Ido rodó junto con su montura por el suelo de aquel desierto tapizado de esquirlas negras. El grito de San le llegó distante. ¿Habría huido? ¿Lo habría capturado el dragón?

Rodó alejándose del caballo para no ser aplastado, y se esforzó en no perder la orientación, con la mano en la empuñadura, presta a desenvainar. Cuando logró volver a ponerse en pie, apenas tuvo tiempo de ver un cuerpo diminuto debatiéndose bajo la zarpa del enorme animal. Sin duda era el caballo, y San seguía en su grupa. A Ido se le heló la sangre. Al instante, oyó otro grito, y entonces una especie de rayo luminoso lo cegó.

Cuando volvió a abrir los ojos, en el suelo, a poca distancia de él, había una gigantesca forma tendida, y a su lado dos bultos informes. El dragón, el caballo y San.

—¡San! —gritó el gnomo, y se dispuso a correr hacia él, pero su carrera se vio interrumpida por el silbido de una espada que pasó rozando su cabeza. Se echó a un lado, volvió a incorporarse y reconoció inmediatamente a su enemigo.

Habían transcurrido cinco años, y se había hecho todo un hombre. La complexión delgada y enclenque del adolescente había dado paso a un cuerpo esbelto y fibroso de hombre joven, pero en sus ojos y en su rostro seguía habiendo algo que le recordaba al muchacho al que había salvado la vida a los pies del Thal. Un muchacho que entonces quería que lo matasen, y que había vuelto atrás en busca de supervivientes.

Tenía los ojos de un color verde intenso, impenetrables y fríos, y el cabello corto y despeinado era de un rubio que podría pasar por blanco bajo la opaca luz de la luna.

—¡Learco! —exclamó Ido.

El joven permaneció inmutable, con la espada desnuda en la mano, apuntándole. Tenía la armadura manchada de tierra. Probablemente se había caído del dragón cuando se produjo el destello de luz.

—Mi padre quiere al niño. Entrégamelo y todo irá bien.

Su voz sonaba fría, totalmente inexpresiva.

Ido sonrió sarcástico.

—Si mal no recuerdo, hace cinco años no estabas en condiciones de darme órdenes, Es más, si la memoria no me falla, te salvé la vida.

—Yo sólo quiero al niño, Ido.

Así pues, aún no estaba en su poder. ¿Y qué había sido aquel repentino resplandor?

No alcanzaba a explicárselo, y tampoco tenía tiempo. Tenía que luchar.

Se lanzó impetuoso contra él, pero la costilla respondió al movimiento de su brazo con una punzada que lo dejó sin respiración. Learco se detuvo al instante. Ya no era el jovenzuelo de cinco años atrás.

Ido no había vuelto a pensar en qué habría sido de él. Estaba convencido de que habría abandonado inmediatamente la vida militar, que su padre lo habría repudiado, o incluso que habría muerto de enfermedad. Era la suerte que solían correr aquellos que, como él, se habían visto abocados al horror de la guerra demasiado jóvenes, cargados de responsabilidades para las que aún no estaban preparados. La vida los destruía, y morían prematuramente. Nunca se habría esperado encontrárselo de nuevo.

No se dejó impresionar por aquella primera exhibición de manual. Ignorando el dolor, giró la espada, liberándola de la de su adversario, y volvió a atacar. Decidió tantearlo, como solía hacer con los jovenzuelos. Eso desorientaba a los combatientes inexpertos, que acababan hipnotizados con sus jueguecitos y olvidaban controlar los movimientos de su arma.

No funcionó. Estaba claro que Learco tenía experiencia en el combate, ya que comenzó a imitarlo, respondiendo a cada uno de sus golpes. Los cambios de ritmo no lo desorientaban, no perdía la concentración en ningún momento, era rápido, ágil. Un último golpe, e Ido volvió a recuperar la distancia de seguridad.

—Has mejorado.

Él no respondió. Sus ojos y su rostro estaban en otra parte.

—¿Sabes por qué tu padre quiere al niño?

Learco parecía desconcertado.

—Me ha dado una orden, soy su subordinado y la cumplo.

Atacó sin previo aviso con un insólito golpe bajo, e Ido se vio obligado a pararlo desde una posición poco habitual. Se halló en desventaja, y Learco empezó a acosarlo. El gnomo tuvo que retroceder. Era la primera vez que le sucedía en mucho tiempo. Pese a todos los años que llevaba luchando, jamás se había visto en serias dificultades. Durante aquellos oscuros años de intrigas no hubo nadie que pudiera compararse siquiera vagamente a Deinóforo, el Caballero del Dragón Negro que le arrancó un ojo, y que él mismo acabó matando en la Gran Batalla de Invierno. Él había sido el más terrible de sus adversarios.

Ido tropezó con una protuberancia y cayó de espaldas. Se vio perdido, la espada de Learco ya andaba en pos de su garganta, pero logró rodar lateralmente por encima de algo que poseía una extraña consistencia.

El arma del príncipe se detuvo muy cerca del suelo, lo suficiente para que Ido pudiera asestarle un golpe y ponerse nuevamente en guardia.

Echó un vistazo al obstáculo. Era una ala del dragón, que había sido abatido por algo, probablemente el rayo de luz. ¿Habría sido San?

—Yo diría que has perdido un aliado —comentó, refiriéndose al dragón de su enemigo.

—También sé combatir sin él —replicó el chico.

Ido sacudió la cabeza.

—Por lo que veo, tu padre no llegó a aprender la lección que le di… Un Caballero del Dragón siempre debe combatir con su dragón en un flanco, aun cuando esté en tierra, indefenso. El hecho de que hayas permitido que a tu compañero lo hayan atacado de ese modo demuestra claramente que estás muy lejos de ser un auténtico caballero.

Learco descargó un golpe, pero pareció hacerlo llevado por una especie de ira reprimida, y éste resultó débil y desmañado. Ido aprovechó para tirar una estocada a fondo. El joven logró ladearse justo a tiempo para evitar el golpe mortal. Sin embargo, fue alcanzado de refilón.

Esta vez fue él quien recuperó la distancia de seguridad, inclinándose levemente hacia el lado de la herida. Por un instante su rostro se contrajo en una mueca de dolor.

—¿Sabes o no sabes por qué tu padre quiere al niño?

—¡Eso no importa!

Learco empezaba a ponerse nervioso. Cambió de mano y atacó con la izquierda, sin que se apreciara ninguna diferencia sustancial en cuanto a su habilidad para manejar la espada. Ido lo secundó y cambió de mano a su vez.

Empezaron a intercambiar frases de esgrima, y la técnica del príncipe seguía siendo perfecta. Sin embargo, a Ido le parecía demasiado académica. En realidad no quería vencer, no lo impulsaba el odio que pudiese sentir hacia el gnomo, ni siquiera su compromiso con la misión. Tal vez fuera sentido del deber, pero entendido como un fin en sí mismo.

Él, en cambio, estaba dispuesto a todo con tal de salvar a San. Lo oyó lamentarse débilmente y reunió fuerzas para lanzar una nueva estocada a fondo.

Learco empezó a retroceder.

—¡Para vencer, es preciso desear ganar de verdad! —gritó Ido, y le asestó un golpe hendiente. Esta vez no tendría la menor piedad, como sí la había tenido cinco años atrás: al salvarlo le permitió convertirse en lo que era ahora.

Learco pareció bajar la guardia, era como si quisiera morir. Parecía retroceder a propósito, sus ojos estaban totalmente vacíos. Ido no sintió lástima, se limitó a corregir la trayectoria. Justo en ese instante, el joven alzó la espada y lo obligó a describir un amplio movimiento con el brazo. Esta vez su costilla le arrancó un grito de dolor, Ido perdió la coordinación y se precipitó hacia delante. Learco le puso la zancadilla.

Rodó por el suelo, incrédulo; no había dado con sus huesos en tierra durante un combate desde tiempos inmemoriales. Había sido doblegado por un jovenzuelo.

Mientras se hallaba tendido, notó que el príncipe apoyaba la espada junto a su cabeza. Alzó la mirada para poder verlo.

Seguía impasible. Ni alegría por la victoria, ni sed de sangre. Nada turbaba la tranquilidad absoluta que reflejaba su rostro. Respiraba con cierta dificultad.

—A veces, para vencer, basta con ser desleal.

Ido sonrió. Aún tenía la espada en la mano. Era una idea disparatada, pero tal vez se saliese con la suya. No pensaba rendirse.

—Eso no es más que una artimaña.

—Te equivocas, es deslealtad. Desde que me topé contigo, no he aprendido a hacer otra cosa.

La frialdad de su voz sugería la existencia de insondables abismos. ¿Quién era realmente aquel joven? ¿Qué quería, y qué lo impulsaba?

—Lo de la otra vez, ¿era cierto? ¿Habías ido en busca de supervivientes?

Los ojos de Learco se velaron de dolor. Ido estrechó con fuerza la empuñadura de su espada.

—Era cierto.

—Tu padre quiere al niño para matarlo. Ha suscrito un pacto con la Gilda, ha vendido su alma a cambio de poder. ¿De verdad quieres ayudarlo?

Learco bajó la vista. Su espada tembló levemente.

Ido se puso en pie de un salto; el acero de su adversario le rozó el hombro, pero él no se detuvo. Su arma describió un amplio círculo, y el pecho de Learco quedó surcado por un largo tajo de color escarlata. El príncipe cayó hacia atrás, pero logró frenarse antes de tocar el suelo.

Habría podido pararlo, Ido se dio perfecta cuenta de ello. Con una mínima parte de los reflejos que el chico había demostrado poseer, habría podido neutralizar la previsible treta del gnomo. Pero no lo hizo.

Learco se llevó la mano al pecho. Sólo era un rasguño, pero debía de dolerle.

—Llévatelo de aquí.

Ido lo miró.

Él alzó los ojos.

—Una vez me salvaste la vida. Márchate con el niño.

Arrojó la espada al suelo.

Ido no acababa de creérselo, pero no se lo hizo repetir.

San se hallaba junto al dragón. Se sujetaba el tobillo con una mano y estaba en el suelo. Resultaba evidente que no podía ponerse en pie. El caballo yacía inerte a pocos brazos de él, con el vientre destripado.

—¿Va todo bien? —le susurró el gnomo.

San asintió con un hilo de voz.

—No sé qué ha pasado, la luz, tenía miedo…

—Está todo bajo control.

Lo cogió en brazos. Ya no podían contar con el caballo. Tenían que marcharse a pie.

Learco permaneció inmóvil, mirándolos, sin decir una palabra.

Ido se volvió hacia donde estaba el joven.

—No estás obligado a seguir a tu padre. No estabas obligado entonces, y con mayor motivo tampoco lo estás ahora.

—Soy su hijo —repuso Learco sonriendo con tristeza.

A Ido le impactaron aquellas palabras. Recordó su infancia: él era el hijo de un rey al que habían usurpado el trono, fue criado alimentando su odio y su deseo de venganza. Él también se vio atrapado en una intrincada red de deberes y afectos.

No añadió nada más. Cogió en brazos a San y desapareció en la noche. Esta vez, tenía el presentimiento de que volvería a ver a Learco, que la historia que los unía estaba muy lejos de haberse acabado.